Capítulo Décimo

«¡Lobsang! ¡Lobsang!».

Me revolví inquieto en mi sueño. El dolor del pecho era agudo, el dolor aquel de la trombosis. Jadeando, volví a la conciencia. Y volví a oír de nuevo:

«¡Lobsang!».

«¡Ah! —pensé—. ¡Me siento muy mal!».

«¡Lobsang! —siguió diciendo la voz—. Escúchame, yace de espaldas y escúchame».

Yací de espaldas con fatiga. Mi corazón latía con violencia y el pecho palpitaba al unísono. Gradualmente, en las tinieblas de mi aposento solitario, se puso de manifiesto una figura. Primero, como un resplandor azul que fue volviéndose amarillo; luego, como la forma materializada de un hombre de mi edad.

—No puedo viajar astralmente esta noche —dije—; mi corazón dejaría de latir y mis tareas quedarían inconclusas.

«¡Hermano! Sabemos en qué estado te encuentras y por eso he venido a verte. Escucha, no necesitas hablar».

Me recosté contra el testero de la cama, respirando de modo entrecortado. Era penoso respirar normalmente, pero, sin embargo, tenía que hacerlo para poder vivir.

«Hemos discutido tu problema entre nosotros —dijo el lama materializado—. Hay una isla frente a la costa inglesa; isla que fue antaño parte de un continente perdido, de la Atlántida. Vete allí y hazlo lo más pronto posible. Descansa algún tiempo en ese país amigo, antes de emprender el viaje al continente americano. Ve ahora a la orilla occidental, cuyo litoral es batido por un turbulento océano. Ve a la ciudad verde y luego más allá».

¿Irlanda? ¡Sí! Un paraje ideal. Siempre me he entendido bien con los irlandeses. ¿La ciudad verde? Entonces la respuesta me vino a la mente: Dublín, que desde una gran altura parecía verde, por el Phoenix Park y por el río Liffey, que fluye de las montañas hacia el mar.

El lama sonrió aprobatoriamente.

«Recobrarás una parte de tu salud, pues vas a tener otro ataque. Tenemos que hacer que vivas para que la Tarea adelante, para que la Ciencia del Aura pueda estar más cerca de la fructificación. Ahora partiré, pero cuando estés un poco repuesto es de desear que visites el País de la luz Dorada».

La visión se desvaneció ante mi vista y mi aposento quedó más oscuro a causa de ello, más solitario. Mis sufrimientos habían sido grandes, mis penas estaban más allá de cuanto podría soportar o comprender la mayoría.

Me recosté, mirando, sin ver, a través de la ventana. ¿Qué me habían dicho en una reciente visita astral a Lhasa? Ah, sí: «¿Encuentras dificultades para obtener un empleo? Por supuesto, hermano, tú no formas parte del mundo occidental, vives en un tiempo de prestado. El hombre cuyo tiempo vital estás ocupando hubiera muerto de cualquier modo. Tu necesidad temporal de su cuerpo, en una duración mayor que el tiempo de su vida, significa que ese cuerpo podrá dejar la vida con honra y provecho. Esto no es el Kharma, hermano, sino una tarea que estás realizando en ésta tu última vida en la Tierra».

Una vida bien dura, por cierto, dije para mí.

Por la mañana estuve en condiciones de originar cierta consternación y sorpresa al anunciar:

—Nos vamos a vivir a Irlanda. A Dublín primero y luego fuera de la ciudad.

No pude ayudar mucho a preparar las cosas, porque estaba muy enfermo y casi tenía miedo de moverme, por temor de provocar un ataque cardíaco. Las maletas quedaron hechas, se obtuvieron los billetes y, al fin, partimos. Fue grato estar en el aire de nuevo y noté que la respiración me era más fácil.

La compañía aérea, llevando a bordo un «caso cardíaco», no quiso correr riesgos y en la redecilla, sobre mi cabeza, había un cilindro de oxígeno.

El avión voló más bajo y giró en círculo sobre una tierra de un verde vivaz orlada con la blancura de leche del oleaje. Descendió aún más y se oyó el ruido del tren de aterrizaje al ser bajado, seguido por el chirriar de los neumáticos al tocar en la pista de aterrizaje.

Volví con el pensamiento a las circunstancias de mi primera llegada a Inglaterra y al trato que me dio el oficial de Aduanas. «¿Irá a ser aquí lo mismo?», pensé. El avión rodó por la pista hasta los edificios del aeropuerto, y me sentí más que un poco mortificado al encontrarme con una silla de ruedas que me estaba esperando. En la Aduana, los funcionarios nos miraron con fijeza y preguntaron:

—¿Cuánto tiempo van a quedarse?

—Hemos venido para vivir aquí —repliqué.

No hubo dificultades y ni siquiera examinaron nuestras pertenencias. «Lady Ku’ei» asombró a todos cuando, tranquila y dueña de sí misma, montó la guardia sobre nuestro equipaje. Estos gatos siameses, si se les educa y trata como seres, no como animales solamente, llegan a poseer una inteligencia superlativa. Ciertamente, yo prefiero la amistad de «Lady Ku’ei» y su lealtad al trato con los humanos; por las noches se sienta a mi lado y despierta a mi esposa si me siento mal.

Nuestro equipaje fue trasladado a un taxi y salimos en él de la ciudad de Dublín. El ambiente de amistad era muy marcado; nada parecía ser demasiado difícil. Yací en mi cama, en una habitación que daba a los parques del Trinity College. Por la carretera que pasaba junto a mi ventana el tráfico transcurría a paso moderado.

Precisé algún tiempo para reponerme del viaje; pero cuando pude andar por allí, los amables funcionarios del Trinity College me proporcionaron un pase que me autorizaba a utilizar su parque y su magnífica biblioteca. Dublín era la ciudad de las sorpresas: allí se podía comprar casi todo. Había una variedad de artículos a la venta mayor que en Windsor, Canadá o que en Detroit, en los Estados Unidos. Algunos meses después, cuando estaba escribiendo El doctor de Lhasa, decidimos trasladarnos a un pueblo de pescadores que se hallaba a unos treinta y dos kilómetros. Tuvimos la suerte de encontrar una casa que daba a Balscadden Bay, una casa con unas vistas verdaderamente asombrosas.

Tenía que hacer mucho reposo y me era imposible mirar a través de los cristales de la ventana con prismáticos, debido a los efectos deformadores del vidrio. Un constructor local, Brud Campbell, del cual me hice muy amigo, sugirió el vidrio cilindrado. Instalado éste, pude reposar en la cama viendo las barcas de pesca en la bahía. Ésta, en toda su extensión, se hallaba ante mi vista, con el Yacht Club, las oficinas de las autoridades del puerto y el faro como puntos salientes del paisaje. En un día claro podía ver las montañas de Mourne, allá, en la Irlanda ocupada por los ingleses, en tanto que desde Howth Head alcanzaba a divisar confusamente las de Gales, al otro lado del mar de Irlanda.

Compramos un coche de segunda mano y viajábamos con frecuencia por las montañas de Dublín, disfrutando del aire puro y del bello panorama. En una de estas excursiones me hablaron de una gata siamesa que estaba a punto de morir debido a un enorme tumor interno. Insistiendo mucho conseguimos traérnosla a casa. El mejor veterinario cirujano de toda Irlanda la examinó; pero su opinión fue que le quedaban sólo unas horas de vida. Le convencí de que la operara para extraer el tumor, originado por los malos cuidados y por haber tenido demasiados gatitos. Se curó, y demostró poseer el temperamento más amable que he visto en personas o en animales. Ahora, cuando estoy escribiendo, anda en torno mío como la amable vieja dama que es. Completamente ciega, sus hermosos ojos azules radiaban de inteligencia y de bondad. «Lady Ku’ei» paseaba con ella o la dirigía telepáticamente, para que no tropezara con algo y se hiciera daño. Le llamamos la Abuelita de los Bigotes Grises, porque se asemejaba mucho a una anciana abuela cuando andaba por allí, disfrutando del crepúsculo de su vida, después de haber criado muchos hijos.

Howth me trajo la felicidad. Una felicidad que no había conocido hasta entonces. El señor Loftus, el policía, o «guard», como le llaman en Irlanda, se detenía con frecuencia en nuestra casa para charlar. Era siempre un visitante bien recibido. Siendo un hombre tan alto y bien plantado como un guardia de Buckingham Palace, tenía fama de justiciero y valiente. Solía venir, cuando estaba libre, a hablar de países distantes. Era grato oírle decir: «Por Dios, doctor, tiene talento como para derrocharlo». He sido maltratado por la policía de muchos países y el «guard» Loftus de Howth me hizo ver que también había policías buenos.

Mi corazón mostraba síntomas de congoja otra vez y mi esposa quiso que se instalara un teléfono. Desgraciadamente, todas las líneas de «The Hill» estaban en servicio y no pudimos tenerlo. Una tarde llamaron a la puerta y una vecina nuestra, la señora O’Grady dijo:

—He oído decir que quieren un teléfono y que no pueden conseguirlo. Utilicen el nuestro a la hora que gusten; aquí tienen una llave de la casa.

Los irlandeses nos trataron bien. El señor y la señora O’Grady estaban siempre procurando sernos útiles y hacer que nuestra estancia en Irlanda fuera aún más agradable. Ha sido un placer y un privilegio para nosotros el traer a la señora O’Grady a nuestra casa de Canadá a pasar una temporada, demasiado breve, sin embargo.

De improviso, y de manera terriblemente desagradable, me puse muy mal. Los años pasados en los campos de concentración, los esfuerzos enormes que había hecho y mis inusitadas experiencias se combinaron para hacer que el estado de mi corazón fuera verdaderamente grave. Mi esposa fue precipitadamente a casa de los O’Grady y telefoneó al médico para que viniese prontamente. En un espacio de tiempo sorprendentemente corto el doctor Chapman entró en el dormitorio y con la eficiencia que dan sólo los largos años de práctica, ya estaba preparando la inyección. Era uno de los médicos a la antigua escuela, el médico de familia que sabe más que media docena de esos médicos producidos en serie, tan estimados hoy en día. Mi amistad con el doctor fue un caso de «simpatía a primera vista». Lentamente, bajo sus cuidados, mejoré lo bastante para levantarme de la cama. Entonces vino una serie de visitas a especialistas de Dublín. Alguien me había dicho en Inglaterra que no me pusiera nunca en manos de un médico irlandés. Pero lo hice y obtuve un tratamiento médico mejor que en cualquier otro país del mundo. Había allí un tacto personal y humano que valía más que todas las frialdades mecánicas de los jóvenes doctores.

Brud Campbell había levantado una sólida pared de piedra en torno de nuestro terreno, en sustitución de otra en ruinas, porque éramos lamentablemente perturbados por los excursionistas ingleses. Solían venir desde Liverpool y entraban y se metían en los jardines de los vecinos de Howth para acampar. Nosotros tuvimos un caso de estos excursionistas que nos divirtió bastante. Una mañana llamaron con fuerza a la puerta. Mi esposa salió a abrir y se encontró con una alemana. Ésta quiso entrar, pero no lo logró. Entonces anunció que iba a acampar ante nuestra puerta hasta que se le permitiera «sentarse a los pies de Lobsang Rampa». Como yo estaba en cama, y desde luego no quería que nadie se sentara a mis pies, se le pidió que se fuera. Por la tarde se encontraba todavía allí. El señor Loftus vino con aire muy fiero y decidido y convenció a la mujer de que bajara a la carretera, tomara el autobús para Dublín y no volviese por allí.

Eran días atareados en los que traté de no sobrecargar mis fuerzas. El médico de Lhasa había quedado terminado, pero llegaban cartas de todas las partes del mundo. Pat, el cartero, venía jadeando a nuestra puerta, después de subir la cuesta.

—¡Ah, buenos días tengan ustedes! —solía decir a quienquiera que abriese la puerta—. ¿Cómo está él hoy? Ah, les aseguro que tantas cartas me van a deslomar.

Una noche, mientras yacía en la cama viendo parpadear las luces de Portmarnock y las de los barcos que estaban muy mar adentro, me di de pronto cuenta que había un anciano sentado que me miraba. Sonrió cuando me volví hacia él.

«He venido a ver —dijo— si vas mejorando, porque sería de desear que volvieras otra vez al País de la Luz Dorada. ¿Cómo te encuentras?».

—Creo que podría hacerlo con un poco de esfuerzo —repliqué—. ¿Vas a venir conmigo?

«No —repuso—. Pero tu cuerpo es ahora más valioso que nunca y vengo a quedarme aquí a guardarte».

Durante los últimos meses había sufrido mucho. Una de las causas de mis sufrimientos fue algo que a cualquier occidental le repugnaría creerlo: se había consumado el cambio total de mi cuerpo. El cuerpo sustituto fue teletransportado a alguna parte y se le dejó que se convirtiese en polvo. Para aquellos que estén sinceramente interesados en esto diré que es éste un antiguo arte oriental acerca del que pueden encontrarse referencias en ciertos libros.

Permanecí durante unos momentos acumulando fuerzas. Al otro lado de la ventana, una lancha de pesca pasaba petardeando. Las estrellas brillaban y la isla de Ireland’s Eye estaba bañada por la luna. El anciano sonrió y dijo:

«Tienes aquí una vista agradable».

Asentí con un gesto, silenciosamente; enderecé mi espinazo, doblé las piernas por debajo y partí como una bocanada de humo. Durante algún tiempo me mecí sobre el promontorio, contemplando bajo mis pies el paisaje iluminado por la luna. La isla Ireland’s Eye, enfrente de la costa y mucho más allá la de Lambay. Abajo brillaban las luces de Dublín, ciudad moderna y bien iluminada. A medida que ascendía más fui viendo poco a poco la majestuosa curva de la bahía de Killenye, que recuerda tanto la de Nápoles, y más allá, Greystones y Wicklow. Me deslicé más, fuera de este mundo, de este espacio y de este tiempo. A un plano de existencia que no puede ser descrito en lenguaje de este mundo tridimensional.

Era como ir de la oscuridad a la luz del sol. Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, me esperaba.

«Te has portado muy bien, Lobsang y has sufrido mucho —dijo—. En un corto espacio de tiempo estarás de regreso aquí para no partir más. El esfuerzo ha merecido la pena».

Avanzamos por el espléndido paisaje, y llegamos al Palacio de los Recuerdos, donde había mucho todavía que aprender.

Durante algún tiempo estuvimos charlando mi Guía, un grupo de seres majestuosos y yo.

«Pronto —dijo uno de ellos— irás al país de los pieles rojas y allí habrá otra tarea que debes realizar. Recobra tus fuerzas aquí, por unas horas, porque las últimas duras pruebas por las que pasaste han sobrecargado tus fuerzas lamentablemente».

«Sí —observó otro—, pero no te inquietes por quienes puedan criticarte, pues no saben lo que dicen y están cegados con esa ignorancia que cada cual se impone a sí mismo en Occidente. Cuando la muerte cierre sus ojos y nazcan a la vida Superior, entonces sin duda lamentarán las penas y contrariedades que tan innecesariamente han causado».

Cuando volví a Irlanda, la tierra estaba aún en sombras y sólo unos pocos rayos de luz asomaban en el firmamento matinal. A lo largo de las dilatadas arenas de Clontarf, rompía el oleaje con suspiro gemebundo. Se destacó el promontorio de Howth, una silueta oscura a la luz indecisa que precede al alba. Cuando descendía fluctuante, miré el tejado de nuestra casa. «¡Pobre de mí! —exclamé para mis adentros—. Las gaviotas han ladeado la antena. Tendré que llamar a Brud Campbell para que la enderece». El anciano estaba sentado aún a la cabecera de mi cama. A los pies de ésta se hallaba la señora Fifí Bigotes Grises, como de guardia. Cuando volví a ocupar mi cuerpo y a reanimarle, vino hacia mí, restregándose y ronroneando. Lanzó un leve maullido y Lady Ku’ei entró, saltó a la cama y ocupó su puesto en mi regazo. El anciano los contempló con marcado afecto y observó:

«Verdaderos seres de orden superior. Debo partir, hermano».

El correo de la mañana trajo una despiadada notificación de impuestos de la Oficina de Contribuciones Irlandesa. Las únicas personas que me desagradan en Irlanda son las que se relacionan con la Contribución; no parecen nada serviciales y sí innecesariamente entrometidos. Los impuestos para los escritores son en Irlanda condenatorios por completo, lo que es una pena, pues Irlanda podría desenvolverse muy bien con aquellos que gastarían allí su dinero. Pero, a pesar de los impuestos, yo viviría en Irlanda mejor que en cualquier otro país del mundo, si se exceptúa el Tíbet.

—Iremos al Canadá —dije.

Sombrías miradas acogieron esta afirmación.

—¿Cómo llevaremos los gatos? —me preguntaron.

—Por avión, desde luego. Pueden hacer el viaje con nosotros —respondí.

Las formalidades fueron considerables y grandes las demoras. Los funcionarios irlandeses se mostraron serviciales en extremo, pero los canadienses no lo fueron en absoluto. El Consulado americano fue más servicial que el canadiense. Se nos tomaron las huellas dactilares, y se nos interrogó. Luego pasamos al examen médico. Me suspendieron.

—Demasiadas cicatrices —dijo el médico—. Tiene que pasar por los rayos X.

El médico irlandés que me miró por rayos me lanzó una mirada compasiva.

—Debe usted haber tenido una vida terrible —dijo—. Esas cicatrices… Tendré que comunicar mis resultados al Consejo de Sanidad canadiense. En atención a su edad, puedo anticiparle que le permitirán el ingreso en Canadá, pero sujeto a ciertas condiciones.

Lady Ku’ei y la señora Fifí Bigotes Grises fueron examinadas por un veterinario cirujano y a ambas se les declaró aptas. Mientras esperaba que se fallara mi caso, hice gestiones para llevar los gatos con nosotros en el avión. Solamente la línea aérea suiza aceptó; así que provisionalmente contratamos el viaje con ellos.

Días después fui llamado a la Embajada canadiense. Un individuo me miró con aire avinagrado.

—Está enfermo —dijo—. Tengo que cerciorarme de que no va a ser una carga para la nación.

Anduvo de aquí para allá y luego, con enorme esfuerzo, dijo:

—Montreal ha autorizado su entrada, a condición de que comunique su llegada inmediatamente al Consejo de Sanidad y acepte cualquier tratamiento que ellos crean que necesita. Si no está conforme, no podrá ir —dijo, esperanzado.

Me parecía muy extraño que hubiera en otros países tantos funcionarios de Embajada innecesariamente enojosos; después de todo no son sino servidores a sueldo, que no puede uno siempre denominar «servidores civiles».

Mantuvimos en reserva nuestros propósitos; sólo nuestros amigos más íntimos sabían que nos íbamos y adónde nos íbamos. Como aprendimos a nuestra costa, se trataba de un caso que si trascendiera haría que viniese algún periodista a llamar a nuestra puerta para preguntar el porqué. Por última vez dimos un paseo en coche por Dublín y por los bellos parajes de Howth. Era ciertamente una contrariedad el pensar siquiera en irnos, pero ninguno estábamos allí por gusto. Una empresa muy competente de Dublín se comprometió a llevarnos en un autobús hasta Shannon, a nosotros, a los gatos y al equipaje.

Unos pocos días antes de Navidad estuvimos prontos para partir. Nuestro viejo amigo el señor Loftus vino a despedirnos y a vernos marchar. Si no hubo lágrimas en sus ojos, estaré yo muy equivocado. También vinieron a vernos el señor y la señora O’Grady. Aquél dejó de ir a trabajar con ese propósito. «Ve O’G» estaba manifiestamente turbada. Paddy trataba de ocultar su emoción con unas muestras de jovialidad que no engañaban a nadie. Cerré la puerta, di la llave al señor O’Grady, para enviarla por correo al abogado, tomamos el autobús y dejamos atrás la época más feliz de mi vida desde que dejé el Tíbet, y las gentes más amables que había encontrado en muchísimos años.

El autobús marchó aceleradamente por la lisa carretera que iba a Dublín y nos abrimos paso entre el tráfico urbano de la capital. Seguimos por el campo despejado al pie de las montañas. Continuamos rodando varias horas. El chófer, afable y competente en su trabajo, nos fue señalando los puntos más destacados del paisaje y se mostró solícito por nuestro bienestar y comodidades. Nos detuvimos media hora para tomar el té. Lady Ku’ei gustaba de sentarse en alto para mirar el tráfico y maullaba dándole ánimos a quienquiera que la llevase. La señora Fifí Bigotes Grises prefería permanecer quieta y pensar. Cuando el autobús se detuvo para tomar el té, hubo gran consternación entre ellas. ¿Por qué nos habíamos detenido? ¿Marchaba todo bien?

Continuamos, porque la carretera era larga y Shannon se hallaba muy lejos. La oscuridad cayó sobre nosotros e hizo que marcháramos un poco más despacio. Ya de noche llegamos al aeropuerto de Shannon, dejamos allí nuestros equipajes mayores y se nos condujo a un alojamiento que había sido contratado para aquella noche y para el día siguiente. A causa de mi estado de salud y de las dos gatas, nos quedamos en Shannon una noche y un día y partimos a la noche siguiente. Cada uno ocupamos una habitación, aunque por fortuna tenían puertas de comunicación, porque los gatos no sabían dónde quedarse. Durante algún tiempo anduvieron errando por allí, bufando como un aspirador, «leyendo» todo cuanto se refería a las gentes que habían ocupado la habitación con anterioridad; luego se quedaron quietos y pronto se durmieron.

Descansé al día siguiente y anduve viendo el aeropuerto. Las tiendas «libres de derechos» me interesaron, pero no podía comprender su utilidad; si compraba uno un artículo, tendría que declararlo en alguna parte y allí pagaría derechos. ¿Qué salía uno ganando?

Los funcionarios de la línea aérea suiza eran serviciales y competentes. Quedaron pronto ultimadas las formalidades y permanecimos en espera de nuestro avión. Llegó la medianoche, pasó y dio la una. A la una y media se nos llevó a bordo de un enorme avión suizo; y a nosotros y a las dos gatas. Todos quedaban muy impresionados por el dominio de sí mismos y la compostura de los animales. Ni siquiera el ruido de los motores les conturbó. Pronto fuimos rodando por la pista más y más de prisa. La tierra fue quedando debajo, el río Shannon fluyó un momento bajo un ala y desapareció. Ante nosotros, el vasto Atlántico embravecido, que dejaba una blanca espuma de oleaje a lo largo de las costas de Irlanda. Cambió el tono de los motores: de las toberas canadienses salieron largas llamaradas. La proa se inclinó un poco. Las dos gatas se miraron silenciosas; ¿había algo inquietante?, preguntaban. Era la séptima vez que yo cruzaba el Atlántico y les sonreí tranquilizadoramente. Pronto se hicieron un ovillo y durmieron.

La larga noche fue transcurriendo. Viajábamos con la oscuridad; para nosotros la noche debía ser unas doce horas de oscuridad. Las luces de la cabina de pasaje se amortiguaron, dejándonos con un azulado destello y con una leve perspectiva de dormir. Los zumbantes motores nos llevaron a doce mil metros de altura sobre el mar gris y agitado. Lentamente el diseño estelar cambió. Lentamente también se fue observando un leve resplandor en el firmamento distante, al borde mismo de la curvatura de la Tierra. Hubo una explosión de movimientos en la cocina, ruido de platos, y luego, poco a poco, como una planta que crece, crecieron las luces. La amable azafata vino a todo lo largo de la cabina, siempre atenta a la comodidad de los viajeros. La solícita tripulación al servicio del pasaje trajo el desayuno. No hay ninguna nación como los suizos para mostrarse competentes en el aire, atendiendo a las necesidades de los pasajeros y proporcionándoles alimentos verdaderamente buenos. Las gatas se sentaron, muy atentas ante el pensamiento de comer otra vez.

Muy distante, a la derecha, la raya de un resplandor grisáceo se ensanchó rápidamente. ¡Nueva York! Inevitablemente pensé en la primera vez que vine a América, trabajando como maquinista en un barco para pagarme el pasaje. Entonces los rascacielos de Manhattan se habían alzado hasta el cielo impresionantes por sus proporciones. Pero ¿dónde estaban ahora? ¿No eran realmente otra cosa que aquellas motitas? El gran avión giró en círculo con el ala ladeada. Los motores cambiaron de tono. Gradualmente fuimos bajando más y más. Gradualmente también los edificios del suelo cobraron forma, y lo que parecía un paraje desierto, se convirtió en el aeropuerto internacional de Idlewild. El diestro piloto suizo posó el avión con sólo un leve chirrido de neumáticos. Suavemente rodamos por la pista hasta los edificios del aeropuerto. «Manténganse en sus sitios, por favor», dijo la azafata. Un leve golpe y la escala móvil quedó apoyada contra el fuselaje; un ruido metálico y la puerta de la cabina quedó abierta.

—¡Adiós! —dijeron los sirvientes de los pasajeros formados en fila hasta la salida—. ¡Viajen con nosotros otra vez!…

Poco a poco fuimos en hilera por la escala y entramos en los edificios administrativos.

Idlewild es como una estación de ferrocarril donde todos hubieran enloquecido. Las gentes se abalanzan hacia todas partes, empujando a quien se pone en su camino. Se adelantó un ordenanza.

—Por aquí; hay que pasar por la Aduana primero.

Nos alineamos a lo largo de andenes movibles. Aparecieron de pronto grandes montones de equipajes que avanzaban por los andenes, desde la entrada hasta los aduaneros. Los funcionarios andaban a lo largo de la fila revolviendo maletas abiertas.

—¿De dónde vienen ustedes? —me dijo uno.

—De Dublín, Irlanda —repliqué.

—¿A dónde van?

—A Windsor, Canadá —dije.

—Bien. ¿Llevan alguna fotografía pornográfica? —preguntó de pronto.

Una vez que quedó formalizado todo, tuvimos que mostrar nuestros pasaportes y visados. La forma en que se procedía con los viajeros hizo que me acordara de las fábricas de enlatado de carnes.

Antes de salir de Irlanda habíamos adquirido plazas en un avión americano, para ir en vuelo a Detroit. Habían accedido a llevar las gatas en el avión con nosotros. Pero ahora los funcionarios de la línea aérea de referencia no dieron como buenos los billetes y se negaron a llevar a nuestras dos gatas, que habían cruzado el Atlántico sin causar molestia ni alborotarse. Durante un rato pareció que íbamos a quedarnos atascados en Nueva York, pues la línea aérea ni remotamente se interesaba. Vi un anuncio: «Taxi aéreo a cualquier parte» del aeródromo de «La Guardia». Tomando un coche del aeropuerto, recorrimos varios kilómetros hasta un motel que estaba al lado de La Guardia.

—¿Podremos llevar nuestras gatas? —pregunté al que estaba en el mostrador de inscripción.

Él miró a las dos diminutas damas y dijo:

—Sin duda, sin duda. Sean bienvenidas.

Lady Ku’ei y la señora Fifí Bigotes Grises estuvieron muy contentas al tener una oportunidad para andar por allí e investigar lo que había en otras dos habitaciones.

La tensión del viaje se dejaba sentir ahora en mí. Tuve que guardar cama. Mi esposa cruzó la carretera y fue a La Guardia para informarse de lo que podía costar un taxi aéreo, y cuándo lo podríamos tomar. Por fin volvió con aire preocupado.

—Va a costar muchísimo dinero —dijo.

—Bueno, pero no nos podemos quedar aquí; tenemos que irnos —repliqué.

Ella tomó el teléfono y pronto quedó arreglado que a la mañana siguiente partiríamos en taxi aéreo al Canadá.

Aquella noche dormimos bien. Las gatas estaban completamente tranquilas y hasta parecía que disfrutaban. Por la mañana, después de desayunarnos, fuimos en coche hasta el aeropuerto. La Guardia es inmenso, y de allí despega o aterriza un avión cada minuto. Al fin encontramos el lugar de donde íbamos a partir, y nosotros, nuestros gatos y nuestro equipaje quedamos a bordo de un pequeño avión de dos motores. El piloto, un hombrecillo con la cabeza completamente afeitada, nos hizo un leve saludo y salimos rodando por la pista. Durante cosa de tres kilómetros continuamos rodando y luego nos arrastraron a un apartadero para esperar nuestro turno de despegue. El piloto de un gran avión internacional nos hizo una señal con la mano y habló apresuradamente en su micrófono. Nuestro piloto lanzó unas cuantas palabras que no puedo repetir y declaró: «Estamos… pinchados».

El aire fue henchido por el chillido de la sirena de la policía. Un coche policíaco vino corriendo furioso a lo largo de la carretera de servicio y se detuvo a nuestro lado con un colérico chirrido de neumáticos. ¿La policía? ¿Qué habíamos hecho?, me pregunté. Más sirena y llegó la brigada de bomberos y éstos fueron bajando cuando las máquinas acortaron la marcha. Los policías cruzaron para hablar con nuestro piloto. Luego fueron al coche de los bomberos, y por último éstos y los policías se fueron. Un coche-taller vino corriendo, levantó con un gato al avión donde estábamos sentados, quitó la rueda averiada… y se largó. Durante dos horas estuvimos allí esperando que nos devolviesen la rueda. Al fin la colocaron; el piloto puso sus motores en marcha de nuevo, y partimos. Salimos volando por encima de la cordillera Alleghany y fuimos primero en dirección a Pittsburg. Cuando estábamos enteramente encima de las montañas, el marcador del combustible, que estaba enteramente delante de mí, descendió a cero, empezó a dar topetazos y se paró. El piloto parecía no haberse percatado de ello. Se lo señalé y dijo por lo bajo:

—Ah, claro, tenemos que descender siempre.

Minutos después llegamos a un espacio a nivel en las montañas, en la cual había aparcadas muchas avionetas. El piloto trazó un círculo, tomó tierra y fue rodando hasta el surtidor de gasolina. Nos detuvimos el tiempo suficiente para llenar el depósito y luego partimos de nuevo por la pista cubierta de nieve helada; grandes taludes de nieve bordeaban el camino y en los valles había inmensos ventisqueros. Un breve vuelo y estuvimos sobre Pittsburg. Estábamos hartos de viajar, yertos y cansados. Sólo Lady Ku’ei seguía alerta; sentada, miraba por la ventanilla y parecía complacida de todo.

Con Cleveland a nuestros pies, vimos el lago Erie enteramente delante. Se amontonaban grandes masas de hielo, en tanto que increíbles grietas y fisuras corrían a lo largo de la helada superficie. El piloto no se arriesgó y tomó rumbo hacia Pelee Irland, que se encuentra en el medio del lago. De allí voló a Amherstburg y al aeropuerto de Windsor. Éste parecía extrañamente silencioso. No había ningún rumor de actividad. Avanzamos hacia los edificios de la Aduana, descendimos del avión y entramos. Un aduanero solitario estaba a punto de dejar el servicio; eran más de las seis de la mañana. Lúgubremente contempló nuestro equipaje.

—No hay ningún funcionario de inmigración —dijo—. Tendrán que esperar hasta que venga alguno.

Nos sentamos a esperar. Los minutos se deslizaban lentamente. Media hora, y el tiempo mismo parecía haberse detenido; no habíamos comido ni bebido desde las ocho de la mañana anterior.

El reloj marcó las siete. El aduanero de relevo entró y anduvo por allí sin rumbo.

—No puedo hacer nada hasta que el funcionario de inmigración les dé el visto bueno —dijo.

El tiempo parecía transcurrir aún más lentamente. Las siete y media.

Entró un hombre alto que se dirigió a la oficina de los funcionarios de inmigración. Salió con aire contrariado y la cara un poco enrojecida, y dijo el aduanero:

—No puedo abrir la mesa del despacho.

Durante algún tiempo hablaron entre dientes, probando llaves, aporreando y empujando. Al fin, desesperados, cogieron un destornillador y forzaron la cerradura. Pero se equivocaron de mesa despacho y la encontraron vacía.

Por fin aparecieron los impresos. Fatigados, los llenamos y firmamos aquí y allí. El funcionario de inmigración selló nuestro pasaporte con el sello de «Inmigrantes aterrizados».

—Ahora vayan a ver al funcionario de Aduanas —dijo.

Abrir maletas, desatar correajes, mostrar formularios, dar detalles de nuestras pertenencias como Settlers. Más sellos de goma, y al fin quedamos en libertad para entrar en Canadá e ir a Windsor, en Ontario. El funcionario de Aduanas se mostró bastante más cordial cuando supo que veníamos de Irlanda. Descendía de allí, y sus padres, irlandeses, vivían todavía. Nos hizo muchas preguntas y…, maravilla de las maravillas, nos ayudó a transportar el equipaje al coche que estaba esperando.

Fuera del aeropuerto hacía un frío terrible y la nieve era espesa. Al otro lado del río Detroit, los rascacielos se alzaban altivos, eran una masa de luz, pues todas las oficinas y habitaciones estaban iluminadas, por hallarnos en vísperas de las Navidades.

Rodamos por la espaciosa avenida Ouellette, la calle principal de Windsor. El río era invisible y parecía como si fuéramos a ir derechamente a los Estados Unidos. El individuo que nos conducía no se mostraba muy seguro respecto a las señas que le dimos. Se equivocó en un cruce de calles e hizo una maniobra tan extraordinaria que nos puso los pelos de punta. Por fin llegamos a la casa que habíamos alquilado y estuvimos muy contentos de bajar del coche.

Muy pronto tuvimos una comunicación del Consejo de Sanidad requiriendo nuestra presencia y amenazándome con medidas terribles —incluso la deportación— si no comparecía. Desgraciadamente, las amenazas parecen ser la diversión favorita de los funcionarios de Ontario, y por eso ahora vamos a trasladarnos de nuevo a una provincia más amistosa.

En el Consejo de Sanidad pasé por rayos, se tomaron más datos, y al fin se me autorizó a volver a casa. Windsor tiene un clima terrible, y eso y la actitud de los funcionarios nos decidió, en cuanto este libro quedó terminado, a cambiar de residencia.

Ahora la Historia de Rampa ha quedado concluida. En ella se ha dicho la verdad, como la dije en mis otros dos libros. Hay muchas cosas más que puedo contar al mundo de Occidente, porque, en cuanto al viaje astral, me he limitado a tocar superficialmente lo que es posible. ¿Por qué enviar aviones espías, con riesgo de sus ocupantes, cuando se puede viajar en lo astral y ver lo que pasa dentro de las salas de reuniones? Se puede ver y se puede recordar. En ciertas circunstancias se pueden teletransportar objetos, si todo se hace con buen fin. Pero los occidentales se mofan de las cosas que no comprenden: llaman «tramposo» al que tiene facultades que ellos no poseen y se desatan en un frenesí de vituperios contra quienes osan ser de algún modo «diferentes».

Muy contento, dejé la máquina de escribir y me puse a jugar con Lady Ku’ei y la ciega señora Fifí Bigotes Grises, las cuales habían estado esperando tan pacientemente. Aquella noche vino de nuevo un mensaje telepático:

«¡Lobsang, no has terminado todavía el libro!».

Mi corazón se contrajo, pues detesto escribir, sabedor de que existen tan pocas personas con capacidad para percibir la Verdad. Escribo acerca de las cosas que la mente humana puede realizar. Ni las etapas elementales que se narran en este libro serán creídas; pero si a alguien se le dijera que los rusos habían mandado un hombre a Marte, lo creerían. El hombre tiene miedo de las facultades de la mente humana y se preocupa sólo de cosas de poca valía, como los cohetes y los satélites espaciales. Se pueden conseguir mejores resultados mediante los procesos mentales.

«¡Lobsang! ¿Y la Verdad? ¿Te acuerdas del cuento hebreo? ¡Escríbelo, Lobsang, y escribe también lo que podría ocurrir en el Tíbet!».

A un rabino afamado por su sabiduría y por su ingenio le preguntaron una vez por qué se servía con tanta frecuencia de historias sencillas para explicar una gran verdad.

—Eso —dijo el sabio rabino— puede ser explicado mejor por medio de una parábola. Una parábola sobre la Parábola. Hubo un tiempo en que la Verdad andaba entre las gentes, sin adorno alguno, tan desnuda como la Verdad misma. Quienquiera que la veía miraba hacia otro lado, temeroso y avergonzado, porque no querían mirarla cara a cara. La Verdad vagó entre las gentes de la Tierra, siendo mal recibida, rechazada y considerada persona no grata. Un día, sola y sin amigos, se encontró con la Parábola que marchaba por allí muy satisfecha, vestida con ropajes hermosos y coloreados.

—Verdad, ¿cómo estás tan triste, tan afligida? —preguntó la Parábola con sonrisa jovial.

—Porque soy tan vieja y tan fea que la gente me evita —dijo la Verdad, con amargura.

—Tonterías —repuso riendo la Parábola—. No es que te evite la gente. Toma prestadas mis ropas, vete entre la gente y mira lo que ocurra.

Así, la Verdad se puso algunos adornos encantadores de la Parábola y dondequiera que iba ahora era bien recibida.

El sabio rabino sonrió y dijo:

—Los hombres no pueden encararse con la Verdad desnuda; la prefieren disfrazada con el ropaje de la Parábola.

«Sí, sí, Lobsang. Es una buena transcripción de nuestros pensamientos. Pero ahora cuenta el Cuento».

Las gatas fueron a echarse en sus camas, a esperar hasta que yo terminara verdaderamente. Tomé de nuevo la máquina, metí el papel y proseguí:

A distancia del Observador veloz brillaba un azul fantasmal y esplendente, cuando pasaba como el relámpago sobre los continentes y los océanos, dejando el lado iluminado de la Tierra por el otro en tinieblas. En su estado astral sólo podía ser visto por aquellos que fueran clarividentes; pero él sí podía ver todo y, después de volver a su cuarto, recordarlo. Se dejó caer, inmune al frío y sin ser molestado por la rarificación del aire, al abrigo de un alto picacho, y esperó.

Los primeros rayos del sol matinal brillaron brevemente en las más altas cimas de roca, que se volvieron doradas, reverberando con millares de colores en la nieve de las grietas. Vagas franjas de luz atravesaron el firmamento esclarecido, cuando lentamente asomó el sol por el horizonte distante.

Abajo, en el valle, estaban ocurriendo extrañas cosas. Luces cuidadosamente protegidas se movían como llevadas a remolque. El hilo plateado del río Feliz brillaba débilmente, devolviendo destellos chispeantes de luz. Había una gran actividad; una actividad extraña, oculta. Los habitantes legales de Lhasa se habían ocultado en sus casas o se hallaban bajo guardia en los barracones de los trabajadores forzados.

Gradualmente el sol siguió su camino. Pronto, los primeros rayos, tanteando hacia abajo, hicieron brillar la extraña forma que se alzaba muy al fondo del valle. Cuando la luz se fue haciendo más brillante, el Observador vio la inmensa estructura con más claridad. Era enorme, cilíndrica y en su extremo afilado, que apuntaba hacia el firmamento, había pintados unos ojos y una boca con grandes dientes. Durante siglos, los chinos habían pintado ojos sobre sus barcos. Ahora, los ojos que había en este Monstruo miraban con odio.

El sol siguió avanzando. Pronto, todo el valle estuvo bañado por su luz. Extrañas estructuras metálicas fueron retiradas del Monstruo, que ahora quedó sólo parcialmente oculto por sus soportes. El cohete inmenso, alzándose sobre sus aletas, tenía aire siniestro y mortífero. En su base, técnicos con cascos auriculares corrían de un lado para otro. Una sirena sonó ululante y sus ecos resonaban de roca en roca, de montaña en montaña, mezclándose con la espantosa, horrísona cacofonía del ruido que los engendraba y que se iba haciendo más y más fuerte. Soldados, guardias, obreros volvieron las espaldas al instante y corrieron tan de prisa como les fue posible al abrigo de las rocas.

A mitad de la ladera de la montaña la luz iluminó un grupito de hombres apiñados en torno a un equipo de radio. Uno de ellos tomó un micrófono y habló a los ocupantes de un gran refugio de cemento y acero que yacía, oculto, a kilómetro y medio del cohete. Una voz zumbante contó los segundos y se detuvo.

Durante breves minutos no ocurrió nada, todo estuvo en paz. Las perezosas nubecillas de vapor que rezumaba el cohete era lo único que se movía. Un chorro de vapor y un estruendo, que se fue haciendo más y más fuerte, inició un derrumbe de rocas. La tierra misma parecía vibrar y gemir. El ruido se hizo aún más fuerte, hasta parecer que los tímpanos iban a romperse ante tal intensidad. Una explosión de llamas y de vapor que surge de la base del cohete oscurece todo lo de abajo. Lentamente, como con inmenso, con tremendo esfuerzo, el cohete se alzó. Por un momento pareció quedar estacionado sobre su cola de fuego; luego acumuló velocidad y trepó en el cielo temblón, proclamando con rugidos amenazas a la Humanidad. Subió y subió, dejando tras de sí una larga estela de vapor y de humo. El clamor vibró entre las cimas de las montañas mucho después que el cohete hubiera partido.

El grupo de técnicos de la ladera de la montaña observaban febriles sus pantallas de radar, gemían en sus micrófonos y escudriñaban el cielo con sus prismáticos de gran potencia. Lejos, muy en lo alto, un errabundo destello de luz brilló a medida que el poderoso cohete giraba y establecía su rumbo.

Rostros asustados aparecieron tras de las rocas. Pequeños grupos, que se habían congregado allí, con todas las diferencias entre los guardas y los trabajadores esclavos olvidados temporalmente. Los minutos siguieron pasando. Los técnicos cerraron sus equipos de radar porque el cohete se había elevado más allá de su radio de alcance. Transcurrieron más minutos.

De pronto los técnicos dieron un salto, gesticularon como locos, olvidando con la excitación poner en marcha los micrófonos. El cohete con cabeza atómica había caído en un país distante y pacifista. Aquel país era una ruina: sus ciudades quedaron destruidas y las gentes aspiraron los vapores de los gases incandescentes. Los comunistas chinos, con los altavoces a toda potencia, vociferaban y gritaban jubilosos, olvidando toda reserva, con la alegría del terrible logro. La primera etapa de la guerra había dado comienzo y la segunda estaba a punto de empezar. Gozosos, los técnicos se apresuraron a preparar un segundo cohete.

¿Que esto es una fantasía? ¡Puede ser un hecho! Cuanto más alto es el lugar del lanzamiento de un cohete, menos obstáculos ofrecerá la atmósfera, de modo que se requerirá menos combustible. Un cohete lanzado desde las mesetas del Tíbet, a cinco mil seiscientos metros de altura sobre el nivel del mar, sería más eficiente que otro lanzado desde tierras bajas. Así, los comunistas tienen una ventaja incalculable sobre el resto del mundo: poseen el lugar más elevado y más apropiado para lanzar cohetes, ya sea al espacio o a otros países.

China ha atacado el Tíbet —no lo ha conquistado— para poseer así esa gran ventaja sobre las potencias occidentales. Lo ha atacado para tener así acceso a la India, cuando esté preparada, para invadirla y acaso para avanzar desde ella hacia Europa. Podría ocurrir que China y Rusia combinaran sus fuerzas para arremeter en forma de tenaza, triturando la vida libre de todos los países que encontraran en su camino. Esto podría ocurrir… a menos que no se haga algo. ¿Polonia? ¿Pearl Harbour? ¿Tíbet? Los «expertos» solían decir que tales enormidades no podían producirse. ¿Van a equivocarse de nuevo?