La Bolsa de Trabajo era una casa sombría en una calle lateral. Fui hasta allí, desmonté y eché a andar en dirección a la puerta.
—¿Quiere que le roben la bici? —dijo una voz a mis espaldas.
Me volví hacia el que había hablado.
—¿De veras los sin trabajo se roban unos a otros? —pregunté.
—Debe de ser nuevo aquí. Ponga una cadena y un candado en la bicicleta o se verá obligado a volver andando a casa.
Dicho esto, el que había hablado se encogió de hombros y entró en el edificio. Volví, y estuve buscando en la bolsa del sillín de la máquina. Sí, había una cadena y un candado. Estaba a punto de poner la cadena en la rueda, como había visto hacerlo a otros, cuando un terrible pensamiento me acometió: ¿dónde estaba la llave? Anduve buscando en aquellos bolsillos que no me eran conocidos y saqué un manojo de llaves. Probé una tras otra y al final encontré la que correspondía.
Fui por el caminillo y entré. Cartelones con flechas de tinta negra indicaban el camino. Volví hacia la derecha y entré en una habitación donde había amontonadas una porción de sillas de madera, incómodas.
—Hola, profesor —dijo una voz—. Venga a sentarse a mi lado y a esperar el turno.
Fui hacia el que había hablado, abriéndome camino hasta una silla al lado de la suya.
—Parece distinto usted esta mañana —continuó diciendo—. ¿Qué ha hecho?
Le dejé hablar y fui recogiendo pequeños retazos de información. El empleado iba dando nombres y los que esperaban iban a la mesa y se sentaban ante él. Oí un nombre que me pareció vagamente conocido. «¿Será el de alguien a quien conozco?», me pregunté. No se movió nadie y volvieron a repetir el nombre.
—¡Vaya, es usted! —dijo mi nuevo amigo.
Me levanté, fui hacia la mesa y me senté, como había visto hacer a los otros.
—¿Qué le ocurre esta mañana? —preguntó el empleado—. Le he visto entrar, luego dejé de verle y creí que se había ido a casa. —Me miró con fijeza—. No sé por qué parece distinto esta mañana. Cosa del peinado no puede ser, porque no tiene pelo.
Luego, poniéndose muy serio, declaró:
—No hay nada para usted, lo siento. Que tenga mejor suerte la próxima vez. El siguiente, haga el favor.
Salí desalentado y volví en bicicleta a Hampton Court. Allí compré un periódico y seguí por la orilla del Támesis. Era un lugar hermoso, un lugar a donde iban los londinenses en sus días libres. Me senté sobre la hierba en declive y, recostado en un árbol, leí las columnas del periódico correspondientes a las «ofertas de trabajo».
—No conseguirás nunca un empleo mediante la Bolsa de Trabajo —dijo una voz, y salió del camino un hombre que fue a dejarse caer en la hierba a mi lado. Arrancando una hojita la masticó pensativo, y pasándola de un lado a otro de la boca—. No te pagan ningún subsidio, ¿verdad? Pues entonces no te colocarán tampoco. Se ahorran dinero, ¿comprendes?
Pensé en lo que decía y me pareció razonado, aun cuando el hombre aquel hablaba con un lenguaje tal que hacía dar vueltas a mi cabeza.
—Bueno, ¿qué haría usted?
—¿Yo? ¡Qué ingenuo! Yo no quiero ningún trabajo. Voy sólo a que me den el subsidio y con eso me arreglo y hasta ahorro un poco. Bueno, chico, si verdaderamente deseas trabajo, ve a uno de esos Burreys. Mira aquí; deja que eche un vistazo.
Tendió la mano y tomó el periódico. Quedé desconcertado e interrogándome qué sería un Burrey. ¡Cuánto había que aprender!, pensé. Qué ignorante era de todo lo referente al mundo occidental. Humedeciéndose los dedos y mascullando las letras para sí, el hombre aquel pasaba las hojas.
—¡Aquí está! —exclamó triunfalmente—. «Burreys de Colocación», aquí. Eche un vistazo usted mismo.
Rápidamente recorrí la columna claramente señalada con la huella de un pulgar sucio. «Bureau de Colocación, Agencias de Trabajo, Empleos».
—Pero esto es para mujeres —dije, contrariado.
—¡Quítese usted de ahí! —replicó—. No sabe leer. Aquí dice hombres y mujeres. Vaya a verles y no deje que le engañen. Ah, si les deja, le manejarán a su antojo. Dígales qué trabajo quiere y todo lo demás.
Aquella tarde me apresuré a ir al centro de Londres y, trepando por unas sucias escaleras, subí a unas oficinas destartaladas en una calle apartada de Soho. Una mujer maquillada, con cabello rubio artificial y uñas pintadas de rojo escarlata, estaba sentada ante una mesa metálica en una habitación tan pequeña que podría ser una alacena.
—Quiero un empleo —dije.
Se echó hacia atrás y me observó con frialdad. Al bostezar abiertamente me mostró una porción de dientes averiados y una lengua sarrosa.
—¿Ooaryer[2]? —dijo.
Me la quedé mirando con la boca abierta.
—¿Ooaryer? —repitió.
—Lo siento —dije—, pero no comprendo su pregunta.
—¡Oogaw! —suspiró, hastiada—. No habla inglés. Aquí tiene un impreso para llenarlo.
Me lanzó un cuestionario, cogió la pluma, el reloj, el libro y el bolso de mano y desapareció en alguna habitación de atrás. Sentándome, me afané en el cuestionario. Después de mucho reapareció y señaló con el pulgar hacia la dirección por donde había venido.
—Entre allí —ordenó.
Me levanté de la silla y pasé a un cuarto un poco mayor. Allí había un hombre sentado tras de una mesa maltrecha y atestada de papeles en desorden. Estaba masticando el extremo de un puro barato y apestoso, con un sombrero lleno de manchas puesto en la nuca. Hizo un gesto para que me sentara ante él.
—¿Tiene el dinero de la inscripción? —preguntó.
Busqué en el bolsillo y saqué la suma señalada en el impreso.
Él la tomó, contó dos veces el dinero y se lo metió en un bolsillo.
—¿Dónde estaba esperando? —preguntó.
—En la oficina de fuera —respondí ingenuamente.
Con gran consternación mía se echó a reír con grandes carcajadas.
—¡Ju, ju, ju! —rugió—. ¡Le pregunto dónde ha estado sirviendo y me dice que en la oficina de fuera! —Enjugándose sus ojos llorosos, se dominó con visible esfuerzo y dijo—: Oiga, es cómico, pero no puedo perder el tiempo. ¿Ha sido camarero o algo así?
—No —repliqué—. Deseo trabajo en alguna de estas ramas. —Le di una lista completa de las cosas que podía hacer—. Ahora diga si puede serme útil o no.
Frunció el ceño y miró la lista.
—Bueno, no sé —dijo, indeciso—. Habla como un duque. Bueno, veremos lo que puedo hacer. Venga dentro de una semana.
Con esto volvió a encender su puro apagado, colocó los pies sobre la mesa y, tomando un periódico de carreras de caballos, se puso a leerlo.
Salí desilusionado, pasé junto a la mujer pintada, que me despidió con una mirada altanera y un bufido, y descendí por las escaleras crujientes a la calle sombría.
No muy lejos de allí había otra agencia y me encaminé hacia allí. Se me encogió el corazón a la vista de la entrada. Una puerta lateral, escaleras de madera desnuda, y las paredes sucias con la pintura descascarillada. Arriba, en el segundo piso, abrí una puerta donde decía: «Pase». Dentro, en una habitación amplia que abarcaba todo el ancho de la casa, había mesas destartaladas y en cada una de ellas un hombre o una mujer con un montón de fichas enfrente.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó una voz a mi lado.
Al volverme vi una mujer que podría tener setenta años, aun cuando parecía mayor. Antes de que yo respondiese, me tendió un cuestionario, con la demanda de que lo llenara y se lo diese a la muchacha de la mesa despacho. Lo llené pronto con todos los numerosos y muy personales detalles y luego se lo llevé a la muchacha, como se me había dicho. Sin echarle un vistazo, ella dijo:
—Tiene que pagarme ahora los gastos de inscripción.
Así lo hice, pensando que tenían un medio cómodo de hacer dinero. Ella lo contó cuidadosamente, lo pasó a otra mujer que también lo contó y luego me dieron un recibo. La muchacha se puso en pie y gritó:
—¿Hay alguno libre?
Un hombre que estaba en una mesa despacho a lo lejos, agitó perezosamente una mano. La muchacha se volvió hacia mí y dijo:
—El señor aquel se ocupará de usted.
Fui hacia él, andando entre las mesas. Durante algún tiempo no se dio por enterado de mi presencia, sino que siguió escribiendo. Luego me tendió la mano. Yo la tomé y se la estreché, pero él la retiró enojado, diciendo furioso:
—No, no. Quiero ver su recibo. Su recibo, ¿entiende?
Estudiándolo cuidadosamente, le dio vuelta para examinar el reverso en blanco.
Volviendo a leer el anverso, pareció opinar que era auténtico a pesar de todo, porque preguntó:
—¿Quiere tomar una silla?
Con gran sorpresa mía tomó otro impreso y me preguntó todo aquello a lo que acababa de responder por escrito. Luego, dejando caer el impreso llenado por mí en el cesto de los papeles, echó el suyo a un cajón y dijo:
—Venga a verme dentro de una semana y veré lo que puedo hacer.
Reanudó su escritura que, según pude ver, era una carta personal a una mujer.
—¡Oiga! —dije en voz alta—. Necesito que se ocupe de mí ahora.
—Mi querido amigo —farfulló—. Nosotros, sencillamente, no podemos hacer las cosas tan deprisa; hemos de tener método, ¿comprende?, método.
—Bueno —dije—. Quiero una ocupación ahora o que me devuelvan el dinero.
—Querido amigo, querido amigo —suspiró—, ¡es verdaderamente fantástico!
Echando un vistazo a mi expresión resuelta, suspiró de nuevo y empezó a abrir un cajón tras otro, como ganando tiempo para pensar qué iba a hacer a continuación. Tiró de uno con demasiado fuerza, hubo un golpetazo y se esparcieron por el suelo objetos personales de todo género. Una caja con un millar de clips se volcó. Anduvimos recogiendo del suelo cosas y echándolas sobre la mesa.
Por fin todo quedó recogido y puesto en su sitio.
—Este condenado cajón —dijo, resignado—. Siempre se sale. Los otros están ya acostumbrados a esto.
Durante algún tiempo quedó allí repasando el fichero, luego miró montones de papeles y movió la cabeza negativamente. Cuando los guardó y cogía otro montón, dijo:
—¡Ah! —y luego quedó callado. Minutos después añadió—: Sí, tengo un trabajo para usted.
Revolvió los papeles, se cambió de gafas y tendió la mano a ciegas hacia un montón de tarjetas. Tomando la que estaba encima, la colocó ante él y lentamente empezó a escribir:
—Vamos a ver, ¿dónde es? ¡Ah, sí! En Clapham. ¿Conoce Clapham?
Sin esperar la respuesta prosiguió:
—Es un estudio de revelado fotográfico. Tendrá que trabajar por las noches. Los fotógrafos callejeros del West End llevan allí su trabajo por la noche y recogen las pruebas por la mañana. Hum, sí, vamos a ver. —Siguió revolviendo papeles—. En ocasiones tendrá que trabajar usted también en el West End con la cámara, como suplente. Ahora lleve esta tarjeta a esta dirección y vea a este señor —terminó, señalando con el lápiz el nombre que había escrito en la tarjeta.
Clapham no era uno de los distritos más sanos de Londres; la dirección a la que fui se hallaba en una calle apartada y pobre de un barrio cercano a un apartadero del ferrocarril y era ciertamente un lugar poco grato. Llamé a la puerta de una casa cuya pintura estaba desconchada y que tenía en una ventana un cristal «reparado» con papel de goma. La puerta se abrió ligeramente y por ella atisbó una mujer desaliñada y con los cabellos revueltos que le caían sobre el rostro.
—¡Eh! ¿Qué quiere?
Se lo dije y, sin responder, se volvió para gritar:
—¡Harry! ¡Uno que viene a verte!
Después se fue, cerrando la puerta y dejándome fuera. Algún tiempo después la puerta se volvió a abrir y apareció en ella un hombre de aspecto rudo, sin afeitar, sin cuello y con un cigarrillo colgando del labio inferior. A través de los grandes agujeros de las zapatillas asomaban los dedos de sus pies.
—¿Qué desea, jefe? —preguntó.
Le tendí la tarjeta del Bureau de Colocación. Él la tomó por un ángulo y, después de mirarla, me miró a mí. Luego volvió a mirar la tarjeta y dijo:
—Extranjero, ¿eh? Hay muchos en Clapham. No tan deseables como nosotros los ingleses.
—¿Quiere hablarme del trabajo? —pregunté.
—Todavía no —replicó—. Primero tengo que examinarle. Pase. Estoy en el bismint.
Con esto me dio la espalda y desapareció. Al entrar estaba bastante desconcertado. ¿Cómo podía estar en el bismint cuando se hallaba ante mí?
¿Y qué era, a fin de cuentas, el bismint?
El vestíbulo de la casa era oscuro. Permanecí allí sin saber a dónde ir y me sobresalté cuando una voz gritó a mi lado, al parecer junto a mis pies:
—¡Eh, jefe! ¿No baja?
Hubo un arrastrar de pies y la cabeza del hombre asomó por la puerta, débilmente iluminada del basament (sótano), puerta que yo no había visto. Le seguí por unas escaleras de madera destartaladas, temiendo caer por ellas a cada paso.
—El laboratorio —dijo el hombre con orgullo.
Una bombilla de tono ámbar oscuro lucía a través del humo de tabaco. La atmósfera era sofocante. A lo largo de una pared había una mesa de trabajo con un desagüe que corría por toda su longitud. Sobre ella, cubetas de revelado esparcidas a lo largo. En una mesa aparte, a un costado, una ampliadora muy usada, mientras que una tercera mesa, forrada con lámina de plomo, contenía una serie de grandes frascos.
—Me llamo Harry Henry —dijo el hombre—. Prepare sus soluciones para que pueda ver cómo se las arregla. —Y, como pensándolo después, añadió—: Nosotros empleamos siempre el contraste Johnson; salen muy bien.
Harry se puso a mi lado y encendió una cerilla en el fondo de sus pantalones para prender un cigarrillo. Preparé prontamente las disoluciones, el revelador y el fijador.
—Muy bien —dijo—. Ahora tire de ese carrete y haga unas cuantas pruebas. —Cuando iba a probar con un trozo de papel añadió—: No gaste papel; deles cinco segundos.
Harry quedó satisfecho de mi trabajo.
—Pagamos mensualmente, jefe —declaró—. No haga desnudos. No quiero disgustos con la poli. Deme a mí todos los desnudos. Los muchachos tienen a veces la ocurrencia de introducir desnudos especiales para clientes especiales. Ésos me los pasan todos a mí. ¿Comprendido? Ahora empezará a trabajar a las diez de la noche y lo dejará a las siete de la mañana. ¿Conforme? Entonces trato hecho.
Aquella noche, poco antes de las diez, recorrí la sucia calle, tratando de leer los números a la luz difusa. Llegué a la casa y subí por las desaseadas escaleras hasta la puerta agrietada y desconchada. Llamé, di un paso atrás y esperé. Pero no mucho. La puerta se abrió de golpe con un crujido de sus herrumbrosas bisagras. Allí estaba la misma mujer, aquella que me había abierto cuando llamé la primera vez. Era la misma, pero diferente. Tenía la cara empolvada y pintada, el cabello cuidadosamente ondulado y un traje casi transparente que con la luz del vestíbulo tras ella mostraba sus formas rollizas con todo detalle. Me dedicó una amplia y desdentada sonrisa, y dijo:
—Pasa, querido. Soy Marie. ¿Quién te ha dado mi dirección?
Sin esperar mi respuesta, se inclinó hacia mí, con el escotado vestido combándose peligrosamente, y añadió:
—Son treinta chelines la media hora o tres libras diez chelines la noche. Conozco muchos trucos, querido.
Cuando se apartó para que entrara yo, me dio la luz del vestíbulo en el rostro. Al ver mi barba me lanzó una mirada furibunda.
—¡Ah, es usted! —dijo fríamente, y la sonrisa desapareció de su rostro, como la tiza cuando se borra un encerado con un trapo húmedo—. Perdiendo el tiempo —refunfuñó—. ¡Quién iba a suponerlo! ¡Usted! —vociferó—. Tiene que hacerse de una llave. A estas horas de la noche estoy ocupada.
Me volví, cerré la puerta de la calle tras de mí y me dirigí al sótano lóbrego. Había montones de carretes para ser revelados; parecía que todos los fotógrafos de Londres habían volcado sus chasis allí. Trabajé en las tinieblas estigianas, descargando los carretes, sujetándolos con clips por un extremo y metiéndolos en los tanques. «Tan, tan, tan», sonó el reloj. Enteramente, de improviso, sonó también el timbre anunciándome que las películas estaban listas para pasar al lavado por unos minutos. Fuera otra vez y a sumergirlas en el fijativo por un cuarto de hora. Otro chapuzón, esta vez en hiposulfito, y las películas estaban dispuestas para el secado.
Mientras se estaba secando encendí la luz ámbar y amplié unas cuantas pruebas.
Dos horas después tenía todas las películas ampliadas, fijadas, lavadas y secadas rápidamente en alcohol metílico. Habían pasado cuatro horas y estaba adelantando mucho en el trabajo, pero también estaba sintiendo hambre. Eché un vistazo en torno, pero no vi medio alguno de preparar té. Ni siquiera había nada con qué hervir el agua; así que me senté, desenvolví mis bocadillos y lavé cuidadosamente una copa graduada del laboratorio para poder beber un poco de agua. Pensé en la mujer de arriba, preguntándome si estaría bebiendo un buen té caliente y deseando que me trajera una taza.
La puerta que había en lo alto de las escaleras del sótano se abrió de golpe, con estrépito, dejando pasar un torrente de luz. Apresuradamente me lancé a cubrir un paquete de papel sensible abierto, antes de la que la luz lo velara, cuando una voz vociferó:
—¡Eh! ¡Usted, el que está allí! ¿Quiere una taza? Esta noche no se dan bien los negocios y acabo de hacer una tetera antes de irme a la cama. No podía quitármele a usted del pensamiento. Debe haber sido la telepatía.
Rió su propia broma y bajó con estrépito las escaleras. Posando la bandeja, se sentó en un asiento de madera y exhaló un ruidoso:
—¡Uf! ¿No está demasiado caliente esto? —Se deslió el cinturón de la bata y la abrió. Horrorizado, vi que ¡no llevaba nada debajo! Ella percibió mi mirada y rió a carcajadas—. No estoy tentándole; tiene otros trabajos entre manos esta noche.
Se puso en pie y la bata cayó al suelo, mientras tendía la mano al montón de las pruebas que se estaban secando.
—¡Hola! —exclamó, rebuscando entre ellas—. ¡Qué caras! No sé dónde toman esos tíos las fotos.
Volvió a sentarse, abandonando, al parecer, su bata sin desagrado. Hacía calor y se estaba tornando aquello más caliente aún.
—¿Cree en la telepatía? —preguntó.
—Desde luego —repliqué.
—Pues yo he visto un espectáculo en el Palladium donde hicieron telepatía. Yo apostaría que era de verdad, pero el fulano que me llevó dijo que era todo mentira.
Hay una leyenda oriental acerca de un viajero que marchaba por el espacioso desierto de Gobi. Su camello había muerto y el hombre iba arrastrándose casi muerto de sed. Frente a él, de pronto, vio lo que parecía ser un pellejo de cabra lleno de agua, uno de esos pellejos que llevan los viajeros. Se abalanzó con furia hacia él y se inclinó para beber, encontrándose con que era solamente una piel repleta de diamantes de lo mejor, que otro viajero sediento había dejado abandonada para aligerar su carga. Así se comportan las gentes en Occidente. Buscan riquezas materiales, buscan progresos técnicos, cohetes cada vez mayores y que produzcan mayores explosiones, aviones sin piloto e intentan la investigación del espacio. Pero los valores auténticos: el viaje astral, la clarividencia y la telepatía los miran con recelo, creyendo que son trucos escénicos engañosos o cómicos.
Cuando fueron los ingleses a la India, era bien sabido que los hindúes podían enviar mensajes a larga distancia, referentes a revueltas, obstáculos para el desembarco o cualquiera otra noticia de interés. Esos mensajes recorrían el país en unas cuantas horas. Lo mismo se observó en África y fue conocido como el «telégrafo de la selva». Con adiestramiento adecuado no se necesitarían los telégrafos alámbricos. Ni los teléfonos, que nos atacan los nervios. Podríamos mandar mensajes valiéndonos de nuestras capacidades innatas. En países orientales «simpatizan» con la idea y no existen allí pensamientos en contra que eviten poner en funciones las dotes naturales.
—Marie —le dije—. Voy a mostrarle un pequeño truco que demuestra la telepatía, o que la Mente está sobre la Materia. Yo soy la Mente y usted es la Materia.
Me miró con recelo, casi indignada por un momento, pero luego replicó:
—De acuerdo; alguna broma, por supuesto.
Concentré mi pensamiento en la nuca de ella, imaginando que una mosca le picaba. Vi al insecto picándole. De pronto, Marie se dio un capirotazo en aquel sitio, utilizando una palabra muy fea para designar al insecto ofensor. Imaginé que le picaba aún con más fuerza y mirándome se echó a reír.
—¡Atiza! —exclamó—. Si yo pudiera hacer eso, me divertiría mucho con los fulanos que vienen a visitarme.
Noche tras noche fui a la casucha de la calleja retirada y gris. Cuando Marie no estaba ocupada, solía bajar con una tetera a charlar y a escuchar. Poco a poco me fui dando cuenta de que bajo su duro exterior, y a pesar de la vida que llevaba, era una mujer bondadosa con quienes estaban necesitados. Me habló del que me daba trabajo y me previno que debía estar en la casa temprano el último día del mes.
Noche tras noche, revelé y tiré pruebas, dejando todo dispuesto para ser recogido a primera hora de la mañana. Durante todo un mes no vi a nadie sino a Marie; luego, el día treinta y uno me quedé más tarde. A eso de las nueve bajó con estrépito por las escaleras sin alfombrar un individuo de aire astuto. Se detuvo al llegar abajo y me miró con manifiesta hostilidad.
—Se cree que le van a pagar, ¿eh? —dijo con desdén—. Usted trabaja de noche; ahora, fuera de aquí.
—Me iré cuando esté dispuesto a hacerlo, no antes —repliqué.
—¿Qué? —exclamó—. ¡Le voy a enseñar a cerrar la boca!
Atrapó una botella, le quitó el cuello de un golpe contra la pared y vino hacia mí con los filos mellados dirigidos contra mi rostro. Estaba fatigado y un poquito enfadado. Algunos de los más grandes maestros del arte me habían enseñado a luchar en Oriente. Desarmé al despreciable y pequeño sujeto, una tarea fácil, y echándomelo encima de las rodillas le propiné la azotaina mayor que nunca había recibido. Marie oyó los gritos, se lanzó fuera de la cama y se sentó en las escaleras a disfrutar con la escena. El fulano estaba llorando verdaderamente; de modo que le metí la cabeza en el tanque de lavar las pruebas, con el fin de que se limpiara las lágrimas y dejara de lanzar palabras obscenas. Cuando lo dejé en pie, le ordené:
—Quédese en un rincón. Si se mueve antes de que se lo permita, empezaremos de nuevo.
No se movió.
—¡Atiza! Esto es algo que merece la pena de verse —dijo Marie—. Este enano es el jefe de una de las bandas de Soho. Usted lo tiene asustado a pesar de ser él quien siempre asusta a todos.
Me senté y esperé. Cosa de una hora después, el que me había dado trabajo bajó por la escalera y se puso pálido al verme con el «gángster».
—Quiero mi dinero —le dije.
—Es un mes malo —replicó él— y no tengo dinero. He de pagarle a él por su protección —añadió, apuntando al «gángster». Le miré.
—¿Se cree que voy a trabajar en este cochino agujero por nada?
—Deme unos días y veré si pudo rebañar algo. Éste —señaló al «gángster»— se lleva todo mi dinero, porque si no le pago pone a mis fotógrafos en un brete.
Ni pago, ni muchas esperanzas de conseguirlo tampoco. Convine en continuar otras dos semanas, para dar al «patrono» tiempo de encontrar dinero de algún modo. Dejé la casa entristecido, pensando en la suerte que tenía al poder ir en bicicleta a Clapham, pues me ahorraba los gastos de transporte. Cuando iba a quitar la cadena a mi máquina, el «gángster» se deslizó furtivamente hacia mí.
—Oiga —me susurró con voz ronca—: ¿quiere conseguir un buen trabajo? Sígame. Veinte libras por semana, todo al contado.
—Lárguese de aquí, lloricón traicionero —repuse severamente—. ¡Veinticinco libras por semana!
Como me volví exasperado hacia él, se escabulló con ligereza, murmurando:
—¡Ponga treinta, la oferta máxima! ¡Todas las mujeres que quiera y la bebida que se le antoje! ¡Diviértase!
Al ver mi expresión, saltó por encima de la barandilla del sótano y desapareció rápidamente hacia las habitaciones privadas de alguien. Yo volví las espaldas y, subiendo a la bicicleta, partí.
Durante casi tres semanas conservé el puesto, haciendo el revelado y trabajando luego un rato como fotógrafo callejero. Pero ni yo ni los otros conseguimos que nos pagaran. Al fin, desesperados, nos marchamos todos.
Para entonces nos habíamos mudado a una de esas ambiguas plazas del distrito de Bayswater, y visité las Bolsas de Trabajo unas tras otras. Al fin, probablemente por deshacerse de mí, un funcionario dijo:
—¿Por qué no va al departamento de Empleos Superiores, en Tavistock Square? Le daré una tarjeta.
Fui allí muy esperanzado. Se me hicieron promesas maravillosas. Una de ellas fue ésta:
—¡Caramba! Pues sí, puede usted convenirnos. Precisamente necesitamos una persona para una nueva estación de investigaciones atómicas en Caithness, Escocia. ¿Podría ir allí para una entrevista?
Afanosamente rebuscó entre los papeles. Yo repliqué:
—¿Pagan los gastos de viaje?
—¡Ah, querido señor, no! —fue la enfática respuesta—. Tendrá que ir por su cuenta.
En otra ocasión viajé —por mi cuenta— a Carding, en Gales. Se precisaba allí una persona con conocimiento de construcciones. Hice el viaje por mi cuenta a través de Inglaterra y Gales. Anduve por las calles de Carding y llegué al otro extremo de la ciudad.
—¡Vaya, vaya! Pues todavía está muy lejos, mire —dijo una afable mujer a la que pregunté la dirección.
Seguí anda que anda y finalmente llegué a la puerta de una casa oculta entre los árboles. La calzada interior estaba bien cuidada y era muy larga y empinada. Al fin llegué. El hombre amable con el que me vi examinó mis papeles (los que me habían sido enviados a Inglaterra desde Shanghai). Los examinó y asintió con un gesto.
—Con certificados así no debe tener dificultades para obtener empleo —dijo—. Por desgracia carece de experiencia en cuanto a los contratos de construcciones en Inglaterra. En consecuencia no puedo ofrecerle ningún puesto. Pero dígame —preguntó—, tiene título de médico, ¿por qué estudió también construcciones? Veo que es aparejador de obras.
—Como médico tenía que viajar por regiones remotas y quería poder dirigir la construcción de mi propio hospital.
—Humm, desearía poder ayudarle, pero no me es posible.
Fui errando por las calles de Carding, y volví a la lúgubre estación del ferrocarril. Hube de esperar dos horas hasta que hubiera un tren. Al fin llegué a casa y comuniqué una vez más: «Nada de trabajo». Volví a la agencia de colocaciones al día siguiente. El que estaba sentado en el pupitre —¿se habría levantado alguna vez de allí?— dijo:
—Mire, querido muchacho, sencillamente aquí no podemos hablar. Invíteme a almorzar y podré decirle algo, ¿eh?
Durante más de dos horas esperé en la calle, mirando a las ventanas y deseando que no me dolieran tanto los pies. Un policía londinense me miró adustamente desde el otro lado de la calle, al parecer indeciso entre qué pudiera ser yo: un individuo inofensivo o un atracador de bancos en perspectiva. ¡Acaso a él también le dolerían los pies! Al fin el hombre pudo despegarse de su mesa y bajó con estrépito por la destartalada escalera.
—Un número setenta y nueve, querido muchacho. Tenemos que tomar un número setenta y nueve. Conozco un lugar excelente y muy económico para el servicio que ofrece.
Fuimos calle arriba, subimos a un autobús 79, y pronto llegamos a nuestro destino; uno de esos restaurantes de las calles laterales, sólo un poco apartado de las vías principales, donde cuanto menor es el local, mayores son los precios. El Hombre Despegado de su Mesa y yo almorzamos; el mío fue un almuerzo frugal, el suyo extraordinariamente abundante. Luego, con un suspiro de satisfacción, dijo:
—Como sabe, querido muchacho, todos ustedes esperan encontrar un buen empleo; pero no piensan nunca que si los empleos que hay disponibles fueran buenos, nosotros, los empleados de la agencia, los ocuparíamos antes que ustedes. Nuestros propios puestos no nos permiten vivir con desahogo, como sabe.
—Bueno —dije—, pero debe de haber algún medio de obtener un empleo en esta condenada ciudad o fuera de ella.
—La dificultad en cuanto a usted está en que tiene un aspecto diferente y llama la atención. También parece enfermo. Acaso sería conveniente que se afeitara la barba.
Me miró pensativo, evidentemente preguntándose cómo podría largarse con cierta gallardía. De pronto miró el reloj y se puso en pie de un salto.
—Mire, querido muchacho, tengo sencillamente que salir volando. El querido capataz de esclavos estará vigilando —me dio una palmadita en un brazo y dijo—: ¡Bah, bah! No pierda el tiempo viniendo a vernos; sólo tenemos trabajo para camareros y cosas así.
Con esto me volvió la espalda, girando sobre los talones y se fue, dejando que pagara su cuenta, bastante elevada.
Salí sin prisa y fui calle adelante. A falta de otra cosa mejor que hacer estuve mirando unos pequeños anuncios que había en un escaparate. «Viuda joven con niño desea trabajo…». «Tallista capaz de trabajos difíciles, necesita encargos». «Dama masajista, realiza tratamientos a domicilio» («desde luego que así será», dije para mí). Cuando me alejé de allí estuve considerando la cuestión: si las agencias ortodoxas, los «bureau» y las bolsas no podían serme útiles, ¿por qué no probar a poner un anuncio en un escaparate? «¿Por qué no?», repitieron mis pobres pies cansados, mientras con ruido cavernoso hollaban la acera dura y antipática.
Aquella noche, en casa, rebusqué en mi cabeza, tratando de encontrar el medio de vivir y de hacer dinero suficiente, a fin de llevar adelante las investigaciones sobre el aura. Por último escribí a máquina seis tarjetas postales que decían:
«Doctor en Medicina (título no revalidado en Inglaterra) se ofrece para ayudar en casos psicológicos. Informes aquí».
Hice también otras seis que rezaban:
«Hombre de carrera que ha viajado muchísimo, con títulos científicos, ofrece sus servicios para cualquier cosa desacostumbrada. Excelentes referencias. Escribir: Apartado…».
Al día siguiente, con los anuncios colocados en lugar prominente, tras la vidriera de ciertos escaparates estratégicos de Londres, quedé en espera de los resultados. Y los hubo.
Logré obtener suficiente trabajo psicológico como para ayudarme a vivir, y el fuego mortecino de nuestra economía doméstica creció poco a poco. Como trabajo complementario redacté anuncios, sin figurar en la plantilla, para una de las casas más importantes de productos farmacéuticos, que me proporcionó trabajo por horas. El director, muy generoso y humano, con quien hablé, un médico, me hubiera tomado como fijo, a no ser por el sistema de seguros del personal que estaba en funciones. Era demasiado viejo y estaba demasiado enfermo. Esforzarse en tomar posesión de un cuerpo es algo terrible. El esfuerzo para lograr que las moléculas del cuerpo «nuevo» fueran sustituidas por las del mío, fue casi más de lo que podía soportar. Sin embargo en interés de la ciencia, insistí. Ahora eran más frecuentes mis viajes astrales al Tíbet, durante las noches o durante los fines de semana: cuando comprendía que no iba a ser perturbado. Porque perturbar el cuerpo de alguien que está viajando en lo astral puede ser con frecuencia fatal. Mi solaz era la compañía de aquellos altos lamas que podían verme astralmente y mi recompensa estaba en sus encomios a mis actos. En una de esas visitas tuve que lamentar la muerte de un animalito muy amado, un gato con inteligencia suficiente para avergonzar a muchos humanos. Un viejo lama que estaba conmigo en lo astral sonrió comprensivo, y dijo:
«Hermano mío, ¿recuerdas la parábola del grano de mostaza?». ¡Qué bien la recordaba! Era una de las enseñanzas de nuestra fe.
La pobre mujer, que era joven, había perdido a su primer hijo. Casi enloquecida por el dolor, erraba por las calles de la ciudad, implorando algo, o alguien que devolviera la vida a su hijo. Algunas personas se apartaban compadecidos, otros desdeñosos se burlaban de ella, llamándola loca, por creer que su criatura podía retornar a la vida. No podía consolarse y nadie encontraba palabras para aliviar su pena. Al fin, un viejo sacerdote, observando su extrema desesperación, la llamó y le dijo:
«Sólo hay un hombre en el mundo entero que puede ayudarte. Es el Perfecto, el Buda que reside en lo alto de esa montaña. Ve a verle».
La joven y acongojada madre, con el cuerpo dolorido por el peso de su pena, subió despacio el áspero camino de la montaña hasta que, al fin, al dar vuelta a un recodo, vio a Buda sentado en una roca. Postrándose, exclamó:
«¡Oh, Buda! ¡Vuelve a mi hijo a la vida!».
Buda se levantó y tocó suavemente a la pobre mujer, diciendo: «Baja a la ciudad, ve de casa en casa y tráeme un grano de mostaza del hogar en el cual no haya muerto nunca nadie».
La pobre mujer lanzó exclamaciones de júbilo cuando se puso en pie y se apresuró a descender por el costado de la montaña.
Fue apresurada a la primera casa y dijo:
«Buda me pide que le lleve un grano de mostaza de un hogar donde no se conozca la muerte».
«En esta casa han muerto muchos», le dijeron. En la próxima se le dijo:
«Sería imposible decirte cuántos han muerto aquí, porque es una casa vieja».
Fue de casa en casa, por toda la calle y por la siguiente y por la que seguía después. Sin descansar apenas para reposar o comer, prosiguió por toda la ciudad, de casa en casa, y no pudo encontrar una sola que no hubiera sido visitada alguna vez por la muerte.
Poco a poco volvió a seguir sus pasos, subiendo la ladera de la montaña. Buda, como antes, estaba sentado meditando.
«¿Me has traído el grano de mostaza?», preguntó.
«No, ni lo buscaré más —digo ella—. Mi dolor me cegaba de tal modo que creía ser la única que sufría y padecía».
«Entonces, ¿por qué has vuelto a mí?», preguntó Buda.
«Para pedirte que me enseñes la verdad», respondió ella.
Y Buda le dijo:
«En todos los mundos humanos y en todos los mundos divinos sólo hay una ley: que las cosas son perecederas».
Sí, yo conocía todas las Enseñanzas, pero la pérdida de un ser querido seguía siendo una pérdida. El viejo lama sonrió otra vez y dijo:
«Una linda personita vendrá a alegrar tu vida extraordinariamente difícil y dura. Espera».
Algún tiempo después, varios meses después, tuvimos a «Lady Ku’ei» en nuestra casa. Era una gata siamesa de notable belleza e inteligencia. Criada por nosotros como se puede criar a un ser humano, respondió como lo haría un humano de buena condición. No cabe duda de que alivió nuestras penas y aligeró el peso de las traiciones humanas.
Mi trabajo independiente, sin ningún derecho legal, era difícil, sin duda. Mis pacientes corroboraban la opinión de que cuando el diablo se halla enfermo querría ser monje; pero cuando el diablo se cura, es el diablo. Los relatos que contaban los pacientes para explicar que no podían pagar llenarían muchos libros y obligarían a los críticos a trabajar con exceso. Continué mi búsqueda de un trabajo permanente.
—Ah —dijo un amigo—, podía escribir por su cuenta, como «negro» literario. ¿Cómo no ha pensado en eso? Un amigo mío ha escrito numerosos libros; le daré una tarjeta de presentación para él.
Fui a uno de los grandes museos de Londres a ver al amigo. Se me hizo pasar a un despacho que por un momento pensé era el almacén del museo. Tenía miedo de moverme por temor a tirar algo, así que me senté y empecé a cansarme de estar sentado. Al fin, «el amigo» entró.
—¿Libros? —dijo—. ¿Quiere escribir por su cuenta? Le pondré en contacto con mi agente. Él está en condiciones de organizar algo.
Garabateó afanosamente y luego me tendió un papel con una dirección. Casi antes de que supiera lo que había ocurrido, ya estaba él fuera del despacho. «Bueno —pensé—. ¿Será ésta otra empresa quimérica?».
Miré el trozo de papel que tenía en la mano. ¿Regent Street? Pero ¿en qué lugar de la calle estaría? Bajé del metro en Oxford Circus y, con mi suerte de costumbre, descubrí que estaba en el extremo contrario. Regent Street se hallaba atestada; las gentes parecían rondar a la entrada de los grandes almacenes. Un pelotón de muchachos uniformados o una banda del Ejército de Salvación, no sabría decir cuál de las dos cosas, marchaba ruidosamente por Conduit Street abajo. Seguí andando, pasé ante la asociación de orfebres y plateros, pensando en lo mucho que podrían ayudarme para mis investigaciones unas pocas de sus joyas. Donde la calle se curvaba para entrar en Piccadilly Circus, crucé a la otra acera y busqué aquel condenado número. Había agencias de viaje y zapaterías, pero no agentes literarios. Luego vi el número emparedado entre dos tinieblas. Penetré por un pequeño vestíbulo en cuyo extremo distante había un ascensor abierto. Vi un pulsador y lo oprimí. Pero no ocurrió nada. Esperé cosa de cinco minutos y oprimí de nuevo el botón. Hubo ruido de pisadas.
—Me ha hecho salir del sótano de la calefacción —dijo una voz—. Precisamente cuando estaba tomando una taza de té. ¿Qué piso desea?
—Quiero ver a Mr. B… —dije—. No sé el piso.
—Ah, el tercero —dijo el hombre—. Está en casa. Le he subido. Aquí es —dijo, abriendo la verja de hierro—. Dando vuelta a la derecha, en aquella puerta. —Con esto desapareció para volver a su té frío.
Abrí la puerta que se me había indicado y fui hacia un pequeño mostrador.
—¿El señor B…? —dije—. Tengo una cita con él.
Una muchacha de pelo negro salió en busca del señor B… y yo miré en torno. Al otro lado del mostrador había otras muchachas tomando té. Un anciano estaba dando instrucciones sobre la entrega de unos paquetes. Tras de mí hallé una mesa con unas cuantas revistas —como en la sala de espera del dentista, pensé— y, en la pared, anuncios de algunas editoriales.
Toda la oficina parecía estar atestada de paquetes de libros y, contra una pared distante, se alineaban escritos recién desempaquetados.
—El señor B. estará con usted dentro de un momento —dijo una voz.
Cuando me volvía para sonreír agradecido a la muchacha del pelo negro, se abrió una puerta lateral y entró el señor B. Le miré con interés, porque era el primer agente literario que había visto en mi vida, o del que tenía noticia. Llevaba barba y pude imaginarlo como un viejo mandarín chino. Pues, aun siendo inglés, poseía la dignidad y cortesía, sin par en Occidente, de un viejo chino culto.
El señor B. vino, me saludó, estrechándome la mano y me hizo pasar por la puerta lateral a un aposento muy pequeño que me recordó una celda de prisión sin rejas.
—Y bien, ¿en qué puedo servirle?
—Quiero trabajo —dije.
Me hizo preguntas sobre mi persona, pero pude ver por su aura que no tenía ningún trabajo que ofrecerme; que se mostraba cortés por consideración al hombre que me había presentado. Le mostré mis documentos de China y su aura parpadeó por el interés. Los tomó, los examinó atentamente y dijo:
—Debería escribir un libro. Creo que podría encargarle un libro.
Fue una impresión que casi me hizo caer de espaldas. ¿Yo? ¿Un libro sobre mí? Miré su aura con atención, con el fin de ver si lo decía de verdad, o si era sólo una manera cortés de despacharme. Pero su aura dijo que hablaba en serio, aunque tenía dudas en cuanto a mis facultades literarias. Cuando me despedí de él, sus últimas palabras fueron:
—Verdaderamente, debería escribir un libro.
—¿Cómo tiene esa cara tan triste? —preguntó el ascensorista—. Fuera brilla el sol. ¿No ha querido su libro?
—Eso es precisamente la dificultad —repliqué cuando salía del ascensor—: que lo quiere.
Fui por Regent Street pensando que todos estaban locos. ¿Escribir yo un libro? ¡Qué disparate! Todo cuanto deseaba era un empleo que me proporcionara dinero suficiente para subsistir y un poco más, a fin de poderme dedicar a las investigaciones aureicas, pero todo cuanto se me ofrecía era escribir un libro tonto acerca de mí mismo.
Poco tiempo antes había escrito a un anuncio que pedía escritores técnicos para libros instructivos referentes a la aviación. Por el correo de la noche recibí una carta en la que se me invitaba a acudir a una entrevista al día siguiente. «Ah —pensé—, al fin voy a conseguir ese trabajo en Crawley».
Al día siguiente, a primera hora de la mañana cuando me estaba desayunando antes de salir para Crawley, echaron una carta en el buzón. Era del señor B. Decía: «Debe escribir un libro. Piénselo seriamente y venga a verme de nuevo».
«¡Bah! —me dije—, detestaría tener que escribir un libro». Fui a la estación de Clapham para tomar el tren de Crawley. Aquel tren era para mí el más lento que conocí jamás. Parecía demorarse en todas las estaciones y hacía trabajosamente su camino entre una y otra, como si la locomotora o el maquinista estuvieran dando las últimas boqueadas. Por fin llegué a Crawley. El día se había vuelto ahora de un calor abrasador y yo había perdido el autobús. El siguiente me permitiría llegar a tiempo. Anduve por las calles, siendo mal orientado por una persona tras otra, porque la casa que iba a visitar estaba en un sitio poco conocido. Al fin, casi demasiado cansado para preocuparme por eso, llegué a un prado amplio y descuidado. Cruzándolo, me hallé por último ante una casa ruinosa donde parecía haber estado alojado todo un regimiento.
—Ha escrito una carta excepcional —dijo el hombre con quien me entrevisté—. Quería ver qué clase de hombre era aquél, capaz de escribir una carta así.
Quedé boquiabierto al pensar que me había hecho venir hasta allí sólo por una ociosa curiosidad.
—Pero usted solicitaba un escritor técnico —dije— y estoy dispuesto a someterme a cualquier prueba.
—Ah, sí —dijo el hombre—, pero hemos tenido muchas dificultades desde que se publicó ese anuncio. Estamos organizándonos y no tomaremos a nadie hasta dentro de seis meses cuando menos. Pero pensamos que le gustaría venir a ver nuestra casa.
—Estimo que deberían pagarme los gastos de viaje —repliqué—, puesto que me han traído aquí engañado.
—Ah, no podemos hacer eso —dijo—. Usted se ofrecía a acudir a una entrevista y nosotros nos hemos limitado a aceptar su oferta.
Estaba tan deprimido que el largo camino de retorno a la estación me pareció más largo todavía. La espera inevitable hasta que llegara el tren y el lento viaje de regreso a Clapham. Las ruedas del tren parecían ir diciendo tras de mí: «Debes escribir el libro, debes escribir el libro, debes escribir el libro». En París hay otro lama tibetano que vino a Occidente para una finalidad determinada. Por el contrario que yo, las circunstancias han dispuesto que eludiera toda publicidad. Realiza su tarea y muy pocas gentes saben que fue antaño lama de una lamasería del Tíbet al pie del palacio de Potala. Le había escrito pidiéndole su opinión, y diré, anticipando un poco las cosas, que fue del parecer de que sería insensato escribir.
La estación de Clapham se me antojó más sucia y deslucida que nunca, dado mi estado de ánimo. Marché por la rampa abajo a la calle y fui a casa. Mi esposa me miró al rostro y no preguntó nada. Después que comimos, aunque yo no tenía ganas, dijo:
—Ha telefoneado el señor B. esta mañana. Dice que debes hace una sinopsis y llevársela para que la vea.
¡Una sinopsis! Sólo pensar en eso me ponía malo. Luego leí las cartas que habían llegado. Dos de ellas decían que «el puesto estaba ya ocupado y que agradecían mi demanda». También había llegado la carta del lama, amigo mío, que estaba en Francia.
Me senté ante la máquina de escribir, estropeada y vieja, una «herencia» de mi antecesor, y me puse a teclear. Escribir para mí es arduo e ingrato. No tengo «inspiración» ni ningún dote para ello. Me limito a trabajar más que la mayoría sobre un tema y, cuanto más me desagrada éste, tanto más de prisa escribo, a fin de que quede terminado antes.
El día iba tocando a su tedioso fin y las sombras del anochecer llenaron las calles y fueron disipadas cuando el alumbrado público vino a lanzar un violento resplandor sobre las casas y las gentes. Mi esposa encendió la luz y corrió la cortina. Seguí escribiendo.
—Bueno —exclamé—, si esto no le gusta, dejaré todo. Y espero que no le guste.
A la tarde siguiente fui a visitar de nuevo al señor B. Miró una vez más mis papeles, luego tomó la sinopsis y se retrepó en el asiento para leerla. Frecuentemente asentía aprobatoriamente con la cabeza y, cuando hubo terminado, dijo con mucha reserva:
—Creo que podremos colocarlo. Déjeme esto y entretanto escriba el primer capítulo.
No sabía si debiera sentirme contento o afligido cuando bajaba por Regent Street hacia Piccadilly Circus. Mi situación económica había llegado a un punto peligrosamente bajo; sin embargo, me desagradaba el pensamiento de escribir acerca de mí.
Dos días después recibí una carta del señor B. en la que me invitaba a visitarle, anunciándome que tenía buenas noticias que darme. Mi corazón se angustió al pensarlo: ¡de modo que al fin tendría que escribir el libro! El señor B. radiaba benevolencia ante mí.
—Tengo un contrato para usted —dijo—. Pero quiero llevarle primero a que vea al editor.
Fuimos juntos a otra parte de Londres y entramos en una calle que había sido un barrio distinguido, con casas de muchos pisos. Ahora aquellas casas se usaban como oficinas y las personas que vivieron en ellas habitaban en distritos lejanos.
Fuimos por la calle adelante y nos detuvimos ante una casa de aspecto poco distinguido.
—Es aquí —dijo el señor B.
Penetramos en un oscuro vestíbulo y subimos por unas escaleras en curva hasta el primer piso. Al fin se nos introdujo ante el señor editor, que al principio parecía un poco sarcástico, pero que poco a poco se mostró más amable. La entrevista fue de breve duración y tras ella volvimos otra vez a la calle.
—Regresaremos a mi oficina, querido. ¿Dónde están mis gafas? —dijo el señor B., buscando afanosamente en sus bolsillos las gafas que echaba de menos. Suspiró con alivio cuando las encontró, y volvió a decir—: Volvamos a mi oficina, tengo el contrato dispuesto para la firma.
Por fin había algo concreto: un contrato para escribir un libro. Decidí que debía cumplirlo por mi parte y confié en que el editor lo cumpliera por la suya. Ciertamente, El Tercer Ojo hizo que el contrato resultara apetecible para él.
El libro progresó. Cada vez que terminaba un capítulo se lo llevaba al señor B. En numerosas ocasiones visité a este señor y a su señora en la encantadora casa donde vivían, y me sentía grato pagar aquí en particular un tributo de agradecimiento a la señora B. Me recibió como pocos ingleses lo hicieron. Me animó y fue la primera mujer inglesa que lo hizo. En todo momento fui acogido favorablemente por ella. Así, pues, ¡muchas gracias, señora B.!
El clima de Londres había hecho que mi salud empeorara en poco tiempo. Me esforcé por resistir mientras terminaba el libro, valiéndome de todo mi entrenamiento para alejar la enfermedad algún tiempo. Cuando terminé el libro tuve el primer ataque de trombosis coronaria y por poco muero. En un hospital londinense muy afamado, el personal médico se mostró intrigado acerca de muchas cosas respecto a mí; pero yo no les esclarecí nada; acaso este libro se lo esclarezca.
—Debe dejar Londres —dijo un especialista—. Aquí peligra su vida. Vaya a un clima diferente.
«¿Dejar Londres? —pensé—. Pero ¿adónde ir?». Discutimos en casa la cuestión, tratando de los medios, maneras y lugares apropiados para vivir.
Varios días después hube de volver al hospital para una comprobación final.
—¿A dónde va a ir? —preguntó el especialista—. Su estado aquí no mejorará.
—Pues no lo sé —repuse—. Hay que tener en cuenta muchas cosas.
—No hay sino una que tener en cuenta —dijo, impaciente—: si se queda aquí morirá. Si se traslada a otra parte podrá vivir un poco más. ¿No comprende que su estado es grave?
Una vez más tenía que afrontar un difícil problema.