Andermatt y el doctor Latonne estaban paseando ante el Casino, por la terraza adornada con jarrones de mármol de imitación.
—Ya ni siquiera me saluda —decía el médico refiriéndose a su colega Bonnefille—, está allí en su madriguera como un jabalí. Creo que, si pudiera, envenenaría nuestros manantiales.
Andermatt meditaba profundamente, con las manos a la espalda y en la cabeza un sombrero hongo pequeño de fieltro gris, echado hacia atrás, que no le disimulaba la calvicie.
—Bueno, dentro de tres meses la Sociedad se pondrá de rodillas. Ya sólo discutimos por una diferencia de diez mil francos. Es ese miserable de Bonnefille quien los azuza contra mí y les hace creer que me van a sacar más. Pero se equivoca.
El nuevo inspector siguió diciendo:
—Sabrá que ayer cerraron el Casino. Ya no iba nadie.
—Sí, ya estoy enterado, y también de que al nuestro no viene bastante gente. La gente sale poco de los hoteles, y en los hoteles, se aburre, amigo mío. Hay que divertir a los bañistas, distraerlos, conseguir que la temporada se les haga demasiado corta. Los de nuestro hotel, los de Mont-Oriol, vienen todas las noches porque les queda muy cerca, pero los demás se lo piensan y se quedan en casa. Es una cuestión de carreteras, y nada más. El éxito depende siempre de causas imperceptibles que hay que saber descubrir. Es preciso que los caminos que llevan a un lugar de recreo sean, en sí mismos, un recreo, la primera parte de la satisfacción que se va a conseguir al rato.
»Los caminos para llegar hasta aquí son malos, pedregosos, difíciles; resultan cansados. Cuando la carretera que lleva a un sitio al que uno tiene ciertas ganas de ir es cómoda, ancha, sombreada de día, fácil y no muy empinada por la noche, es inevitable que se la prefiera a otras. ¡Si supiera usted hasta qué punto conserva el cuerpo recuerdos de mil cosas que la mente no se ha tomado el trabajo de retener! ¡Creo que así es como funciona la memoria de los animales! Si pasamos demasiado calor yendo a determinado lugar, si nos destrozamos los pies en los guijarros mal apisonados, si la cuesta nos parece demasiado cansada, volver a ese lugar, incluso aunque hayamos ido pensando en otra cosa, nos producirá una repugnancia física invencible. Íbamos charlando con un amigo, no hemos sido conscientes de las pequeñas dificultades de la caminata, no nos hemos fijado en nada, no se nos ha quedado nada; pero a nuestras piernas, a nuestros músculos, a nuestros pulmones, a nuestro cuerpo entero, sí; a ellos no se les ha olvidado, y le dicen a la mente, cuando la mente quiere volver a llevarlos por el mismo camino: «No, no pienso ir, lo pasé demasiado mal». Y la mente obedece a ese rechazo sin discutir y asume ese mudo lenguaje de los compañeros que la conducen.
»Así que necesitamos buenos caminos, o lo que es lo mismo: necesito las tierras del borrico ese del tío Oriol. Pero paciencia… ¡Ah!… A propósito, Mas-Roussel ha comprado su chalé en las mismas condiciones que Rémusot. Es un pequeño sacrificio del que nos resarcirá ampliamente. O sea, que intente saber exactamente cuáles son las intenciones de Cloche.
—Hará lo mismo que los demás —dijo el médico—. Pero hay algo en lo que llevo pensando desde hace unos días y que se nos ha olvidado por completo: el boletín meteorológico.
—¿Qué boletín meteorológico?
—El de los periódicos de París de gran tirada. ¡Es algo indispensable! La temperatura de una estación termal tiene que ser mejor, menos variable, más regularmente templada que la de las estaciones vecinas y rivales. Va usted a abonarse al boletín meteorológico de los principales órganos de opinión, y todas las noches mandaré por telegrama la situación atmosférica. Lo haré de tal forma que la media registrada al final del año sea superior a las demás medias de los alrededores. Lo primero que salta a la vista al abrir los periódicos importantes es la temperatura de Vichy, de Royat, del Mont-Dore, de Châtel-Guyon, etc., etc., durante la temporada de verano; y durante la temporada de invierno la temperatura de Cannes, de Menton, de Niza, de Saint-Raphaël. En esos sitios siempre tiene que hacer calor y buen tiempo, querido director, para que el parisino se diga: «¡Caramba, qué suerte tienen los que van allí!».
Andermatt exclamó:
—¡Pardiez que tiene usted razón! ¿Cómo no se me habrá ocurrido? Voy a ocuparme de ello hoy mismo. Y hablando de cosas útiles, ¿ha escrito a los profesores de Larenard y Pascalis? A esos dos sí que me gustaría tenerlos aquí.
—Inabordables, querido presidente… a menos… a menos que se convenzan por sí mismos, tras muchas experiencias, de que nuestras aguas son excelentes… Pero de ellos no conseguirá nada por persuasión… anticipada.
Pasaban por delante de Paul y Gontran, que habían venido a tomar café después del almuerzo. Iban llegando otros bañistas, hombres sobre todo, pues las mujeres, al levantarse de la mesa, suben siempre una hora o dos a sus habitaciones. Petrus Martel vigilaba a sus camareros y pedía a voces: «Un cúmel, un aguardiente, un anisete», con la misma voz vibrante y profunda que pondría una hora después para dirigir el ensayo y dar el tono a la primera actriz.
Andermatt se paró un momento a hablar con los dos jóvenes, y luego siguió paseándose con el inspector.
Gontran, con las piernas y los brazos cruzados, retrepado en la silla, apoyando la nuca en el respaldo y apuntando con la mirada y con el puro al cielo, fumaba, ensimismado en una felicidad perfecta.
De repente, preguntó:
—¿Quieres dar una vuelta, dentro de un rato, por el valle de Sans-Souci? Estarán las niñas ésas.
Paul dudó y, luego, tras pensarlo, dijo:
—Bueno, de acuerdo.
A continuación, añadió:
—¿Va bien lo tuyo?
—¡Ya lo creo! La tengo cogida; ya no se me escapa.
Gontran había tomado ahora a su amigo como confidente, y le contaba, día a día, lo que iba adelantando. Incluso se lo llevaba, como cómplice, a sus citas, pues había conseguido, de forma ingeniosísima, tener citas con Louise Oriol.
Tras el paseo al puy de la Nugére, Christiane puso fin a sus excursiones, y ya apenas salía, lo que dificultaba los encuentros. El hermano, a quien aquella actitud de la hermana causó un trastorno al principio, había buscado los medios para salir del apuro.
Acostumbrado a los usos de París, donde los hombres de su índole consideran a las mujeres como una caza a menudo difícil, había puesto en práctica antaño muchas artimañas para acercarse a aquéllas que codiciaba. Había sabido, mejor que nadie, servirse de los intermediarios, descubrir a los que eran complacientes por interés y darse cuenta de una ojeada de quiénes, hombres o mujeres, favorecerían sus intereses.
Al verse privado, de pronto, de la colaboración inconsciente de Christiane, había buscado entre las personas que lo rodeaban el nexo necesario, el «carácter flexible y comprensivo», como decía él, que sustituyera a su hermana; y su elección había recaído enseguida en la mujer del doctor Honorat. Había muchas razones que hacían de ella la más indicada. En primer lugar, su marido, muy vinculado a los Oriol, trataba a esta familia desde hacía veinte años. Había visto nacer a los hijos, cenaba en su casa todos los domingos, y los sentaba a su mesa todos los martes. La mujer, una señora de medio pelo, gorda, vieja, presuntuosa, y cuyo punto flaco era la vanidad, no podía por menos de prestarse por entero a cualquier deseo del conde de Ravenel, cuyo cuñado era el dueño del balneario de Mont-Oriol.
Por otra parte, a Gontran, que era un experto en celestinas, ésta le había parecido, sólo con verla pasar por la calle, muy bien dotada por la naturaleza. Tiene toda la pinta, pensaba, y cuando se tiene toda la pinta de ser algo, es que ese algo se lleva dentro.
Así pues, había entrado en la casa un día que había acompañado al marido hasta la puerta. Se había sentado, había pegado la hebra, había elogiado a la señora, y, al llegar la hora de cenar, dijo al levantarse:
—¡Qué bien huele en su casa! Guisa usted mejor que los del hotel.
La señora Honorat, muy hueca, balbuceó:
—Dios mío… si me atreviera… si me atreviera, señor conde…
—¿Si se atreviera a qué, querida señora?
—A rogarle que comparta nuestra modesta cena.
—A fe mía… a fe mía… que le diría que sí.
El doctor, preocupado, murmuró:
—Pero si no hay nada, nada. El puchero, un poco de vaca, una gallina, y nada más.
Gontran se reía:
—Me basta, acepto.
Y había cenado en casa del matrimonio Honorat. La obesa anfitriona se levantaba de la mesa, le quitaba de las manos la fuente a la criada para que ésta no echara la salsa en el mantel, y, aunque el marido perdía la paciencia, servía en persona.
El conde le había dado la enhorabuena por el guiso, por su casa, por su amabilidad, y la había dejado inflamada de entusiasmo.
Había vuelto para agradecerle la hospitalidad, había dejadoque lo volviera a invitar, y ahora iba a todas horas a casa de la señora Honorat, donde las hijas de Oriol iban también constantemente desde hacía años, como vecinas y amigas.
Así pues, pasaba allí muchas horas entre las tres mujeres, amable con las dos hermanas, pero haciendo notar de día en día su marcada preferencia por Louise.
Los celos que habían nacido entre ambas, en cuanto había empezado a galantear a Charlotte, iban adquiriendo visos de guerra rencorosa por parte de la mayor, y de desdén por parte de la pequeña. Louise, con su aire reservado, ponía en las reticencias y el comportamiento comedido que le reservaba a Gontran más coquetería e insinuaciones que la otra, anteriormente, en toda su libre y alegre llaneza. Charlotte, herida en el fondo del alma, ocultaba la pena por orgullo, parecía no fijarse en nada, no enterarse de nada, y seguía yendo con gran indiferencia aparente a todas aquellas reuniones de casa de la señora Honorat. No quería quedarse en la suya por temor a que pensaran que sufría, que lloraba, que le cedía el puesto a su hermana.
Gontran, demasiado ufano de su travesura para ocultarla, no había podido por menos de contársela a Paul. Y a Paul le había parecido graciosa y se había echado a reír. Por otra parte, se había prometido a sí mismo, desde que su amigo le dijera aquellas frases ambiguas, no entrometerse en sus asuntos, y a menudo se preguntaba con preocupación: «¿Sabrá algo de Christiane y de mí?».
Conocía demasiado a Gontran para no creerlo capaz de cerrar los ojos ante un romance de su hermana. Pero, entonces, ¿cómo no había dado a entender antes que lo adivinaba o que lo sabía? Gontran era, en efecto, de aquéllos para quienes cualquier mujer de mundo debe tener un amante o varios, de aquéllos para quienes la familia no es más que una sociedad de socorros mutuos, para quienes la moral es una actitud indispensable para ocultar los gustos diversos que la naturaleza ha puesto en nosotros, y de aquéllos para quienes la honorabilidad mundana es la fachada tras la cual se esconden los gratos vicios. Si había animado, por lo demás, a su hermana pequeña a casarse con Andermatt, ¿no lo había hecho acaso con la idea, no inconcreta sino clarísima, de que de aquel judío se iba a poder aprovechar, de todas las formas posibles, toda la familia? ¿Y no habría despreciado tal vez a Christiane si le hubiera sido fiel a aquel marido útil tanto como se habría despreciado a sí mismo si no le hubiera sacado el dinero a su cuñado?
Paul pensaba en todo aquello, y todo aquello le turbaba el alma de Don Quijote moderno, aunque dispuesta a capitular. A partir de aquel momento se había andado con pies de plomo con su enigmático amigo.
Así que, cuando Gontran le había dicho cómo utilizaba a la señora Honorat, Brétigny se había echado a reír, e incluso, desde hacía algún tiempo, dejaba que lo llevara a casa de dicha señora, y le agradaba mucho hablar con Charlotte.
La mujer del médico se prestaba con la mejor disposición del mundo al papel que le hacían desempeñar; servía el té a eso de las cinco, como las señoras parisinas, con pastelillos que había hecho con sus propias manos.
La primera vez que Paul entró en aquella casa, lo recibió como a un viejo amigo, lo mandó sentar, le quitó, a la fuerza, el sombrero, que puso encima de la chimenea, junto al reloj de sobremesa. Y luego, solícita, incansable, yendo de uno a otro, gruesa y tripona, preguntaba:
—¿Sacamos ya la merienda, hijitos?
Gontran decía chascarrillos, bromeaba, reía con total naturalidad. Se llevó a Louise por unos instantes al hueco de una ventana, bajo los alterados ojos de Charlotte.
La señora Honorat, que estaba hablando con Paul, le dijo en tono maternal:
—Estas criaturas vienen aquí a charlar unos minutos. Es algo muy inocente, ¿verdad, señor Brétigny?
—De lo más inocente, señora.
Cuando volvió la siguiente vez, lo llamó con toda confianza «señor Paul», tratándolo un poco como a un compadre.
Y desde entonces Gontran contaba con su estilo guasón todas las concesiones de la señora, a quien le había dicho la víspera:
—¿Por qué no va nunca de paseo con las señoritas por la carretera de Sans-Souci?
—Ya lo creo que iremos, señor conde, ya lo creo que iremos.
—Mañana a eso de las tres, por ejemplo.
—Mañana a eso de las tres, señor conde.
—Es usted amabilísima, señora Honorat.
—A su disposición, señor conde.
Y Gontran le explicaba a Paul:
—Comprenderás que en ese salón no puedo decirle nada un poco tierno a la mayor delante de la pequeña. ¡Pero, en el bosque, me adelanto o me quedo atrás con Louise! ¿Qué, vienes?
—Bueno, de acuerdo.
—Pues vamos allá.
Se levantaron y se fueron despacito, carretera principal adelante; luego, después de cruzar La Roche-Pradiére, tomaron a la izquierda y bajaron al valle boscoso por entre los enmarañados matorrales. Después de pasar el riachuelo, se sentaron a esperar al borde del camino.
No tardaron en llegar las tres mujeres, en fila, Louise delante y la señora Honorat detrás. Ambas partes se mostraron sorprendidas de haberse encontrado.
Gontran exclamaba:
—¡Caramba! ¡Qué buena idea han tenido al venir por aquí!
La mujer del médico contestó:
—¡La verdad es que la idea se me ha ocurrido a mí!
Y prosiguieron el paseo.
Louise y Gontran iban apretando el paso poco a poco, se adelantaban, se apartaban tanto que los perdían de vista en los recodos del estrecho sendero.
La opulenta señora Honorat, que iba sin resuello, murmuró lanzándoles una mirada indulgente:
—¡Bah! Son jóvenes y tienen buenas piernas. Yo no puedo seguirlos.
Charlotte exclamó:
—Espere, voy a llamarlos.
Ya iba a echar a correr. La mujer del médico la retuvo:
—¡Déjalos en paz, criatura, si quieren hablar! No está bien que los molestemos. Ya volverán ellos solitos.
Y se sentó en la hierba, a la sombra de un pino, abanicándose con el pañuelo. Charlotte le lanzó a Paul una mirada de angustia, una mirada implorante y desconsolada.
Él la comprendió y dijo:
—Bueno, señorita, vamos a dejar que la señora descanse y alcancemos a su hermana.
Ella contestó impetuosa:
—¡Ay, sí, caballero!
La señora Honorat no puso ninguna objeción:
—Vayan, hijos míos, vayan. Yo los espero aquí. No tarden mucho.
Y se alejaron a su vez. Al principio, al no ver a los otros dos, echaron a andar a buen paso con la esperanza de alcanzarlos; luego, tras unos minutos, se les ocurrió que Louise y Gontran debían de haber torcido a la izquierda o a la derecha por el bosque, y Charlotte llamó con voz trémula y contenida. Nadie le contestó. Susurró: «¡Ay, Dios mío! ¿Dónde se habrán metido?».
Paul sintió que lo invadía de nuevo esa profunda lástima, esa dolorosa ternura que ya se había apoderado de él al borde del cráter de la Nugére.
No sabía qué decirle a aquella niña desconsolada. Sentía deseos, unos deseos paternales y violentos, de rodearla con los brazos, de besarla, de decirle cosas cariñosas y consoladoras. ¿Cuáles? Ella se volvía a todos lados, registrando las ramas con los asustados ojos, acechando los menores ruidos, balbuceando:
—Creo que están por ahí… No, por ahí… ¿No oye nada?…
—No, señorita, no oigo nada. Lo mejor es que los esperemos aquí.
—¡Ay, Dios mío!… No… Hay que encontrarlos…
Él titubeó unos segundos. Y luego le dijo muy bajito:
—¿Tanta pena le da?
Alzó hacia él una mirada extraviada en la que empezaban a apuntar las lágrimas, velándole los ojos con una delgada nube de agua transparente aún contenida por los párpados bordeados de largas y oscuras pestañas. Quería hablar, y no podía, no se atrevía; y, sin embargo, su corazón oprimido, sellado, rebosante de cuitas necesitaban tanto desahogarse…
Él siguió diciendo:
—Así que lo quería mucho… No se merece su amor, ea.
No pudo ella contenerse por más tiempo, y, llevándose las manos a los ojos para ocultar las lágrimas, exclamó:
—¡No… no… a él… no lo quiero… está muy mal lo que ha hecho…! Se ha reído de mí… está muy mal… es una cobardía… pero, de todas maneras, me ha dado pena… mucha… porque… cuesta mucho… mucho… sí… Pero lo que me ha dolido más es lo de mi hermana… mi hermana… que ya no me quiere tampoco… y que… se ha portado peor que él. Siento que ya no me quiere… que no me quiere nada… que me detesta… sólo la tenía a ella… ya no tengo a nadie… ¡Y yo no he hecho nada!…
No le veía más que la oreja y la carne joven del cuello, que bajaba por el escote del vestido, bajo el liviano tejido, hacia formas más llenas. Y lo turbaban hondamente la compasión, la ternura, lo embargaba aquel deseo impetuoso de sacrificio que se apoderaba de él cada vez que una mujer se le metía en el alma, en esa alma pronta a los estallidos de entusiasmo, a la que exaltaba la proximidad de aquel dolor inocente, turbador, ingenuo y cruelmente encantador.
Tendió la mano hacia ella, en un gesto involuntario, como se hace para acariciar, para calmar a los niños, y se la puso en la espalda, junto al hombro. Entonces sintió cómo le palpitaba el corazón con latidos acelerados, como se siente latir el corazoncito de un pájaro cuando se lo tiene cogido en la mano.
Y aquel latido continuo, precipitado, le subía por el brazo hasta su propio corazón cuyo palpitar aceleraba. Oía aquel rápido toc, toc, que venía de ella y lo iba invadiendo a él, cruzándole por la carne, por los músculos y los nervios, como si ambos tuvieran un solo corazón dolorido con el mismo dolor, movido por la misma palpitación, viviendo con la misma vida, igual que esos relojes a los que une a distancia un hilo que los hace avanzar juntos segundo a segundo.
Pero ella se destapó de pronto el rostro que, aunque enrojecido, seguía igual de bonito; se lo secó con rapidez y dijo:
—Vamos, no hubiera debido hablar con usted de esto. Estoy loca. Vamos a volver enseguida junto a la señora Honorat, y olvídelo… ¿Me lo promete?
—Se lo prometo.
Ella le tendió la mano.
—Me fío. ¡Creo que usted sí que es honrado!
Regresaron. La alzó en vilo para pasar el arroyo, igual que hacía con Christiane el año anterior. ¡Christiane! ¡Cuántas veces había venido con ella por este camino en los días en que la adoraba! Pensó, no sin asombrarse de su propio cambio: «¡Qué poco ha durado esta pasión!».
Charlotte, poniéndole un dedo en el brazo, susurraba:
—La señora Honorat se ha quedado dormida. Vamos a sentarnos sin hacer ruido.
La señora Honorat dormía, en efecto, recostada en el pino, con el pañuelo en la cara y las manos cruzadas sobre el vientre. Se sentaron a unos pasos de ella, y no hablaron para no despertarla.
Fue entonces tan profundo el silencio del bosque que se les tornaba penoso como un sufrimiento. No se oía más que el agua corriendo por entre las piedras, un poco más abajo, y luego aquellos imperceptibles estremecimientos de los bichitos que pasan, esos rumores casi inaudibles de las moscas al volar o de unos grandes insectos negros al inclinar las hojas secas.
¿Dónde se habían metido Louise y Gontran? ¿Qué estaban haciendo? De repente los oyeron, a lo lejos; volvían. La señora Honorat se despertó y se quedó muy sorprendida:
—¡Ah, estaban ustedes aquí! ¡No los he sentido acercarse!… ¿Y los otros, los han encontrado?
Paul contestó:
—Por ahí vienen.
Se reconocía la risa de Gontran. Y aquella risa alivió a Charlotte de un peso que le agobiaba la mente. No habría sabido decir por qué.
No tardaron en verlos. Gontran casi corría, tirando del brazo de la joven, que estaba como una amapola. Y tenía tanta prisa por contar lo que les había pasado que, antes incluso de llegar, dijo:
—¿A que no saben a quién hemos pillado?… Me apuesto lo que quieran… Al apuesto doctor Mazelli con la hija del ilustre profesor Cloche, como diría Will, la guapa viuda pelirroja… ¡Como se lo cuento… pillado… me oyen… pillado… La estaba besando el muy picarón…! ¡Como se lo cuento!… ¡Como se lo cuento!…
La señora Honorat, ante aquella excesiva jovialidad, dijo muy digna:
—¡Ay, señor conde… piense en estas señoritas!…
Gontran hizo una profunda reverencia.
—Tiene usted toda la razón, señora mía, al llamarme al orden. A usted sólo se le ocurren buenas ideas.
Luego, para no volver juntos, los dos jóvenes saludaron a las damas y regresaron por el bosque.
—¿Y qué? —preguntó Paul.
—Pues le he declarado que la adoraba y que estaría encantado de casarme con ella.
—¿Y qué ha dicho?
—Ha dicho con una prudencia encantadora: «Eso es cosa de mi padre. Le daré a él la contestación».
—¿Qué vas a hacer?
—Le voy a encargar ahora mismo a mi embajador, Andermatt, que haga la petición oficial. Y, si el viejo patán pone mala cara, comprometo a la hija con un escándalo.
Y, como Andermatt seguía hablando con el doctor Latonne en la terraza del Casino, Gontran los separó y puso inmediatamente a su cuñado al corriente de la situación.
Paul se fue a la carretera de Riom. Necesitaba estar solo, hasta tal punto lo había embargado aquella agitación del cuerpo y el pensamiento enteros que nos produce cada encuentro con una mujer a la que estamos a punto de amar.
Hacía ya algún tiempo que se iba apoderando de él, sin que se diera cuenta, el poderoso e inocente encanto de aquella chiquilla abandonada. Intuía que era tan amable, tan buena, tan sencilla, tan recta, tan ingenua que primero lo había movido la compasión, esa compasión llena de ternura que siempre nos inspira la pena de las mujeres. Luego, al verla más a menudo, había dejado que le germinara en el corazón esa semilla, esa pequeña semilla de ternura que siempre y tan deprisa siembran las mujeres en nosotros y que tanto crece. Y ahora, desde hacía una hora sobre todo, empezaba a sentirse poseído, a sentir en su interior esa presencia constante de la ausente que es el primer signo del amor.
Iba por la carretera obsesionado por el recuerdo de su mirada, por el sonido de su voz, por sus gestos al sonreír o al llorar, por su forma de andar, hasta por el color y el temblor de su vestido.
Y se decía a sí mismo: «Me parece que estoy colado. Me conozco. Es un fastidio. Quizá sería mejor que volviera a París. Pardiez, es una señorita. No puedo hacerla mi amante».
Luego se ponía a pensar en ella del mismo modo que pensaba en Christiane el año anterior. Qué distinta era ella también de todas las mujeres que había conocido, nacidas y criadas en la ciudad, distinta incluso de las jóvenes instruidas desde la infancia por la coquetería materna o por la coquetería que pasa por la calle. No tenía nada del fingimiento de la mujer preparada para la seducción, nada aprendido en las palabras, nada convencional en el gesto, nada falso en la mirada.
No sólo era un ser nuevo y puro, sino que descendía de una raza primitiva, era una auténtica hija de la tierra a punto de convertirse en una mujer de ciudad.
Y se exaltaba abogando por ella contra esa vaga resistencia que aún sentía dentro de sí. Le pasaban ante los ojos personajes de novelas poéticas, creaciones de Walter Scott, de Dickens o de George Sand que le estimulaban aún más la imaginación siempre fustigada por las mujeres.
Gontran decía de él: «¡Paul es un caballo desbocado con un amor por jinete! Si descabalga a uno, otro se le sube encima». Pero Brétigny se dio cuenta de que estaba cayendo la tarde. Había caminado mucho rato. Regresó.
Al pasar ante los nuevos baños, vio a Andermatt y a los dos Oriol recorriendo los viñedos y midiéndolos; y comprendió por los gestos que hacían que discutían animadamente.
Una hora después, Will entró en el salón en que estaba reunida la familia en pleno y le dijo al marqués:
—Querido suegro, le anuncio que su hijo Gontran va a casarse, dentro de seis semanas o de dos meses, con la señorita Louise Oriol.
El señor de Ravenel se quedó pasmado:
—¿Gontran? ¿Dice usted?
—Digo que se casará, dentro de seis semanas o de dos meses, si usted da el consentimiento, con la señorita Louise Oriol, que va a ser muy rica.
Entonces el marqués dijo simplemente:
—Por Dios, si ése es su gusto, yo no tengo inconveniente.
Y el banquero contó la petición de mano que le había hecho al viejo campesino.
En cuanto supo por el conde que la joven aceptaría, quiso arrancarle, sin tardanza, el asentimiento al viticultor sin darle tiempo para preparar sus artimañas.
Corrió, pues, a su casa, y lo encontró echando a duras penas las cuentas en un pedazo de papel pringoso, con ayuda de Coloso, que sumaba con los dedos.
Tomó asiento y dijo:
—Bebería con gusto un vaso de ese vino suyo tan bueno.
En cuanto volvió Jacques con los vasos y el jarro lleno hasta los bordes, preguntó si había regresado la señorita Louise; luego rogó que la llamaran. Cuando la tuvo delante, se levantó y, haciéndole una profunda reverencia, dijo:
—Señorita, ¿quiere considerarme como un amigo a quien se le puede decir todo? Sí, ¿verdad? Pues bien, me han encomendado una misión muy delicada ante usted. Mi cuñado, el conde Raoul-Olivier-Gontran de Ravenel, se ha prendado de usted, por lo que le alabo el gusto, y me ha pedido que le pregunte, delante de su familia, si aceptaría convertirse en su mujer.
Así cogida por sorpresa, volvió hacia su padre una mirada turbada. Y el tío Oriol, estupefacto, miró a su hijo, su habitual consejero; y Coloso miró a Andermatt, que siguió diciendo con cierta altanería:
—Comprenda, señorita, que no he tomado a mi cargo esta misión sino prometiendo una respuesta inmediata a mi cuñado. Él se da perfecta cuenta de que puede no ser de su agrado y, en tal caso, mañana mismo abandonaría el pueblo para no volver jamás. Me consta además que usted lo conoce lo bastante para decirme a mí, simple intermediario: «Acepto», o: «No acepto».
Ella bajó la cabeza, y, colorada pero resuelta, balbuceó:
—Acepto, caballero.
Luego huyó con tal rapidez que se golpeó con la puerta al pasar.
Entonces Andermatt volvió a sentarse y, sirviéndose un vaso de vino a la manera de los campesinos, dijo:
—Ahora vamos a hablar de negocios.
Y, sin admitir siquiera la posibilidad de una duda, entró en la cuestión de la dote basándose en las declaraciones que le había hecho el viticultor tres semanas antes. Evaluó en trescientos mil francos, más una posible herencia, la actual fortuna de Gontran y le dio a entender que si un hombre como el conde de Ravenel consentía en pedir la mano de la hija de Oriol, una muchacha encantadora por otra parte, era indudable que la familia de la joven sabría agradecer el honor con un sacrificio monetario.
Entonces, el campesino, muy desconcertado, pero halagado, desarmado casi, trató de defender su fortuna. La discusión fue larga. Sin embargo, una frase de Andermatt la había allanado desde el principio.
—No pedimos dinero contante, ni valores, sólo tierras, las que ya me indicó que formaban parte de la dote de la señorita Louise, más algunas otras que le voy a decir.
La perspectiva de no desembolsar dinero, ese dinero reunido poco a poco, que había entrado en la casa franco a franco, céntimo a céntimo, ese buen dinero, blanco o amarillo, que las manos, las bolsas, los bolsillos, las mesas de los cafés, los hondos cajones de los viejos armarios habían ido desgastando; ese dinero que era la historia tintineante de tantas penas, preocupaciones, fatigas, trabajos, tan dulce para el corazón, para los ojos, para los dedos del campesino, más apreciado que la vaca, que el viñedo, que el campo, que la casa; ese dinero más difícil de sacrificar a veces que la propia vida; la perspectiva de no ver irse ese dinero con la hija proporcionó enseguida una gran tranquilidad, un deseo de conciliación, una alegría secreta y contenida al alma del padre y del hijo.
Discutieron, a pesar de todo, para quedarse con algunas parcelas de terreno. Habían extendido en la mesa el plano detallado del monte Oriol, y señalaban, una por una, con una cruz, las partes que le daban a Louise. Andermatt necesitó una hora para sacarles los dos últimos bancales. Luego, para que ninguna de las dos partes se llevara ninguna sorpresa, fueron con el plano a los terrenos. Entonces, localizaron todas las tierras marcadas con una cruz y les hicieron otra señal.
Pero Andermatt estaba preocupado, sospechando que los dos Oriol eran muy capaces de negar, en la primera entrevista que tuvieran, una parte de las cesiones consentidas, de querer recuperar trozos de viñedo, rincones útiles para los proyectos que él tenía; y buscaba un medio práctico y seguro de elevar a definitivos sus acuerdos.
Le cruzó por la mente una idea que primero lo hizo sonreír, y que luego consideró excelente aunque peculiar.
—Si les parece —dijo—, vamos a escribirlo todo para que no se nos olvide más adelante.
Y, según regresaban al pueblo, se paró en el estanco para comprar dos pliegos de papel sellado. Sabía que la lista de las tierras inscritas en aquellos pliegos legales adquiría a los ojos de los campesinos un carácter casi inviolable, pues esos pliegos representaban la ley, siempre invisible y amenazadora, defendida por los gendarmes, las multas y la cárcel.
Así que escribió en uno y volvió a copiar en otro: «Como consecuencia de la promesa de matrimonio intercambiada entre el conde Gontran de Ravenel y la señorita Louise Oriol, el señor Oriol padre entrega como dote a su hija los bienes mencionados a continuación…». Y los enumeró minuciosamente, con sus números del registro catastral del ayuntamiento.
Luego, después de haber puesto la fecha y la firma, hizo firmar al tío Oriol, que había exigido, a su vez, que se hiciera mención de la dote del novio, y se fue hacia su hotel con el pliego en el bolsillo.
Todo el mundo se reía al oír la historia, y Gontran más alto que los demás.
Entonces, el marqués le dijo a su hijo con gran dignidad:
—Esta noche, iremos los dos a hacerle una visita a esa familia, y renovaré personalmente la petición que ha hecho primero mi yerno para que todo sea más regular.