II

El tema de los médicos era ahora candente en Enval. Éstos, de repente, se habían convertido en lo más importante del pueblo, en el centro de toda la atención, de toda la pasión de los vecinos. Antaño, los manantiales corrían bajo la autoridad única del doctor Bonnefille, entre las inofensivas animosidades del nervioso doctor Latonne y del plácido doctor Honorat.

Las cosas eran muy distintas en la actualidad.

En cuanto el éxito que durante el invierno había preparado Andermatt se hubo manifestado por completo, gracias al poderoso concurso de los señores profesores Cloche, Mas-Roussel y Rémusot, cada uno de los cuales había aportado un contingente de entre dos y trescientos enfermos por lo menos, el doctor Latonne, inspector del nuevo balneario, se había convertido en un gran personaje, especialmente amparado por el profesor Mas-Roussel, del que había sido alumno y cuyo atuendo y gestos imitaba.

Del doctor Bonnefille ya casi ni se hablaba. Rabioso, exasperado, despotricando contra Mont-Oriol, el viejo médico se pasaba los días en el antiguo balneario, con unos cuantos enfermos antiguos que le habían seguido siendo fieles.

Para algunos clientes, en efecto, era el único que conocía las auténticas propiedades de las aguas y poseía, por así decirlo, el secreto de las mismas, puesto que las llevaba administrando oficialmente desde los orígenes de la estación termal.

El doctor Honorat no conservaba casi más que la clientela auvernesa. Se conformaba con esa mediocridad, estaba a bien con todo el mundo y se consolaba mostrando su preferencia por las cartas y el vino blanco antes que por la medicina.

Pero tampoco llegaba al punto de sentir afecto por sus colegas.

El doctor Latonne habría seguido, pues, siendo el gran augur de Mont-Oriol si no se hubiera presentado una mañana un hombre muy bajito, casi un enano, al que la enorme cabeza hundida entre los hombros, los grandes y redondos ojos y las anchas manos convertían en un ser muy extraño. Este nuevo médico, el señor Black, al que había llevado a la comarca el profesor Rémusot, había destacado inmediatamente por su excesiva devoción.

Casi todas las mañanas, entre visita y visita, entraba unos minutos en la iglesia, y comulgaba casi todos los domingos. No tardó el cura en proporcionarle algunos enfermos, solteronas, personas humildes que atendía gratis, damas piadosas que pedían consejo a su director espiritual antes de llamar a un hombre de ciencia del que querían conocer, sobre todo, la forma de pensar, así como la discreción y el pudor profesionales.

Luego, un día, anunciaron que venía la princesa de Maldeburgo, una anciana de sangre real alemana, católica muy ferviente, que, la misma noche de su llegada, recurrió al doctor Black por recomendación de un cardenal de Roma.

Desde aquel momento se puso de moda. Ser paciente suyo revelaba gusto refinado, buen tono, mucha elegancia. Era el único médico como es debido, decían, el único en que una mujer podía tener plena confianza.

Y se vio correr de un hotel a otro, desde por la mañana hasta por la noche, a aquel hombrecillo con cabeza de bulldog que se pasaba la vida hablando en voz baja, en todas las esquinas, con todo el mundo. Era como si tuviera que estar constantemente confiando o recibiendo secretos importantes, pues se lo encontraba por los pasillos conferenciando larga y sigilosamente con los dueños de los hoteles, con las doncellas de sus clientes, con cualquiera que tuviera relación con sus enfermos.

Por la calle, en cuanto veía a una persona conocida, se iba derecho a ella con su paso corto y rápido, y empezaba al instante a mascullar nuevas y minuciosas recomendaciones, como un sacerdote en el confesonario.

Las ancianas sobre todo lo adoraban. Escuchaba sus historias hasta el final, sin interrumpirlas, tomaba buena nota de todos sus comentarios, todas sus preguntas, todos sus deseos.

Aumentaba o disminuía a diario la dosis de agua que bebían sus enfermos, lo que les infundía plena confianza en la atención que les prestaba.

—Ayer nos quedamos en dos vasos tres cuartos —decía—; bueno, pues hoy tomaremos sólo dos vasos y medio; y mañana, tres vasos… Que no se le olvide… mañana, tres vasos… ¡Es muy importante, mucho!

Y todos sus enfermos estaban convencidos de que, efectivamente, era muy importante.

Para que no se le olvidaran aquellas cifras y aquellas fracciones de cifras las apuntaba en un cuadernito, con el fin de no equivocarse nunca. Pues el cliente no perdona un error de medio vaso.

Disponía y modificaba con igual minucia la duración de los baños diarios, en virtud de principios que sólo él conocía.

El doctor Latonne, celoso e irritado, se encogía de hombros con desdén y afirmaba: «Es un embaucador». El odio que sentía por el doctor Black había llegado incluso a hacerlo hablar mal a veces de las aguas minerales. «Ya que apenas sabemos cómo actúan, es completamente imposible prescribir a diario modificaciones de dosificación que ninguna ley terapéutica puede regular. Esos comportamientos le hacen mucho daño a la medicina».

El doctor Honorat se limitaba a sonreír. Tenía siempre buen cuidado de que se le olvidara, a los cinco minutos de acabada una consulta, el número de vasos que acababa de recetar. «Dos de más o dos de menos, le decía a Gontran en los ratos de expansión, el único que se entera es el manantial; ¡y como a él le da lo mismo!» La única broma venenosa que se permitía para con su piadoso colega consistía en llamarlo «el médico de las aguas de la Santa Sed». Sus envidias eran prudentes, socarronas y tranquilas.

A veces añadía: «¡Huy! Ése conoce al enfermo a fondo… cosa que para los médicos es más útil que conocer la enfermedad». Pero hete aquí que una mañana llegaron al hotel de Mont-Oriol unos nobles españoles, el duque y la duquesa de Ramas-Aldaverra, que traían consigo a su médico, un italiano, el doctor Mazelli, de Milán.

Era un hombre de unos treinta años, alto, delgado, apuesto, que no llevaba barba, sólo bigote.

Desde la primera noche, conquistó a la mesa redonda, pues el duque, hombre tristón que padecía una obesidad monstruosa, sentía horror por el aislamiento y prefería comer en el comedor. El doctor Mazelli conocía ya por su nombre a casi todos los habituales; tuvo una palabra amable para cada hombre, una galantería para cada señora, e incluso una sonrisa para cada miembro del servicio.

Sentado a la derecha de la duquesa, una hermosa mujer de treinta y cinco a cuarenta años, de tez pálida, ojos negros, cabello azulado, le decía a cada plato: «Muy poco», o: «No, de esto no», o: «Sí, coma de esto». Y le servía personalmente la bebida con gran esmero, midiendo con mucha exactitud las proporciones de vino y agua que mezclaba.

También gobernaba las comidas del duque, pero con visible negligencia. Su cliente, por lo demás, no tenía en absoluto en cuenta sus opiniones. Se lo tragaba todo con bestial voracidad, se bebía en cada comida dos jarras de vino puro, y luego iba a desplomarse en una silla, al aire libre, delante del hotel, y empezaba a quejarse de sus malas digestiones.

Tras la primera cena, el doctor Mazelli, que había sopesado y juzgado de una ojeada a toda la concurrencia, fue a reunirse en la terraza del Casino con Gontran, que estaba fumando un puro; se presentó y entablaron conversación.

Al cabo de una hora, eran íntimos. Al día siguiente, a la salida del baño, hizo que lo presentaran a Christiane, cuya simpatía se granjeó en diez minutos de conversación, y ese mismo día la puso en relación con la duquesa, a quien tampoco le gustaba la soledad.

Se cuidaba de todo en la casa de los españoles, le daba excelentes consejos culinarios al cocinero; a la doncella, valiosas opiniones acerca de la higiene de la cabeza, para que mantuviera el brillo, el hermoso color y la abundancia del cabello de su señora; al cochero, consejos sumamente útiles de medicina veterinaria; y sabía hacer las horas cortas y llevaderas, inventar distracciones, encontrar en los hoteles amistades de paso siempre escogidas con buen criterio.

Hablando de él, la duquesa le decía a Christiane:

—Es un hombre maravilloso, querida señora, sabe de todo, hace de todo. A él le debo mi talle.

—¿Cómo que su talle?

—Sí, estaba empezando a engordar y me salvó con su régimen y sus licores.

Sabía, por otra parte, hacer interesante la propia medicina, pues hablaba de ella con facilidad, alegría y un leve escepticismo que le servía para convencer al auditorio de su superioridad.

—Es muy sencillo —decía—, no creo en los medicamentos. O, más bien, no creo demasiado en ellos. La medicina antigua partía del principio de que hay un remedio para cada enfermedad. Se creía que Dios, en su divina providencia, había creado drogas para todos los males, sólo les había dejado a los hombres, tal vez con malicia, el trabajo de descubrir esas drogas. Ahora bien, los hombres descubrieron un número incalculable de ellas, sin saber nunca con exactitud para qué mal era adecuada cada una. En realidad, no hay medicamentos, sólo hay enfermedades. Cuando se declara una enfermedad, unos dicen que hay que interrumpir su curso, otros que hay que acelerarlo como sea. Cada escuela preconiza su procedimiento. Para el mismo caso, vemos que se utilizan los métodos más contradictorios y las medicaciones más contrapuestas: unos el hielo y otros un calor excesivo, éste una dieta y el de más allá alimentación forzosa. Y no digo nada de los innumerables productos venenosos que nos proporciona la química sacándolos de los minerales o de los vegetales. Todo tiene sus efectos, desde luego, pero nadie sabe de qué forma actúan. A veces sienta bien y a veces mata.

Y, con gran elocuencia, indicaba la imposibilidad de una certidumbre, la ausencia de cualquier base científica mientras la química orgánica, la química biológica no se convirtiera en el punto de partida de una medicina nueva. Contaba anécdotas, errores monstruosos de los más eminentes médicos, demostraba la insania y la falsedad de su supuesta ciencia.

—Hagan que funcione el cuerpo —decía—, hagan que funcionen la piel, los músculos, todos los órganos, y, sobre todo, el estómago, que es el padre nutricio de toda la maquinaria, su regulador y su almacén de vida.

Afirmaba que podía, si lo deseaba, poner a las personas, exclusivamente mediante un régimen, tristes o alegres, hacerlas capaces de actividades físicas o intelectuales, según el tipo de alimentación que les impusiera. Podía incluso incidir en las facultades cerebrales, en la memoria, en la imaginación, en todas las manifestaciones de la inteligencia. Y acababa, en broma, con estas palabras:

—Mis tratamientos son a base de masajes y curasao.

Decía maravillas de los masajes y hablaba, como de un dios, del holandés Hamstrang, que obraba milagros. Luego, mostrando las blancas y finas manos, decía:

—Con esto se puede resucitar a los muertos.

Y la duquesa añadía:

—Es verdad que da masajes a la perfección.

También preconizaba los licores en pequeñas proporciones para estimular el estómago en determinados momentos; preparaba mezclas, hábilmente combinadas, que la duquesa debía beber a horas fijas, bien antes, bien después de las comidas.

Se lo veía a diario llegar al café del Casino a eso de las nueve y media y pedir sus botellas. Se las traían cerradas con unos candaditos de plata cuya llave tenía él. Vertía un poco de una, un poco de otra, despacio, en un vaso azul muy bonito que sostenía respetuosamente un lacayo muy correcto.

Luego el doctor ordenaba:

—¡Ya está! Lléveselo a la duquesa al baño para que lo beba antes de vestirse, al salir del agua.

Y, cuando le preguntaban con curiosidad: «¿Qué ha puesto?», contestaba: «Sólo anisete fino, curasao purísimo y bíter de primera calidad».

En unos cuantos días, aquel apuesto médico se convirtió en el punto de mira de todas las enfermas. Y empleaban todas las artimañas para arrancarle algunos consejos.

Cuando pasaba por las avenidas del parque, a la hora del paseo, sólo se oía este grito: «¡Doctor!», desde todas las sillas en que estaban sentadas las jóvenes y elegantes señoras que descansaban un poco entre dos vasos del manantial Christiane. Luego, cuando se había parado, con una sonrisa en los labios, se lo llevaban por unos instantes al camino que bordeaba el río.

Primero le hablaban de esto y de lo otro, y luego, discreta y hábilmente, con coquetería, sacaban a relucir la pregunta relacionada con la salud, pero con indiferencia, como si se tratara de cualquier otra cosa.

Pues él sí que no le bailaba el agua a la gente. No cobraba, no podían llamarlo a domicilio, pertenecía a la duquesa, sólo a la duquesa. Y tal situación estimulaba los esfuerzos, alimentaba los deseos. Y, como se decía por lo bajo que la duquesa era celosa, muy celosa, se entabló entre todas aquellas señoras una lucha encarnizada por conseguir los consejos del apuesto doctor italiano.

Él los daba sin hacerse de rogar demasiado.

Entonces, entre las señoras a las que había favorecido con sus consejos, empezó el juego de las confidencias íntimas para probar sin lugar a dudas la solicitud del doctor.

—¡Ay, querida! Me ha hecho unas preguntas, qué preguntas…

—¿Muy indiscretas?

—¡Huy! ¡Indiscretas! Diga más bien horrorosas. No sabía ni qué contestar. Quería saber unas cosas… qué cosas…

—¡Igual que a mí! ¡Me hizo muchas preguntas acerca de mi marido!…

—¡A mí también!… ¡Con unos detalles… tan… personales! Resultan muy violentas esas preguntas. Pero hay que comprender que son necesarias.

—¡Muy necesarias! La salud depende de esos pequeños detalles. A mí me ha prometido que me daría masajes en París este invierno. Me hacen mucha falta para completar el tratamiento de aquí.

—Oiga, querida, ¿usted qué piensa hacer? ¿No podemos pagarle?

—Pues tenía la intención de regalarle un alfiler de corbata. Deben de gustarle, pues tiene dos o tres preciosos…

—¡Ay! No sabe en qué aprieto me pone. Se me había ocurrido lo mismo. Pues le regalaré una sortija.

Y todas andaban maquinando sorpresas para complacerlo, regalos ingeniosos para impresionarlo, atenciones para seducirlo. Se había convertido en el «asunto del día», en el gran tema de conversación, el único centro de la atención pública, cuando cundió la noticia de que el conde Gontran de Ravenel le hacía la corte a Charlotte Oriol con intenciones matrimoniales. Y enseguida corrió por Enval como un rumor ensordecedor.

Desde la noche que había abierto con ella el baile de inauguración del Casino, Gontran se había pegado a las faldas de la joven. Tenía para con ella, en público, todas las pequeñas atenciones de los hombres que quieren agradar sin ocultar sus fines; y sus relaciones cotidianas adquirían al tiempo un carácter de galantería jovial y espontánea que no podía por menos de desembocar en afecto.

Se veían casi a diario, pues las chiquillas le habían cobrado a Christiane una desorbitada amistad en la que sin duda había mucho de vanidad halagada. Gontran, de pronto, no se separaba ya de su hermana; se puso a organizar excursiones por la mañana y juegos por la tarde, para mayor asombro de Christiane y Paul. Luego todo el mundo se dio cuenta de que estaba pendiente de Charlotte; la hacía rabiar en broma, la galanteaba como quien no quiere la cosa, tenía con ella las mil pequeñas atenciones que crean entre dos seres lazos de ternura. La joven, acostumbrada ya a los modales libres y campechanos de aquel pilluelo del mundo parisino, al principio no notó nada, y dejándose llevar por su carácter confiado y recto, empezó a reír y a jugar con él como hubiera hecho con un hermano.

Estando así las cosas, regresaba a casa con su hermana mayor, tras una velada en el hotel durante la cual Gontran había intentado varias veces besarla en el transcurso de un juego de prendas, cuando Louise, que parecía preocupada y nerviosa desde hacía algún tiempo, le dijo en tono brusco:

—No estaría de más que te fijaras un poco en cómo te portas. El señor Gontran no es correcto contigo.

—¿Que no es correcto? ¿Pues qué ha dicho?

—De sobra lo sabes, no te hagas la tonta. ¡Si sigues así no tardarás mucho en comprometerte! Y si tú no sabes portarte como es debido, aquí estoy yo para vigilarte.

Charlotte, confusa, avergonzada, balbuceó:

—Pues no sé… te aseguro… no me ha llamado nada la atención.

Su hermana siguió diciendo con severidad:

—¡Mira, las cosas no pueden seguir así! ¡Si quiere casarse contigo, será papá quien tenga que pensarlo y dar una respuesta; pero si lo único que quiere es pasar el rato, hay que cortar por lo sano!

Entonces, de repente, Charlotte se enfadó, sin saber por qué, sin saber de qué. Ahora la indignaba que su hermana se metiera a dirigirla y a reñirla; le dijo con voz temblorosa y lágrimas en los ojos que no volviera a ocuparse de lo que no le importaba. Tartamudeaba, exasperada, y un vago y certero instinto la avisaba de los celos que había despertado en el corazón agriado de Louise.

Se separaron sin darse un beso, y Charlotte lloró en la cama pensando en cosas que nunca había previsto ni imaginado. Poco a poco se le pasó el llanto y reflexionó.

Era verdad que los modales de Gontran habían cambiado. Hasta aquel momento lo había intuido sin caer en la cuenta. Ahora caía. Le decía, viniera o no a cuento, cosas amables, finuras. Una vez le había besado la mano. ¿Qué pretendía? Ella le gustaba, pero ¿hasta qué punto? ¿Acaso sería posible que se casara con ella? Y al instante le pareció oír por el aire, no sabía dónde, en la oscuridad vacía por la que empezaban a revolotear sus sueños, una voz que gritaba: «¡Condesa de Ravenel!».

La emoción fue tan fuerte que se sentó en la cama; luego buscó, descalza, las zapatillas debajo de la silla donde había dejado tirada la ropa y se fue a abrir la ventana, sin saber lo que hacía, para hacerles sitio a sus esperanzas.

Oyó que hablaban en la sala de abajo, y la voz de Coloso se alzó: «Deja, deja. Ya veremosh. Esho esh cosha de padre. De momento no ha pashado nada de particular. Padre she encargará del ashunto».

Veía en la fachada de la casa de enfrente el recuadro claro de la ventana encendida debajo de la suya. Se preguntaba: «¿Quién hay? ¿De qué están hablando?». Pasó una sombra por la pared iluminada. ¡Era su hermana! Así que no se había acostado. ¿Por qué? Pero la luz se apagó, y Charlotte se puso otra vez a pensar en las cosas nuevas que le agitaban el corazón.

Ahora no podía dormirse. ¿La amaba? ¡No! ¡Todavía no! ¡Pero podía llegar a amarla, puesto que le gustaba! Y, si llegara a amarla mucho, con locura, como se ama la gente de la buena sociedad, se casaría con ella sin duda alguna.

Nacida en una casa de viticultores, había conservado, aunque educada en el convento al que iban las señoritas de Clermont, una modestia y una humildad de campesina. Pensaba que tendría por marido a un notario tal vez, o a un abogado, o a un médico, pero el deseo de llegar a ser una auténtica dama de la alta sociedad, con título de nobleza delante del apellido, nunca había calado en ella. Apenas si, al acabar una novela de amor, había soñado despierta unos cuantos minutos bajo la caricia de aquel grato deseo, que se había desvanecido al momento, como se desvanecen las quimeras. Pero hete aquí que le parecía que se aproximaba, como una vela de barco empujada por el viento, aquella circunstancia imprevista, imposible, que habían evocado de repente unas cuantas palabras de su hermana.

Musitaba con cada soplo de respiración: «Condesa de Ravenel». Y la sombra de los párpados cerrados en la oscuridad se le iluminaba con visiones. Veía hermosos salones encendidos, hermosas damas que le sonreían, hermosos coches que la esperaban ante la escalinata de un palacio, y altos sirvientes de librea inclinados a su paso.

Tenía calor en la cama; ¡le latía el corazón! Se levantó otra vez para beber un vaso de agua y quedarse de pie unos instantes, descalza, en las frías baldosas del dormitorio.

Luego, algo calmada, acabó por dormirse. Pero el desasosiego de la mente se le había metido hasta tal punto en la sangre que se despertó al alba.

Se avergonzó de su cuarto pequeño con las paredes blancas pintadas al temple por el vidriero del pueblo, de las humildes cortinas de indiana y de las dos sillas de paja que nunca se movían de su sitio, a ambos lados de la cómoda.

Rodeada de aquellos muebles de patanes que proclamaban su origen, se daba cuenta de que era una campesina, se sentía humilde, indigna de aquel guapo muchacho burlón cuyo rostro rubio y risueño le flotaba ante los ojos, se esfumaba, reaparecía, se apoderaba de ella poco a poco, se le metía ya en el corazón.

Entonces saltó de la cama y corrió en busca del espejo, el espejo pequeño de mano, del tamaño de un culo de plato; luego volvió a acostarse con el espejo entre las manos; y se miró el rostro enmarcado por el despeinado cabello, sobre el fondo blanco de la almohada.

A ratos, posaba en las sábanas el ligero trozo de vidrio que le mostraba su imagen, y pensaba cuán difícil sería esa boda, tan grande era la distancia que los separaba. Entonces, se apenaba mucho y se le ponía un nudo en la garganta. Pero al momento volvía a mirarse, sonriéndose para gustarse, y, como se encontraba bonita, desaparecían las dificultades.

Cuando bajó a almorzar, su hermana, que parecía irritada, le preguntó:

—¿Qué piensas hacer hoy?

Charlotte contestó sin vacilar:

—¿No vamos en coche a Royat con la señora Andermatt?

Louise siguió diciendo:

—Pues irás sola, pero harías mejor, después de lo que te dije anoche…

La menor le cortó la palabra:

—No te estoy pidiendo ningún consejo… ocúpate de tus asuntos.

Y no se volvieron a hablar.

El tío Oriol y Jacques llegaron y se sentaron a la mesa. El viejo preguntó casi al momento:

—¿Qué hacéish hoy, chiquitash?

Charlotte no esperó a que su hermana contestara, y dijo:

—Yo voy a Royat con la señora Andermatt.

Ambos hombres la miraron con cara de satisfacción, y el padre murmuró con esa sonrisa alentadora que ponía cuando trataba negocios ventajosos:

Esho eshtá bien, esho eshtá bien.

Aquella satisfacción secreta que se les traslucía en la forma de comportarse la sorprendió más que el visible enfado de Louise; y se preguntó, algo turbada: «¿Habrán hablado del asunto?».

Nada más comer, volvió a subir a su cuarto, se puso el sombrero, cogió la sombrilla, se echó al brazo un abrigo fino y se fue hacia el hotel, pues tenían que emprender la marcha a la una y media.

A Christiane le extrañó que no fuera Louise.

Charlotte sintió que se ruborizaba al contestar:

—Está un poco cansada, creo que le duele la cabeza.

Y subieron al landó, al gran landó de seis plazas que seguían utilizando. El marqués y su hija iban al fondo, la hija de Oriol se sentó, por lo tanto, entre los dos jóvenes, de espaldas a la marcha.

Pasaron delante de Tournoël, luego siguieron el pie de la montaña por una agradable carretera que iba serpenteando bajo nogales y castaños. En varias ocasiones, Charlotte sintió que Gontran se arrimaba a ella, pero con demasiada prudencia para que pudiera ofenderse. Como se sentaba a su derecha, le hablaba acercándosele mucho a la mejilla; y ella no se atrevía a volverse para contestarle, por temor a su aliento, que ya sentía en los labios, y por temor también a sus ojos, cuya mirada la hubiera puesto violenta.

Él le iba diciendo chiquilladas galantes, tonterías divertidas, cumplidos graciosos y amables.

Christiane apenas hablaba, agobiada, enferma por el embarazo. Y Paul parecía triste, preocupado. El marqués era el único que conversaba sin turbación ni inquietud, con su cordialidad jovial de viejo hidalgo egoísta.

Bajaron en el parque de Royat para escuchar la música, y Gontran, tomando a Charlotte del brazo, fue con ella delante. El ejército de bañistas miraba desfilar a los paseantes desde las sillas que rodeaban el quiosco donde el director de orquesta marcaba el compás al metal y los violines. Las mujeres, estirando los pies hasta el barrote de la silla más cercana, lucían los vestidos y los frescos tocados de verano que las hacían más encantadoras.

Charlotte y Gontran deambulaban por entre la gente sentada buscando caras graciosas que les permitieran bromear.

Él oía decir continuamente a sus espaldas: «¡Caramba! Qué linda personita». Se sentía halagado y se preguntaba si la tomaban por su hermana, su mujer o su amante.

Christiane, sentada entre su padre y Paul, los vio pasar varias veces y, como estimaba que «parecían algo jóvenes», los llamaba para calmarlos. Pero ellos no la escuchaban y seguían vagabundeando por entre la muchedumbre divirtiéndose de lo lindo.

Christiane le dijo por lo bajo a Paul Brétigny:

—Acabará comprometiéndola. Tendremos que hablar con él esta noche al volver.

Paul contestó:

—Ya lo había pensado. Tiene usted mucha razón.

Fueron a cenar a uno de los restaurantes de Clermont-Ferrand, pues, según decía el marqués, que era muy laminero, los de Royat no valían nada, y regresaron cuando ya había caído la noche.

Charlotte se había puesto seria, pues Gontran le había apretado con fuerza la mano al darle los guantes cuando se levantaban de la mesa. Su conciencia de chiquilla se inquietaba de repente. ¡Aquello era una confesión, un paso adelante, una inconveniencia! ¿Qué habría debido hacer? ¿Hablar con él? Pero ¿qué le iba a decir? ¡Enfadarse hubiera sido ridículo! ¡Se necesitaba tanto tacto en aquellas circunstancias! Pero si no hacía nada, si no decía nada, parecía que aceptaba la insinuación, que se hacía cómplice suya, que daba el sí a la presión de aquella mano.

Y sopesaba la situación, acusándose de haberse mostrado demasiado alegre en Royat y haberle dado demasiadas confianzas; ahora le parecía que su hermana tenía razón, que se había comprometido, ¡que se había perdido! El coche iba carretera adelante, Paul y Gontran fumaban en silencio, el marqués dormía, Christiane miraba las estrellas, y Charlotte apenas podía contener las lágrimas, pues había bebido tres copas de champaña.

Cuando estuvieron de vuelta, Christiane le dijo a su padre:

—Como es de noche, ve a acompañar a la joven.

El marqués le ofreció el brazo y se alejó con ella al instante. Paul tomó a Gontran por los hombros y le susurró al oído:

—Ven a charlar cinco minutos con tu hermana y conmigo.

Y subieron al saloncito que comunicaba las habitaciones de Andermatt con las de su mujer.

En cuanto se hubieron sentado, Christiane le dijo:

—Oye, el señor Brétigny y yo queremos sermonearte.

—¡Sermonearme!… ¿A cuento de qué? Si soy un santo. Claro que tampoco es que abunden las ocasiones…

—Déjate de bromas. Estás haciendo algo muy imprudente y peligroso sin darte cuenta. Estás comprometiendo a esa chiquilla.

Pareció muy sorprendido.

—¿A quién?… ¿A Charlotte?

—A Charlotte, sí.

—¿Que estoy comprometiendo a Charlotte?… ¿Yo?…

—Sí, la estás comprometiendo. Aquí, la gente no habla de otra cosa, y, hace un rato, en el parque de Royat, habéis tenido un comportamiento muy… muy… ligero. ¿Verdad, Brétigny?

Paul contestó:

—Sí, señora, soy enteramente de su opinión.

Gontran le dio la vuelta a la silla, y se puso a horcajadas en ella como si de un caballo se tratara, cogió otro puro, lo encendió, y luego se echó a reír.

—¡Vaya! Así que estoy comprometiendo a Charlotte Oriol.

Esperó unos segundos para ver el efecto de sus palabras, y a continuación declaró:

—Bueno, ¿y no se os ha ocurrido que podría querer casarme con ella?

Christiane dio un respingo de asombro.

—¿Casarte con ella? ¿Tú?… ¡Pero estás loco!…

—¿Por qué?

—Con esa… con esa… campesina…

—Tonterías… prejuicios… ¿Se te han pegado de tu marido?…

Como su hermana no le contestaba nada a aquel argumento tan directo, Gontran siguió hablando, respondiendo a sus propias preguntas:

—¿Es guapa? ¡Sí! ¿Está bien educada? ¡Sí! Es más ingenua, y más amable, y más sencilla, y más sincera que las chicas de buena sociedad. Es tan culta como cualquier otra, pues habla inglés y auvernés, o sea dos idiomas extranjeros. Será más rica que una heredera del muy noble faubourg Saint-Germain, al que se debería llamar faubourg Santa Miseria, y, en resumidas cuentas, si es hija de un campesino estará más sana para darme hijos robustos… Eso es todo…

Como siempre parecía estar de guasa, Christiane le preguntó titubeando:

—Oye, ¿hablas en serio?

—¿Tú que crees? Esa chiquilla es encantadora. Tiene buen corazón y cara bonita, genio alegre y buen humor, las mejillas como rosas, los ojos claros, los dientes blancos, los labios rojos, el pelo largo, brillante, abundante y suave; y el viticultor de su padre será más rico que Creso gracias a tu marido, querida hermana. ¿Qué más quieres? ¡Hija de un campesino! Pues bueno, ¿acaso la hija de un campesino no vale tanto como todas las hijas de los banqueros dudosos que tan elevadas sumas pagan por casarse con duques de título no muy claro, o como todas las hijas de busconas con título que le debemos al Imperio, o como todas las hijas de dos padres con que se topa uno en la buena sociedad? Pues casarme con esa chica sería el primer acto juicioso y sensato de mi vida…

Christiane se había quedado pensativa; luego, de repente, convencida, conquistada, encantada, exclamó:

—¡Pues es verdad todo lo que dice! ¡Es totalmente cierto, totalmente exacto!… Entonces, ¿te casas con ella, hermanito?…

Fue él, entonces, quien la calmó.

—No tan deprisa… No tan deprisa… Deja que piense yo también. Simplemente, hago constar que casarme con ella sería el primer acto juicioso y sensato de mi vida. Eso no quiere decir todavía que vaya a casarme con ella; pero me lo estoy pensando, me lo estoy planteando, la cortejo un poco para saber si acaba de gustarme. En fin, no te contesto ni que sí ni que no, pero estoy más cerca del sí que del no.

Christiane se volvió hacia Paul:

—¿Qué le parece a usted, señor Brétigny?

Lo mismo lo llamaba señor Brétigny que Brétigny a secas.

Éste, siempre seducido por aquello en lo que creía ver grandeza, por las uniones desiguales que le parecían desinteresadas, por toda la teatralidad sentimental en que se arropa el corazón humano, contestó:

—A mí ahora me parece que tiene razón. Si le gusta, que se case con ella, no podría encontrar otra mejor…

Pero el regreso del marqués y de Andermatt los hizo cambiar de conversación; y los dos jóvenes se fueron al Casino a ver si la sala de juego aún no estaba cerrada.

A partir de aquel día, Christiane y Paul parecieron favorecer la corte que, abiertamente, le hacía Gontran a Charlotte.

Invitaban más a menudo a la joven, la hacían quedarse a cenar, la trataban, en fin, como si formara ya parte de la familia.

¡Ella se daba cuenta de todo aquello, lo entendía y la trastornaba! Su cabecita divagaba y hacía fantásticos castillos en el aire. Gontran, sin embargo, no le había dicho nada; pero su comportamiento, todo lo que le decía, la forma de tratarla, aquel aire de galantería más formal, aquella caricia de la mirada parecían repetirle a diario: «La he escogido; usted será mi mujer».

Y el tono de dulce amistad, de discreta confianza, de casta reserva que ahora adoptaba con él parecía responder: «Lo sé, y diré que sí cuando me pida la mano».

La familia de la joven andaba de cuchicheos. Louise ya casi no le hablaba más que para irritarla con alusiones ofensivas, palabras agrias y mordaces. El tío Oriol y Jacques parecían contentos.

Ella, sin embargo, no se había preguntado si amaba a aquel guapo pretendiente con el que era probable que se casara. Le gustaba, pensaba continuamente en él, le parecía apuesto, ingenioso, elegante; pensaba, sobre todo, en lo que haría cuando fuera su mujer.

En Enval, a todo el mundo se le habían olvidado las rencorosas rivalidades de los médicos y de los dueños de los manantiales, las suposiciones sobre el afecto que sentía la duquesa de Ramas por su protector, todos los rumores que corren al mismo tiempo que el agua en las estaciones termales, y nadie se ocupaba más que de aquel acontecimiento extraordinario: el conde Gontran de Ravenel iba a casarse con la pequeña de los Oriol.

Entonces Gontran pensó que había llegado el momento y, una mañana, al levantarse de la mesa, tomando a Andermatt del brazo, le dijo:

—Querido cuñado, la cosa está a punto de caramelo. La situación exacta es la siguiente: la jovencita espera una petición por mi parte sin que yo me haya comprometido en absoluto, pero no la rechazará, puede estar seguro. Hay que tantear al padre para sacar adelante, a un tiempo, los negocios de usted y los míos.

Andermatt contestó:

—No se preocupe, que de eso me encargo yo. Voy a sondearlo hoy mismo, sin comprometerlo a usted; y, cuando la situación esté bien clara, hablaré.

—Perfecto.

Luego, tras unos instantes de silencio, Gontran siguió diciendo:

—Hombre, quizá sea éste mi último día de libertad. Me voy a Royat, donde vi el otro día a unos cuantos conocidos. Volveré tarde y pasaré por su habitación para que me cuente lo que hay.

Mandó que le ensillaran el caballo y se fue por la montaña, aspirando el puro y liviano viento y galopando a ratos para sentir la rápida caricia del aire rozarle la piel lozana de las mejillas y hacerle cosquillas en el bigote.

La velada en Royat fue alegre. Se encontró con unos amigos a los que acompañaban unas chicas de vida alegre. Se entretuvieron mucho cenando; regresó muy entrada la noche. Todo el mundo estaba descansando en el hotel de Mont-Oriol cuando Gontran llamó a la puerta de Andermatt.

De entrada, no obtuvo respuesta; luego, cuando empezó a golpear la puerta con fuerza, una voz ronca, la voz de alguien que estaba durmiendo, masculló desde dentro:

—¿Quién es?

—Soy yo, Gontran.

—Espere, que le abro.

Apareció Andermatt en camisón, con la cara abotagada, los pelos de la barba tiesos y un pañuelo en la cabeza. Luego se volvió a meter en la cama, se sentó y, extendiendo las manos sobre las sábanas, dijo:

—Bueno, pues la cosa no va bien, querido cuñado. La situación es ésta. He sondeado a ese viejo zorro de Oriol, sin mencionarlo a usted, diciendo que un amigo mío —quizá he dado a entender que se trataba de Paul Brétigny— le podría convenir a una de sus hijas, y le he preguntado qué dote tenían. Me ha contestado con otra pregunta. Quería saber qué fortuna tenía el joven; la he calculado en trescientos mil francos, más una posible herencia.

—Pero si yo no tengo nada —murmuró Gontran.

—Se los presto, amigo mío. Si hacemos juntos este negocio, sus terrenos me darán lo suficiente para resarcirme.

Gontran dijo burlonamente:

—Muy bien. Yo me quedo con la mujer y usted, con el dinero.

Pero Andermatt se enfadó mucho:

—Si me molesto por usted para que me insulte, se acabó, hasta aquí hemos llegado…

Gontran se disculpó:

—No se enfade, querido cuñado, y perdóneme. Sé que es usted un hombre sumamente honrado, de irreprochable lealtad en los negocios. No le pediría propina si fuera su cochero, pero le entregaría mi fortuna con toda confianza si fuera millonario…

William, calmado, siguió diciendo:

—De eso ya hablaremos después. Ahora, vamos a acabar con la cuestión principal. El viejo no se ha tragado el anzuelo de mis artimañas y me ha contestado: «Según de cuál de las dos se trate. Si es de Louise, la mayor, ésta es su dote». Y me ha enumerado todas las tierras que rodean el balneario, las que unen los baños con el hotel y el hotel con el Casino, las que nos son indispensables, vamos, las que tienen para mí un valor inestimable. En cambio, le da a la segunda el lado opuesto del monte, que también valdrá mucho dinero más adelante, sin duda, pero que para mí no vale nada. He tratado por todos los medios posibles de hacerle modificar ese reparto e invertir las partes. Me he tropezado con una terquedad de mulo. No cambiará, está decidido. A ver, ¿qué le parece?

Gontran, muy turbado y perplejo, contestó:

—¿Y a usted qué le parece? ¿Cree que ha pensado en mí al hacer las partes así?

—No me cabe la menor duda. El patán se ha dicho: «Puesto que le gusta la pequeña, mantengamos cerrados los cordones de la bolsa». Tiene la esperanza de darle a su hija y no desprenderse de sus mejores tierras. Y además, es posible que haya querido mejorar a la mayor… Es su preferida… quién sabe… se le parece más… es más astuta… más hábil… con más sentido práctico… Creo que esa chiquilla es muy lista… yo que usted… apuntaría a este otro blanco…

Pero Gontran, estupefacto, murmuraba:

—¡Demonios… demonios… demonios!… Y las tierras de Charlotte… ¿usted no las quiere?…

Andermatt exclamó:

—Yo… no… ¡mil veces no!… Necesito las que unen mis baños, mi hotel y mi Casino. Es así de sencillo. Por las otras, que no podrán venderse hasta más adelante en parcelas pequeñas, a particulares, no daría un cuarto…

Gontran seguía repitiendo:

—Demonios… demonios… qué asunto tan enojoso… Entonces, ¿qué me aconseja?

—No le aconsejo nada. Creo que debería pensarlo antes de decidirse por una de las dos hermanas.

—Sí… sí… es cierto… lo pensaré… primero me voy a la cama… lo consultaré con la almohada…

Ya estaba levantándose; Andermatt lo retuvo diciendo:

—Permítame, querido cuñado, que le diga dos palabras sobre otro asunto. Yo hago como si no me enterara, pero me entero perfectamente de las alusiones que me hace sin cesar, y no quiero que vuelva a hacerme ninguna.

»Me echa en cara que soy judío, es decir, que gano dinero, que soy avaro, que soy especulador hasta rayar en la estafa. Pero, amigo mío, me paso la vida prestándole ese dinero que gano no sin esfuerzo, es decir, dándoselo. ¡Dejemos eso! ¡Pero hay un punto que no admito! No, no soy un avaro; prueba de ello es que le hago a su hermana regalos de veinte mil francos, que le he comprado a su padre un Théodore Rousseau de diez mil francos del que se había encaprichado, que le he regalado a usted, al venir aquí, el caballo en el que ha ido a Royat hace un rato.

»¿En qué sentido soy avaro? En el siguiente, en que no me dejo robar. Y todos los de mi raza somos así, y hacemos bien, señor mío. Quiero decírselo de una vez por todas. Nos tildan de avaros porque conocemos el valor exacto de las cosas. Para usted, un piano es un piano, una silla es una silla, unos pantalones son unos pantalones. Para nosotros también, pero, al mismo tiempo, representan un valor, un valor mercantil apreciable y concreto que un hombre práctico debe evaluar de una simple ojeada, no por ahorrar, sino para no favorecer el fraude.

»¿Qué diría si una estanquera le pidiera veinte céntimos por un sello de correos o por una caja de cerillas? Iría a buscar a un guardia, señor mío, ¡por cinco céntimos, sí, por cinco céntimos! ¡Hasta ese punto se indignaría! Y todo porque conoce por casualidad el valor de esos dos objetos. Bueno, pues yo conozco el valor de todos los objetos con que se puede comerciar. ¡Y esa indignación que se apoderaría de usted si le pidieran veinte céntimos por un sello de correos la siento yo cuando me piden veinte francos por un paraguas que vale quince! ¿Comprende? Protesto contra el robo establecido, incesante, abominable de los comerciantes, de los criados, de los cocheros. Protesto contra la falta de honradez comercial de toda su raza, ésa que nos desprecia. Doy la propina que debo dar, según el servicio prestado, y no la propina fantasiosa que usted arroja, sin saber por qué, y que puede ser de veinticinco céntimos o de cinco francos, según de qué humor esté, ¿comprende?

Gontran se había levantado y, sonriendo con esa ironía fina que les sentaba tan bien a sus labios, dijo:

—Sí, querido cuñado, comprendo, y tiene razón que le sobra, tanto más cuanto que mi abuelo, el viejo marqués de Ravenel, no le dejó casi nada a mi pobre padre debido a la mala costumbre que tenía de no coger nunca la vuelta en las tiendas cuando pagaba un objeto cualquiera. Era algo que le parecía indigno de un hidalgo, y siempre daba la cantidad redonda y la moneda entera.

Y Gontran salió con cara de satisfacción.