III

Al día siguiente, estaban a punto de servir la cena en el comedor particular de las familias Andermatt y Ravenel cuando Gontran abrió la puerta anunciando: «¡Las señoritas Oriol!».

Éstas entraron violentas. Gontran las iba empujando y se reía mientras explicaba:

—Aquí están, las he raptado a las dos en plena calle. Menudo escándalo, por cierto. Las he traído a la fuerza porque tengo que explicarme con la señorita Louise y no podía hacerlo en mitad del pueblo.

Les quitó los sombreros, las sombrillas que aún tenían en la mano, pues regresaban de dar un paseo, las mandó sentar, le dio un beso a su hermana, estrechó las manos de su padre, de su cuñado y de Paul. Y luego, volviéndose hacia Louise Oriol, dijo:

—Vamos a ver, señorita, ¿quiere decirme ahora qué tiene contra nosotros desde hace unos días?

Louise parecía asustada como el pájaro cogido en la red que se lleva el cazador.

—¡Pues nada, caballero, absolutamente nada! ¿En qué se basa para pensar tal cosa?

—¡Pues en todo, señorita, absolutamente en todo! Ya no aparece por aquí, ha dejado de venir de paseo en el Arca de Noé (que era como llamaba al landó), se pone arisca cuando me la encuentro y le hablo.

—No, caballero, se lo aseguro.

—Sí, señorita, se lo mantengo. En cualquier caso, no quiero que las cosas sigan así y voy a firmar la paz con usted hoy mismo. Ha de saber que soy muy testarudo. No por ponerme mala cara voy a dejar de obligarla a cambiar de comportamiento y a ser tan amable con nosotros como su hermana, que es un ángel de simpatía.

Anunciaron que la cena estaba servida y entraron en el comedor. Gontran cogió del brazo a Louise.

Las colmó de atenciones a ella y a su hermana, repartiendo los cumplidos con admirable tacto y diciéndole a la menor:

—A usted, que es amiga nuestra, voy a hacerle menos caso durante unos cuantos días. Ya sabe que siempre se atiende peor a los amigos que a los demás.

Y a la mayor le decía:

—A usted, señorita, quiero conquistarla, y se lo advierto como enemigo leal que soy. Llegaré incluso a cortejarla. ¡Ah, se está ruborizando! ¡Buena señal! Ya verá lo simpático que soy cuando me empeño. ¿Verdad que sí, señorita Charlotte?

Y, efectivamente, las dos se ruborizaban. Y Louise balbuceaba con cara seria:

—¡Ay, caballero, qué loco está usted!

Él contestaba:

—¡Bah! Ya se verá usted en otras más adelante, en sociedad, cuando esté casada, cosa que no tardará en ocurrir. ¡Entonces sí que le dirán galanterías!

Christiane y Paul Brétigny veían con agrado que hubiera vuelto a traer a Louise Oriol; el marqués sonreía, divertido por aquel pueril discreteo; Andermatt pensaba: «No tiene un pelo de tonto el mozo». Y Gontran, irritado por el papel que le tocaba representar, llevado por los sentidos hacia Charlotte y por el interés hacia Louise, murmuraba entre dientes, mientras le sonreía a ésta: «¡Ah! El bribón de tu padre ha creído que se iba a burlar de mí; pero te voy a llevar a la baqueta, hermosa; y ya verás lo bien que lo hago».

Y las comparaba, mirando primero a una y luego a otra. En verdad, la menor le gustaba más; era más graciosa, más vivaz, con aquella nariz algo respingona, aquellos ojos alegres, aquella frente estrecha y aquellos hermosos dientes, quizá un poco grandes en aquella boca un poco ancha.

Sin embargo, la otra era igual de guapa, más fría, menos alegre. Nunca tendría chispa ni encanto en la vida íntima, pero, cuando a la entrada de un baile anunciaran: «¡La señora condesa de Ravenel!», podría llevar el apellido con dignidad, más tal vez que la menor, en cuanto se acostumbrara y tratara con gente de alcurnia. De todas formas, estaba rabioso, resentido con las dos, con el padre y con el hermano también, y se prometía hacerles pagar el contratiempo más adelante, cuando tuviera la sartén por el mango.

Cuando volvieron al salón, hizo que Louise, que se daba mucha maña para predecir el futuro, le echara las cartas. El marqués, Andermatt y Charlotte escuchaban con atención, atraídos a su pesar por el misterio de lo desconocido, por la posibilidad de lo inverosímil, por esa credulidad invencible en lo maravilloso que obsesiona al hombre y turba con frecuencia a las mentes más incrédulas ante las más estúpidas invenciones de los charlatanes.

Paul y Christiane conversaban ante el hueco de una ventana abierta.

Ella se sentía muy desgraciada desde hacía algún tiempo, notaba que no la quería de la misma manera; y el malentendido amoroso que había entre ellos iba aumentando día a día por culpa de ambos. Había sospechado aquella desgracia por primera vez la noche de la fiesta, al llevar a Paul a la carretera. Pero, aun comprendiendo que ya no tenía la misma ternura en la mirada, la misma caricia en la voz, la misma apasionada entrega de antaño, no había podido adivinar la causa de aquel cambio.

Y aquel cambio no era nada nuevo, había comenzado hacía mucho, desde el día en que le había gritado, llena de felicidad, al llegar al lugar de la cita cotidiana: «Sabes, creo que esta vez estoy embarazada de verdad». En aquel momento, él había experimentado, a flor de piel, un leve escalofrío desagradable.

Luego, cada vez que se habían visto, ella le había hablado de aquel embarazo que le hacía brincar el corazón de alegría; pero semejante interés por algo que a él le parecía fastidioso, feo, sucio, ofendía su devota exaltación hacia el ídolo que adoraba.

Más adelante, cuando la vio cambiada, más delgada, con las mejillas chupadas y la tez amarilla, pensó que habría debido ahorrarle aquel espectáculo y desaparecer por unos meses para volver a aparecer más lozana y bonita que nunca, sabiendo hacer olvidar aquel accidente, o sabiendo quizá añadir a su encantadora coquetería de amante otro encanto, hábil y discreto, de madre joven que no enseña a su hijo, envuelto en lazos rosa, más que de lejos.

Se le brindaba, por otra parte, una ocasión excepcional para hacer gala de ese tacto que él esperaba de ella, yéndose a pasar el verano a Mont-Oriol y dejándolo a él en París, para que no la viera ajada y deforme. ¡Tenía la esperanza de que lo comprendiera!

Pero, nada más llegar a Auvernia, había empezado a llamarlo con incesantes cartas desesperadas, tantas y tan acuciantes que había venido por debilidad, por lástima. Y ahora lo agobiaba con su ternura ridícula y quejumbrosa; y él experimentaba unos deseos inmoderados de dejarla, de no volver a verla, de no volver a oírla entonar su cantinela enamorada, irritante, inoportuna. Hubiera querido gritarle todo lo que sentía, explicarle cuán torpe y necia se mostraba, pero no podía hacerlo, y no se atrevía a irse, y tampoco conseguía no demostrarle su impaciencia con palabras amargas y ofensivas.

Ella sufría tanto más cuanto que, indispuesta, cada día menos ágil, presa de todos los achaques de las mujeres embarazadas, tenía más necesidad que nunca de que la consolaran, de que la mimaran, de que la rodearan de afecto. Lo amaba con ese abandono total del cuerpo, del alma, de todo el ser que convierte, a veces, al amor en un sacrificio sin reservas y sin límites. No se creía ya su amante sino su mujer, su compañera, su devota, su fiel, su prosternada esclava, algo que le pertenecía. No pensaba que entre ellos tuviera que haber ya galanteo, coquetería, deseo de seguir agradando, esfuerzos por gustar, puesto que le pertenecía por completo, puesto que los unía aquella cadena tan suave y fuerte: el hijo que no tardaría en nacer. En cuanto estuvieron solos ante la ventana, volvió a su tierno lamento:

—Paul, querido mío, dime, ¿sigues queriéndome?

—¡Pues claro! Oye, me lo preguntas todos los días, y acaba por resultar monótono.

—¡Perdóname! Es que ya no sé qué pensar, y necesito que me tranquilices, necesito oírte decir continuamente esas palabras que me hacen tanto bien; y, como ya no me las repites tan a menudo como antes, tengo que pedirte, que implorarte, que mendigarte que me las digas.

—¡Pues sí, te quiero! ¡Pero hablemos de otra cosa, por favor!

—¡Ay! ¡Qué duro eres!

—No, no soy duro. Sólo que… sólo que, no comprendes… no comprendes que…

—¡Ya! Comprendo perfectamente que ya no me quieres. ¡Si supieras cómo sufro!

—Vamos, Christiane, por lo que más quieras, no me pongas nervioso. Si supieras tú qué torpe es lo que haces.

—¡Ay! Si me quisieras, no hablarías así.

—Pero, por todos los demonios, si ya no te quisiera, no habría venido.

—Escucha. Ahora me perteneces. Tú eres mío y yo soy tuya. Entre nosotros existe este lazo, que nada puede desatar, de una vida que va a nacer. Pero prométeme que si dejaras de quererme un día, más adelante, me lo dirías.

—Sí, te lo prometo.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

—Y, en ese caso, a pesar de todo, seguiríamos siendo amigos, ¿verdad?

—Pues claro que seguiríamos siendo amigos.

—El día que ya no estés enamorado de mí, vendrás a verme y me dirás: «Mi querida Christiane, sigo teniéndote afecto, pero ya no es lo mismo. Vamos a ser amigos, sólo amigos».

—De acuerdo, te lo prometo.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

—¡De todas formas, me pondré muy triste! ¡Cómo me adorabas el año pasado!

Tras ellos una voz gritaba:

—¡La señora duquesa de Ramas-Aldaverra!

Venía en calidad de vecina, pues Christiane recibía todas las noches a los principales bañistas, igual que reciben los príncipes en sus reinos.

El doctor Mazelli iba tras la guapa española con ademanes risueños y sumisos. Ambas mujeres se dieron la mano, se sentaron y se pusieron a hablar.

Andermatt llamaba a Paul:

—Querido amigo, venga, la señorita Oriol echa las cartas de maravilla y me ha dicho cosas sorprendentes.

Lo cogió del brazo y añadió:

—¡Qué raro es usted! En París no nos vemos nunca, ni una vez al mes, a pesar de la insistencia de mi mujer. Aquí, han sido menester quince cartas para que viniera. Y, desde que ha llegado, tiene una cara de desconsuelo que parece que estuviera perdiendo un millón diario. Vamos, ¿nos está ocultando algún asunto que lo preocupe? Tal vez podríamos ayudarlo. Tiene que decírnoslo.

—No hay nada en absoluto, amigo mío. Si no voy a verlos más a menudo en París… Es que en París, ¿comprende? …

—Perfectamente… me hago cargo. Pero aquí, al menos, hay que estar siempre animado. Les estoy preparando dos o tres fiestas que espero que sean todo un éxito.

Estaban anunciando: «La señora Barre y el señor profesor Cloche». Éste entró con su hija, una joven viuda pelirroja y descarada. Luego, casi de inmediato, el mismo criado gritó: «El señor profesor Mas-Roussel».

Iba acompañado de su mujer, pálida, madura, con unas crenchas lisas y pegadas a las sienes.

El profesor Rémusot se había marchado la víspera, tras haber comprado el chalé en que vivía en unas condiciones excepcionalmente ventajosas, a lo que decían.

A los otros dos médicos les hubiera gustado mucho conocer esas condiciones, pero Andermatt se limitaba a contestar: «Bueno, hemos llegado a un acuerdo interesante para todo el mundo. Si quiere imitarlo, ya intentaríamos entendernos, ya intentaríamos… Cuando esté decidido, me lo dice, y entonces hablaremos».

Apareció a su vez el doctor Latonne, y luego el doctor Honorat, sin su mujer, a la que solía dejar en casa.

Un murmullo de voces llenaba ahora el salón, un rumor de conversaciones. Gontran no se separaba ni un instante de Louise Oriol, le hablaba junto al hombro, y, de vez en cuando, le decía riendo al primero que pasaba por su lado:

—Es una enemiga a la que estoy conquistando.

Mazelli se había sentado junto a la hija del profesor Cloche. Desde hacía unos días la seguía con asiduidad; y ella recibía sus cumplidos con provocativa audacia.

La duquesa no la perdía de vista y parecía irritada y temblorosa. Se levantó de repente, cruzó el salón, e interrumpiendo la íntima conversación de su médico con la guapa pelirroja, dijo:

—Oiga, Mazelli, vamos a irnos. Me siento un poco indispuesta.

En cuando salieron, Christiane, que se había acercado a Paul, le dijo:

—¡Pobre mujer! ¡Debe de sufrir tanto!

Él preguntó con atolondramiento:

—¿Quién?

—¡La duquesa! ¿No ve usted lo celosa que está?

Él contestó con brusquedad:

—Si ahora va a empezar a compadecerse de todas las pesadas, se va a pasar la vida llorando.

A ella le pareció tan cruel que se apartó, a punto de echarse a llorar de verdad. Y, sentándose junto a Charlotte Oriol, que estaba sola y sorprendida, pues no entendía lo que hacía Gontran, le dijo sin que la chiquilla comprendiera el significado de sus palabras:

—Hay días en que una quisiera estar muerta.

Andermatt, rodeado de médicos, contaba el extraordinario suceso del tío Clovis, cuyas piernas habían empezado de nuevo a revivir. Parecía tan convencido que nadie hubiera podido dudar de su buena fe.

Desde que había calado la artimaña de los campesinos y del paralítico, desde que había comprendido que se había dejado engañar y convencer, el año anterior, por el único deseo de creer en la eficacia de las aguas, y, sobre todo, desde que no había podido quitarse de encima sin pagar las temibles denuncias del viejo, había convertido a éste en una poderosa propaganda y lo utilizaba a las mil maravillas.

Mazelli acababa de volver, libre, tras haber acompañado a su clienta hasta sus habitaciones.

Gontran lo tomó del brazo:

—Dígame, apuesto doctor, ¿le puedo pedir un consejo? ¿A cuál de las dos Oriol prefiere usted?

El guapo médico le dijo muy bajito al oído:

—Para acostarme, a la pequeña; para casarme, a la mayor.

Gontran se reía:

—Hombre, opinamos exactamente lo mismo. ¡Me encanta!

Luego, yendo hacia su hermana, que seguía charlando con Charlotte, le dijo:

—¿Sabes qué? Acabo de decidir que el jueves iremos al puy[2] de la Nugére. Es el cráter más bonito de la cordillera. Todo el mundo está de acuerdo. Así que no se hable más.

Christiane murmuró con indiferencia:

—Me parece bien todo lo que queráis.

En ese momento, el profesor Cloche, seguido de su hija, venía a despedirse, y Mazelli, que se ofreció a acompañarlos, salió tras la joven viuda.

En pocos minutos todo el mundo se fue, pues Christiane se acostaba a las once.

El marqués, Paul y Gontran acompañaron a las hijas de Oriol. Gontran y Louise iban delante, y Brétigny, unos pasos detrás, sentía temblar un poco en su brazo el de Charlotte.

Se separaron exclamando: «Hasta el jueves a las once para almorzar en el hotel».

De regreso, se encontraron a Andermatt, al que había retenido en un rincón del jardín el profesor Mas-Roussel, quien le estaba diciendo:

—Bueno, pues si no lo molesta, iré a hablar con usted mañana por la mañana de ese asuntillo del chalé.

William se reunió con los jóvenes para volver con ellos, y empinándose para hablarle al oído, le dijo a su cuñado:

—Lo felicito, querido amigo, ha estado usted admirable.

A Gontran, desde hacía dos años, lo acosaban necesidades monetarias que le envenenaban la existencia. Mientras se había ido comiendo la fortuna de su madre, había vivido sin preocupaciones, con la indolencia y la indiferencia heredadas de su padre, en aquel ambiente de jóvenes ricos, hastiados y corruptos de los que hablan todas las mañanas los periódicos, jóvenes de la alta sociedad que la frecuentan poco, y adquieren con el trato de las mujeres galantes costumbres y sentimientos de ramera.

Eran una docena del mismo grupo y se los veía todas las noches en el mismo café de los bulevares, entre las doce y las tres de la mañana. Elegantísimos, siempre de frac y chaleco blanco, con gemelos de veinte luises que renovaban todos los meses y compraban en las joyerías más importantes, vivían con la única preocupación de divertirse, de conseguir mujeres, de dar que hablar de sí mismos y de encontrar dinero por todos los medios posibles.

Como sólo sabían de los escándalos de la víspera, de los ecos de las alcobas y de las cuadras, de los duelos y las historias de juego, todo el horizonte de sus pensamientos lo limitaban esosmuros.

Habían tenido todas las mujeres que se cotizaban en el mercado galante, se las habían traspasado, se las habían cedido, se las habían prestado, y hablaban entre sí de sus méritos amorosos como de las cualidades de un caballo de carreras. También frecuentaban el bullanguero mundo de la nobleza que da que hablar, con cuyas mujeres, casi en su totalidad, mantenían relaciones amorosas notorias, ante los ojos indiferentes, o desviados, o ciegos, o poco clarividentes de los maridos; y tenían de aquellas mujeres la misma opinión que de las otras, les tenían el mismo aprecio, estableciendo, no obstante, una ligera diferencia debida a la cuna y al rango social.

A fuerza de emplear artimañas para encontrar el dinero que requería la vida que llevaban, de engañar a los usureros, de pedir prestado por todas partes, de dar esquinazo a los proveedores, de reírse en las narices del sastre, que presentaba cada seis meses una factura aumentada en tres mil francos, de oír contar a las mujeres sus marrullerías de hembras ansiosas, de ver hacer trampas en los casinos, de saber y sentir que a ellos también les robaba todo el mundo, los criados, los comerciantes, los grandes cocineros, y mucha gente más, de estar al tanto y de intervenir en ciertos chanchullos de bolsa o de negocios turbios para conseguir unos cuantos luises, se les había embotado, desgastado el sentido de la moral; el pundonor para ellos consistía sólo en batirse en duelo en cuanto sentían que los consideraban sospechosos de todo aquello de lo que eran capaces o culpables.

Todos, o casi todos, habían de acabar, al cabo de unos cuantos años de semejante vida, casándose con una mujer rica, o mezclados en un escándalo, o suicidándose, o desapareciendo misteriosamente de forma tan definitiva como si hubiesen muerto.

Pero todos contaban con el matrimonio de interés. Unos tenían las esperanzas puestas en su familia para que se lo consiguiera, otros lo buscaban por sus propios medios aunque de forma disimulada, y tenían listas de herederas como quien tiene listas de casas en venta. Acechaban sobre todo a las mujeres exóticas, americanas del norte o del sur, y pensaban deslumbrarlas con su distinción, su fama de vividores, el eco de sus éxitos y la elegancia de su persona.

Y sus proveedores contaban también con esas bodas.

Pero dar caza a la hija con buena dote podía ser largo. En el mejor de los casos, requería investigaciones, trabajo de seducción, esfuerzos, visitas, todo un despliegue de energía del que Gontran, despreocupado por naturaleza, se sentía completamente incapaz.

Llevaba tiempo diciéndose, al sentir cada día más los sufrimientos de la falta de dinero: «No tengo más remedio que tomar una determinación». Pero no acababa de tomarla, y no se le ocurría nada.

Por ello, se veía reducido a usar de su ingenio para conseguir pequeñas sumas, a utilizar todos los procedimientos poco claros de quienes están sin recursos, y, en último término, a pasar largas temporadas con la familia, cuando Andermatt le sugirió de repente la idea de casarse con una de las hijas de Oriol. Primero, se había callado, por prudencia, aunque la joven le parecía, a primera vista, demasiado inferior a él para consentir en un casamiento tan desigual. Pero no tardaron unos cuantos minutos de reflexión en hacerlo cambiar de parecer, y se había decidido en seguida a hacerle una corte poco seria, una corte de ciudad termal que no lo comprometiera a nada y le permitiera dar marcha atrás.

Como conocía admirablemente a su cuñado, sabía que éste debía de haber meditado, sopesado y preparado tal proposición durante mucho tiempo, y que, viniendo de él, valía un alto precio difícil de encontrar en otro sitio.

No tenía que tomarse además más molestia que la de agacharse y tomar a una linda muchacha, ya que la menor le gustaba mucho y se había dicho a menudo que podría resultar muy agradable coincidir con ella más adelante.

Así que había elegido a Charlotte Oriol, y, en poco tiempo, la había llevado al punto necesario para poder hacer una petición de mano en regla.

Ahora bien, como el padre le daba a su otra hija la dote que codiciaba Andermatt, a Gontran no le había quedado más remedio que renunciar al casamiento o volverse hacia la mayor.

Ello lo había contrariado mucho, y se le había pasado por la cabeza, en los primeros momentos, mandar a freír espárragos a su cuñado y seguir soltero hasta nueva orden.

Pero precisamente en aquel momento estaba sin blanca, tan sin blanca que para jugar una partida en el Casino le había tenido que pedir veinticinco luises a Paul, después de haberle pedido otros muchos que nunca le había devuelto. Y además, a otra mujer habría que buscarla, encontrarla, seducirla. Tal vez tendría que luchar con una familia hostil, mientras que, sin moverse del sitio, con unos cuantos días de atenciones y galanteos, podría tomar a la mayor de las Oriol, lo mismo que había sabido conquistar a la pequeña. De este modo, convertía a su cuñado en un banquero de toda confianza a quien siempre le podría echar las culpas, a quien podría hacerle eternos reproches, y cuya caja seguiría teniendo abierta.

En cuanto a su mujer, se la llevaría a París y la presentaría como la hija del socio de Andermatt. Además se apellidaba como la ciudad termal, donde no volvería a traerla nunca —¡nunca!, ¡nunca!— en virtud de ese principio que reza que los ríos no vuelven a las fuentes. Era agradable de rostro y de apariencia, lo bastante distinguida para llegar a serlo del todo, lo bastante inteligente para comprender la sociedad y para saber comportarse en ella, hacer buen papel, e incluso honrarla. La gente diría: «El bromista ése se ha casado con una chica guapa que le importa un bledo», y le importaría un bledo efectivamente, pues tenía la intención de continuar, una vez casado con ella, su vida de soltero, con dinero en el bolsillo.

Se había vuelto, pues, hacia Louise Oriol, y, aprovechándose sin saberlo de los celos que había despertado en el corazón envidioso de la joven, había avivado en ella una coquetería aún latente y un deseo vago de arrebatarle a su hermana aquel apuesto galán a quien llamaban: «Señor conde».

Ella no se había confesado a sí misma tales sentimientos, no había pensado ni preparado nada, sorprendida por el encuentro y el secuestro de ambas. Pero, al verlo solícito y galante, se había dado cuenta, por su aspecto, por sus miradas, por su actitud toda, que no estaba enamorado de Charlotte, y, sin intentar prever qué pasaría después, se sentía feliz, alegre, casi victoriosa al acostarse.

El jueves siguiente, antes de salir para el puy de la Nugére, lo dudaron mucho. El cielo negro y con nubes bajas hacía temer lluvia. Pero Gontran insistió tanto que puso en marcha a los indecisos.

El almuerzo había sido triste. Christiane y Paul habían reñido la víspera sin motivo aparente. Andermatt temía que no se realizara el casamiento de Gontran, pues el tío Oriol había hablado de él en términos ambiguos esa misma mañana. Gontran, al tanto, estaba indignado y resuelto a salir victorioso. Charlotte, que presentía el triunfo de su hermana sin entender nada de aquel brusco cambio, se había empeñado en quedarse en el pueblo. No sin esfuerzo la decidieron a acompañarlos.

El Arca de Noé se llevó, pues, a todos los pasajeros habituales al completo hacia la alta meseta que domina Volvic.

Louise Oriol, que de pronto se había vuelto locuaz, hacía los honores del recorrido. Explicó cómo la piedra de Volvic, que no es sino la lava de los puys aledaños, había servido para construir todas las iglesias y todas las casas de la región, lo que hace que las ciudades de Auvernia sean poco alegres y parezcan hechas con carbón. Mostró las canteras donde tallan esa piedra, señaló la colada que hace las veces de cantera y de la que se extrae la lava bruta, y les hizo admirar, de pie en una cumbre y dominando Volvic, la gigantesca Virgen negra que ampara la ciudad.

Luego subieron hacia la meseta superior, deformada por los antiguos volcanes. Los caballos iban al paso por la larga y dificultosa carretera. Bordeaban el camino hermosos bosques verdes. Y todos habían dejado de hablar.

Christiane iba pensando en Tazenat. ¡Era el mismo coche! ¡Eran las mismas personas, pero los corazones ya no eran los mismos! Todo parecía igual… y ¿sin embargo?… ¿sin embargo?… ¿Qué había pasado? ¡Tan poca cosa!… ¡Un poco más de amor por su parte!… ¡Un poco menos de amor por parte de él!… ¡Tan poca cosa!… ¡La diferencia que va del deseo que nace al deseo que muere!… ¡Tan poco cosa!… ¡El invisible desgarro que causa el cansancio en la ternura!… ¡Ay! ¡Tan poca cosa, tan poca cosa!… ¡Y la mirada de los ojos que ha cambiado, porque los mismos ojos no ven ya igual el mismo rostro!… ¿Qué es una mirada?… ¡Tan poca cosa!

El cochero se detuvo y dijo: «Es aquí, a la derecha, por ese sendero del bosque. Vayan por él».

Se apearon todos excepto el marqués, a quien el tiempo le parecía demasiado caluroso. Louise y Gontran fueron por delante y Charlotte se quedó atrás con Paul y Christiane, que apenas podía andar. El camino se les hizo largo al cruzar el bosque, y a continuación llegaron a una cresta cubierta de hierba alta que conducía, siempre cuesta arriba, a los bordes del antiguo cráter.

Louise y Gontran, que se habían detenido en la cumbre, altos y delgados ambos, parecían estar de pie en las nubes. Cuando se reunieron con ellos, el alma exaltada de Paul Brétigny tuvo un arrebato de lirismo.

A su alrededor, tras ellos, a la derecha, a la izquierda, los rodeaban conos extraños, decapitados, estilizados unos, achatados otros, pero todos con su curioso aspecto de volcanes extinguidos. Aquellos pesados tocones montañosos de cumbre plana se alzaban de sur a oeste sobre una inmensa y árida meseta, muy elevada también, a unos mil metros por encima de la Limagne, que dominaba, hasta donde se perdía la vista, por el este y el norte, hasta el invisible horizonte, siempre velado, siempre azulado.

El puy de Dóme, a la derecha, sobresalía por encima de todos sus hermanos, unos setenta u ochenta cráteres ahora dormidos. Más allá, los puys de Gravenoire, de Crouel, de la Pedge, de Sault, de Noschamps, de la Vache. Más cerca, el puy de Pariou, el puy de Cóme, los puys de Jumes, de Tressoux, de Louchadiére, un enorme cementerio de volcanes.

Los jóvenes miraban todo aquello estupefactos. A sus pies se abría el primer cráter de la Nugére, profunda hondonada de césped en cuyo fondo aún se veían tres enormes bloques de lava parda, que había levantado el último aliento del monstruo y habían caído a continuación en sus expirantes fauces, en las que llevaban siglos y siglos, en las que se habían quedado para siempre.

Gontran gritó:

—Voy a bajar al fondo. Quiero ver cómo entregan el alma estas fieras. Vamos, señoritas, una carrerita cuesta abajo.

Y, cogiendo del brazo a Louise, tiró de ella. Charlotte corrió tras ellos; luego, de repente, se paró, miró cómo huían, enlazados y dando saltos, y, volviéndose bruscamente, regresó hacia donde estaban Christiane y Paul, sentados en la hierba en lo alto de la cuesta. Al llegar junto a ellos, cayó de rodillas y, ocultando al cara en el vestido de Christiane, rompió en sollozos.

Christiane, que había comprendido, y en quien todas las penas de los demás calaban desde hacía algún tiempo como heridas propias, le echó los brazos al cuello y susurró, a punto de echarse a llorar también: «¡Pobrecita! ¡Pobrecita!». La joven seguía llorando, de hinojos, ocultando la cara, y con las manos arrancaba la hierba del suelo como sin darse cuenta.

Brétigny se había puesto de pie para disimular que lo había visto todo, pero la pena de aquella chiquilla, el desconsuelo de aquella inocente lo llenaron bruscamente de indignación contra Gontran. A él, a quien exasperaba la honda angustia de Christiane, le llegó a lo más hondo del corazón aquella primera desilusión de niña.

Volvió y, arrodillándose a su vez para hablar con ella, le dijo:

—Vamos, cálmese, se lo ruego. Van a volver a subir, cálmese. No deben verla llorar.

Ella se enderezó, asustada ante la idea de que su hermana pudiera encontrarla con lágrimas en los ojos. Seguía con el pecho lleno de sollozos que reprimía, que se tragaba, que se le metían en el corazón y se lo oprimían aún más. Balbuceaba.

—Sí… sí… ya se me ha pasado… no es nada… ya se me ha pasado… Fíjese… ya no se me nota… ¿verdad?… ¿A que ya no se me nota?

Christiane le secaba las mejillas con su pañuelo, y luego se lo pasaba también por las suyas. Le dijo a Paul:

—Ande, vaya a ver qué están haciendo. Ya no se los ve. Han desaparecido tras los bloques de lava. Yo me quedaré con esta criatura para consolarla.

Brétigny se había levantado, y exclamó con voz temblorosa:

—Voy… y los traigo, pero su hermano… tendrá que vérselas conmigo… hoy mismo… y me explicará su incalificable con ducta después de lo que nos dijo el otro día.

Echó a correr hacia el centro del cráter.

Gontran, tirando de Louise, la había lanzado con todas sus fuerzas por la rápida pendiente del gran agujero para poder refrenarla, sostenerla, hacerle perder el aliento, aturdirla y asustarla. Ella, llevada por el impulso, trataba de frenarlo, balbuceaba: «¡Ay! ¡No corra tanto!… ¡Que voy a caerme!… ¡Está usted loco… voy a caerme!».

Fueron a tropezar con los bloques de lava y se quedaron de pie, sin resuello ambos. Luego los rodearon, contemplando unas anchas hendiduras que formaban por debajo una especie de caverna con dos entradas.

Al arrojar el volcán, casi sin vida, aquella última espuma, como no podía lanzarla al cielo como antaño, la había escupido, espesa, medio fría, y se le había solidificado en los labios moribundos.

—Vamos a meternos por ahí —dijo Gontran.

Y dejó pasar delante a la joven. Luego, cuando estuvieron en la gruta, le dijo:

—Bueno, señorita, pues ha llegado el momento de que le haga una declaración.

Ella se quedó estupefacta:

—Una declaración… ¡a mí!

—Pues sí. En cuatro palabras: me parece usted encantadora.

—A quien tiene que decirle eso es a mi hermana.

—¡Bah! Bien sabe usted que a su hermana no le he hecho ninguna declaración.

—Eso lo dirá usted.

—¡Venga, no sería usted mujer si no hubiera comprendido que he sido galante con su hermana para ver qué le parecía a usted!… ¡Y ver qué cara me pondría!… Y me ha puesto una cara muy enfadada. ¡Ay! ¡Cuánto me he alegrado! ¡Así que he intentado mostrarle, con todos los miramientos posibles, lo que pensaba de usted!…

Nunca le habían hablado así. Se sentía avergonzada y encantada, con el corazón lleno de alegría y orgullo.

Él siguió diciendo:

—Ya sé que no me he comportado bien con su hermanita. Qué le vamos a hacer. Ella no se ha engañado, mire. Ya ve que se ha quedado en la cuesta, que no ha querido seguirnos… ¡Claro, lo ha entendido, lo ha entendido!…

Le había tomado una mano a Louise Oriol y le besó la punta de los dedos, suave, galantemente, y susurrando:

—¡Qué bonita es usted! ¡Qué bonita es usted!

Ella, apoyada contra la pared de lava, escuchaba en silencio cómo le latía el corazón emocionado. El único pensamiento que le flotaba en la turbada mente era un pensamiento triunfal: había vencido a su hermana.

Pero apareció una sombra en la entrada de la gruta. Paul Brétigny los estaba mirando. Gontran dejó caer con naturalidad la manita que se había llevado a los labios y dijo:

—Ah, eres tú… ¿Estás solo?

—Sí, nos ha extrañado veros desaparecer aquí debajo.

—Bueno, ya volvemos, querido amigo. Estábamos echando una mirada, ¿verdad que es bastante curioso?

Louise, ruborizada hasta la raíz del pelo, salió delante y empezó a subir la cuesta seguida por los dos jóvenes, que iban hablando en voz baja detrás de ella.

Christiane y Charlotte los miraban acercarse y los esperaban cogidas de la mano.

Emprendieron el regreso hacia el coche, donde se había quedado el marqués; y el Arca de Noé volvió a tomar el camino de Enval.

De repente, en medio de un bosquecillo de pinos, el landó se detuvo y el cochero empezó a renegar; un burro viejo muerto obstruía el camino.

Todos quisieron verlo y se apearon. Estaba tendido en el polvo negruzco y también él era oscuro, y tan flaco que parecía que los huesos, que abultaban el rozado pellejo, habrían acabado por perforarlo si el animal no hubiera dado antes el último suspiro. Se le marcaba todo el esqueleto bajo el pelo raído de las costillas, y la cabeza parecía enorme, una cabeza triste con los ojos cerrados, tranquila sobre su lecho de piedras trituradas, tan tranquila, tan muerta que hubiérase dicho que la hacía feliz y la sorprendía aquel descanso desconocido. Las grandes orejas, ahora lacias, yacían como andrajos. Dos mataduras abiertas en las rodillas probaban que ese mismo día se había caído a menudo antes de desplomarse por última vez. Y otra matadura en el flanco indicaba el lugar en que su amo llevaba muchos años azuzándolo con un pincho de hierro clavado en la punta de un palo, para que aligerara el cansino caminar.

El cochero lo había cogido por las patas traseras y lo estaba arrastrando hacia una de las cunetas; y al animal se le estiraba el cuello como si quisiera seguir rebuznando, lanzar la última queja. Cuando lo hubo dejado en la hierba, el hombre, furioso, murmuró: «¡Qué zopencos! ¡Mira que haberlo dejado en medio de la carretera!».

Nadie más había dicho nada; volvieron a subirse al coche.

Christiane, desconsolada, conmovida, veía toda la desventurada vida de aquel animal, que había concluido así al borde de un camino: el alegre borriquillo de cabeza grande en la que brillaban unos grandes ojos, gracioso y bonachón, con su pelo áspero y sus largas orejas, brincando, libre aún, entre las patas de la madre. ¡Y luego la primera carreta, la primera cuesta arriba, los primeros golpes! ¡Y luego, más adelante, la incesante y terrible marcha por las interminables carreteras! ¡Los golpes! ¡Los golpes! ¡Las cargas demasiado pesadas, lo soles de justicia, y para comer un poco de paja, un poco de heno, alguna que otra rama, y la tentación de las praderas verdes a lo largo de los fatigosos caminos!

Y luego, también, al ir envejeciendo, el pincho de hierro en vez de la flexible vara, y el horroroso martirio del animal cansado, sin resuello, rendido, tirando siempre de cargas excesivas, doliéndole todos los miembros, todo el viejo cuerpo raído como la ropa de un pobre. Y luego la muerte, la bienhechora muerte a tres pasos de la hierba de la cuneta, hasta la que lo arrastra, renegando, un hombre que pasa, para despejar el camino.

Christiane comprendió por primera vez la miseria de las criaturas esclavas; y también la muerte se le apareció como algo que a veces puede ser muy deseable.

De pronto, adelantaron a una carreta pequeña de la que tiraban, agotados de cansancio, un hombre casi desnudo, una mujer vestida de harapos y un perro esquelético.

Se los veía sudar y jadear. El perro, con la lengua fuera, flaco y sarnoso, iba atado entre las ruedas. En la carreta, leña recogida por doquier, robada sin duda, raíces, tocones, ramas rotas bajo las que parecía haber algo más; y encima de las ramas unos andrajos, y encima de los andrajos un niño, una cabeza nada más, que asomaba entre los harapos grises, ¡una bola con dos ojos, una nariz, una boca!

¡Aquello era una familia, una familia humana! El burro había sucumbido a las fatigas, y el hombre, sin compasión por el servidor muerto, sin empujarlo siquiera hasta la cuneta, lo había dejado en pleno camino, cortándoles el paso a los coches que pasaran después. Y luego, enganchándose a su vez, junto con su mujer, entre los varales vacíos, había empezado a tirar, lo mismo que tiraba el animal antes. ¡Allá iban! ¿Adónde? ¿Para qué? ¿Tenían siquiera algún dinero? Si no podían comprar otro animal, ¿seguirían arrastrando sin parar aquella carreta? ¿De qué vivirían? ¿Dónde se pararían? Probablemente morirían lo mismo que había muerto su borriquillo.

¿Estaban casados aquellos mendigos o sólo emparejados? Y su hijo, aquel animalillo informe, oculto bajo unos trapos sórdidos, viviría como habían vivido ellos.

Christiane pensaba en todo aquello, y de lo hondo del alma asustada le brotaban sentimientos nuevos. Le llegaba un atisbo de la miseria de los pobres.

Gontran dijo de repente:

—No sé por qué, pero me parecería muy agradable que pudiéramos cenar todos juntos esta noche en el Café Inglés. Me gustaría ver los bulevares.

Y el marqués murmuró:

—¡Bah! Aquí estamos bien. El nuevo hotel está mucho mejor que el antiguo.

Estaban pasando por delante de Tournoël. A Christiane un recuerdo le hizo latir el corazón al reconocer un castaño. Miró a Paul, que había cerrado los ojos y no vio su humilde llamada.

No tardaron en divisar a dos hombres delante del coche, dos viñadores que volvían del trabajo, con el binador al hombro y el paso largo y cansino de los trabajadores.

Las hijas de Oriol se ruborizaron hasta la raíz del pelo. Eran su padre y su hermano, que habían vuelto a los viñedos, como antaño, que se pasaban los días sudando sobre la tierra que los había enriquecido, que, con el sol pegándoles en los riñones, trabajaban en ella de la mañana a la noche mientras que las elegantes levitas, cuidadosamente dobladas, descansaban en la cómoda, y los sombreros de copa, en un armario.

Ambos campesinos saludaron con sonrisa amistosa mientras todas las manos del landó contestaban a su saludo.

En cuanto estuvieron de regreso, al apearse Gontran del Arca para subir al Casino, Brétigny lo acompañó y, deteniéndolo nada más dar los primeros pasos, dijo:

—Oye, amigo mío, no está bien lo que haces y le he prometido a tu hermana que hablaría contigo.

—Que hablarías conmigo ¿de qué?

—De cómo te portas desde hace unos días.

Gontran había puesto su gesto impertinente.

—¿De cómo me porto? ¿Con quién?

—Con esa niña a la que has dejado plantada de mala manera.

—¿Tú crees?

—Sí que lo creo… y tengo razón.

—¡Bah! Te has vuelto muy escrupuloso en eso de dejar plantado a alguien.

—Ojo, querido amigo, que no se trata de una pelandusca sino de una señorita.

—De sobra lo sé, por eso no me he acostado con ella. La diferencia está clara.

Habían echado a andar otra vez, uno junto a otro. El comportamiento de Gontran exasperaba a Paul, que siguió diciendo:

—Si no fuera amigo tuyo, te diría cosas muy duras.

—Y yo no te consentiría que las dijeras.

—Vamos a ver, atiende, esa niña me da lástima. Hace un rato estaba llorando.

—¡Anda! ¿Que estaba llorando? ¡Hombre, no sabes lo que me halaga!

—Venga, déjate de bromas. ¿Qué piensas hacer?

—¿Yo? Nada.

—Vamos a ver, has llegado lo bastante lejos con ella como para comprometerla. El otro día nos decías a tu hermana y a mí que pensabas casarte con ella…

Gontran se detuvo, y, con tono burlón en el que se traslucía una amenaza, replicó:

—A mi hermana y a ti os valdría más no meteros en los amoríos del prójimo. Os dije que esa chica me gustaba bastante y que si, llegado el caso, me casaba con ella actuaría prudente y razonablemente. Eso es todo. ¡Pero ahora resulta que la mayor me gusta más! He cambiado de opinión. Eso es algo que le ocurre a todo el mundo.

Y luego, mirándolo frente a frente, añadió:

—¿Qué haces tú cuando una mujer deja de gustarte? ¿Te andas con miramientos?

Sorprendido, Paul Brétigny intentaba adivinar el sentido profundo, el sentido oculto de aquellas palabras. También él se estaba acalorando; dijo violentamente:

—Te repito que no se trata ni de una desvergonzada ni de una mujer casada, sino de una señorita a la que has engañado, si no con promesas, al menos con tu comportamiento. ¡Y eso no es, entérate, ni de caballero… ni de hombre honrado!…

Gontran, pálido, con voz tajante, lo interrumpió:

—¡Cállate!… Ya has dicho demasiado… y ya he oído demasiado… Si no fuera amigo tuyo, te… te demostraría que no tengo mucho aguante. Como digas algo más, hemos acabado para siempre.

Luego, midiendo las palabras, despacio, le dijo en la cara:

—No tengo por qué darte explicaciones… es más, podría pedírtelas yo a ti… Lo que no es de caballero ni de hombre honrado es cierta falta de tacto… que puede adoptar muchas formas… de la que la amistad debería guardar a ciertas personas… y a la que el amor no sirve de disculpa…

De pronto, cambiando de tono y casi bromeando, dijo:

—En cuanto a esa niña, Charlotte, si te enternece y te gusta, tómala y cásate con ella. El matrimonio es, a menudo, una solución en los casos difíciles. Es una solución y una plaza fuerte en la que puede uno parapetarse contra las desesperaciones tenaces… ¡Es guapa y rica! Algún día tendrá que ocurrirte ese accidente… Sería divertido que nos casáramos aquí el mismo día, pues yo me voy a casar con la mayor. Te lo digo en secreto, no vayas contándolo por ahí todavía… Pero que no se te olvide que tú tienes menos derecho que nadie a hablar de probidad sentimental y de escrúpulos de afecto. Y ahora vuelve a tus asuntos. Yo me voy a los míos. Buenas noches.

Y, cambiando bruscamente de dirección, bajó hacia el pueblo. Paul Brétigny, hecho un mar de dudas y con el corazón turbado, volvió a paso lento hacia el hotel de Mont-Oriol.

Intentaba comprender bien, recordar cada palabra, para determinar su sentido, y se asombraba de los recovecos secretos, inconfesables y vergonzosos que pueden ocultar ciertas almas.

Cuando Christiane le preguntó:

—¿Qué le ha contestado Gontran?

Balbuceó:

—Pues resulta que prefiere… ahora prefiere a la mayor… Hasta creo que se quiere casar con ella… Y al hacerle unos reproches algo severos, me ha cerrado la boca con alusiones… inquietantes… para nosotros dos.

Christiane se dejó caer en una silla murmurando:

—¡Ay, Dios mío!… ¡Dios mío!…

Pero, en ese preciso momento, entraba Gontran, pues acababan de avisar para la cena; la besó alegremente en la frente preguntando:

—¿Qué tal, hermanita, cómo te encuentras? ¿No estás demasiado cansada?

Y luego le dio la mano a Paul y, volviéndose hacia Andermatt, que había llegado pisándole los talones, le dijo:

—Oiga, perla de los cuñados, de los maridos y los amigos, ¿puede decirnos exactamente cuánto vale un burro viejo muerto en la carretera?