I

El primero de julio del año siguiente, la estación termal de Enval estaba casi irreconocible.

En la cumbre del montículo, asentado entre las dos bocas del valle, se alzaba un edificio de estilo árabe en cuya fachada se leía la palabra Casino en letras doradas.

Habían aprovechado un bosquecillo para hacer un parque pequeño en la ladera que bajaba hasta la Limagne. Delante del edificio se extendía, dominando la extensa llanura de Auvernia, una terraza sustentada por un muro adornado de punta a punta por grandes jarrones de mármol de imitación.

Más abajo, entre los viñedos, seis chalés mostraban, de trecho en trecho, las fachadas de madera barnizada.

En la ladera que daba al sur, una inmensa construcción enteramente blanca atraía desde lejos la atención de los viajeros, que la divisaban al salir de Riom. Era el gran hotel de Mont-Oriol. Y justo debajo, al pie mismo de la colina, una casa cuadrada, más sencilla, pero amplia, rodeada de un jardín por el que pasaba el arroyuelo procedente de la hoz, brindaba a los enfermos la milagrosa curación que prometía el folleto del doctor Latonne. En la fachada ponía: «Termas de Mont-Oriol». Luego, en el ala derecha, con letras de menor tamaño: «Hidroterapia. — Lavados de estómago. — Piscinas de agua corriente». Y en el ala izquierda: «Instituto médico de gimnasia automotora».

Todo era blanco, de un blanco flamante, reluciente y crudo. Aunque el balneario llevara ya abierto un mes, aún había obreros trabajando: pintores, fontaneros, terraplenadores.

El éxito, por lo demás, había sobrepasado ya desde los primeros días las esperanzas de los fundadores. Tres médicos importantes, tres celebridades, los señores profesores Mas-Roussel, Cloche y Rémusot, habían tomado bajo su protección la nueva estación termal y habían accedido a residir por un tiempo en las viviendas de la Sociedad de Chalés Móviles de Bema que habían puesto a su disposición los administradores del balneario.

Por influencia de estos médicos acudía gran multitud de enfermos. El gran hotel de Mont-Oriol estaba lleno.

Aunque los baños habían empezado a funcionar ya en los primeros días de junio, la apertura oficial de la estación termal se había retrasado hasta el primero de julio para atraer a mucho público. La fiesta debía empezar a las tres con la bendición de los manantiales. Y, por la noche, una gran función seguida de fuegos artificiales y de un baile iba a reunir a todos los bañistas del lugar con los de las estaciones termales vecinas y con los principales habitantes de Clermont-Ferrand y de Riom.

El casino de la cumbre del monte quedaba oculto tras las banderas. Sólo se veían colores: azul, blanco, rojo, amarillo, algo parecido a una nube densa y palpitante, mientras que en lo alto de los gigantescos mástiles hincados a lo largo de las avenidas del parque se desplegaban con serpentinas ondulaciones, en el cielo azul, desmesuradas oriflamas.

El señor Petrus Martel, que había conseguido la dirección de este nuevo casino, se creía convertido, bajo aquella nube de banderas, en el todopoderoso capitán de un navío fantástico; y daba órdenes a los camareros de delantales blancos con la misma voz sonora y terrible que deben de tener los almirantes cuando las dan bajo la metralla. Sus vibrantes palabras, llevadas por el viento, llegaban hasta el pueblo.

Andermatt, sin resuello ya, apareció en la terraza. Petrus Martel corrió a su encuentro y lo saludó con un amplio gesto ceremonioso.

—¿Todo va bien? —preguntó el banquero.

—Todo va bien, señor Presidente.

—Si me necesita, me encontrará en la consulta del inspector médico. Tenemos sesión esta mañana.

Y volvió a bajar la colina. Ante la puerta del balneario, el vigilante y el cajero, que también le habían robado a la otra Sociedad, convertida en la Sociedad rival, pero condenada sin posibilidad de lucha, se abalanzaron para recibir a su jefe. El antiguo carcelero le hizo un saludo militar. El otro se inclinó como un pobre que recibe una limosna.

Andermatt preguntó:

—¿Está el señor inspector?

El vigilante contestó:

—Sí, señor Presidente, ya han llegado todos los señores.

El banquero cruzó el vestíbulo por entre los respetuosos mozos y empleadas, giró a la derecha, abrió una puerta y halló reunidos, en una espaciosa habitación de aspecto severo, llena de libros y de bustos de científicos, a todos los miembros presentes en Enval del consejo de administración: a su suegro el marqués, a Gontran, su cuñado, a los Oriol, padre e hijo, hechos casi unos señores, tan altos y con unas levitas tan largas que parecían anuncios de una sastrería de lutos, a Paul Brétigny y al doctor Latonne.

Tras unos rápidos apretones de manos, todo el mundo se sentó y Andermatt empezó a hablar:

—Nos queda aún por decidir una cuestión importante, la del nombre de los manantiales. Sobre este tema, estoy en desacuerdo con el señor inspector. El doctor propone que les demos a los tres manantiales principales los nombres de las tres lumbreras de la medicina que se hallan aquí. Se trata, sin duda, de un halago que los llenaría de satisfacción y los volvería más devotos de esta casa. Pero tengan la seguridad, caballeros, de que nos enajenaría para siempre a aquéllos de sus eminentes colegas que aún no han contestado a nuestra invitación y a quienes debemos convencer, a costa de todos nuestros esfuerzos y sacrificios, de la eficacia soberana de nuestras aguas. Sí, caballeros, la naturaleza humana nunca cambia, hay que conocerla y utilizarla. Los señores profesores Plantuteau, de Larenard y Pascalis, por no citar más que a estos tres especialistas de las afecciones del estómago y del intestino, no mandarán nunca a sus enfermos, a sus clientes, a sus mejores clientes, a los más ilustres, a los príncipes y a los archiduques, a todas esas celebridades mundanas a las que deben a la vez fama y fortuna, no las mandarán nunca a curarse con el agua del manantial Mas-Roussel, del manantial Cloche o del manantial Rémusot. Porque esos clientes, y el público en general, tendrían alguna base para creer que quienes habían descubierto nuestra agua y sus propiedades terapéuticas habían sido los señores profesores Rémusot, Cloche y Mas-Roussel. No cabe duda, caballeros, de que el nombre de Gubler, con el que se bautizó el primer manantial de Châtel-Guyon, predispuso durante mucho tiempo en contra de esta estación termal, hoy próspera, a una parte al menos de los grandes médicos que hubieran podido patrocinarla desde el principio.

»Así pues, les propongo que demos, sencillamente, el nombre de mi mujer al primer manantial descubierto y el de las señoritas Oriol a los otros dos. De esta manera, tendremos los manantiales Christiane, Louise y Charlotte. Queda muy bien, resulta muy simpático. ¿Qué les parece?

Hasta el doctor Latonne fue de esa opinión, y añadió:

—En tal caso, podríamos proponer a los señores Mas-Roussel, Cloche y Rémusot que fueran los padrinos y acompañaran a las madrinas.

—Perfecto, perfecto —dijo Andermatt—. Voy corriendo a verlos y aceptarán. De eso estoy seguro. Aceptarán. Así que quedamos a las tres en la iglesia de donde saldrá la comitiva.

Y se marchó corriendo.

El marqués y Gontran lo siguieron casi al momento. Los dos Oriol, tocados con sendos sombreros de copa, echaron a andar a su vez, uno junto a otro, muy serios y muy negros por el blanco camino; y el doctor Latonne le dijo a Paul, que no había llegado hasta la víspera para asistir a la fiesta:

—Le he pedido que se quede, mi querido amigo, para enseñarle algo de lo que espero maravillas. Se trata de mi instituto médico de gimnasia automotora.

Lo tomó por el brazo y se lo llevó. Pero, nada más llegar al vestíbulo, un mozo de baños paró al médico:

—Aquí está el señor Riquier, esperando para el lavado.

El año anterior, el doctor Latonne echaba pestes de los lavados de estómago que preconizaba y practicaba el doctor Bonnefille en el centro del que era inspector. Pero los tiempos lo habían hecho cambiar de opinión, y la sonda Baraduc se había convertido en el gran instrumento de tortura del nuevo inspector, que la introducía en todos los esófagos con pueril regocijo.

Le preguntó a Paul Brétigny:

—¿Ha visto alguna vez practicar esta sencilla operación?

—No, nunca —contestó éste.

—Entonces, venga, querido amigo. Es algo muy curioso.

Entraron en la sala de duchas, donde el señor Riquier, el hombre de la cara color ladrillo, que estaba probando aquel año los manantiales recientemente descubiertos, igual que había probado, todos los veranos, los de todas las estaciones termales incipientes, esperaba en un sillón de madera.

Cual un condenado a tormento de la Antigüedad, estaba embutido y asfixiado dentro de una especie de camisa de fuerza de hule que evitaba que le cayeran manchas y salpicaduras en la ropa; tenía el aspecto desdichado, nervioso y dolorido de los pacientes a los que acaba de operar un cirujano.

En cuanto apareció el doctor, el mozo tomó un largo tubo que, más o menos a la mitad, se dividía en tres y parecía una fina serpiente de cola bífida. Luego el hombre conectó uno de los extremos a un grifo pequeño que comunicaba con el manantial. Otro extremo lo dejó caer en un recipiente de vidrio al que irían a parar poco después los líquidos procedentes del estómago del enfermo; y el señor inspector tomó con pulso firme el tercer brazo de aquel conducto, se lo acercó a la barbilla con gesto amable al señor Riquier, se lo metió en la boca y, guiándolo hábilmente, se lo introdujo en la garganta, hundiéndolo cada vez más con el pulgar y el índice, de manera airosa y benévola, mientras repetía: «¡Muy bien, muy bien, muy bien! Va pasando, va pasando, va pasando estupendamente».

El señor Riquier, con la mirada despavorida y las mejillas violáceas, echando espuma por la boca, jadeaba, se asfixiaba, hipaba de angustia; y, aferrado a los brazos del sillón, hacía terribles esfuerzos para arrojar fuera de sí aquel bicho de caucho que se le metía por el cuerpo.

Cuando hubo tragado algo así como medio metro, el doctor dijo:

—Ya hemos llegado al fondo. Abra.

El mozo fue a abrir el grifo; y no tardó el vientre del enfermo en inflarse visiblemente, llenándose poco a poco de agua tibia del manantial.

—Tosa —decía el médico—, tosa para que se inicie la bajada.

En vez de toser, al pobre hombre le daban estertores, y lo sacudían tales convulsiones que parecía más bien a punto de quedarse sin ojos, pues se le salían de las órbitas. Luego, de repente, se oyó un leve gorgoteo en el suelo, junto al sillón. El sifón del tubo de doble conducto acababa de empezar, por fin, a funcionar; y ahora se estaba vaciando el estómago en aquel recipiente de vidrio en que el médico escudriñaba atentamente indicios de inflamación y rastros reconocibles de digestiones mal hechas.

—¡No vuelva a comer guisantes! —decía—. ¡Ni lechuga! ¡Huy, nada de lechuga! No la digiere en absoluto. ¡Nada de fresas tampoco! ¡Se lo he dicho cien veces, nada de fresas!

El señor Riquier parecía furioso. Ahora forcejeaba sin poder hablar porque el tubo le taponaba la garganta. Pero, cuando una vez concluido el lavado, el doctor le extrajo con suma delicadeza aquella sonda de las entrañas, exclamó:

—¿Acaso tengo yo la culpa de comer a diario unas porquerías que me sientan como un tiro? ¿No debería usted vigilar los menús de su hostelero? He venido a su nuevo figón porque en el antiguo me envenenaban con comidas abominables, y en esta fonda suya de Mont-Oriol que parece un barracón estoy aún peor, ¡palabra!

El médico tuvo que tranquilizarlo y prometió, varias veces seguidas, tomar a su cargo la mesa redonda de los enfermos.

Luego volvió a coger del brazo a Paul Brétigny y, mientras lo iba guiando, le dijo:

—Éstos son los principios sumamente racionales en los que he basado mi tratamiento especial por medio de la gimnasia automotora que voy a enseñarle. Ya conoce usted mi sistema de medicina organométrica, ¿verdad? Sostengo que gran parte de nuestras enfermedades se deben exclusivamente al desarrollo excesivo de un órgano que invade el terreno del vecino, obstaculiza sus funciones y destruye en poco tiempo la armonía general del cuerpo, lo cual provoca trastornos gravísimos.

»Ahora bien, el ejercicio es, junto con las duchas y el tratamiento termal, uno de los medios más enérgicos para restablecer el equilibrio y restituir a las partes invasoras sus proporciones normales.

»Pero ¿cómo convencer a alguien para que haga ejercicio? En el hecho de andar, de montar a caballo, de nadar o de remar, no sólo interviene un esfuerzo físico considerable; interviene también, y ante todo, un esfuerzo intelectual. La mente es la que decide, conduce y sostiene el cuerpo. ¡Los hombres enérgicos son hombres que se mueven! Ahora bien, la energía reside en el alma y no en los músculos. El cuerpo obedece a la voluntad vigorosa.

»No hay ni que pensar, querido amigo, en volver valerosos a los cobardes o decididos a los débiles. Pero podemos hacer otra cosa, podemos hacer más aún, podemos suprimir el valor, suprimir la energía mental, suprimir el esfuerzo intelectual, y no dejar subsistir más que el movimiento físico. ¡Ese esfuerzo intelectual lo sustituyo con ventaja por una fuerza ajena y puramente mecánica! ¿Entiende? No, no muy bien. Vamos a entrar.

Abrió una puerta que daba a una amplia sala en la que se alineaban aparatos extraños, grandes sillones con piernas de madera, toscos caballos de abeto, tablillas articuladas, barras móviles extendidas ante sillas fijas al suelo. Y todos estos objetos estaban provistos de complicados engranajes que se movían con manivelas.

El doctor siguió diciendo:

—Fíjese. Existen cuatro ejercicios principales a los que llamaré ejercicios naturales; me estoy refiriendo a la marcha, la equitación, la natación y el remo. Cada uno de estos ejercicios contribuye al desarrollo de miembros diferentes, actúa de forma distinta. Ahora bien, aquí disponemos de los cuatro, producidos artificialmente. Basta con dejarse llevar, sin pensar en nada, y se puede correr, montar a caballo, nadar o remar durante una hora sin que intervenga la mente ni lo más mínimo en este trabajo puramente muscular.

En aquel momento entraba el señor Aubry-Pasteur, y tras él, un hombre que, al ir remangado, lucía unos vigorosos bíceps. El ingeniero había seguido engordando. Caminaba jadeante, con los muslos separados y los brazos alejados del cuerpo.

El doctor dijo:

—Va usted a comprenderlo de visu.

Y dirigiéndose a su enfermo:

—Bien, querido señor, ¿qué vamos a hacer hoy? ¿Marcha o equitación?

El señor Aubry-Pasteur, que estaba dándole un apretón de manos a Paul, contestó:

—Quiero un poco de marcha sentada. Me cansa menos.

El señor Latonne siguió diciendo:

—Tenemos, efectivamente, la marcha sentada y la marcha de pie. La marcha de pie es más eficaz, pero también bastante más penosa. La consigo por medio de unos pedales a los que hay que subirse y que hacen que las piernas se muevan mientras se mantiene el equilibrio agarrándose a unas anillas sujetas a la pared. Pero ahora va a ver la marcha sentada.

El ingeniero se había dejado caer en un sillón basculante, y colocó las piernas en unas de madera con articulaciones móviles, que estaban unidas al asiento. Le ataron con correas los muslos, las pantorrillas y los tobillos, de modo que no pudiera realizar ningún movimiento voluntario; luego, el hombre remangado, asiendo la manivela, empezó a darle vueltas con todas sus fuerzas. El sillón se balanceó primero como una hamaca, a continuación se pusieron en movimiento las piernas, estirándose y encogiéndose, yendo y viniendo a gran velocidad.

—Está corriendo —dijo el doctor, quien ordenó—: Despacio, vaya al paso.

El hombre, aminorando la velocidad, le impuso al grueso ingeniero una marcha sentada más lenta, que le descomponía de manera cómica todos los movimientos del cuerpo.

En éstas, llegaron otros dos enfermos, ambos muy gruesos y seguidos también por dos mozos con los brazos al aire.

Los subieron a sendos caballos de madera que, al ponerse en marcha, empezaron en el acto a saltar sin moverse del sitio, zarandeando a sus jinetes de forma tremenda.

—Al galope —gritó el doctor. Y las monturas artificiales, brincando como olas, zozobrando como barcos, cansaron tanto a ambos pacientes que éstos se pusieron a gritar a un tiempo, con voz jadeante y plañidera: «¡Basta! ¡Basta! ¡No puedo más! ¡Basta!».

El médico ordenó: «¡Paren!», y añadió a continuación:

—Descansen un poco. Y vuelvan a empezar dentro de cinco minutos.

Paul Brétigny, que reventaba de ganas de reír, comentó que los jinetes no parecían acalorados, mientras que quienes daban vueltas a las manivelas estaban sudando.

—¿No valdría más —decía— que invirtiera usted los papeles?

El doctor contestó muy serio:

—No, en absoluto, querido amigo. No hay que confundir el ejercicio con el cansancio. El movimiento del hombre que le da vueltas a la manivela es perjudicial, mientras que el movimiento del que camina o del que cabalga es buenísimo.

Paul se fijó en una silla de montar femenina.

—Sí —dijo el médico—, las tardes quedan reservadas para las señoras. A los hombres no se los admite pasadas las doce. Venga a ver la natación en seco.

Un sistema de tablillas móviles atornilladas entre sí por los extremos y el centro, que se estiraban formando rombos y se encogían formando cuadrados, como ese juguete infantil que lleva clavados unos soldaditos, permitía encoger y estirar las extremidades de tres nadadores a la vez.

El doctor decía:

—No necesito encomiarle las ventajas de la natación en seco, que no moja el cuerpo más que de sudor y no expone, en consecuencia, a nuestro bañista imaginario a ningún accidente reumático.

Pero vino a buscarlo un mozo con una tarjeta en la mano.

—El duque de Ramas, querido amigo, tengo que dejarlo. Discúlpeme.

Una vez que Paul se quedó solo, se volvió por donde había venido. Los dos jinetes trotaban de nuevo. El señor Aubry-Pasteur seguía caminando; y los tres auverneses jadeaban, con los brazos y la espalda rendidos de tanto sacudir a sus clientes. Parecía que estaban moliendo café.

Al salir, Brétigny vio al doctor Honorat que contemplaba, junto con su mujer, los preparativos de la fiesta. Se pusieron a hablar con los ojos alzados hacia las banderas que aureolaban la colina.

—¿Es de la iglesia de donde sale la comitiva? —preguntó la esposa del médico.

—Sí, de la iglesia.

—¿A las tres?

—A las tres.

—¿Asistirán los señores profesores?

—Sí. Acompañarán a las madrinas.

A continuación lo pararon las señoras Paille. Y luego los Monécu, padre e hija. Pero, como tenía que almorzar mano a mano con su amigo Gontran en el Café del Casino, subió dando un paseo. Paul, que había llegado la víspera, llevaba un mes sin ver a solas a su amigo, y quería contarle muchas historias frívolas, historias de faldas y de garitos.

Se habían quedado charlando hasta las dos y media y Petrus Martel los avisó de que todo el mundo iba a la iglesia.

—Vamos a buscar a Christiane —dijo Gontran.

—Vamos —dijo también Paul.

La encontraron de pie en la escalinata del nuevo hotel. Tenía las mejillas chupadas, el rostro con paño de las mujeres encintas; y la cintura muy deformada anunciaba un embarazo de por lo menos seis meses.

—Los estaba esperando —dijo—. William ha ido por delante. Tiene tanto que hacer hoy.

Alzó una mirada llena de ternura hacia Paul Brétigny y lo cogió del brazo.

Echaron a andar despacio, evitando las piedras. Christiane iba repitiendo:

—¡Qué torpe estoy! ¡Qué torpe estoy! Ya no sé andar. ¡Me da tanto miedo caerme!

Paul no contestaba y la sujetaba cuidadosamente, intentando no tropezarse con esa mirada que ella volvía constantemente hacia él. Una densa muchedumbre los esperaba a la puerta de la iglesia.

Andermatt gritó:

—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Dense prisa! Miren, éste es el orden: dos monaguillos, dos chantres con sobrepelliz, la cruz, el agua bendita, el sacerdote, luego Christiane con el señor profesor Cloche, la señorita Louise con el señor profesor Rémusot y la señorita Charlotte con el señor profesor Mas-Roussel. Detrás, el consejo de administración, el cuerpo médico y luego el público. ¿Han entendido? ¡Adelante!

Los eclesiásticos salieron en ese momento de la iglesia y se pusieron a la cabeza de la procesión. A continuación, un caballero alto de cabello blanco peinado hacia atrás, el clásico sabio según los cánones, se acercó a la señora Andermatt haciéndole una profunda reverencia.

Cuando se hubo enderezado, echó a andar a su lado, con la cabeza al aire para lucir la hermosa y científica cabellera, con el sombrero dándole en el muslo y el mismo aspecto imponente que si hubiera aprendido en la Comedia Francesa a caminar y a lucir ante el vulgo la escarapela de la Legión de Honor, demasiado grande para un hombre modesto.

Iba diciendo:

—Su esposo me estaba hablando de usted hace un rato, y de su estado, que le inspira una tierna preocupación. Me ha contado las dudas y vacilaciones que tiene usted sobre el momento probable del alumbramiento.

Ella se había puesto colorada hasta la raíz del pelo y murmuró:

—Sí, creí que era madre mucho antes de serlo. Ahora ya no sé… ya no sé…

Balbuceaba muy avergonzada. Tras ellos, una voz iba diciendo:

—Esta estación termal tiene muchísimo porvenir. Ya estoy consiguiendo unos resultados sorprendentes.

Era el profesor Rémusot, que se dirigía a su acompañante, Louise Oriol. Era bajo, con el cabello amarillo y mal peinado, una levita mal cortada, y el aspecto desaseado del sabio mugriento.

El profesor Mas-Roussel, que iba dando el brazo a Charlotte Oriol, era un médico guapo, sin barba ni bigote, sonriente, pulcro, con alguna que otra cana, un poco grueso, y cuya bondadosa cara afeitada no se parecía ni a la de un sacerdote ni a la de un actor, a diferencia de lo que le sucedía al doctor Latonne. Detrás, con Andermatt a la cabeza, venía el consejo de administración en el que sobresalían los gigantescos sombreros de los dos Oriol.

Tras ellos, caminaba toda una caterva de sombreros de copa, el cuerpo médico de Enval, en el que faltaba el doctor Bonnefille, sustituido, por lo demás, por dos nuevos médicos: el doctor Black, un anciano muy bajito, casi un enano, cuya excesiva devoción había sorprendido a la comarca entera desde el día en que llegó, y un joven muy apuesto, muy presumido, tocado con un sombrero pequeño, el doctor Mazelli, un italiano ligado a la persona del duque de Ramas, aunque otros decían que a la persona de la duquesa.

Y, en pos de ellos, el público, una enorme cantidad de público, bañistas, campesinos y habitantes de las vecinas ciudades. La bendición de los manantiales duró muy poco. El padre Litre los hisopeó uno tras otro, lo que hizo decir al doctor Honorat que el cloruro de sodio iba a incrementar sus propiedades. Luego todas las personas expresamente invitadas pasaron a la gran sala de lectura, donde se servía un ágape.

Paul le estaba diciendo a Gontran:

—¡Qué guapas se han puesto las hijas de Oriol!

—¡Son un encanto, querido amigo!

—¿No han visto al señor presidente? —les preguntó de pronto a los jóvenes el vigilante que había sido carcelero.

—Sí, está en aquel rincón.

—Es que el tío Clovis está arremolinando a la gente a la entrada.

Según iba a los manantiales para bendecirlos, la procesión había desfilado ya por delante del viejo inválido, curado el año anterior, que ahora estaba más paralítico que nunca. Paraba a los forasteros por los caminos, preferentemente a los recién llegados, para contarles su historia:

—Las aguash eshtas, shaben, no valen para nada; curan, esho shí, pero luego va uno para atrásh y she queda peor que antesh. Yo lash piernash lash tenía imposhiblesh; y ahora, con la cura, lo que tengo imposhiblesh shon losh brazosh. Y lash piernash, como de hierro, pero de hierro que habría que cortarlo, que de doblarlo, nada.

Andermatt, muy contrariado, lo había denunciado al juez por daños a las aguas de Mont-Oriol e intento de chantaje, para conseguir que lo metieran en la cárcel. Pero no había conseguido que lo condenaran ni taparle la boca.

En cuanto lo hubieron informado de que el viejo andaba dándole a la lengua a la entrada del balneario, corrió a hacerlo callar.

Al borde de la carretera principal, en medio de una aglomeración, oyó voces airadas. La gente se apretujaba para oír y ver. Unas señoras preguntaban: «¿Qué pasa?». Unos hombres contestaban: «Es un enfermo al que han rematado las aguas de aquí». Otros creían que acababan de atropellar a un niño. También se hablaba de un ataque de epilepsia que le había dado a una pobre mujer.

Andermatt se abrió paso a través de la muchedumbre como él sabía hacerlo, desplazando con fuerza por entre las tripas de los demás la propia tripa, pequeña y redonda. «Es la prueba —decía Gontran— de que las bolas valen más que los pinchos.»

El tío Clovis, sentado en la cuneta, se lamentaba de sus desgracias, contaba sus sufrimientos, lloriqueando, mientras que, de pie ante él y separándolo del público, los dos Oriol, exasperados, lo insultaban y amenazaban a voz en cuello:

—No esh verdad —gritaba Coloso—, esh un embushtero, un holgazán, un furtivo que she pasea lash nochesh corriendo por el boshque.

Pero el viejo, sin inmutarse, repetía con vocecilla chillona que se oía pese a las vociferaciones de los dos hombres:

—Me han matado, sheñoresh, me han matado con shu agua. Me bañaron a la fuerza el año pashado. ¡Y miren cómo eshtoy ahora, miren cómo eshtoy!

Andermatt impuso silencio a todo el mundo, e inclinándose hacia el inválido, le dijo mirándolo a los ojos:

—Si está usted peor, la culpa es suya, ¿se entera? Pero si me hace caso, yo le garantizo que se curará con quince o veinte baños como mucho. Venga a verme dentro de una hora al balneario, cuando se haya ido todo el mundo, y lo arreglaremos, abuelo. Mientras tanto, a callar.

El viejo había entendido. Dejó de hablar y luego, tras un silencio, contestó:

—Por intentarlo, que no quede. Veremosh.

Andermatt tomó del brazo a los dos Oriol y se los llevó a toda prisa, mientras que el tío Clovis se quedaba tumbado en la hierba entre sus dos muletas, al borde de la carretera, guiñando los ojos bajo el sol.

La muchedumbre, intrigada, se apiñaba a su alrededor. Unos señores le hacían preguntas; pero él ya no contestaba, como si no oyera o no entendiera; y, cuando se hartó de aquella curiosidad, ahora inútil, se puso a cantar a voz en cuello, con voz tan desafinada como chillona, una interminable e incomprensible canción en el dialecto de la región.

Y la muchedumbre fue dispersándose poco a poco. Sólo unos cuantos niños permanecieron un buen rato ante él, contemplándolo con el dedo en la nariz.

Christiane, rendida, se había retirado a descansar; Paul y Gontran se paseaban por el nuevo parque, entre los visitantes. De repente, vieron a la compañía de actores, que también había abandonado el antiguo Casino para ligarse a la naciente fortuna del nuevo.

La señorita Odelin, que se había vuelto muy elegante, paseaba del brazo de su madre, que ahora se daba mucha importancia. El señor Petitnivelle, del Vaudeville, parecía muy solícito con las damas, a las que seguía el señor Lapalme, del Gran Teatro de Burdeos, conversando con los músicos, que eran los de siempre, el maestro Saint-Landri, el pianista Javel, el flautista Noirot y el contrabajista Nicordi.

Al ver a Paul y a Gontran, Saint-Landri corrió hacia ellos. Durante el invierno le había puesto música a una obrita, y ésta se había representado en un diminuto teatro muy poco céntrico; pero los periodistas no la habían puesto mal, y, ahora, trataba con desdén a los señores Massenet, Reyer y Gounod.

Tendió ambas manos con impulso benevolente y contó en el acto la discusión que había tenido con los músicos de la orquesta que dirigía:

—Sí, querido amigo, los compositores de melopeas de la vieja escuela están más que acabados. La época de los que escribían melodías está completamente pasada de moda. Eso es lo que no se quiere entender.

»La música es un arte nuevo. Las melodías no son más que el balbuceo de la música. Los oídos ignorantes sienten preferencia por las cantinelas, igual que los niños y los salvajes. Añadiré que a los oídos del pueblo o del público ingenuo, a los oídos simples, siempre les agradarán las cancioncillas, las coplas, vamos. Los divierten, como se divierten los parroquianos de los cafés concierto.

»Voy a hacer una comparación para que se me entienda bien. La mirada del patán disfruta con los colores fuertes y los cuadros chillones, la mirada del burgués culto, pero no artista, disfruta con los matices gratos y pedantes y con los temas que enternecen; pero la mirada del artista, la mirada exquisita, gusta, comprende, distingue las imperceptibles modulaciones de un mismo tono, los acordes misteriosos de los matices que los demás no ven.

»Lo mismo ocurre con la literatura: a los porteros les gustan las novelas de aventuras, a los burgueses las novelas que los conmueven, y a quienes son verdaderamente cultos sólo les gustan los libros con arte, incomprensibles para los demás.

»Cuando un burgués me habla de música, me dan ganas de matarlo. Y, cuando es en la ópera, le pregunto: “¿Es usted capaz de decirme si el tercer violín ha desafinado en la obertura del tercer acto? —No. —Entonces cállese”. No tiene usted oído. El hombre que, en una orquesta, no oye a un tiempo el conjunto y todos los instrumentos por separado no tiene oído y no es músico. ¡Eso es todo! ¡No hay más que hablar!».

Giró sobre un talón y siguió diciendo:

—Para un artista, toda la música está en un acorde. ¡Ay, querido amigo, algunos acordes me enloquecen, me impregnan el cuerpo entero de una oleada de felicidad indecible! Ahora tengo el oído tan ejercitado, tan acostumbrado, tan maduro, que llego a gustar hasta de determinados acordes desafinados, como un buen conocedor cuya madurez de gusto alcanza la depravación. Estoy empezando a convertirme en un ser corrompido que persigue las sensaciones extremas del oído. ¡Sí, amigos míos, algunas notas desafinadas proporcionan un placer…! ¡Qué perverso y profundo placer! ¡Cómo turban, cómo fustigan los nervios, cómo rascan el oído, cómo rascan…! ¡Cómo rascan…!

Se frotaba las manos con arrobamiento, y canturreó:

—Ya escucharán mi ópera, mi ópera, mi ópera. Ya escucharán mi ópera.

Gontran dijo:

—¿Está usted escribiendo una ópera?

—Sí, estoy acabándola.

Pero las voces de mando de Petrus Martel resonaban:

—¿Me ha entendido bien? ¡Quedamos en que cuando vea el cohete amarillo empieza!

Estaba dando órdenes para los fuegos artificiales. Se reunieron con él y explicó qué disposiciones había tomado, indicando con el brazo tendido, como si amenazara a una flota enemiga, unas estacas de madera blanca que había en la montaña, más arriba de la hoz, al otro lado del valle.

—Allí es donde los van a quemar. Le estaba diciendo al artificiero que estuviera en su puesto a partir de las ocho y media. En cuanto acabe la función, le daré la señal desde aquí con un cohete amarillo, y entonces encenderá la primera traca.

Apareció el marqués:

—Voy a beber un vaso de agua —dijo.

Paul y Gontran lo acompañaron y volvieron a bajar la colina. Al llegar al balneario, vieron al tío Clovis que entraba en él, sostenido por los dos Oriol, seguido de Andermatt y del doctor; cada vez que le arrastraban las piernas por el suelo, se retorcía de dolor.

—Vamos a entrar —dijo Gontran—, seguro que resulta divertido.

Sentaron al inválido en un sillón, y a continuación Andermatt le dijo:

—Esto es lo que le propongo, so granuja. Va usted a curarse inmediatamente tomando dos baños diarios. Y le daré doscientos francos en cuanto ande…

El paralítico empezó a quejarse:

Esh que mire ushted, caballero, tengo lash piernash como de hierro.

Andermatt lo hizo callar y siguió diciendo:

—Atienda… Le daré doscientos francos más todos los años mientras viva… ¿me oye?… mientras viva, si sigue notando el saludable efecto de nuestras aguas.

El viejo se quedó pensativo. La curación permanente iba en contra de todos sus planes de existencia.

Dijo titubeante:

—Pero, cuando… cuando eshté cerrado el shitio eshte… si me vuelve a dar… yo… qué le voy a hacer… porque eshtarán cerradash… eshtash aguash de ushtedesh

El doctor Latonne lo interrumpió; y, volviéndose hacia Andermatt, dijo:

—¡Perfecto…! ¡Perfecto…! Lo curaremos todos los años, vale más; así se demostrará la necesidad del tratamiento anual, se demostrará que es indispensable volver. ¡Perfecto, de acuerdo! Pero el viejo repetía de nuevo:

Eshta vez no va a reshultar fácil, caballerosh. Tengo lash piernash como de hierro, como barrash de hierro…

En la mente del doctor estaba germinando una idea nueva:

—Si le diera unas cuantas sesiones de marcha sentada —dijo—, se aceleraría el efecto de las aguas. Hay que intentarlo.

—Muy bien pensado —contestó Andermatt, quien añadió—: Ahora, tío Clovis, váyase y no se olvide de lo acordado.

El viejo se fue, sin dejar de quejarse; y, como estaba cayendo la tarde, todos los administradores de Mont-Oriol se fueron a cenar, pues la función teatral estaba anunciada para las siete y media.

Se celebraba en la gran sala del nuevo Casino, donde cabían mil personas.

A partir de las siete, se fueron presentando los espectadores que no tenían asientos numerados.

A las siete y media la sala estaba llena y se alzó el telón para dar paso a un vaudeville en dos actos que precedía a la opereta de Saint-Landri, interpretada por cantantes que Vichy había cedido para el acontecimiento.

A Christiane, en primera fila entre su padre y su marido, la afectaba mucho el calor.

No dejaba de decir:

—¡No puedo más! ¡No puedo más!

Después del vaudeville, cuando empezó la opereta, estuvo a punto de sufrir una indisposición, y, volviéndose a su marido:

—Querido Will —dijo—, no voy a tener más remedio que salirme. ¡Me ahogo!

Para el banquero era una contrariedad. Tenía sumo empeño en que la fiesta fuera un éxito de principio a fin, sin ningún tropiezo. Contestó:

—Intenta aguantar todo lo que puedas, te lo ruego. Si te fueras, lo echarías todo a perder. Tendrías que atravesar toda la sala.

Pero Gontran, que estaba sentado detrás de ella con Paul, lo había oído todo. Se inclinó hacia su hermana:

—¿Tienes mucho calor? —dijo.

—Sí, estoy asfixiada.

—Bueno. Espera. Ya verás qué risa.

Cerca, había una ventana. Se deslizó hacia ella, se subió a una silla y saltó fuera sin que casi nadie se diera cuenta.

Luego entró en el café completamente vacío, metió la mano debajo del mostrador donde había visto a Petrus Martel esconder el cohete de la señal, se apoderó de él, corrió a esconderse en un macizo y, a continuación, lo encendió.

El raudo cohete amarillo echó a volar hacia las nubes describiendo una curva y lanzando a través del cielo una prolongada lluvia de gotas de fuego.

Casi en el acto estalló una formidable detonación en la montaña vecina y se diseminó por la oscuridad un haz de estrellas.

Alguien gritó en la sala de espectáculos, donde vibraban los acordes de Saint-Landri:

—¡Han empezado los fuegos artificiales!

Los espectadores más cercanos a las puertas se levantaron bruscamente para ver si era verdad y salieron con paso rápido. Todos los demás volvieron los ojos hacia las ventanas, pero no vieron nada, pues éstas daban a la Limagne.

La gente preguntaba:

—¿Es verdad? ¿Es verdad?

La impaciente muchedumbre bullía, ávida sobre todo de diversiones sencillas.

Una voz anunció desde fuera:

—Es verdad, han empezado.

Entonces, en un santiamén, toda la sala de puso en pie. La gente se abalanzaba hacia las puertas, se atropellaba, decía a voces a quienes obstruían la salida: «¡Dense prisa, vamos, dense prisa!».

No tardó todo el mundo en estar en el parque. Sólo Saint-Landri, exasperado, seguía marcando el compás ante una orquesta distraída. Y allá lejos, las girándulas sucedían a las candelas romanas, entre detonaciones.

De repente, un vozarrón gritó por tres veces con furia: «¡Paren, voto a bríos! ¡Paren, voto a bríos! ¡Paren, voto a bríos!».

Y, al encenderse en ese momento en el monte unas enormes bengalas que iluminaban, de rojo a la derecha, de azul a la izquierda, las grandes peñas y los árboles, la gente vio, de pie en uno de los jarrones de mármol de imitación que decoraban la terraza del Casino, a Petrus Martel desesperado, sin sombrero, con los brazos en alto, gesticulando y vociferando.

Luego, al apagarse la gran claridad, ya nadie vio nada a no ser las estrellas de verdad. Pero al instante prendieron otro castillo, y Petrus Martel, bajando de un salto, exclamó: «¡Qué desastre! ¡Qué desastre! ¡Dios mío, qué desastre!».

Y pasaba por entre la muchedumbre haciendo gestos trágicos, dando puñetazos al vacío, pataleando de rabia, sin dejar de repetir: «¡Qué desastre, Dios mío, qué desastre!».

Christiane se había cogido del brazo de Paul para ir a sentarse al aire libre, y miraba encantada los cohetes que subían por los aires.

Su hermano llegó de repente y dijo:

—¿Verdad que lo he hecho muy bien? ¿A que tiene gracia?

Ella murmuró:

—¿Cómo? ¿Has sido tú?…

—Pues claro que he sido yo. Ésta sí que es buena, ¿eh?

Ella se echó a reír, pues, efectivamente, le hacía mucha gracia. Pero ya llegaba Andermatt desconsolado. No comprendía a quién podía habérsele ocurrido aquella jugarreta. Alguien había robado el cohete de debajo del mostrador para hacer la señal convenida. ¡Semejante infamia no podía venir más que de un emisario de la antigua Sociedad, de un agente del doctor Bonnefille!

Y repetía:

—Es desolador, francamente desolador. ¡Ahí tienen dos mil trescientos francos de fuegos artificiales despilfarrados, totalmente despilfarrados!

Gontran replicó:

—No, querido cuñado, haciendo bien las cuentas, las pérdidas no se elevan más que a la cuarta, digamos a la tercera parte, si quiere; es decir, a setecientos sesenta y seis francos. Sus invitados habrán disfrutado, por lo tanto, de mil quinientos treinta y cuatro francos de cohetes. La verdad, no está mal.

La rabia del banquero se volvió contra su cuñado. Lo tomó bruscamente del brazo y le dijo:

—Con usted tengo que hablar en serio. Puesto que está aquí, vamos a dar una vuelta por los paseos. No nos llevará más de cinco minutos, además.

Volviéndose a continuación hacia Christiane, le dijo:

—La dejo al cuidado de nuestro amigo Brétigny, querida; pero no se quede mucho rato al aire libre, cuídese. Podría coger frío, ya sabe. ¡Tenga cuidado, tenga cuidado!

Ella contestó:

—No se preocupe, amigo mío.

Y Andermatt se llevó a Gontran.

En cuanto estuvieron a solas, algo alejados de la multitud, el banquero se detuvo.

—De lo que quiero hablarle, querido cuñado, es de su situación financiera.

—¿De mi situación financiera?

—¡Sí! ¿Conoce usted su situación financiera?

—No. Pero usted sí que debe de conocerla, puesto que me presta dinero.

—¡Pues sí, yo sí que la conozco! Y por eso le hablo de ella.

—Me parece que no es éste precisamente el momento más apropiado… ¡En plenos fuegos artificiales!

—El momento es, por el contrario, de lo más apropiado. No le estoy hablando en plenos fuegos artificiales, sino antes del baile…

—¿Antes del baile?… No entiendo.

—Bueno, ya entenderá. Su situación es la siguiente: no tiene nada más que deudas; y nunca tendrá nada más que deudas…

Gontran replicó muy serio:

—Me lo está diciendo de una manera un poco cruda.

—Sí, porque es necesario. Escuche: se ha comido la parte de fortuna que le correspondía de su madre. Vamos a olvidarnos de ella.

—Vamos a olvidarnos.

—En cuanto a su padre, posee treinta mil francos de renta, es decir, un capital de unos ochocientos mil francos. A usted le corresponderá, pues, más adelante, una herencia de cuatrocientos mil francos. Ahora bien, a mí me debe ciento noventa mil francos. Y además, les debe usted a unos usureros…

Gontran murmuró con altivez:

—Diga más bien a unos judíos.

—De acuerdo, a unos judíos, aunque entre ellos haya un mayordomo de la parroquia de San Sulpicio que ha utilizado a un sacerdote como intermediario entre él y usted, pero no voy a buscarle tres pies al gato por tan poca cosa… Así que debe a distintos usureros, israelitas o católicos, más o menos otro tanto… Digamos ciento cincuenta mil, tirando por lo bajo. Eso supone un total de trescientos cuarenta mil francos; para pagar los intereses pide más préstamos, salvo en lo que a mí se refiere, que no me paga en absoluto.

—Eso es cierto —dijo Gontran.

—Entonces ya no le queda nada.

—Nada, en efecto… más que mi cuñado.

—Su cuñado, que está harto de prestarle dinero.

—¿Entonces?

—Entonces, querido amigo, el campesino más pobre de los que viven en esas chozas, allá a lo lejos, es más rico que usted.

—Sí señor… ¿algo más?

—Algo más… algo más… pues que si su padre muriera mañana, no le quedaría más remedio para ganarse el pan, para ganarse el pan, se entera, que aceptar un puesto de empleado en mi casa. Y eso no sería más que un medio de disfrazar la pensión que yo iba a pasarle.

Gontran dijo con tono irritado:

—Querido William, estas cosas me aburren. Y además, las sé tan bien como usted, y, se lo repito, no es el momento más apropiado para recordármelas con… con… tan poca diplomacia…

—Permita, déjeme acabar. No puede salir de esta situación más que por medio de una boda. Pero usted es un partido deplorable, a pesar de que su apellido, aunque no sea ilustre, suene bien. Pero, en fin, no es de ésos que una heredera, ni siquiera una heredera israelita, paga con una fortuna. Así que hay que encontrarle una mujer aceptable y rica, lo que no resulta muy fácil…

Gontran lo interrumpió:

—Más vale que me diga sin rodeos de quién se trata.

—De acuerdo: de una de las hijas del tío Oriol, a su elección. Y ésa es la razón de que le hable de ello antes del baile.

—Ahora explíquese más ampliamente —siguió diciendo Gontran con frialdad.

—Es muy sencillo. Ya ve el éxito que he conseguido, desde el principio, con esta estación termal. Ahora bien, si tuviera, o más bien, si tuviéramos todas las tierras que siguen siendo del paleto astuto ése, las convertiría en oro. Por no hablar más que de los viñedos que se extienden desde el balneario hasta el hotel y desde el hotel hasta el casino, yo, Andermatt, daría un millón por ellos mañana mismo. Ahora bien, esos viñedos y los demás, los que hay alrededor del montículo, serán las dotes de las hijas. El padre en persona me lo estaba diciendo hace un rato, tal vez no sin intención. Bueno, pues… si quisiera, podríamos hacer un gran negocio los dos…

Gontran, que parecía estar meditando, murmuró:

—Es posible. Me lo pensaré.

—Piénselo, querido cuñado. Y no olvide que no hablo nunca más que de cosas muy seguras, tras haberles dado muchas vueltas, y cuando conozco todas las consecuencias posibles y todas las ventajas ciertas.

Pero Gontran, alzando un brazo, exclamó como si acabara de olvidar bruscamente cuanto le había dicho su cuñado:

—¡Mire! ¡Qué bonito!

Resplandecía la traca final que representaba un palacio de ascuas, sobre el que, en una flameante bandera, se leía Mont-Oriol en letras de fuego, completamente rojas, y frente a ella, por encima de la llanura, la luna, roja también, parecía haber salido para contemplar ese espectáculo. Pero, cuando el palacio, tras haber ardido durante unos cuantos minutos, estalló como un barco que explota, proyectando por todo el cielo astros de fantasía que estallaban a su vez, sólo permaneció la luna, tranquila y redonda en el horizonte.

El público aplaudía a rabiar y gritaba: «¡Hurra! ¡Bravo! ¡Bravo!».

Andermatt dijo de pronto:

—Vamos a abrir el baile, querido amigo. ¿Quiere bailar frente a mí la primera contradanza?

—Claro que sí, por supuesto, querido cuñado.

—¿A quién tiene la intención de invitar? Yo me he comprometido con la duquesa de Ramas.

Gontran contestó con aire indiferente:

—Yo invitaré a Charlotte Oriol.

Subieron. Al pasar por delante del sitio en que se había quedado Christiane con Paul Brétigny, ya no los vieron.

William murmuró:

—Ha seguido mi consejo y ha ido a acostarse. Estaba muy cansada hoy.

Y fue hacia el salón de baile, que el servicio había preparado durante los fuegos artificiales.

Pero Christiane no se había retirado a su habitación como pensaba su marido.

Nada más verse a solas con Paul, le había dicho muy bajito apretándole la mano.

—Al fin has venido, llevo un mes esperándote. Todas las mañanas me preguntaba: «¿Será hoy cuando lo vea? …». Y todas las noches me decía: «¿Será mañana? …». ¿Por qué has tardado tanto, amor mío?

Él contestó molesto:

—He tenido ocupaciones, asuntos.

Ella se arrimaba a él murmurando:

—No estaba bien que me dejaras aquí sola con ellos, sobre todo en mi estado.

Él apartó un poco la silla y dijo:

—Ten cuidado, podrían vernos. Estos cohetes lo iluminan todo.

A ella le traía sin cuidado. Replicó:

—¡Te quiero tanto!

Y luego añadió estremeciéndose de alegría:

—¡Ay! ¡Qué feliz soy, qué feliz de que volvamos a estar juntos aquí! ¿Te das cuenta? ¡Paul, qué alegría! ¡Cuánto vamos a seguir amándonos!

Suspiró con voz tan débil que parecía un soplo:

—Tengo unas ganas locas de besarte, locas… sí… locas. ¡Hace tanto que no te veo!

Y luego, súbitamente, con una energía violenta de mujer apasionada a la que todo debe doblegarse, le dijo:

—Escucha, quiero… lo oyes… ¡quiero ir contigo ahora mismo al sitio donde nos despedimos el año pasado! ¿Te acuerdas, en la carretera de La Roche-Pradiére?

Él contestó estupefacto:

—Pero eso es una locura, no puedes andar más. ¡Has estado de pie todo el día! Es una locura y no lo permitiré.

Ella se había levantado y repitió:

—Pues yo quiero ir. Si no me acompañas, iré sola.

Y señalándole la luna que salía:

—¡Mira, era una noche exactamente igual! ¿Te acuerdas de cómo besabas mi sombra?

Él la sujetaba:

—Christiane… escucha… es ridículo… Christiane.

Ella no contestaba y se encaminaba a la cuesta que conducía a los viñedos. Él conocía aquella voluntad tranquila que nada podía desviar, la grácil terquedad de aquellos ojos azules, de aquella cabecita rubia, que no se detenía ante ningún obstáculo; y la cogió del brazo para sostenerla por el camino.

—¿Y si nos vieran, Christiane?

—No decías eso el año pasado. Y además, todo el mundo está en la fiesta. Antes de que se hayan dado cuenta de que nos hemos ido, estaremos de vuelta.

No tardaron en tener que subir por el camino pedregoso. Ella jadeaba y se apoyaba en él con todas sus fuerzas. Y a cada paso, decía:

—¡Qué bueno es, qué bueno es, qué bueno es sufrir así!

Él se detuvo y quiso dar marcha atrás. Pero ella no le hacía caso:

—No, no. Si soy feliz. Tú no puedes entenderlo. Fíjate… lo siento moverse… a nuestro hijo… a tu hijo… ¡Qué felicidad!… Trae la mano… Mira… ¿lo sientes tú?

No se daba cuenta de que aquel hombre era de la raza de los amantes y no de la raza de los padres. Desde que sabía que estaba embarazada, se alejaba y se hastiaba de ella a su pesar. Antaño, había repetido a menudo que cuando una mujer ha cumplido una función reproductora no es ya digna de amor. Lo que le exaltaba la ternura era ese echar a volar de dos corazones hacia un ideal inaccesible, esa unión de dos almas inmateriales, era todo lo artificial y lo irrealizable que le ponen los poetas a la pasión. En la mujer de carne, adoraba a la Venus cuyo sagrado flanco había de conservar siempre la forma pura de la esterilidad. Pensar en un ser en miniatura nacido de él, en esa larva humana que se movía dentro de aquel cuerpo que ya había mancillado y privado de su belleza le inspiraba una repulsión casi insuperable. La maternidad convertía a aquella mujer en un animal. Había dejado de ser la criatura excepcional, adorada y soñada, y ahora era el ser irracional que engendra a su raza. Y con aquel asco que sentía su mente se mezclaba también una repugnancia física.

¿Cómo iba a darse cuenta y a adivinarlo ella, siendo así que cada movimiento del hijo deseado la unía aún más a su amante? Aquel hombre al que adoraba, al que había ido amando cada día un poco más desde el momento del primer beso, no sólo le había llegado a lo hondo del corazón sino también a lo hondo del cuerpo, donde había sembrado su propia vida, que iba a salir de aquel cuerpo hecha niño. Sí, lo llevaba allí, bajo las manos cruzadas, a su buen, a su querido, a su tierno, a su único amigo, que le había vuelto a nacer en las entrañas por obra y gracia del misterio de la naturaleza. Y lo amaba doblemente, ahora que lo tenía dos veces, que tenía al grande y al pequeño aún desconocido, al que veía, al que tocaba, al que besaba, al que oía hablar, y al que sólo podía sentir moverse bajo la piel.

Habían llegado a la carretera.

—Aquella noche me estabas esperando allí —le dijo.

Y le ofreció los labios. Él los besó sin contestar, con un beso frío.

Por segunda vez susurró ella:

—¿Recuerdas cómo me besabas por el suelo? Estábamos así, mira.

Y, con la esperanza de que volviera a hacerlo, echó a correr para alejarse de él. Luego se detuvo, jadeante, y esperó, de pie en medio de la carretera. Pero la luna, que le alargaba la silueta por el suelo, dibujaba el abultamiento del vientre deformado. Y Paul, mirando a sus pies la sombra de aquel embarazo, permanecía inmóvil frente a ella, herido en su pudor de poeta, exasperado por que ella no notara, no adivinara sus pensamientos, por que no tuviera suficiente coquetería, suficiente tacto e intuición femenina para captar todos esos matices que hacen que las circunstancias sean diferentes; y le dijo con voz impaciente:

—Vamos, Christiane, estas niñerías son ridículas.

Ella volvió a su lado, turbada, triste, con los brazos abiertos, y se arrojó contra su pecho:

—¡Ay, me quieres menos! ¡Lo noto! ¡Estoy segura!

Él sintió lástima, le cogió la cabeza y le puso en los párpados dos prolongados besos.

Luego regresaron en silencio. A él no se le ocurría nada que decirle; y como se apoyaba en él, rendida de cansancio, aligeraba el paso para dejar de notar en la cadera el roce de aquella cintura abultada.

Al llegar cerca del hotel, se separaron y ella subió a su habitación.

La orquesta del Casino estaba tocando y Paul fue a ver el baile. Era un vals, todo el mundo estaba bailando el vals: el doctor Latonne con la señora Paille, la hija, Andermatt con Louise Oriol, el apuesto doctor Mazelli con la duquesa de Ramas y Gontran con Charlotte Oriol. Le hablaba al oído con ese aire tierno que indica que ha empezado el cortejo; y ella sonreía tras el abanico, se sonrojaba, parecía encantada.

Paul oyó tras de sí:

—Vaya, vaya, el señor de Ravenel galanteando a mi clienta.

Era el doctor Honorat, en pie junto a la puerta, que se entretenía mirando. Siguió diciendo:

—Sí, sí, ya lleva media hora así. Todo el mundo se ha fijado ya. Y la cosa no parece desagradar a la jovencita.

Y, tras un silencio, añadió:

—Es una joya, esa niña, buena, alegre, sencilla, sacrificada, recta, una chica estupenda, sabe usted… Harían falta diez como la mayor para igualar a ésta. Yo las conozco desde que eran pequeñas… a estas chiquillas… Y, sin embargo, el padre prefiere a la mayor, porque es más… más… como él… más campesina… menos recta… más ahorradora… más taimada… y más… más envidiosa. ¡Bueno, de todas maneras, es una buena muchacha…! no quisiera hablar mal de ella… pero, sin poderlo remediar, comparo, ¿entiende? Y, después de comparar… juzgo… eso es todo.

El vals se estaba acabando; Gontran se acercó a su amigo y, al ver al doctor:

—¡Ah! Oiga, el cuerpo médico de Enval me parece que se ha incrementado mucho. Tenemos a un señor Mazelli que baila el vals a la perfección y a un señor Black, viejo y bajito, que parece en muy buenas relaciones con el cielo.

Pero el doctor Honorat se mostró discreto. No le gustaba opinar de sus colegas.