¡Qué población más poco amiga parece Nueva York! Las personas a las que intenté detener para preguntarles el camino me miraron asustadas y siguieron apresuradamente el suyo. Después de haber dormido toda la noche, me desayuné y subí a un autobús para ir al parque Bronx. Leyendo los periódicos me había hecho a la idea de que allí los alojamientos serían más baratos. Cerca del parque bajé y fui andando por las calles en busca de letreros de «habitación para alquilar». Un coche a toda velocidad pasó como un relámpago entre dos furgonetas y por el lado de la calle que no le correspondía, patinó, se subió a la acera y me golpeó en el costado izquierdo. Una vez más oí el crujido de los huesos que se rompían. Cuando caía en la acera y antes de que la inconsciencia misericordiosa se apoderara de mí, vi a un hombre que atrapaba mis maletas y salía corriendo.
El aire estaba henchido de sones musicales.
Era feliz y me sentía a gusto después de tantos años de padecimientos.
«Ah —exclamó la voz del Lama Mingyar Dondup—. ¿Así que has tenido que venir aquí otra vez?». Abrí los ojos y me encontré con que me sonreía, con la compasión más extrema centelleando en su mirada. «La vida sobre la Tierra es dura y amarga y tú has tenido experiencias de las cuales se libran muchas gentes. Es sólo un intermedio, Lobsang, sólo un ingrato intermedio. Después de la larga noche vendrá el despertar a un día perfecto cuando ya no necesites volver a la Tierra, ni a ninguno de los mundos inferiores». Suspiré. Era grato estar allí, y aquello acentuaba aún más las asperezas e injusticias de la vida terrena. «Tú, Lobsang —dijo mi Guía—, estás viendo tu última vida en la Tierra. Estás librándote de todo el Kharma, y estás también realizando una tarea trascendental, una tarea que poderes malignos tratan de obstaculizar».
¡El Kharma! Eso trajo con viveza a mi pensamiento la lección que aprendí en la amada y lejana Lhasa…
El tintineo de las campanillas de plata había cesado. Ya no resonaban trompetas por el valle de Lhasa, con clamor sonoro y limpio en el aire tenue y vivificador. En torno mío había un misterioso silencio, un silencio que no debía de haber. Desperté de mis ensueños en el preciso momento en que los monjes en el templo comenzaban en tono profundo a entonar la Letanía por el Muerto. ¿El muerto? Sí, naturalmente. La letanía por el viejo monje que acababa de morir, que había muerto tras una larga vida de sufrimientos, de servir a otros, de no ser comprendido, ni agradecido.
«¡Qué Kharma más terrible debía de ser el suyo! —dije para mí—. ¡Qué malo debe haber sido en su vida pasada para merecer tal retribución!».
—¡Lobsang! —La voz que sonó a mis espaldas era como el tableteo de un trueno distante… Pero los golpes que cayeron sobre mi cuerpo tembloroso… no eran tan distantes por desgracia—. ¡Lobsang! Estás eludiendo tu deber, mostrando falta de respeto a nuestro Hermano que ha partido. ¡Toma, esto y esto!
De pronto los golpes y las palabras ofensivas cesaron como por arte de magia. Volví angustiado la cabeza y contemplé una figura gigantesca que se alzaba ante mí, que mantenía aún en su mano levantada un grueso garrote.
—Perfecto —dijo una voz muy amada—, es un castigo muy cruel para un niño pequeño. ¿Qué ha hecho para merecer esto? ¿Ha profanado el templo? ¿Ha mostrado falta de respeto para las Imágenes Doradas? Hable y explique esa crueldad.
—Mi señor Mingyar Dondup —clamó el alto Prefecto del Templo—, el niño estaba perdido en ensueños cuando debiera haber estado atendiendo a la letanía con sus compañeros.
El Lama Mingyar Dondup, que no era tampoco bajo, alzó la vista hacia el Hombre de Kham, que rebasaba los dos metros y que se hallaba ante él. El Lama habló con firmeza:
—Debe marcharse, Prefecto; yo me las entenderé con él.
Cuando aquél se fue, después de hacer una reverencia, mi Guía, el lama Mingyar Dondup, se volvió hacia mí.
—Vamos, Lobsang, subamos a mi aposento para que puedas repetir el relato de tus numerosos y bien castigados pecados.
Al decir esto, se agachó amablemente y me puso en pie. En mi corta vida, nadie, salvo mi Guía, me había mostrado nunca amabilidad y me vi forzado a contener mis lágrimas de gratitud y de cariño.
El lama se volvió y marchó despacio por el largo pasillo desierto. Yo seguí sus pasos humildemente, y lo hice con tanta más avidez por saber que no podía venir nunca injusticia alguna de aquel gran hombre.
A la entrada de su aposento se detuvo, se volvió hacia mí y me puso una mano en el hombro.
—Vamos, Lobsang. No has cometido ningún delito; entra y háblame de tus contrariedades. —Al decir esto me empujó hacia adelante y me invitó a sentarme—. Alimento, Lobsang; el alimento está también en tu mente. Tenemos que comer algo y tomar té mientras hablamos.
Sin apresurarse, hizo sonar una campanilla de plata y entró un servidor.
Mientras los alimentos y la bebida eran puestos ante nosotros, permanecimos en silencio y yo pensé en la certidumbre que tenía de que todos mis delitos serían descubiertos y castigados, casi antes de que pudiera cometerlos. Una vez más la voz irrumpió en mis pensamientos.
—¡Lobsang! ¡Ya estás soñando despierto! ¡Ahí está la comida! La tienes ante ti y tú, precisamente tú, no la ves.
La voz amable, zumbona, me hizo recobrar la atención y, casi mecánicamente, tendí la mano hacia aquellos sabrosos pasteles azucarados que tanto cautivaban mi paladar. Pasteles que habían sido traídos de la India distante para el Dalai Lama, pero que, por su benevolencia, estaban a mi disposición.
Durante unos minutos más estuvimos comiendo o, más bien, comí yo y el lama sonrió benévolamente.
—Ahora, Lobsang —dijo, cuando di señales de estar harto—, ¿cómo fue todo eso?
—Maestro —repliqué—, estaba reflexionando en el terrible Kharma del monje que murió. Debió ser de un hombre muy malo en sus muchas vidas pasadas. Pensando en esto me olvidé de todo lo relacionado con el servicio del templo y el Prefecto se me echó encima antes de que pudiera huir.
Se echó a reír a carcajadas.
—Así, Lobsang, tú también hubieras tratado de escapar de tu Kharma, si pudieras.
Le miré taciturno, sabiendo que son pocos los que pueden correr más de prisa que los atléticos prefectos, tan veloces de pies.
—Lobsang, qué mal comprendida es esta cuestión del Kharma, hasta por algunos que se pasan la vida en el Templo. Ponte cómodo, porque voy a hablar contigo sobre esta cuestión con cierta amplitud.
Me arrellané un poco, dando señales de «ponerme cómodo». Pero deseaba estar fuera con los otros y no sentado allí escuchando una lección, pues, aún tratándose de un hombre tan grande como el lama Mingyar Dondup, una lección era una lección, y una medicina, aunque tuviera un gusto agradable, era una medicina.
—Ya sabes todo esto, Lobsang, o deberías saberlo, si has escuchado con atención a tus maestros (lo que dudo), pero quiero recordártelo otra vez, pues temo que tu atención esté todavía ausente a veces.
Diciendo esto me lanzó una penetrante mirada y continuó:
—Venimos a esta Tierra como a una escuela. A aprender nuestra lección. La primera vez que asistimos a la escuela se nos coloca en la clase más inferior porque somos ignorantes y todavía no hemos aprendido nada. Al final del curso, o nos aprueban en los exámenes o nos suspenden. Si aprobamos, proseguimos a una clase superior al volver de las vacaciones. Si fracasamos, entonces volvemos a la misma clase, a aquella que dejamos. De fracasar en un tema solo, acaso se nos puede permitir que pasemos a la clase superior y que allí estudiemos el tema de nuestro fracaso.
Esto me era dicho en un lenguaje que yo podía comprender bien. Conocía todo lo referente a los exámenes y a que le suspendieran a uno en una asignatura y a pasar a la clase superior, donde tenía que competir con chicos mayores, y al mismo tiempo estudiar en lo que debiera haber sido tiempo libre. Estudiar bajo la mirada de águila de algún lama maestro viejo y mohoso, alguno tan anciano que ya ha olvidado todo lo referente a los días de su propia infancia.
Hubo un golpetazo y yo, asustado, di un salto en que casi me levanté en el aire.
—Ah, Lobsang, por fin conseguimos una reacción —dijo mi Guía, mientras, riendo, volvió a colocar en su sitio la campanilla de plata que había dejado caer tras de mí—. He hablado contigo en numerosas ocasiones, pero tú andas errando muy distante.
—Lo siento, honorable lama —repliqué—, pero estaba pensando en lo clara que es su lección.
El lama reprimió una sonrisa y continuó:
—Venimos a esta Tierra como van los niños a la clase de la escuela. Si en nuestra vida nos portamos bien y aprendemos qué es lo que nos ha hecho venir; entonces avanzamos más y empezamos una vida en un estado más elevado. Si no aprendemos nuestra lección, volvemos casi al mismo tipo de cuerpo y a las mismas condiciones. En algunos casos, algún hombre puede haber mostrado mucha crueldad para los otros en su vida pasada y ha de volver a esta Tierra a tratar de expiar sus malas obras. Ha de venir a mostrar bondad a los otros. Muchos de los más grandes reformadores en esta vida fueron delincuentes en el pasado. Así gira la Rueda de la Vida, trayendo riquezas, primero a uno y luego pobreza a otro, el pordiosero de hoy puede ser príncipe mañana y continuar así de vida en vida.
—Pero, honorable lama —interrumpí—, ¿quiere esto decir que si uno es ahora un pordiosero cojo, debe haber cortado la pierna de alguna persona en la otra vida?
—No, Lobsang, no es eso. Quiere decir que ese hombre precisa ser pobre, y precisa sufrir la pérdida de una pierna para que así pueda aprender su lección. Si tienes que estudiar figuras geométricas, tomas tu pizarra y tu ábaco. Si vas a estudiar el tallado, tu cuchillo y un trozo de madera. Tomas las herramientas adecuadas a la tarea que tienes entre manos. Así ocurre con el tipo de cuerpo que tenemos. El cuerpo y las circunstancias de nuestra vida son los más adecuados para la tarea que tenemos que realizar.
Pensé en el monje viejo que había muerto y que siempre se estaba lamentando de su «mal Kharma» y preguntándose qué habría hecho para merecer una vida tan dura.
—Ah, sí, Lobsang —dijo mi Guía, leyendo mis pensamientos—. Los que no están iluminados se quejan siempre de la acción del Kharma. No se dan cuenta de que a veces son víctimas de los malos actos de otros y de que, aun cuando sufran ahora injusticias, en una vida posterior tendrán una plena recompensa. Nuevamente te digo, Lobsang, que no se puede juzgar de la evolución de un hombre por su situación presente en la Tierra, ni se le puede condenar como malo porque parezca tropezar con dificultades. No se debe condenar, porque hasta que no se tengan todos los datos lo que no puede ocurrir en esta vida, no es posible tener un criterio justo.
La voz de las trompetas del templo resonó en ecos por los salones y corredores, apremiándonos a dejar nuestra charla para asistir al servicio de la noche. ¿Era la voz de las trompetas del templo o un gong de diapasón grave? Me parecía que aquel gong estaba en mi cabeza resonando, sacudiéndome, trayéndome de nuevo a la vida terrena. Fatigado, abrí los ojos. Había pantallas en torno de mi cama y se alzaba cerca una bala de oxígeno.
—Está despertando, doctor —dijo una voz. Una cara roja entró en el radio de mi visión.
—Ah —dijo el médico americano—. ¿Así que ha vuelto a la vida? Sin duda estuvo a punto de morir aplastado.
Me le quedé mirando con mirada vacía.
—¿Y mis maletas? —pregunté—. ¿Están a salvo?
—No; un fulano se largó con ellas y la policía no ha podido encontrarlo.
Luego, aquel mismo día vino a la cabecera de mi cama un policía a recoger información. Me habían robado las maletas. El hombre cuyo coche me atropelló, dañándome gravemente, no estaba asegurado. Era un negro sin empleo. Otra vez tenía mi brazo izquierdo roto, cuatro costillas fracturadas y los dos pies aplastados.
—En un mes estará curado —dijo jovialmente el médico. Luego me atacó una pulmonía doble. Permanecí nueve semanas en el hospital. En cuanto estuve en condiciones de levantarme pregunté lo que debía.
—Encontramos doscientos sesenta dólares en su cartera y tenemos que quedarnos con doscientos cincuenta por su estancia aquí.
Me quedé mirando horrorizado a aquel hombre.
—Pero no tengo trabajo, no tengo nada —dije—. ¿Cómo voy a vivir con diez dólares?
El sujeto se encogió de hombros.
—Ah, debe exigir daños y perjuicios al negro. A usted se le ha atendido y nosotros tenemos que cobrar. La caja no tiene nada que ver con nosotros; entable un proceso contra el negro que le ha originado estos trastornos.
Con paso vacilante descendí las escaleras. Titubeando, salí a la calle. No tenía otro dinero que aquellos diez dólares. Ni trabajo, ni dónde vivir. Cómo vivir, ése era el problema. El portero señaló con el pulgar:
—Siguiendo esta calle, agencia de colocaciones; vaya a verles.
Asintiendo con gesto torpe salí errabundo en busca de mi única esperanza. En una sórdida callejuela lateral vi un letrero deteriorado: «Empleos». Subir hasta la oficina en un tercer piso fue casi más de cuanto me era posible hacer. Respirando trabajosamente me así al pasamanos hasta que me sentí un poco mejor.
—¿No puede subir, Bud? —dijo el hombre de dientes amarillos, revolviendo entre los gruesos labios el puro mordido. Me miró de arriba abajo—. Se diría que acaba de salir de la cárcel o del hospital.
Le referí todo lo que había ocurrido: la pérdida de mis pertenencias y de mi dinero.
—Entonces necesita ganar unos dólares en seguida —dijo.
Tendió la mano hacia una tarjeta y llenó en ella ciertos datos. Luego me la dio y me dijo que la llevara a un hotel de nombre muy famoso, uno de los grandes hoteles. Fui allí gastando unos centavos preciosos en el billete del autobús.
—Veinte dólares a la semana y una comida por día —dijo el jefe de personal. Así que por veinte dólares a la semana y una comida al día lavé montañas de platos sucios y fregué interminables escaleras durante diez horas diarias.
Veinte dólares semanales y una comida. Las comidas que se servían a los empleados no eran de la misma calidad que las servidas a los huéspedes. Las nuestras eran rígidamente inspeccionadas y vigiladas. Mi salario era tan escaso que no podía permitirme tener una habitación. Dormía en los parques, bajo las bóvedas y los puentes y tuve que aprender a irme de noche antes de que el policía de ronda apareciera con su palo punzante y gruñera: «Ya te estás largando de aquí, ¿eh?». Aprendí a rellenar mis ropas de periódicos para protegerme de los crueles vientos que soplan por las calles de Nueva York, desiertas de noche. Mi único traje estaba estropeado por el viaje y manchado por el trabajo y no tenía ropa interior para mudarme. Para lavar mi ropa blanca me encerraba en la sala de los hombres, me la quitaba, me ponía los pantalones otra vez y la lavaba en un lavabo, poniéndola luego a secar en los tubos de vapor, pues hasta que no pudiera ponérmela no podía salir. Mis zapatos tenían agujeros en las suelas y los había reparado con cartones, mientras inspeccionaba los recipientes de la basura en busca de un par en mejores condiciones que algún inquilino del hotel pudiera tirar. Pero había muchos ojos pendientes y muchas manos ansiosas para examinar los desperdicios de los huéspedes antes de que llegaran a mí. Vivía y trabajaba con una comida al día y mucha agua. Poco a poco fui reuniendo una muda, un traje de segunda mano y unos zapatos de segunda mano. Poco a poco reuní un centenar de dólares.
Un día oí hablar a dos huéspedes cuando yo trabajaba junto a una puerta del servicio. Estaban hablando del fracaso de un anuncio para encontrar el tipo de hombre que precisaban. Hice mi tarea más y más despacio. «Conocimiento de Europa, buena voz, experiencia en la radio…». Algo pasó por mí y lanzándome hacia la puerta exclamé:
—¡Yo pretendo poseer todo eso!
Los hombres se miraron asombrados y luego se echaron a reír a carcajadas. El camarero jefe y un camarero auxiliar se precipitaron hacia mí con rostros enfurecidos.
—¡Fuera! —dijo el camarero jefe mientras me asía violentamente por el cuello, rasgando mi pobre y vieja chaqueta de arriba abajo.
Me volví hacia él y le eché a la cara los dos trozos de mi chaqueta.
—¡Veinte dólares a la semana no le da derecho a hablarle de esa manera a un hombre! —exclamé con fiereza.
Uno de los dos hombres me miró mudo de horror.
—¿Veinte dólares a la semana, ha dicho?
—Sí, señor. Eso es lo que me pagan. Y una comida al día. Duermo en los parques y soy echado de un lugar y otro por la policía. Vine a este «País de Oportunidades» y al día siguiente de desembarcar un sujeto me atropelló con su coche, y cuando estaba sin sentido un americano me robó todo cuanto tenía. ¿Pruebas, señor? Puedo darle pruebas si quiere usted comprobar mi relato.
El administrador del piso se apresuró a ir hacia allí, retorciéndose las manos y casi llorando. Fuimos acompañados a su oficina. Los otros se sentaron. Yo quedé en pie. El de más edad de los dos telefoneó al hospital y después de un rato de espera mi relato fue dado por auténtico en todos sus detalles. El administrador del piso me quiso dar un billete de veinte dólares, y dijo:
—Ahora lárgate.
Yo le puse los veinte dólares en sus manos carnosas.
—Guárdelo —le dije—. Va a necesitar ese dinero más que yo.
Cuando me volvía para irme y llegaba a la puerta, se tendió hacia mí una mano y una voz dijo:
—¡Alto! —El hombre de edad me estaba mirando fijamente a los ojos—. Creo que usted podría convenirnos. Veremos. Venga mañana a Schenectady. Aquí tiene mi tarjeta.
Me volví para marcharme.
—Espere, aquí tiene cincuenta dólares para que vaya.
—Señor —dije, rechazando el dinero que me ofrecía—, iré allí por mis propios medios. No acepto dinero hasta que esté usted seguro de que cumplo con las condiciones que precisa, pues acaso no pueda devolvérselo si no le convengo.
Me volví y salí. De mi taquilla en la sala de los empleados tomé mis escasas pertenencias y me largué a la calle. No tenía ningún sitio adónde ir, a no ser a sentarme en un parque. Ni techo ni nadie a quien dirigirle un saludo. Por la noche, la lluvia despiadada cayó y me empapó. Por fortuna conservaba mi «traje nuevo», seco por haber estado sentado sobre él.
De madrugada tomé una taza de café y un bocadillo, y averigüé que la forma más barata de viajar desde Nueva York hasta Schenectady era el autobús. Algún viajero había dejado un ejemplar del Morning Times en un asiento; así que lo leí de arriba abajo para evitar ponerme a cavilar en mi futuro incierto. El autobús seguía rodando, devorando kilómetros. Para el mediodía estaba en la ciudad. Fui a los baños públicos, me arreglé lo mejor posible, me puse mis ropas limpias y salí.
En los estudios de la radio me estaban esperando los dos hombres. Durante horas me acosaron a preguntas. Uno tras otro venían y se marchaban. Al fin tuvieron toda mi vida completa.
—¿Dice que tiene papeles depositados en casa de un amigo de Shanghai? —Dijo el hombre de más edad—. En este caso le contrataremos en condiciones provisionales y pondremos un cable a Shanghai para que le manden aquí sus cosas. En cuanto veamos esos papeles quedará en situación permanente. Ciento diez dólares a la semana; trataremos de eso más adelante, cuando veamos esos papeles. Que los manden a cargo nuestro.
El segundo hombre habló:
—Me figuro que podría hacérsele un anticipo —dijo.
—Dele un mes por adelantado —dijo el primero—. Que empiece pasado mañana.
Así empezó un dichoso período de mi vida. Me gustaba el trabajo y lo realizaba a completa satisfacción. En el transcurso del tiempo, mis papeles, mi cristal, viejo de siglos, y unas otras pocas cosas más llegaron. La vida empezaba a sonreírme, pensé.
Después de algún tiempo, en el transcurso del cual ahorré la mayor parte del dinero que ganaba, empecé a experimentar la sensación de que no iba a ninguna parte, que no proseguía adelante con la tarea que me había asignado en la vida. El hombre de más edad me tenía ahora mucho afecto y acudí a él y tratamos del problema. Le dije que les dejaría en cuanto encontraran a alguien que me reemplazase. Me quede allí tres meses más.
Entre los papeles míos que habían venido de Shanghai había un pasaporte extendido por las autoridades británicas de la Concesión inglesa. Durante aquellos días lejanos de la guerra, los ingleses me tenían mucho afecto porque podían utilizar mis servicios. Ahora, acaso creyeran que ya no podía serles de provecho. Llevé mi pasaporte y otros documentos a la Embajada del Reino Unido en Nueva York y, después de muchas dificultades y demoras, logré obtener el primer visado y luego un permiso de trabajo para Inglaterra.
Al fin encontraron quien me reemplazara y me quedé dos semanas más para «enseñarle el manejo». Luego me fui. América es quizás el único país en que una persona que sabe hacerlo puede viajar gratis casi a cualquier parte. Estuve mirando en varios periódicos, hasta que vi, bajo el rótulo de «Transportes», siguiente:
«California, Seattle, Boston, Nueva York
Gasolina gratis. Llamad al 00 000 XXX.
Entrega de autos».
Las casas de coches americanas necesitan entregar vehículos por todo el continente. Muchos chóferes quieren viajar; así que un método bueno y barato consiste en que el que quiera llevarlo se ponga en contacto con casas que hayan de entregar autos. Después de aprobar un sencillo ensayo de conducción se le dan gratuitamente talonarios para adquirir gasolina en ciertas estaciones seleccionadas en la ruta.
Llamé al XXX, entrega de coches, y dije que quería llevar uno a Seattle.
—No hay ningún inconveniente, ninguno —dijo un hombre de acento irlandés—. Busco un buen conductor para llevar allí un «Lincoln». Lléveme a dar vuelta para que vea cómo lo hace.
Mientras lo llevaba, me habló de varias cuestiones útiles. Al parecer había sido enteramente de su agrado, pues me dijo:
—He reconocido su voz. Era usted un locutor anunciador. —Lo confirmé, y añadió—: Tengo una estación de onda corta que empleo para mantenerme en contacto con el Viejo Mundo. Pero hay algo que no marcha bien en ella, ya que no recoge las ondas cortas. Los de aquí no entienden este tipo de estaciones. ¿Las entiende usted?
Le aseguré que podía echarle un vistazo y me invitó a su casa aquella noche, y hasta me prestó un coche para ir en él allí. Su esposa irlandesa era excepcionalmente agradable y dejaron en mí una sensación de amor por Irlanda que se acrecentó cuando fui a vivir allí.
La radio era de un modelo inglés muy afamado, una Eddystone excepcionalmente buena que no tiene igual. La fortuna me sonrió.
El irlandés tomó una de las bobinas de enchufe y vi cómo la sostenía.
—Déjeme esa bobina —le dije—. ¿Tiene una lente de aumento?
La tenía, y un rápido examen mostró que por su incorrecto manejo de la bobina había roto un alambre de una de las clavijas. Se lo mostré.
—¿Tiene un soldador y soldadura?
No lo tenía él, pero sí el vecino. Allá fue para volver con ambas cosas.
Fue trabajo de unos minutos soldar de nuevo el alambre y el aparato funcionó. Bastaron unos pequeños ajustes accesorios y funcionó mejor. Pronto estuvimos escuchando la BBC de Londres.
—Iba a devolver la radio a Inglaterra para que la pusieran en condiciones —dijo el irlandés—. Así que ahora voy a hacer algo por usted. El propietario del «Lincoln» quería que uno de los conductores de la casa le llevara el coche a Seattle. Es un hombre rico. Así que voy a ponerle a usted en nuestra nómina, a fin de que pueda cobrar por llevarle. Le daremos ochenta dólares y le cargaremos ciento veinte a él. ¿Hecho?
¿Hecho? Sin duda. Aquello me venía muy bien.
El lunes siguiente por la mañana partí. Pasadena era mi primer lugar de destino. Quise cerciorarme de que el maquinista naval, cuyos papeles había empleado, no tenía verdaderamente parientes. Nueva York, Pittsburg, Columbus, Kansas City: los kilómetros se acumulaban. No me apresuraba, pues tenía una semana para hacer el viaje. Por la noche dormía en el gran coche para ahorrar los gastos de hotel, saliéndome del camino donde lo consideraba adecuado. Pronto estuve al pie de las Montañas Rocosas, disfrutando de mejor aire, tanto mejor a medida que el coche trepaba más y más alto. Durante todo un día permanecí demorándome en la cordillera montañosa y luego marché a Pasadena. Las más escrupulosas indagaciones fracasaron para descubrir si el maquinista tenía algunos parientes. Parecía haber sido un hombre arisco que prefería su propia compañía a la de cualquier otra persona.
Crucé el Yosemite National Park, el Crater Lake National Park, Portland y, por último, Seattle. Metí el coche en el garaje, donde fue cuidadosamente inspeccionado, engrasado y lavado. Luego hubo una llamada telefónica para el encargado de garaje.
—Vamos —me dijo—; quiere que se lo llevemos.
Conduje el «Lincoln», y el del garaje llevó otro coche, para tener así medio de transporte al regreso. Subimos por la espaciosa calzada interior de una gran casa y aparecieron tres hombres. El encargado del garaje se mostró muy deferente con el hombre de cara glacial que había comprado el «Lincoln». Los otros dos que estaban con él eran mecánicos de automóviles que procedieron a efectuar en el «Lincoln» un concienzudo reconocimiento.
—Ha sido conducido con mucho cuidado —dijo el mecánico principal—. Puede aceptarlo con entera y absoluta confianza.
El hombre de la cara glacial me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Venga a mi estudio —dijo—. Voy a darle un bono de cien dólares, sólo para usted, ya que lo ha traído con tanto cuidado.
—¡Hombre, hombre! —Dijo luego el del garaje—. Ha sido muy generoso de parte de él. Sin duda ha tenido usted un éxito.
—Necesito algún trabajo que me lleve al Canadá —dije—. ¿No podría ayudarme?
—Bueno —replicó el garajista—, en realidad quiere ir a Vancouver y en esa dirección no tengo nada. Pero sí sé de uno que quiere un «De Soto» nuevo. Vive en Oroville, enteramente junto a la frontera. Él no hará un largo viaje así y estará muy contento de que alguien le entregue el coche. Es un hombre que paga bien. Le llamaré.
—¡Gee, Hank! —Dijo el del garaje al otro por teléfono—. ¿Se ha decidido por fin? Diga si quiere el «De Soto». —Escuchó un rato, y luego—: Bueno, ¿no se lo había dicho? Tengo aquí a uno que va a ir a Oroville, camino del Canadá. Ha traído un «Lincoln» desde Nueva York. ¿Qué dice, Hank? —Hank farfulló largamente desde Oroville. Su voz me llegaba como un confuso rumor. El del garaje suspiró exasperado—. Bueno, qué hombre más obstinado es usted. Puede depositar el cheque en el banco, me figuro. Le conozco desde hace más de veinte años y no tengo miedo de que se escabulla. —Escuchó un poco más—. Muy bien —dijo al fin—. Lo haré. Sí, lo añadiré a la factura.
Colgó el receptor y dio un suspiro tan prolongado como un silbido.
—Oiga —me dijo—: ¿entiende algo de mujeres?
¡Mujeres! ¿Por qué creerá que entiendo de mujeres? ¿Quién las entiende? Son un enigma hasta para sí mismas. El del garaje observó mi expresión de desconcierto y prosiguió:
—Hank hasta hoy había estado soltero, desde hace cuarenta años, que yo sepa. Pero ahora pide que le mande con usted algunos adornos femeninos. Vaya, vaya, el perro viejo se siente juguetón. Le preguntaré a mi mujer qué mando.
A fines de la semana salí de Seattle en un «De Soto» completamente nuevo, con un cargamento de ropas femeninas. La mujer del garajista era evidente que había telefoneado a Hank para averiguar qué era todo aquello. De Seattle a Wanatchee y de aquí a Oroville. Hank quedó satisfecho; de modo que no perdí mucho tiempo, sino que pasé en seguida al Canadá. Durante unos pocos días me quedé en Osoyoos. Con no escasa fortuna pude hacer mi viaje a través de Canadá, desde Trail, por Ottawa, Montreal y Quebec. No tiene objeto hablar de eso aquí, porque fue algo tan inusitado que podría ser el tema de otro libro.
Quebec es una hermosa ciudad, con el inconveniente de que en algunas partes de ella uno no es grato a no ser que hable francés. Mi conocimiento de esa lengua era el indispensable para salir del paso. Frecuenté los muelles y, por haber logrado obtener el carnet sindical de marino, me enrolé en un barco como marino de cubierta. No se trataba de un trabajo muy bien pagado, pero me permitió cruzar el Atlántico una vez más. El barco era un tramp sucio y viejo. El capitán y el segundo de a bordo hacía tiempo que habían perdido todo entusiasmo por el mar y por su barco. No se hacía mucha limpieza. No me capté simpatías porque ni jugaba ni hablaba de asuntos de mujeres. Pero era temido, porque los intentos del matón del barco para establecer su superioridad sobre mí dieron por resultado que hubo de pedirme perdón a gritos. Dos de su pandilla lo pasaron aún peor y fui llevado ante el capitán, quien me reconvino por dejar maltrechos a los miembros de la tripulación. ¡No se les pasó por la cabeza que me hubiera limitado a defenderme! Pero aparte de estos minúsculos incidentes, el viaje transcurrió sin novedad y pronto el barco fue avanzando poco a poco por el canal de la Mancha.
Estaba en cubierta y libre de servicio cuando pasamos por The Needles y entramos en Solent, esa franja de agua entre la isla de Wight y la costa inglesa. Poco a poco dejamos atrás Nertley Hospital, con su hermoso parque y los atareados ferries que van a Woolston, y entramos en la bahía de Southampton. Descendió el ancla con un chapoteo y la cadena corrió con estruendo por los escobenes. El barco se dejó llevar por la corriente, el telégrafo del cuarto de máquinas dejó de sonar y las leves vibraciones de la maquinaria cesaron. Vinieron a bordo los funcionarios del puerto a examinar la documentación del barco y a asomarse a los camarotes de la tripulación. El oficial de Sanidad nos autorizó la entrada y lentamente el barco se dirigió hacia su fondeadero.
Como miembro de la tripulación permanecí a bordo hasta que el barco fue descargado; luego me pagaron, recogí mis escasas pertenencias y fui a tierra.
—¿Tiene algo que declarar? —me preguntó el funcionario de aduanas.
—Absolutamente nada —repliqué, abriendo mi maleta, como está mandado. Él buscó entre mis escasas propiedades y después de cerrar la maleta garabateó en ella un signo con tiza.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse? —preguntó.
—Voy a vivir aquí, señor —repliqué.
Miró mi pasaporte, el visado y el permiso de trabajo con gesto de aprobación.
—Muy bien —dijo, indicándome que podía cruzar la puerta.
Cuando iba andando me volví para echar un vistazo al barco que había dejado. Un golpe que me dejó atontado casi me derriba al suelo sin conocimiento. Otro funcionario de Aduanas que venía corriendo por la calle, porque se había retrasado para entrar de servicio, había chocado conmigo y ahora estaba sentado, medio aturdido en mitad de la calle. Arremetió contra mí furioso; así que cogí la maleta y me marché.
—¡Alto! —vociferó.
—Está en regla —dijo el funcionario que había revisado mi equipaje—. No lleva nada de pago y sus papeles están en orden.
—Voy a examinarlos yo —vociferó el funcionario de mayor categoría. Otros dos funcionarios se pusieron a mi lado, mostrando en sus rostros cierta preocupación. Uno intentó protestar, pero se le ordenó bruscamente que callara.
Fui llevado a un cuarto y pronto apareció en él el funcionario iracundo. Registró mi maleta, echando las cosas al suelo. Buscó en el tapizado y en el fondo de la maltrecha y vieja maleta. Contrariado al no encontrar nada, me pidió el pasaporte.
—¡Ah! —exclamó—. Tiene visado y permiso de trabajo. El funcionario de Nueva York no está autorizado para extender ninguno de los dos. Eso queda a discreción nuestra, aquí, en Inglaterra.
Estaba radiante por su triunfo y con gesto teatral hizo pedazos mi pasaporte y lo tiró a un recipiente para la basura. Pero llevado de un súbito impulso, recogió luego los trozos del pasaporte destrozado y se los metió en el bolsillo. Tocó el timbre y entraron dos funcionarios de la oficina de afuera.
—Este hombre no tiene documentos —dijo—. Tiene que ser deportado. Que lo conduzcan a la celda de detenidos.
—Pero, señor —dijo uno de los funcionarios—, acabo de verlos y estaban en regla.
—¿Está poniendo en duda mi capacidad? —Rugió el superior—. ¡Haga lo que digo!
El otro, afligido, me cogió el brazo.
—Vamos —dijo.
Me escoltó hasta una celda desnuda.
—¡Caramba, muchacho! —dijo la joven lumbrera del Foreign Office, cuando entró en mi celda muchísimo después—. Todo esto es un lío terrible, ¿eh? —Se acarició el mentón, suave como el de un niño, y suspiró ruidosamente—. Ya se dará cuenta de que nuestra situación, querido muchacho, es verdaderamente desesperada. Usted tenía que haber tenido papeles, porque en caso contrario los funcionarios de Quebec no le hubieran dejado embarcar. Pero ahora no los tiene. Deben de habérsele perdido a bordo. Así queda demostrado, muchacho. ¿No es eso? Quiero decir…
Le miré furioso y advertí:
—Mis papeles han sido rotos deliberadamente. Pido que se me ponga en libertad y que se me permita quedar en tierra.
—Sí, sí —replicó la joven lumbrera—. Pero ¿puede probarlo? Hay un leve soplo que me dice al oído lo que ha ocurrido exactamente. Pero tenemos que apoyar a nuestros funcionarios de uniforme; caso contrario, la prensa nos calentaría los oídos. Lealtad y espíritu de cuerpo y todas estas cosas.
—De modo —dije— que sabiendo la verdad, que mis papeles han sido destruidos, y aún hallándonos en este nuestro muy ponderado «País de la Libertad», ¿se echa usted sencillamente a un lado a presenciar una persecución semejante?
—Mi querido amigo, usted tenía simplemente el pasaporte de un residente en un Estado anexionado; no era miembro de la Commonwealth por derecho de nacimiento. Siento mucho que se halle enteramente fuera de la órbita. Ahora bien, amiguito, a menos que esté de acuerdo en que sus papeles… «se perdieron a bordo», tendremos que procesarle por entrar ilegalmente. Esto puede ponerle bonitamente a la sombra por más de dos años. Si se aviene a lo que queremos, será devuelto simplemente a Nueva York.
—¿A Nueva York? ¿Por qué a Nueva York? —pregunté.
—Si volviese a Quebec podría originarnos algunas dificultades. Podemos demostrar que vino de Nueva York. Así que depende de usted: o a Nueva York, o dos años como huésped involuntario de Su Majestad. —Luego añadió, como si se le hubiera ocurrido después—: Naturalmente, tras de haber cumplido la sentencia sería deportado y las autoridades le confiscarían con mucho gusto el dinero que tuviera. Nuestra sugerencia le permitirá conservarlo.
La joven lumbrera se puso en pie y se sacudió imaginarias motas de polvo de su chaqueta inmaculada.
—Piénselo bien, querido muchacho, piénselo. Le ofrecemos un medio maravilloso de salir del paso.
Dicho esto, se fue y me dejó solo en la celda.
Me introdujeron una indigesta comida inglesa y traté de partir las tajadas con la navaja desafilada que he usado siempre. Acaso pensaron que desesperado podría suicidarme con ella. Pero nadie trataría de suicidarse con una navaja así.
El día fue transcurriendo. Un guardia amistoso me lanzó unos periódicos. Después de un vistazo, los eché a un lado, pues, por lo que pude ver, no trataban sino de sexo y de escándalos. Al llegar la oscuridad me trajeron un vasito de cacao con una rebanada de pan con mantequilla. La noche fue fría y su oscuridad me recordó las tumbas y los cadáveres en descomposición.
El guardia de la mañana me saludó con una sonrisa que amenazaba con hender su rostro pétreo.
—Saldrá mañana —dijo—. El capitán de un barco está dispuesto a llevarle si paga su pasaje trabajando. Será entregado a la policía de Nueva York cuando llegue.
A la hora más avanzada de la mañana vino un funcionario a hablarme oficialmente, y me dijo que tendría que hacer a bordo los trabajos más duros: palear carbón en las carboneras de un viejo barco de mercancías que no contaba con ninguna instalación para ahorrar esfuerzos. No tendría paga alguna y había que firmar el contrato diciendo que estaba conforme con esas condiciones. Por la tarde me llevaron custodiado a la agencia de embarque, y allí, en presencia del capitán, firmé el contrato.
Veinticuatro horas después, aún bajo guardia, me llevaron al barco y me encerraron en un pequeño camarote, advirtiéndome que debía permanecer allí hasta que el barco saliera de las aguas territoriales. Pronto, el traqueteo de una maquinaria vieja hizo revivir el barco con vida perezosa. Hubo fuertes pisadas sobre mi techo y por el balanceo de la cubierta comprendí que nos habíamos adentrado en una mar picada. Sólo cuando Portland Bill quedó muy a estribor y se perdió en la lejanía se me puso en libertad.
—Anda listo, amigo —dijo el fogonero, dándome una pala estropeada y un rastrillo—. Quita las escorias de esos agujeros, llévalas a cubierta y tíralas al agua. ¡Y vivo!
—¡Ah, mirad! —vociferó un hombre enorme, en el castillo de proa, poco después, cuando fui allí—. Tenemos a un vagabundo chino o japonés. Eh, tú —añadió golpeándome el rostro—, ¿te acuerdas de Pearl Harbour?
—Déjale, Butch —dijo otro—. Los guardias le seguían.
—¡Ja, ja! —río Butch a carcajadas—. Déjame darle un puñetazo, sólo para que se acuerde de Pearl Harbour.
Se abalanzó hacia mí, moviendo los puños como émbolos y se fue poniendo más y más furioso al no alcanzarme ninguno de sus golpes.
—Sabes escabullirte, ¿eh? —refunfuñó, abalanzándose con el propósito de asirme del cuello, como para estrangularme.
El viejo Tzu y otros en el lejano Tíbet me habían preparado bien para estas cosas. Me dejé caer inerte y el impulso de Butch lo lanzó hacia adelante. Tropezó conmigo y se golpeó el rostro contra el borde de la cubierta del castillo de proa, rompiéndose la mandíbula y casi desgarrándose la oreja con un cacharro que rompió al caer. No tuve más disgustos con la tripulación.
Lentamente la silueta de Nueva York fue alzándose ante nosotros. Fondeamos, dejando una negra estela de humo en el cielo a causa de la mala calidad del carbón que usábamos. Un fogonero hindú, mirando con recelo por encima de su hombro, se acercó a mí y me dijo:
—Va a venir en seguida a buscarte la policía. Tú, hombre bueno, oí decir al jefe maquinista lo que el capitán le dijo. Ellos no quieren meterse en esto —me pasó una bolsa impermeable para tabaco—. Pon tu dinero aquí y deslízate por la borda antes de que te lleven a tierra.
Me informó confidencialmente y en voz baja de adónde se dirigía el bote de la policía y dónde podría esconderme, como lo hizo él en otro tiempo. Escuché con mucha atención, pues me dijo cómo podría escapar de la persecución de la policía, que vendría después de haber saltado yo la borda. Me dio nombres y direcciones de personas que me ayudarían y prometió estar en contacto con ellas cuando fuera a tierra.
—Me he visto en un trance como éste —dijo—. Se me ha perseguido por el color de mi piel.
—¡Eh, tú! —retumbó una voz desde el puente—. El capitán te llama. ¡Vivo!
Me apresuré a subir al puente y el primer oficial me señaló con el pulgar la dirección del cuarto de derrota. El capitán estaba sentado ante una mesa mirando unos papeles.
—Ah —dijo, cuando alzó la vista hacia mí—. Tengo que ponerle en manos de la policía. ¿Tiene algo que decir antes?
—Señor —repliqué—, mis papeles estaban en regla, pero un funcionario de la Aduana los rompió.
Mirándome, asintió con un gesto, miró de nuevo a los papeles y, al parecer, tomó una decisión.
—Conozco al funcionario a que se refiere. He tenido yo mismo disgustos con él. Pero las apariencias de legalidad deben quedar a salvo, por muchas contrariedades que eso pueda originar a otros. Sé que lo que cuenta es verdad, porque tengo un amigo en la Aduana que me ha confirmado lo que dice.
Volvió la vista a los papeles y los ojeó.
—Tengo aquí una demanda en que se le acusa de ser polizón.
—¡Pero, señor —exclamé—, la Embajada británica en Nueva York puede confirmar quién soy! Los agentes de embarque de Quebec pueden decirlo también.
—Amigo —dijo el capitán—, usted no conoce los métodos de Occidente. No se hará ninguna indagación. Se le llevará a tierra, se le meterá en una celda, será juzgado y condenado y lo mandarán a prisión. Luego se olvidarán de usted. Cuando se acerque la fecha de ponerle en libertad, se le incomunicará y lo devolverán deportado a China.
—Eso sería mi muerte, señor.
Asintió con un gesto.
—Sí, pero se habrá seguido el procedimiento oficial correspondiente. Nosotros en este barco hemos pasado por una experiencia semejante cuando regresábamos en los tiempos de la prohibición. Fuimos detenidos por sospechas y fuertemente multados. Y sin embargo éramos inocentes.
Abrió un cajón que había ante él y tomó un pequeño objeto.
—Le diré a la policía que se ha cometido con usted una injusticia y le ayudaré cuanto pueda. Le van a esposar, pero no le registrarán hasta que llegue a tierra. Aquí tiene una llave que se adapta a las esposas de la policía. Yo no se la doy, pero la pongo aquí y me vuelvo de espaldas.
Colocó la llave reluciente ante mí, se levantó de la mesa y se volvió a mirar el mapa que había tras él. Tomé la llave y me la guardé en el bolsillo.
—Gracias, señor —dije—. Me siento mejor por la confianza que deposita en mí.
Vi a lo lejos que venía el bote de la policía hacia nosotros, alzando con la proa una cascada de espuma. Diestramente vino a nuestro costado, dio media vuelta y atracó. Se bajó la escalera de manos y dos policías subieron a bordo y se dirigieron al puente entre las miradas adustas de la tripulación. El capitán les saludó, les invitó a beber y les dio puros.
Luego sacó unos papeles de su mesa.
—Este hombre ha trabajado bien y en mi opinión ha sido acusado injustamente por un funcionario del Gobierno. Permítanle que llame a la Embajada británica para que pruebe su inocencia.
El policía de más graduación tenía aire cínico.
—Todos estos tipos son inocentes; las cárceles están llenas de inocentes que han sido culpados sin justicia, si se les escucha. Todo cuanto queremos es meterle bonitamente en una celda y luego quedar libres de nuestra obligación. ¡Vamos, tú! —me dijo.
Me volví para coger mi maleta.
—Eh, no necesita eso —dijo empujándome.
Como pensándolo mejor, me puso las esposas en las muñecas.
—Ah, no hace falta que se las ponga —gritó el capitán—. No puede huir a ninguna parte. ¿Cómo va a bajar al bote?
—Puede tirarse al agua y nosotros le pescaremos —replicó el policía, riendo groseramente.
Bajar la escalera no era fácil, pero logré hacerlo sin contratiempo, con manifiesta contrariedad de la policía. Una vez que estuve en el bote no volvieron a cuidarse de mí. Marchamos velozmente entre muchos barcos y nos acercamos con rapidez al muelle de la policía. «Ahora es el momento», pensé, y con un rápido salto me lancé por la borda, dejándome hundir. Con extrema dificultad deslicé la llave en la cerradura y la giré. Las esposas se abrieron y se fueron al fondo. Poco a poco, muy lentamente, salí a la superficie. El bote de la policía estaba muy lejos, pero me distinguieron y empezaron a disparar. Las balas levantaban salpicaduras en derredor mío mientras me hundía otra vez. Nadé con energía hasta que sentí que mis pulmones iban a estallar y salí de nuevo a flor de agua. La policía estaba muy lejos, buscando en el lugar en que «evidentemente» esperaban que fuera a tomar tierra. Pero subí por otro en que era menos esperado, y que no menciono por si acaso algún otro infortunado puede necesitar refugiarse allí.
Durante horas yací sobre unas vigas medio hundidas, temblando y dolorido, con las aguas espumosas arremolinándose en torno mío. Se oyó el crujido de unos estrobos y un salpicar de remos en el agua. Me deslicé de la viga y me sumergí, de modo que sólo asomaba las ventanas de la nariz. Aunque quedaba oculto por la viga, me hallaba preparado para luchar en el acto. El bote anduvo y anduvo merodeando por allí. Al fin, después de mucho tiempo, oí decir a una voz áspera:
—Para estas horas estará ya muerto. Ya recogeremos el cadáver más tarde. Vamos a tierra a tomar un poco de café.
El bote se deslizó lejos de mi alcance visual. Después de un largo intervalo subí mi cuerpo dolorido otra vez a la viga, temblando de forma casi incontenible.
El día tocó a su fin y cautelosamente me subí desde la viga a unas escaleras medio podridas. Con muchas precauciones ascendí por ellas y, como no veía a nadie, me lancé al abrigo de un cobertizo. Quitándome las ropas las estrujé para secarlas lo más posible. Al extremo del muelle apareció un hombre, el marino hindú. Cuando venía y se hallaba frente a mí dio un leve silbido, se detuvo y se sentó en un poste de atraque.
—Puedes salir andando con cuidado —dijo—. Los policías están todos en el otro extremo. Vas a dar que hablar a los muchachos, hombre. —Se puso en pie y se estiró, mirando en derredor—. Sígueme —dijo—, pero si te cogen no te conozco. Hay un caballero de color que está esperando con un camión. Cuando lleguemos allí trepas por detrás y te cubres con el encerado.
Echó a andar y dejándole alejarse bastante le seguí, deslizándome de la sombra de un edificio a la sombra de otro. El golpeteo del agua en las pilastras del muelle y el distante alarido de un coche de la policía eran los únicos rumores que perturbaban la tranquilidad. De pronto hubo un trepidar de motor de camión al ser puesto en marcha y unas luces traseras se encendieron enteramente delante de mí. Un negro gigantesco hizo una seña al hindú y me dedicó a mí, a continuación, un guiño amistoso cuando me dirigía hacia la trasera del camión. Penosamente trepé y corrí el viejo encerado sobre mí.
El camión avanzó y se detuvo. Los dos hombres saltaron y dijeron:
—Tenemos que cargarlo un poco ahora, ponte delante.
Me deslicé hacia la cabina del conductor y hubo un estruendo de cajas al ser cargadas.
El camión siguió, saltando sobre el camino accidentado.
Pronto se detuvo y una voz áspera gritó:
—¿Qué traéis allí, vosotros?
—Basura nada más, señor —dijo el negro.
Hubo unas fuertes pisadas que vinieron junto a mí. Algo escarbó en la basura que había en la trasera.
—Bien —dijo la voz—, en marcha.
Resonó una puerta metálica y el negro embragó y salimos rodando en medio de la noche. Al parecer anduvimos durante varias horas. Luego el camión giró bruscamente, frenó y quedó inmóvil. El encerado fue quitado y allí estaban el hindú y el negro sonriéndose desde lo alto. Me agité con el esfuerzo y busqué mi dinero.
—Voy a pagaros —dije.
—No tienes que pagar nada —repuso el negro.
—Butch me hubiera matado antes de que llegáramos a Nueva York —dijo el hindú—. Tú me salvaste entonces y yo te he salvado ahora; así luchamos contra la discriminación que pesa sobre nosotros. Vamos, entra.
«Las razas, los credos y los colores no tienen importancia —pensé—. Todos los hombres tienen sangre roja».
Me condujeron a una habitación caliente donde había dos mujeres de piel negra clara. Pronto estuve envuelto en mantas calientes, comiendo algo caliente. Luego me mostraron un sitio donde podía dormir y el sueño me arrastró.