Capítulo Octavo

Lentamente se hundió el sol tras la cordillera distante, que perfilaba sus elevadas cimas con los últimos fulgores. El arroyuelo levemente espumoso que descendía de los altivos picachos captó la mortecina claridad y reflejó unas miríadas de matices que cambiaban y fluctuaban con los caprichos la suave brisa nocturna. Profundas sombras purpúreas que salieron de las oquedades como criaturas de la noche, entraron en juego. Poco a poco la negrura aterciopelada fue ascendiendo por la base del palacio de Potala y trepando aún más alto, hasta que sólo los tejados dorados reflejaron el último resplandor, antes de que, ellos también, quedaran sumidos en la oscuridad invasora. Uno por uno aparecían leves destellos de luz, como joyas vivientes colocadas sobre la oscuridad para que destacaran más.

Los montañosos muros del valle se destacaban duros y austeros, mientras la luz que quedaba tras de ellos disminuía de intensidad. Aquí, en nuestra casa de roca, captamos un último destello del sol poniente, a medida que iluminaba el paso roqueño. Luego, también nosotros quedamos a oscuras. No disponíamos de ninguna luz; se nos había negado toda luz por temor de que delatara nuestro santuario.

No teníamos sino la negrura de la noche y la negrura de nuestros pensamientos cuando mirábamos nuestro país, traidoramente invadido.

—Hermano —dijo el lama ciego, cuya presencia yo había casi olvidado, en tanto que me entregaba a mis desventurados pensamientos—. Hermano, ¿partimos?

Nos sentamos juntos en la posición del loto y meditamos sobre lo que íbamos a hacer. El viento grato de la noche gemía suavemente como en éxtasis al pasar entre los riscos y cimas rocosas y murmuraba en nuestra ventana. Con la sacudida, no ingrata, que acompaña con frecuencia esta relajación, el lama ciego —que ya no lo era— y yo, nos remontamos desde nuestros cuerpos terrenales en la libertad de otro plano.

—Qué bueno es volver a ver —dijo el lama—, porque sólo valoramos nuestra vista cuando la hemos perdido.

Flotamos juntos, siguiendo el camino conocido hasta llegar al lugar denominado el Salón de los Recuerdos. Penetramos en silencio y vimos que había otros dedicados a la investigación del Akáshico. Pero lo que ellos veían era invisible para nosotros, como nuestras escenas eran invisibles para ello.

—¿Por dónde debemos empezar? —dijo el viejo lama.

—No debemos ser indiscretos —repliqué—, pero necesitamos ver qué clase de hombre es ése de que se trata.

Durante algún tiempo hubo un silencio entre nosotros, mientras se formaban las imágenes netas y claras que debíamos ver.

—¡Ah! —exclamé sobresaltado por la alarma—. Está casado. ¿Qué puedo hacer yo en este caso? ¡Soy un monje célibe! Voy a dejarlo.

Me replegaba alarmado, cuando fui detenido por la visión del anciano que se estremecía de risa. Durante algún tiempo esa jovialidad fue tan grande que le resultaba imposible hablar.

—Hermano Lobsang —logró decir al fin—, has alegrado grandemente mis momentos postreros. Creía por un instante que todas las jerarquías de demonios te habían mordido, al dar ese salto tan alto que diste. Vamos a ver, hermano; no hay problema alguno. Pero primero permite que te contradiga amistosamente. Deja que te cite la frase de su propia Biblia: «Honroso es en todos el matrimonio». (Hebreos, capítulo 13, versículo 4).

Una vez más se sintió acometido de un arrebato de risa y, cuanto más sombríamente le miraba, más reía, hasta que al fin, agotado, cesó de reír.

—Hermano —continuó cuando pudo hacerlo—, aquellos que nos guían y que nos ayudan lo tienen presente. Tú y esa señora podéis vivir juntos en compañía. ¿No viven a veces nuestros monjes y nuestras monjas bajo el mismo techo? No veamos dificultades donde no las hay. Prosigamos con el Archivo.

Con un suspiro que me salía del corazón, asentí mudamente. De momento me era completamente imposible hablar. Cuanto más pensaba en aquello, menos me gustaba. Recordé a mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, sentado cómodamente en algún lugar del País de la Luz Dorada. Mi expresión debió tornarse más y más sombría, porque el viejo se echó a reír de nuevo.

Al fin ambos nos tranquilizamos, y juntos nos pusimos a observar las imágenes vivientes del Archivo Akáshico. Vi al hombre cuyo cuerpo se esperaba que tomase. Con creciente interés observé que estaba haciendo una labor quirúrgica. Con satisfacción mía quedó de manifiesto que era un técnico competente y asentí con gesto involuntario de aprobación, al verle tratar un caso tras otro.

La escena cambió y fuimos capaces de ver la ciudad de Londres, en Inglaterra, como si estuviéramos mezclados con las multitudes de allí. Los enormes autobuses rojos rugían por las calles, sorteando el tráfico y llevando grandes cargamentos humanos. Estalló un alarido infernalmente estridente y vimos a la multitud lanzarse buscando protección en extraños edificios de piedra erigidos en las calles. Habían un incesante crepitar de los disparos de los antiaéreos y los cazas zumbaron por el cielo. Instintivamente nos agachamos, cuando las bombas cayeron silbando de los aviones. Durante un momento hubo un silencio y luego ¡buump! Los edificios saltaron por el aire y descendieron convertidos en polvo y escombros.

Abajo en los profundos pasadizos del ferrocarril subterráneo, la gente vivía una existencia extraña y troglodita, metiéndose en los refugios por la noche y saliendo como los topos por la mañana. Familias enteras parecían vivir allí, durmiendo en literas improvisadas y tratando de obtener un poco de aislamiento con mantas que colgaban de cualquier saliente de las paredes cuidadosamente embaldosadas.

Me pareció estar en pie sobre una plataforma de hierro, por encima de los tejados de Londres, con una clara visión del edificio que la gente denomina «El Palacio». Un avión solitario salió de entre las nubes y descendieron tres bombas sobre el hogar del Rey de Inglaterra. Miré en torno. Cuando se mira a través del Archivo Akáshico se «ve» como si uno fuera el protagonista, de modo que el viejo lama y yo veíamos ambos como si fuéramos la figura principal. Me pareció que me hallaba en pie sobre una escala de bomberos que se alzaba por encima de los más altos tejados de Londres. Yo había visto estos aparatos antes, pero tuve que explicárselos a mi compañero. Luego llegué a comprender que aquél —el que estábamos viendo— se hallaba allí haciendo observación aérea, con el fin de avisar a aquellos que estaban abajo si amenazaba algún peligro. Las sirenas volvieron a sonar anunciando el cese de la alarma y vimos al hombre que descendía y se quitaba el casco de acero de la Defensa Antiaérea.

El viejo lama se volvió hacia mí sonriendo:

—Esto es muy interesante. No había observado los acontecimientos de occidente, pues mi interés se había visto confinado a nuestro propio país. Ahora comprendo lo que quieres decir cuando dices que «una imagen vale por un millar de palabras». Miremos de nuevo.

Cuando nos pusimos a mirar el Archivo, vimos las calles de Londres oscurecidas, con los coches a motor provistos de pantallas especiales para ocultar los faros. Los transeúntes tropezaban en los postes del alumbrado, y unos con otros. En el interior de los trenes subterráneos, antes de que surgieran a la superficie, las luces corrientes eran apagadas y se encendían unas tenues luces azuladas. Los haces de los reflectores tanteaban en el cielo nocturno, iluminando a veces los flancos grises de los globos de la barrera. El viejo lama miró éstos enteramente fascinado. El viaje astral lo comprendía bien; pero aquellos monstruos grises atados en lo alto, que se movían inquietos con el viento nocturno, le asombraron realmente. Confieso que encontré la expresión de mi acompañante de tanto interés como el Archivo Akáshico.

Vimos cómo aquel hombre salía del tren y marchaba por la calle en sombras hasta llegar a un bloque de viviendas. Le vimos entrar, pero no penetramos con él; por el contrario observamos la animada escena de afuera. Las casas habían sido dañadas por las bombas y aún estaban los hombres revolviendo los escombros con el fin de recoger a los vivos y a los muertos. El gemido de las sirenas interrumpió las operaciones de socorro. Muy alto, como mariposillas revoloteando en torno de una lámpara, los bombarderos enemigos fueron sorprendidos por los rayos entrecruzados de los reflectores. Una luz relumbrante que partió de uno de los bombarderos atrajo nuestras curiosas miradas, y luego vimos que esas «luces» eran las bombas cuando descendían. Una de ellas cayó con un chasquido al lado de un gran bloque de viviendas. Hubo un vivo destello y una lluvia de trozos de muro. Las gentes salían en tropel del edificio a la dudosa seguridad de las calles.

—¿Has visto cosas peores que éstas en Shanghai? —preguntó el lama.

—Mucho peores —repliqué—. Allí no teníamos defensa y eran escasas las facilidades. Como sabes estuve enterrado vivo en un refugio destruido, y logré salir sólo con grandes dificultades.

—¿Avanzamos un poco en el tiempo? —preguntó mi compañero—. No es preciso mirar incesantemente, porque los dos estamos débiles de salud.

Convine en esto con premura. Quería simplemente ver cómo era la persona de cuyo cuerpo yo iba a apoderarme. Para mí no tenía interés alguno husmear los asuntos de otro. Avanzamos a lo largo del Archivo, deteniéndonos experimentalmente y volviendo a avanzar de nuevo. La luz matinal estaba mancillada por la humareda de muchos fuegos. Las horas nocturnas habían sido un infierno. Parecía que medio Londres estaba ardiendo. El hombre marchaba por la calle llena de escombros, una calle que había sido seriamente bombardeada. En una empalizada provisional un policía de la Reserva de Guerra le detuvo.

—No puede ir más allá, señor. El edificio amenaza ruina.

Vimos que el Director Administrativo llegaba para hablar con el hombre cuya vida estábamos observando. Con unas palabras al policía pasaron por debajo de la cuerda y fueron juntos hacia el edificio maltrecho. El agua de las tuberías rotas corría por todas partes. La conducción de aguas y los alambres de la luz estaban mezclados de modo inextricable, como una madeja de lana con la que ha estado jugando un gatito. Una caja fuerte pendía, saliendo peligrosamente, balanceándose aún, al borde de un gran orificio. Trapos mojados se agitaban tristemente con el viento y, de un edificio adyacente vedijas de papel chamuscado salían flotando como copos de nieve negra. Yo que había visto más de una guerra y que había sufrido mucho, me sentía aún asqueado por la insensata destrucción. El Archivo prosiguió.

¡La falta de trabajo en Londres durante la guerra! El hombre aquel trató de ingresar en la policía de la Reserva. Lo intentó en vano. Sus certificados médicos le clasificaban en el cuarto grado, inútil para el servicio. Ahora que su empleo había dejado de existir tras la caída de la bomba, fue andando por la calle en busca de otro trabajo. Una empresa tras otra se negaron a aceptarlo. No parecía haber esperanza alguna, nada que iluminara la oscuridad de los tiempos difíciles.

Al fin, por una visita casual a una Escuela por Correspondencia en la cual había estudiado y donde impresionó a todos por su viveza mental e ingenio, se le ofreció un empleo en las oficinas de tiempos de guerra que tenían en las afueras de Londres.

—Es un lugar hermoso —dijo el que le hizo la oferta—. Vaya en el autobús de la línea verde. Hable con el encargado y, si no, otros le atenderán. Haga el viaje con su señora. Yo estoy tratando de que me trasladen allí.

El pueblo era un basurero, no el lugar hermoso que le habían hecho suponer. Allí se hacían aviones que, una vez ensayados, partían para otros lugares del país.

La vida en la Escuela por Correspondencia era ciertamente aburrida. Hasta donde podía alcanzar a comprender, observando el Archivo Akáshico, se trataba de leer los formularios y las cartas y luego sugerir a los que escribían el curso por correspondencia que les convenía. Mi opinión personal es que la enseñanza por correspondencia resulta un gasto inútil de dinero, si no se tienen también facilidades para hacer prácticas.

Un ruido extraño, como el de un motor de moto que fallara, llegó a nuestros oídos. Cuando estábamos mirando, apareció un extraño avión; un avión sin piloto, ni tripulantes. Lanzó una tos espasmódica, el motor cesó y el avión, partiéndose, hizo explosión precisamente a ras de tierra.

—Era el avión robot de los alemanes —dije al viejo lama—. El V.1 y el V.2, al parecer fueron algo poco agradables.

Otro avión robot cayó cerca de la casa en que el hombre y su mujer vivían. Los cristales de un lado fueron rotos hacia dentro y los del otro hacia fuera. Las paredes se agrietaron.

—No parece que tenga muchos amigos —dijo el viejo lama—. Creo que existen en él posibilidades mentales que un observador superficial pasaría por alto. Al parecer viven más como hermano y hermana que como esposo y esposa. ¡Esto debe consolarte, hermano! —añadió el viejo con una risita.

El Archivo Akáshico prosiguió mostrando la vida del hombre con la velocidad del pensamiento. Podíamos trasladarnos de una parte a otra de ella, ignorando algunas partes o viendo ciertos acontecimientos una y otra vez. El hombre se encontró con que una serie de coincidencias le hicieron volver sus pensamientos más y más hacia oriente. «Sueños», que en realidad eran pequeños viajes astrales bajo el control del viejo lama, le mostraron la vida del Tíbet.

—Una de nuestras minúsculas dificultades fue —me dijo el viejo— que él quería utilizar la palabra «maestro» siempre que hablaba con alguno de nosotros.

—Ah —repliqué—, es uno de los errores frecuentes de los occidentales. Les encanta usar cualquier nombre que implique dominio sobre otros. ¿Qué le dijisteis?

El viejo lama sonrió y dijo:

—Tuve una pequeña charla con él y traté de conseguir también de él que preguntase menos. Te diré lo que le dije, porque será provechoso para deducir la condición íntima de él. Dije: «Ése es el calificativo que detestamos más yo y todos los orientales». «Maestro» implica que uno trata de tener dominio sobre otros, superioridad sobre aquellos que no tienen el derecho de usar ese título. Se diría un maestro de escuela tratando de inculcar saber en sus discípulos. Para nosotros, «Maestro» significa Maestro del Conocimiento, una fuente de sabiduría o alguien que ha «amaestrado» las tentaciones de la carne. Nosotros, le dije, preferimos la palabra Gurú o Adepto. Pues ningún Maestro, tal y como nosotros entendemos la palabra, tratará nunca de influir sobre un estudiante o de imponerle sus propias opiniones. En occidente hay ciertos grupos y ciertos cultos que creen poseer ellos solos la llave de los Campos Celestiales. Algunas religiones utilizan las torturas con el fin de ganar conversos. Le recordé una inscripción en piedra en lo alto de una de nuestras lamaserías: «Un millar de monjes, un millar de religiones».

—Al parecer seguía mi charla muy bien —prosiguió el viejo lama—, de modo que continué, con el propósito de golpear el hierro cuando estaba caliente. Dije: En la India, en la China y en el antiguo Japón el presunto estudiante gustaba de sentarse a los pies del Gurú en busca de conocimientos, no para hacer preguntas, pues los estudiantes sensatos no las hacen nunca, por miedo de que los despidan. El hacer una pregunta es para el Gurú prueba positiva de que el estudiante no esté aún en condiciones de recibir la respuesta. Algunos estudiantes han esperado hasta siete años para saber la respuesta de una pregunta no formulada. Durante ese tiempo el estudiante atiende a las necesidades corporales del Gurú, cuida de sus ropas, de su alimento, y de las otras pocas necesidades que aquél tenga. En todo momento tiene los oídos abiertos para recibir saber; acaso escuchando el que se proporciona a otra persona, el estudiante puede deducir, puede inferir, y cuando el Gurú en su sabiduría ve que el estudiante está haciendo progresos, en el momento que le es propicio a él y en la forma que a él le conviene, hace preguntas al estudiante, y, si se encuentra con que la sabiduría acumulada es deficiente o incompleta, entonces el Gurú, de nuevo cuando lo crea conveniente, reparará las omisiones y diferencias.

—En occidente —prosiguió— las gentes dicen: «Bueno, vamos a ver. Madame Blavatsky dijo esto, el obispo Ledbetter dijo aquello, Billy Graham lo otro. ¿Qué dice usted? Creo que está equivocado». Los occidentales hacen preguntas sólo por hablar de algo. Preguntan sin saber lo que quieren decir y sin saber lo que quieren saber; pero cuando por casualidad un Gurú, condescendiente, responde a sus preguntas, el estudiante en el acto discute y dice: «Ah, bueno, ya oí a éste o al otro decir eso o lo otro». Si el estudiante pregunta a un Gurú una cosa, eso implica que el estudiante no conoce la respuesta, pero que supone que el Gurú sí la conoce, y si el estudiante solicita en el acto la respuesta del Gurú, eso muestra que es ignorante y que tiene ideas preconcebidas y extremadamente erróneas del decoro y de la decencia común y corriente. Le aseguro, dije, que el único medio de obtener respuestas a nuestras preguntas es dejar éstas sin respuesta y recoger conocimientos, deduciendo e infiriendo. Luego, en la plenitud de los tiempos, demostrando que se es puro de corazón, se será apto para el viaje astral y para formas de meditación más esotéricas, estando así también en condiciones de consultar el Archivo Akáshico, que no puede mentir, que no puede responder nada que no corresponda y que no puede dar una opinión o información coloreada por la tendencia personal. El que quiere absorber demasiado, sufre de indigestión mental y retrasa tristemente su evolución y desenvolvimiento personal. ¿Cuál es el único medio de progresar? Esperar hasta ver. No hay otro camino, ni hay otro medio de forzar el desarrollo, salvo la expresa invitación del Gurú que le conoce a uno bien, y ese Gurú, conociéndole a uno bien, acelerará nuestro desarrollo si cree que lo merecemos.

A mí me parece que muchos occidentales podrían beneficiarse si se les enseñara eso. Pero nosotros no estábamos allí para enseñar, sino para observar cómo se iban desarrollando las escenas importantes de la vida de un hombre, de un hombre que iba a dejar pronto libre su cascarón terrenal.

—Esto es interesante —dijo el viejo lama, atrayendo mi atención a las escenas del Archivo—. Se precisaron muchos preparativos, pero cuando comprendió la conveniencia de eso, no puso objeción.

Miré la escena un tanto intrigado y luego comprendí. Sí, era el despacho de un abogado. Aquel papel era una Solicitud de Cambio de Nombre. Eso estaba bien, en efecto, recordé; había cambiado su nombre, porque el que llevaba antes tenía vibraciones erróneas, como se indica en nuestra Ciencia de los Números. Leí el documento con interés y vi que no era completamente correcto, aun cuando lo era bastante.

En cuanto a sufrimiento había suficiente. Una visita al dentista ocasionó mucho daño. Un daño que exigió su traslado a una casa de salud para ser operado. Aparte del interés técnico, contemplé la marcha de la operación con preocupación considerable.

Él —el hombre cuya vida estaba viendo—, opinó que la persona que le daba trabajo no estimaba el suyo. Nosotros, que estábamos mirando, opinamos lo mismo, y el viejo lama y yo nos alegramos de que el hombre aquel diera por terminado su compromiso con la escuela de enseñanza postal. Los muebles fueron cargados en un furgón de mudanzas, algunos los vendió, y él y su mujer dejaron aquella región para pasar a otra enteramente nueva. Esta vez vivieron en la casa de una extraña vieja que «decía la buenaventura» y que tenía una opinión pasmosa de su propia importancia. El hombre aquel trató una y otra vez de encontrar trabajo. Algo que le permitiera ganar algún dinero honradamente.

El viejo lama dijo:

—Ahora nos vamos acercando al momento crucial. Como observarás, el hombre murmura contra el destino constantemente. Ha perdido la paciencia y temo que abandone violentamente la vida, si no nos apresuramos.

—¿Qué queréis que haga yo? —pregunté.

—Tú eres el superior —dijo el anciano—, pero me gustaría encontrarme con él en lo astral y ver lo que piensa.

—Ciertamente —repliqué—, iremos juntos. —Por un momento quedé perdido en mis pensamientos y luego dije—: En Lhasa son las dos de la madrugada. En Inglaterra serán las ocho de la noche, porque el tiempo se retrasa con respecto a nosotros. Descansemos durante tres horas y luego lo traeremos a lo astral.

—Sí —dijo el viejo lama—. Duerme solo en una habitación, así que podremos hacerlo. De momento, descansemos, porque estamos fatigados.

Volvimos a nuestros cuerpos, sentados el uno al lado del otro, a la leve luz de las estrellas. Las luces de Lhasa ahora se habían apagado y los únicos destellos venían de las habitaciones de los monjes y de las brillantes luminarias de los puestos de guardia chinos. El susurro del pequeño arroyo que corría al pie de nuestros muros sonaba excepcionalmente fuerte en el silencio de la noche. Desde muy alto sobre nosotros venía el ruido de la leve llovizna de piedras lanzadas por los vientos más altos. Resonaban y saltaban junto a nosotros, haciendo vibrar a las piedras más grandes sueltas. Luego se precipitaban por el costado de la montaña, para terminar amontonándose ruidosamente junto al cuartel de los chinos. Brillaban luces y hubo disparos de fusil al aire, mientras los soldados corrían alocados, temiendo un ataque de los monjes de Lhasa. La agitación cesó pronto y de nuevo la noche quedó tranquila y quieta.

El viejo lama rió bajito y dijo:

—Qué extraño resulta para mí que las gentes de fuera de nuestra tierra no comprendan el viaje astral. Que piensen que todo ello es imaginación. ¿No se les podrá hacer comprender que hasta cambiar nuestro cuerpo por el cuerpo de otro es simplemente como pasar de un automóvil a otro? Resulta inconcebible que gentes con el progreso técnico que tienen sean tan ciegos para las cosas del espíritu.

Yo, con más experiencia de Occidente, repliqué:

—Pero las gentes de allí, salvo una minoría muy pequeña, no tienen capacidad para las cosas espirituales. Todo cuanto desean es guerra, sexo, sadismo y el derecho a inmiscuirse en los asuntos de otros.

La larga noche iba pasando; descansamos y nos reconfortamos con té y tsampa. Al fin, los primeros leves rayos de la aurora asomaron a través de la cordillera que estaba detrás. Ya el valle a nuestros pies está sumido en la oscuridad. De vez en cuando algún yak empezaba a mugir, como si presintiera que el nuevo día pronto llegaría. Eran las cinco de la mañana, según la hora tibetana. Cosa de las once, según la hora inglesa, opiné. Delicadamente toqué con el codo al viejo lama, que dormitaba con sueño leve.

—Es hora de que entremos en lo astral —dije.

—Ésta será la última vez para mí —replicó—, pues ya no volveré más a mi cuerpo.

Lentamente, sin apresurarnos en absoluto, entramos de nuevo en estado astral. Cómodamente llegamos a aquella casa de Inglaterra. El hombre aquel, yacía dormido, agitándose un poco, con una expresión en su rostro de extremo descontento. Su forma astral acompañaba su cuerpo físico sin indicio alguno todavía de separación.

—¿Vienes? —le pregunté en lo astral.

—¿Vienes? —repitió el viejo lama.

Lentamente, casi a disgusto, la forma astral del hombre se alzó sobre su cuerpo físico. Se alzó y flotó sobre él, volviéndose, con la cabeza hacia lo astral y los pies hacia lo físico, como debe ser. El cuerpo astral osciló y se agitó. El estruendo súbito de un tren que pasaba velozmente por allí cerca le hizo volver a lo físico. Luego, como si hubiera llegado a adoptar una decisión repentina, su forma astral se ladeó y quedó ante nosotros. Restregándose los ojos, como alguien que despierta de un sueño, nos miró.

—¿Así que deseas dejar tu cuerpo? —pregunté.

—Sí, detesto esto —exclamó con vehemencia.

Quedamos mirándonos el uno al otro. Me pareció que era un hombre muy mal comprendido. Un hombre que, en Inglaterra, no se haría destacar, pero que en el Tíbet hubiera tenido posibilidades. Rió con amargura:

—¿De modo que deseas mi cuerpo? Bueno, acaso te arrepientas. En Inglaterra importa poco lo que se sepa, sino a quién se conoce. No puedo obtener trabajo y ni siquiera el subsidio de paro. Prueba a ver si tú puedes hacerlo mejor.

—Calla, amigo —dijo el viejo lama—, porque no sabes con quien estás hablando. Acaso tu violencia te haya impedido obtener ocupación.

—Tienes que dejarte crecer la barba —le dije yo—, porque si ocupo tu cuerpo, será pronto sustituido por el mío, y yo he de tener barba para ocultar el deterioro de mi mandíbula. ¿Puedes dejarte crecer la barba?

—Sí señor —replicó—. Me la dejaré crecer.

—Muy bien —dije—. Volveré aquí dentro de un mes y ocuparé tu cuerpo, dándote libertad, de modo que mi cuerpo propio pueda finalmente reemplazar al que yo haya ocupado. Dime —pregunté—, ¿cómo te acercaste por primera vez a las gentes de mi país?

—Desde hace largo tiempo, señor, detesto la vida de Inglaterra —dijo—, su injusticia, su favoritismo. Toda mi vida he estado interesado por el Tíbet y por los países del lejano Oriente. Toda mi vida he tenido «sueños» en los cuales veía o me pareció ver el Tíbet, China y otros países que no reconocía. Hace algún tiempo experimenté fuertes impulsos de cambiar mi nombre, siguiendo el trámite legal, y lo hice.

—Sí —observé—, estoy al corriente de todo eso. Pero ¿cómo te acercaste recientemente y qué viste?

Él pensó un poco y luego dijo:

—Para contar eso tendría que hacerlo a mi manera y algunas de las referencias que tenía parecen ser incorrectas a la luz de mis conocimientos posteriores.

—Muy bien —repliqué—, cuéntamelo a tu manera y nosotros podemos hacer posteriormente la enmienda de cualquier mala interpretación. Debo conocerte mejor, si voy a ocupar tu cuerpo y ésta es una forma de conocerte.

—Acaso deba empezar por mi primer «contacto» real. Luego podré concentrar mis pensamientos mejor.

De la estación del ferrocarril que estaba en la carretera llegó el sonido chillón y desagradable de los frenos de un tren que traía de la City a los rezagados. Poco después llegó el ruido del tren al partir de nuevo y, a continuación, el hombre empezó su relato, en tanto que el viejo lama y yo escuchábamos atentamente.

—Rose Croft, en Thames Ditton —comenzó—, era un lindo pueblecito. Había una casa situada lejos de la carretera, con un jardín delantero, un pequeño jardín, y detrás otro mucho mayor. La casa tenía una galería trasera que permitía una buena vista de la campiña. Solía pasar mucho tiempo en el jardín, sobre todo en el jardín de delante, pues había estado abandonado algún tiempo y yo trataba de arreglarlo. Habían dejado que creciese tanto la hierba que tenía casi un metro de alta, y quitarla era el mayor de los problemas. Yo había cortado la mitad con un viejo cuchillo Gurkha indio. Era un trabajo duro, pues tenía que ponerme de rodillas, atacar con fuerza la hierba y afilar el cuchillo en una piedra a los pocos golpes. También tenía interés por fotografiar a un búho que vivía en un abeto cercano, un abeto bien cubierto por la hiedra. Mi atención fue atraída por algo que se movía sobre una rama, no muy por encima de mi cabeza. Alcé la vista y, con satisfacción, vi allí un pequeño búho que aleteaba, asido a la rama y cegado por la luz del sol. Prontamente dejé el cuchillo que utilizaba y fui hacia la casa a buscar la cámara fotográfica. Con ella en la mano y preparada para disparar, fui hacia el árbol y, lo más sigilosamente que pude, trepé a la primera rama. Cautelosamente avancé por ella. El ave, incapaz de verme con la luz brillante, me sintió sin embargo y se alejó más hacia el extremo de la rama. Yo, enteramente despreocupado del peligro, avancé y avancé, pero a cada movimiento mío el ave iba más y más al extremo de la rama, que ahora se curvaba peligrosamente con mi peso.

De pronto hice un movimiento brusco, hubo un agudo chasquido y el olor aromático de la madera pulverizada. La rama estaba podrida y cedió bajo mi carga. Me pareció que tardaba una eternidad en caer. Fui lanzado de cabeza hacia la tierra a mis pies. Recuerdo que nunca me había parecido la hierba tan verde, se me figuró mayor que del tamaño natural y podía ver cada hoja en particular con sus minúsculos insectos. Recuerdo también que una pajarita salió volando al caer yo, y que luego hubo un dolor que me cegó y un relámpago como de luz de colores. Luego todo se puso negro. No sé cuánto tiempo estuve allí encogido, como una masa inerte, bajo las ramas del viejo abeto, pero muy pronto me di cuenta de que estaba desligado de mi cuerpo físico, que estaba viendo las cosas con una mayor percepción de cuanto antes las había visto. Los colores eran como nuevos y de una viveza sorprendente.

Con cautela me puse en pie y miré en torno. Con sorpresa y horror vi que mi cuerpo yacía postrado en el suelo. No había sangre visible, pero sin duda era evidente un terrible golpe en la sien derecha. Quedé más que un poco desconcertado, porque mi cuerpo respiraba con estertores y daba señales de sufrimiento considerable. «Es la muerte —pensé—; he muerto, ya no volveré allí nunca más». Vi un leve cordón como de humo que ascendía de mi cuerpo, de la cabeza de mi cuerpo. En el cordón no había movimiento alguno ni pulsación y sentí un dolor nauseabundo. Me estaba preguntando qué debía hacer. Me parecía estar enraizado a aquel lugar por el miedo, o acaso por alguna otra razón. Luego, un repentino movimiento, el único movimiento de aquel extraño mundo mío, atrajo mi mirada y casi grité o hubiera gritado de haber tenido voz. Se acercaba hacia mí, marchando por la hierba la figura de un lama tibetano vestido con la túnica azafranada de la Orden Superior. Sus pies se hallaban varios palmos por encima del suelo y, sin embargo, venía hacia mí regularmente. Le miré con la mayor estupefacción.

Avanzaba en mi dirección tendiéndome las manos y sonriéndome. Dijo: «No tengas miedo. No hay nada que deba inquietarte». Tuve la impresión de que sus palabras eran de una lengua diferente de la mía, de la tibetana acaso; pero las comprendí, aun cuando no había oído ningún sonido. No había ruido alguno. Ni siquiera podía oír el canto de los pájaros o el silbido del viento en los árboles. «Sí», dijo él penetrando en mis pensamientos. «No utilizamos el lenguaje, sino la telepatía. Te estoy hablando telepáticamente». Nos miramos el uno al otro y luego al cuerpo que yacía en el suelo entre nosotros. El tibetano me miró de nuevo y, sonriendo, dijo: «¿Estás sorprendido de mi presencia? Estoy aquí porque he sido atraído hacia ti. He dejado mi cuerpo en este mismo momento y he sido arrastrado hacia ti porque las vibraciones propias de tu vida armonizan fundamentalmente con alguien en favor del cual obro. Así que he venido, porque necesito tu cuerpo para alguien que ha de proseguir su vida en el mundo occidental y que tiene que realizar una tarea sin sufrir interrupciones».

Le miré sorprendido. ¡Debía estar loco al decir que quería mi cuerpo! Yo también lo quería. Aquél era mi cuerpo y no deseaba que nadie arramplara con algo de mi propiedad como eso. Había sido expulsado fuera de mi vehículo físico contra mi voluntad e iba a volver. Pero el tibetano evidentemente percibió de nuevo mis pensamientos. Dijo: «¿Qué es lo que te espera? Falta de trabajo, enfermedad, infelicidad, una vida mediocre en un ambiente mediocre, y luego en un futuro no demasiado distante, la muerte y el empezar todo de nuevo. ¿Has logrado algo en la vida? ¿Has hecho algo de que puedas estar orgulloso? Piénsalo bien».

Lo pensé, pensé en el pasado, en el fracaso y la incomprensión, en la infelicidad.

Él me interrumpió:

—¿Te agradaría saber que tu Kharma había sido borrado, que habías contribuido materialmente a la realización de una tarea de lo más beneficiosa para la humanidad?

—Bueno —dije—, no sé nada sobre eso, pero la humanidad no ha sido demasiado bondadosa para mí. ¿Por qué he de preocuparme por ella?

—No —replicó él—, en esta tierra estás ciego para la verdadera realidad. No sabes lo que dices; pero con el transcurso del tiempo y en una esfera diferente, te darás cuenta de las oportunidades que has perdido. Necesito tu cuerpo para alguien.

—Bueno —dije—, ¿qué puedo hacer yo? No me es posible andar errando como un fantasma todo el tiempo y los dos no podemos tener el mismo cuerpo.

Ya ven que tomaba todo al pie de la letra. Pero había algo apremiante, algo enteramente sincero en aquel hombre. No puse en duda por un momento que pudiera tomar mi cuerpo y me dejara partir a alguna otra parte, pero deseaba informarme mejor. Quería saber lo que estaba haciendo. Me sonrió y dijo tranquilizadoramente:

—Tú, amigo mío, tendrás tu recompensa; escaparás del Kharma, irás a una esfera de actividad diferente y tus pecados serán borrados, por lo que has hecho. Pero tu cuerpo no puede ser tomado a menos que tú lo consientas.

A mí no me gustaba la idea en absoluto. Yo había tenido aquel cuerpo durante unos cuarenta años y estaba enteramente ligado a él. No me agradaba la idea de que cualquier otro lo cogiese y se largase con él. Además, ¿qué iba a decir mi esposa? ¿Viviría con un hombre extraño sin saber nada de aquello? El lama me miró de nuevo y dijo:

—¿No piensas en la humanidad? ¿No estarías dispuesto a hacer algo por redimir tus propios errores, por dar cierta finalidad a tu propia vida mediocre? Tú serás el que salga ganando. Aquél en cuyo nombre otro tomará sobre sí esta dura vida tuya.

Miré en torno. Vi el cuerpo que estaba entre ambos y pensé: «Bueno, ¿qué más da? Ha sido una dura vida la mía. Estoy bien cansado de ella».

Así que respondí:

—Muy bien, haz que vea a qué lugar iré y, si me agrada, diré que sí.

En el acto tuve una visión esplendorosa, tan esplendorosa que no hay palabras para describirla. Quedé bien satisfecho y dije que estaba dispuesto a ser libertado y a partir lo antes posible.

El viejo lama rió entre dientes y dijo:

—Tuvimos que decirle que no podía ser tan deprisa; que habías de venir tú a verlo por ti mismo, antes de que adoptaras una decisión final. Después de todo sería una feliz liberación para él y una dura tarea para ti.

Yo les miré a los dos.

—Muy bien —observé finalmente—; volveré dentro de un mes. Si entonces tienes barba, y si entonces estás seguro, sin género de duda de que te hallas dispuesto a pasar por esto, te liberaré y te pondré en marcha para tu propio viaje.

Él suspiró, satisfecho, y la expresión de beatitud de su rostro se borró al volver lentamente al interior de su cuerpo físico. El viejo lama y yo nos elevamos y volvimos al Tíbet.

El sol brillaba desde un cielo azul sin nubes. A mi lado, cuando retorné a mi cuerpo físico, la vacía envoltura del lama viejo se derrumbó sin vida en el suelo. Él, pensé, había ido a la paz, tras una vida larga y honesta. Yo… ¡por el Diente Sagrado de Buda!, ¿cómo me había dejado arrastrar a aquello?

De las altas montañas partieron mensajeros al Nuevo Hogar, llevando mi afirmación escrita de que cumpliría la tarea que se me demandaba. Llegaron mensajeros, trayéndome, con un gesto gracioso de amistad, algunos de los pasteles indios que habían sido tantas veces mi debilidad cuando estaba en Chakpori. Para todos los fines era un prisionero en mi hogar de la montaña. Mi propuesta de que se me permitiese hacer secretamente y disfrazado una última visita a mi amado Chakpori me fue denegada.

—Puedes ser víctima de los invasores, hermano —me dijeron—, porque están extremadamente prontos a darle al gatillo a la menor sospecha.

—Estás enfermo, reverendo Abad —dijo otro—. Si descendieras la ladera de la montaña, tu salud no permitiría tu regreso. De ser cercenado tu Cordón de Plata, entonces la tarea no se realizaría.

¡La tarea! Era tan asombroso para mí que fuera aquello una «tarea». Ver el aura humana me parecía tan sencillo como para un hombre con vista perfecta ver a una persona que se halle en pie a unos pasos de él. Reflexioné sobre las diferencias entre el Oriente y el Occidente, pensando en lo fácil que sería convencer a los occidentales de utilizar un alimento nuevo que ahorrara trabajo, y lo fácil que sería convencer a un oriental de algo nuevo en el dominio de la mente.

El tiempo transcurría. Reposé ampliamente, más ampliamente que nunca en mi vida anterior. Luego, poco antes de que el mes hubiera expirado, poco antes de mi retorno a Inglaterra, recibí una urgente llamada para hacer una nueva visita al País de la Luz Dorada.

Sentado ante todas aquellas Altas Personalidades, se me ocurrió el pensamiento, un tanto irreverente, de que aquello era como las instrucciones antes de partir en los días de la guerra.

Este pensamiento mío fue captado por los otros y uno de ellos, sonriente, dijo:

—Sí, es así. Pero ¿y el empleo? La Fuerza del Mal que trata de impedir que nuestra tarea se cumpla.

—Encontrarás mucha oposición y muchas calumnias —dijo otro—. «Tus capacidades metafísicas no se alterarán ni se perderán de ningún modo durante el cambio», añadió un tercero.

«Ésta es tu última encarnación —dijo mi amado Guía, el lama Mingyar Dondup—. Cuando hayas terminado esa vida que vas a emprender, entonces volverás a tu Mansión, a nosotros».

Cómo le gustaba a mi Guía, pensé, poner término a aquello con una nota feliz. Siguieron diciéndome lo que iba a ocurrir. Tres lamas viajeros astrales me acompañarían hasta Inglaterra y harían la verdadera operación de seccionarle a uno su Cordón de Plata y de atárselo al otro, ¡a mí! La dificultad estaba en que mi propio cuerpo, que se hallaba aún en el Tíbet, tenía que permanecer en conexión, pues se precisaba que mis propias moléculas de «carne» fueran finalmente transmitidas. Así, regresé al mundo y, en compañía de los tres acompañantes, viajé hasta Inglaterra en estado astral.

El hombre aquel estaba esperando.

—Estoy decidido a pasar por eso —dijo.

Uno de los lamas que venían conmigo se volvió hacia él y dijo:

—Debes dejarte caer con fuerza de ese árbol, como lo hiciste la primera vez que me acerqué a ti. Tienes que sufrir una fuerte sacudida, porque tu Cordón está muy fuertemente sujeto.

El hombre se alzó un poco del suelo y luego se dejó caer, chocando en tierra con un satisfactorio «baquetazo». Por un momento pareció como si el Tiempo mismo se hubiera quedado quieto. Un coche que había pasado a toda velocidad se detuvo en aquel instante; un pájaro en pleno vuelo se detuvo también inmóvil y permaneció en el aire. Un caballo que tiraba de un furgón quedó detenido asimismo con las dos patas delanteras en el aire y no se cayó. Luego, el movimiento volvió dentro de nuestra percepción. El coche se puso en movimiento de golpe, haciendo unos sesenta la hora. El caballo empezó a trotar y el pájaro que se cernía en lo alto salió disparado en pleno vuelo. Las hojas murmuraron y se agitaron y las hierbas se movieron, formando leves ondulaciones a medida que el viento las barría.

Enfrente, en el Hospital de Campo local, una ambulancia que iba rodando se detuvo; descendieron dos sanitarios, fueron corriendo a la trasera y sacaron una camilla en la cual estaba una anciana. Sin prisa, los hombres maniobraron con la camilla para ponerla en posición adecuada y la llevaron dentro del hospital.

—Ah —dijo el hombre—. Ella va al hospital y yo voy a la libertad. —Miró el camino de arriba abajo y dijo—: Mi esposa sabe todo esto; se lo expliqué y está conforme. —Dirigió la vista hacia la casa y señaló—: Ésa es su habitación y la suya ésta. Ahora estoy más que dispuesto.

Uno de los lamas asió la forma astral del hombre y deslizó una mano a lo largo del Cordón de Plata. Parecía estar atándolo como se ata el cordón umbilical de un niño después de su nacimiento.

—¡Listo! —dijo uno de los sacerdotes.

El hombre, libre del cordón que lo sujetaba, flotó en compañía del sacerdote que le atendía. Yo sentí un dolor cauterizador, una angustia extrema que no deseé nunca sentir, y luego el lama superior dijo:

—Lobsang, ¿puedes introducirte en el cuerpo? Te ayudaremos.

Todo se oscureció. Hubo una sensación extremadamente viscosa de una rojez oscura. Una sensación sofocante. Sentí que estaba constreñido, limitado dentro de algo demasiado pequeño para mí. Tanteé el interior del cuerpo, sintiéndome como un piloto ciego en un avión muy complicado, preguntándome cómo accionaría aquel cuerpo. «¿Qué ocurriría si ahora fracasara?», pensé para mí, afligido.

Desesperadamente, tanteé y pulsé. Al fin vi destellos de rojo, luego algo de verde. Tranquilizado, intensifiqué mis esfuerzos y entonces fue como si se levantara una persiana. ¡Pude ver! Mi vista era precisamente la misma de antes. Podía ver las auras de las gentes que estaban en la carretera. Pero no podía moverme.

Los dos lamas se hallaban a mi lado. De ahora en adelante, según estaba descubriendo, podría ver ya siempre tanto las figuras astrales como las físicas. Podía también mantenerme en contacto con mis compañeros del Tíbet. «Era un premio de consolación —me dije para mí— por verme compelido a permanecer en Occidente».

Los dos lamas parecían preocupados por mi rigidez y mi incapacidad de moverme. Desesperadamente me esforcé más y más, culpándome a mí mismo con acritud por no haber tratado de descubrir y de vencer cualquier diferencia entre el cuerpo del oriental y el del occidental.

—¡Lobsang, tus dedos están agarrotados! —exclamó uno de los lamas.

Con apresuramiento exploré y ensayé. Un movimiento en falso me produjo una ceguera momentánea. Con la ayuda de los lamas me salí del cuerpo de nuevo, lo estudié y cuidadosamente volví a ocuparlo. Esta vez tuve más éxito. Podía ver, podía mover una pierna. Con inmenso esfuerzo me alcé hasta ponerme de rodillas, oscilando y tambaleándome, y caí postrado otra vez. Como si estuviera levantando el peso de todo el mundo, me puse tembloroso en pie. Desde la casa vino corriendo una mujer que decía:

—Ah, ¿qué te ha pasado? Debes entrar y acostarte.

Me miró y una expresión de susto le invadió el rostro. Por un momento creí que se iba a poner a gritar con un ataque de nervios. Pero se dominó y, pasándome un brazo por la espalda, me ayudó a cruzar la hierba. Por un senderito de grava y subiendo un escalón de piedra, cruzamos por la puerta y entramos a un pequeño vestíbulo. Desde allí la cosa era difícil, porque había que subir muchas escaleras y yo estaba todavía muy incierto y torpe en mis movimientos.

La casa constaba de dos plantas y la que yo iba a ocupar era la de arriba. Parecía un tanto extraño penetrar en una casa inglesa de ese modo; subiendo las un tanto empinadas escaleras, asiéndome al barandal para evitar caer de espalda. Las piernas las sentía como de goma, me parecía carecer de todo dominio sobre ellas, como así era en efecto, porque lograr pleno dominio de aquel cuerpo nuevo y extraño me exigió muchos días. Los dos lamas fluctuaban en derredor, mostrándose considerablemente preocupados; pero, naturalmente, no podía hacer nada. Pronto me dejaron, prometiendo volver poco antes de la madrugada.

Despacio, penetré en la habitación, que era la mía, tropezando, como un sonámbulo, con movimientos bruscos de hombre mecánico. Muy satisfecho me eché en la cama. Al menos ahora no puedo caerme, fue mi consuelo. Mis ventanas daban a la parte de delante y a la parte de detrás de la casa. Volviendo la cabeza a la derecha podía mirar el jardincillo de delante, que daba a la carretera, y, al otro lado de ella, el pequeño Hospital de Campo local, una visión que no me parecía alentadora en mi estado presente.

En el otro lado de la habitación estaba la ventana a través de la cual, volviendo mi cabeza a la izquierda, podía ver toda la extensión del jardín más grande. Estaba desatendido y la hierba tosca crecía espesa como en un prado. Unos arbustos separaban el jardín de una casa del jardín de la otra. Al extremo del espacio cubierto de hierba había una hilera de árboles dispersos y una alambrada. Más allá podía ver la silueta de los edificios de la granja y un rebaño de vacas que pacían allí cerca.

Del otro lado de las ventanas me llegaban voces, pero eran tan «inglesas» que me resultaba casi imposible comprender lo que se decía. El inglés que había oído anteriormente, había sido el norteamericano y el canadiense, pero aquí escuchaba las sílabas, extrañamente acentuadas, de una manera excesivamente local que me desconcertaba. Mi propio lenguaje era difícil, según pude ver. Cuando traté de hablar, produje sólo cavernosos graznidos. Las cuerdas vocales las sentía gruesas y extrañas. Aprendí a hablar poco a poco, pensando primero lo que iba a decir. Tenía inclinación a pronunciar «chei» en lugar de «yei», convirtiendo John en «Chon», y cometiendo otros errores análogos. A veces apenas podía yo mismo comprender lo que decía.

Aquella noche los lamas viejos astrales volvieron de nuevo y me animaron en mi desaliento, diciendo que ahora sería para mí el viaje astral más fácil. También me hablaron de mi cuerpo tibetano solitario, guardado con toda seguridad en un sarcófago de piedra, bajo el incesante cuidado de tres monjes. Las investigaciones en la literatura antigua demostraban, me dijeron, que iba a ser fácil que llegase a poseer mi propio cuerpo, pero que el traspaso completo exigiría un poco de tiempo.

Durante tres días permanecí en mi habitación, descansando, ejercitándome en los movimientos, acostumbrándome al cambio de vida. En la noche del tercer día me dirigí todo estremecido al jardín amparado por la oscuridad. Ahora descubrí que empezaba a adueñarme de mi cuerpo, aun cuando había incontables ocasiones en que un brazo o una pierna podían fallar y no responder a mis mandatos.

A la otra mañana, la mujer que ahora conocía como mi esposa, dijo:

—Debes ir a la Bolsa de Trabajo, a ver si hay alguna ocupación para ti aún.

¿La Bolsa de Trabajo? Durante algún tiempo esas palabras no me dijeron nada, hasta que utilizó el término «Ministerio de Trabajo». Entonces comprendí. No había estado nunca en un lugar así y no tenía ni idea de cómo había de comportarme o qué tenía que hacer allí. Averigüé, por la conversación, que estaba en cierto lugar cercano a Hampton Court, pero que se llamaba Molesey.

Por alguna razón que entonces no comprendí, no tenía derecho a exigir ningún subsidio de paro. Después supe que si una persona deja su empleo voluntariamente, por muy ingrata y absurda que sea su ocupación, ya no tiene derecho a reclamar nada, aun cuando hubiera cotizado durante veinte años.

—¡La Bolsa de Trabajo! —me dije—. Ayúdame a buscar la bicicleta e iré.

Juntos bajamos las escaleras, volvimos hacia la izquierda, donde estaba el garaje, ahora atestado de viejos muebles, y allí estaba la bicicleta, un instrumento de tortura, que yo había usado sólo una vez anteriormente, en Chungking, donde salí volando por el aire, yendo cuesta abajo, antes de que pudiera encontrar los frenos. Cautelosamente monté en el aparato y salí haciendo eses por el jardín a la carretera que va hacia el puente del ferrocarril, y tomé a la izquierda en la bifurcación. Uno me saludó jovialmente con la mano y yo respondí a su saludo, aunque por poco me caigo.

—No parece que vaya muy bien —me gritó—. ¡Tenga cuidado!

Seguí pedaleando, con extraños dolores en las piernas. Continué, di vuelta a la derecha, como me habían indicado previamente, y entré en la gran carretera de Hampton Court. Cuando iba rodando por allí, mis piernas dejaron de pronto de obedecer mis mandatos y apenas si pude ir sin pedales al otro lado de la carretera, para caer, con la bicicleta encima, en un trozo de hierba que había al borde del camino. Durante un momento permanecí allí fuertemente estremecido. Entonces una mujer que había estado haciendo no sé qué con el felpudo, fuera de la puerta de su casa, vino alborotada por el caminillo de su jardín vociferando:

—Debía darle vergüenza de estar borracho tan temprano. Le he visto y me están dando ganas de llamar a la policía. Me miró con ceño fruncido y, volviéndome la espalda, se dirigió a su casa, presurosa, cogió el felpudo y cerró de golpe la puerta tras ella.

«¡Qué poco conocimiento tiene! —pensé—. ¡Qué poco conocimiento!».

Durante acaso unos veinte minutos permanecí allí reponiéndome. La gente se asomaba a sus puertas a mirar. Se asomaban a las ventanas, atisbando entre los visillos. Dos mujeres llegaron al límite de sus jardines y hablaron de mí a gritos y con voces roncas. En nadie detecté el más leve pensamiento de que pudiera estar enfermo o necesitado de atención.

Al fin, con inmenso esfuerzo, me puse con dificultad en pie, subí en la bicicleta y rodé en dirección de Hampton Court.