Capítulo Cuarto

A la puerta de la cárcel de Lubianka había tres soldados esperando. El guardia de la prisión, que me lanzó fuera por la puerta abierta, dio un papel al soldado de más categoría, un cabo.

—Firma aquí, camarada; es sólo para hacer constar que recibes a un deportado.

El cabo, indeciso, se rascó la cabeza, humedeció el lápiz y se frotó las manos en la pernera del pantalón antes de escribir vacilante su nombre. El guardia de la prisión se volvió sin decir palabra y las puertas de Lubianka se cerraron de golpe; esta vez, por fortuna, quedando yo fuera.

El cabo me miró ceñudo:

—Bueno, por ti he tenido que firmar un papel. Sólo Lenin sabe lo que ocurrirá. Puede que hasta termine yo mismo en Lubianka. Vamos, ¡muévete!

Él se puso delante de mí y, con un soldado a cada lado, me llevaron por las calles de Moscú hasta la estación del ferrocarril. No tenía nada que transportar porque todo lo que poseía lo llevaba encima: mis ropas. Los rusos se habían quedado con mi mochila, mi reloj, con todo, salvo las ropas que ahora vestía. ¡Y qué ropas! Unos pesados zapatos de suela de madera, los pantalones, la chaqueta, y nada más. Ni ropa interior, ni dinero, ni alimentos. Nada. Pero sí, tenía algo. Llevaba en el bolsillo un papel donde se decía que se me deportaba de Rusia y que estaba en libertad para pasar a la Alemania ocupada por los rusos, donde me presentaría en el puesto de policía más inmediato.

En la estación de ferrocarril de Moscú permanecí esperando con un frío que congelaba. Uno tras otro, los soldados se iban y volvían, para que otros de ellos pudieran irse. Me senté en el andén de piedra, temblando. Tenía hambre y me sentía enfermo y sin fuerzas. Mucho tiempo después apareció un sargento con cosa de un centenar de soldados. El sargento avanzó por el andén y me echó un vistazo.

—¿Queréis que se muera? —Vociferó al cabo—. Tenemos que entregarle vivo en Lwow. Cuidaos de que coma; faltan seis horas hasta que salga el tren.

El cabo y un soldado me cogieron cada uno por un brazo y me forzaron a ponerme en pie. El sargento me miró a la cara y dijo:

—Hum, no eres una mala persona. Procura no causarnos molestias y nosotros no te causaremos ninguna. —Miró los papeles que llevaba el cabo—. Mi hermano estuvo en Lubianka —añadió, después de cerciorarse de que ninguno de sus hombres podía oírle—. No hizo nada tampoco. Lo mandaron a Siberia. Ahora tengo que llevarte a que tomes alimento. Come bien, porque en cuanto lleguemos a Lwow tendrás que vivir por tu cuenta. —Se volvió y llamó a dos cabos—. Cuidaos de él y de que coma y beba lo que quiera. Ha de partir de aquí en buenas condiciones, pues de lo contrario el comisario dirá que matamos a los prisioneros.

Cansado, partí entre los dos cabos. En un pequeño comedor que había fuera de la estación, el cabo de más edad pidió grandes tazones de sopa de col y hogazas de pan negro. Aquello olía a verdura pasada, pero logré engullirlo porque tenía mucha hambre. Me acordé de la «sopa» que había tomado en los campos de prisioneros del Japón, donde los cartílagos que escupían los japoneses y los restos de sus comidas se reunían para hacer «sopa» para los prisioneros.

Con una comida dentro del cuerpo estábamos dispuestos para partir. El cabo pidió más pan y tres ejemplares de Pravda. Envolvimos el pan en los periódicos, después de cerciorarnos de que al hacerlo no profanábamos ningún retrato de Stalin, y luego volvimos a la estación.

La espera fue terrible. Seis horas en el frío congelador y sentado en un andén de piedra. Al fin fuimos todos llevados en rebaño a un tren viejo y maltrecho, y partimos para Kiev. Aquella noche dormí entre dos soldados rusos que roncaban. No había espacio para que ninguno de nosotros se tendiera, porque íbamos apretados hasta no poder más. Los duros asientos de madera eran incómodos y hubiera deseado poder sentarme en el suelo. El tren seguía traqueteando y se detenía con un chirrido cada vez que lograba quedarme dormido, o así lo parecía. Ya muy tarde, a la noche siguiente, después de un penoso viaje de unos mil cuatrocientos kilómetros o cosa así, entramos en una estación de segunda categoría en Kiev. Hubo mucha agitación, muchos gritos y partimos todos formados al cuartel de la localidad a pasar la noche. Me metieron en una celda y, después de muchas horas, fui despertado de mi sueño por la entrada de un comisario y de su ayudante. Me hicieron preguntas, un sinfín de preguntas, y, unas dos horas o dos horas y media después, se marcharon.

Durante algún tiempo me agité y di vueltas, tratando de dormir. Pero unas manos violentas me golpearon la cara y alguien dijo:

—Despierta, despierta. ¿Estás muerto? Aquí tienes la comida. Apresúrate; faltan sólo cinco minutos para partir.

¿Comida? Más sopa de coles, más pan negro y agrio, y agua por bebida. Engullí aquello, temiendo que tuviera que partir antes de terminar el mísero condumio. Lo pasé, y esperé. Esperé horas. Aquella tarde, a última hora, entraron dos de la Policía Militar a interrogarme de nuevo, a tomar mis huellas dactilares una vez más, y luego dijeron:

—Se ha hecho tarde. Ya no hay tiempo de que comas ahora. Acaso puedas conseguir algo en la estación del ferrocarril.

Fuera del cuartel esperaban tres camiones de transporte de tropas. Cuarenta soldados y yo nos apretujamos de modo increíble en uno de ellos. Los demás treparon a los otros dos vehículos y partimos dando saltos peligrosamente por el camino hacia la estación. Íbamos tan apretados que apenas podía yo respirar. El conductor de nuestro camión parecía estar loco y se había adelantado a los otros dos vehículos. Conducía como si todos los demonios comunistas le persiguieran. Nos bamboleábamos y zarandeábamos detrás, todos en pie, porque no había sitio para sentarse. Chocando unos contra otros en el frenesí de la velocidad, hubo un chirrido estridente de los frenos, accionados con demasiado apresuramiento, y el camión se volcó de lado. El costado que yo tenía enfrente se hizo añicos con una lluvia de chispas y chocamos con una pared de gruesas piedras. Gritos, chillidos, juramentos y un verdadero mar de sangre. Me encontré volando por los aires y viendo bajo de mí al camión averiado, que ahora llameaba con furia. Una sensación de caída, un estrépito estremecedor, y la oscuridad.

«¡Lobsang! —dijo una voz muy amada, la voz de mi guía, el Lama Mingyar Dondup—. Estás muy enfermo, Lobsang. Tu cuerpo se halla aún en la Tierra, pero te tenemos aquí en un mundo más allá de lo astral. Estamos tratando de ayudarte, porque tu misión en la Tierra no ha terminado todavía».

¿Mingyar Dondup? ¡Aquello era absurdo! Había sido muerto por los comunistas traidores cuando trataba de llegar a un arreglo pacífico en el Tíbet. Había visto yo las terribles heridas que le causaron cuando fue apuñalado por la espalda. Pero, naturalmente, le había visto varias veces desde que había pasado a los Campos Celestiales.

La luz dañaba mis ojos cerrados. Creí que me estaba enfrentando de nuevo con la pared de la prisión de Lubianka y que los soldados me iban a golpear otra vez en la espalda con las culatas de sus fusiles. Pero esta luz era diferente: no hacía daño a la vista; debió ser cosa de la asociación de ideas, pensé taciturno.

«¡Lobsang, abre los ojos y mírame!». La voz amable de mi Guía me consoló, transmitiendo un estremecimiento de gozo a través de mi ser. Abrí los ojos y miré en torno. Inclinado sobre mí vi al Lama. Tenía mejor aspecto del que tuvo siempre en la Tierra. Su rostro parecía no tener edad y su aura era de los colores más puros, sin rastro de las pasiones de las gentes terrenas. Sus ropas azafranadas eran de una tela no terrestre, que resplandecía verdaderamente como imbuida de una vida propia. Me sonrió y dijo:

«¡Pobre Lobsang!, la inhumanidad del hombre con el hombre ha tenido un buen ejemplar en tu caso, porque has resistido aquello que hubiera matado a otros muchas veces. Ahora estás aquí para que descanses, Lobsang. Un descanso en lo que llamamos “El País de la Luz Dorada”. Aquí estamos más allá de la etapa de la reencarnación. Aquí trabajamos para ayudar a gentes de mundos muy diferentes, no sólo del que llamamos la Tierra. Tienes el alma dolorida y el cuerpo destrozado. Tenemos que curarte, Lobsang, porque tu misión ha de cumplirse y no hay sustituto para ti».

Miré en torno y vi que me hallaba en lo que parecía ser un hospital. Desde donde estaba tendido podía ver fuera un hermoso parque y a lo lejos distinguía a los animales comiendo la hierba o jugando. Parecían ciervos y leones, y todos estos animales, que no pueden vivir juntos pacíficamente en la Tierra, allí eran amigos que retozaban como miembros de una familia.

Una lengua rasposa lamió mi mano derecha, que pendía inerte al costado de la cama. Cuando miré vi a «Shalu», el enorme gato guardián de Chakpori, uno de mis mejores amigos allí. Me hizo un guiño y sentí que volvía a la adolescencia cuando dijo:

«Ah, mi amigo Lobsang, me alegro de verte por este corto espacio de tiempo. Tendrás que volver a la Tierra una temporada después que salgas de aquí; pero luego, pocos años más tarde, volverás a nosotros para siempre».

¿Un gato que hablaba? Los gatos telepáticos pueden hablar, lo sabía bien, y lo comprendía plenamente. Pero este gato emitía realmente palabras, no meramente mensajes telepáticos. Unas sonoras risas hizo que alzara la vista hacia mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Verdaderamente se estaba divirtiendo… a costa mía, pensé. La cabeza me picaba de nuevo; «Shalu» estaba de pie sobre sus patas traseras junto a la cama y apoyaba sus manos en ella. Él y el Lama me miraban y luego se miraban el uno al otro, ambos riendo. ¡Riéndose los dos!, puedo jurarlo.

«Lobsang —dijo mi Guía—, tú sabes que no existe la muerte; que después de dejar la Tierra, en lo que llamamos la muerte, el yo va a otro plano donde descansa un poco antes de prepararse a reencarnar en un cuerpo que pueda proporcionarle ocasiones de aprender otras lecciones y de avanzar siempre más alto. Aquí estamos en planos donde no hay reencarnaciones. Aquí vivimos, como nos ves ahora, en armonía y en paz, y con la facultad de ir donde quiera y en cualquier momento, mediante lo que podría llamarse “viaje superastral”. Aquí los animales y los humanos, así como otras especies también, conversan tanto de palabra como por telepatía. Acostumbramos a hablar cuando estamos cerca y a entendernos telepáticamente cuando estamos distantes».

A lo lejos podía oír una suave música, una música que hasta me era posible entender. Mis tutores de Chakpori se habían lamentado mucho de mi incapacidad para cantar o tocar. Sus corazones se habrían sentido complacidos, pensé, de haber podido ver cómo gozaba con esta música. Por el firmamento luminoso los colores revoloteaban y ondulaban como si acompañaran a la música. Allí, en aquel esplendoroso paisaje, los verdes eran más verdes y el agua más azul. No había árboles nudosos por enfermedades, ni hojas atacadas de plagas. Aquí era todo perfecto. ¿Perfecto? Entonces ¿qué estaba haciendo yo allí?

Me hallaba penosamente lejos de la perfección. Lo sabía muy bien.

«Has librado una buena batalla, Lobsang, y estás aquí para pasar unas vacaciones y ser alentado en razón de lo que has alcanzado», dijo mi Guía sonriendo benévolamente al decirlo.

Yacía tendido cuando de pronto me incorporé asustado:

«Mi cuerpo, ¿dónde está mi cuerpo terrenal?».

«Descansa, Lobsang, descansa —replicó el lama—. Descansa y te mostraremos muchas cosas cuando tus fuerzas sean mayores».

Lentamente la luz de la habitación se amortiguó, pasando del dorado a una tranquilizadora neblina purpúrea. Sentí una mano fría, fuerte que se posaba en mi frente y una pata suave, peluda que descansaba en la palma de mi diestra. Y no supe más.

Soñé que estaba otra vez en la Tierra. Miré hacia abajo sin inmutarme, en tanto que los soldados rusos rebuscaban entre el camión militar destrozado, sacando los cuerpos quemados y trozos de éstos. Vi que un hombre miraba hacia arriba y señalaba. Las cabezas se alzaron como respuesta a este gesto y yo miré también. Había un cuerpo destrozado en vilo sobre el borde de un alto muro. La sangre le manaba por la boca y la nariz. Estuve mirando como mi cuerpo era quitado del muro y colocado en una ambulancia. Cuando el coche partió para el hospital, yo revoloteaba por encima, mirándolo todo. Mi Cordón de Plata estaba intacto, observé; relucía como la azul neblina matinal en los valles.

Sanitarios rusos tiraron de la camilla, no con demasiado cuidado. Dando saltos la llevaron a un quirófano anfiteatro y voltearon mi cuerpo sobre una mesa. Las enfermeras cortaron mis ropas manchadas de sangre y las tiraron en un recipiente para los residuos. Un equipo de rayos X tomó fotografías y vi que tenía tres costillas rotas, una de las cuales había perforado mi pulmón izquierdo. Mi brazo, también izquierdo, estaba roto por dos partes, así como mi pierna izquierda, por la rodilla y por el tobillo. La punta partida de la bayoneta de un soldado se había introducido por mi hombro izquierdo, faltando poco para que hubiera cortado una arteria vital. Las mujeres cirujanas suspiraron sin hacer ruido, preguntándose por dónde iban a empezar. Yo parecía flotar sobre la mesa de operaciones, observando y dudando de que su habilidad fuera lo suficientemente grande para recomponerme. Un leve tirón de mi Cordón de Plata y me encontré flotando a través del techo, viendo arriba a los pacientes en sus camas y a sus enfermeros. Me deslicé aún más alto y a lo lejos, en el espacio, entre las estrellas sin límites, más allá de lo astral, atravesando planos tras planos, hasta que llegué de nuevo a «El País de la Luz Dorada».

Me sobresalté tratando de atisbar a través de la neblina púrpura. «Ha regresado», dijo una voz afable, y la neblina retrocedió, dando paso de nuevo a la luz esplendorosa. «Shalu» yacía en la cama a mi lado, ronroneando suavemente. Otros dos Elevados Personajes estaban en la habitación. Cuando los vi, estaban mirando por la ventana, observando a las gentes que andaban muchos metros más abajo.

A mi balbuceo de sorpresa se volvieron hacia mí sonrientes.

«Has estado tan enfermo —dijo uno— que temimos que tu cuerpo no lo resistiera».

El otro, a quien conocía bien, pese a la elevada posición que había tenido en la Tierra, tomó mis manos entre las suyas.

«Has sufrido tanto, Lobsang… El mundo ha sido demasiado cruel contigo. Hemos hablado de esto y opinamos que debes querer retirarte. Habría muchos más sufrimientos para ti si continuaras. Puedes abandonar tu cuerpo ahora y permaneces aquí por toda la eternidad. ¿No lo preferirías?».

El corazón se me salía del pecho. La paz, después de todos mis sufrimientos. Unos sufrimientos que a no ser por mi duro y especial adiestramiento hubieran terminado con mi vida hacía años. Un adiestramiento especial, sí. ¿Para qué? Para poder ver el aura de las personas; para poder influenciar el pensamiento en la dirección de las investigaciones áuricas. Y si yo me daba por vencido, ¿quién continuaría con esa tarea? «El mundo ha sido demasiado cruel contigo. No podemos censurarte si te das por vencido». Debo pensar cuidadosamente esto. Otros no me podrán culpar, pero durante toda la eternidad tendré que vivir con mi conciencia. ¿Qué es la vida? Simplemente unos años de sufrimientos. Unos pocos años más de asperezas, de dolores, de incomprensiones y luego, siempre que hubiera hecho todo lo que pudiera, mi conciencia estaría en paz. Por la eternidad.

«Honorable señor —repliqué—, me has dado a elegir y serviré en tanto que mi cuerpo lo resista. En estos momentos está muy estremecido», añadí.

Sonrisas gozosas de aprobación surgieron entre los reunidos. «Shalu» ronroneó sonoramente y cariñosamente me dio un amable y juguetón mordisco.

«Tú cuerpo terrenal, como dices, está en estado deplorable a causa de los sufrimientos —dijo el Hombre Eminente—. Antes de que optes por una decisión definitiva, debemos decirte esto. Hemos localizado un cuerpo en tierras inglesas, cuyo dueño está muy ansioso de dejarlo. Su aura tiene una armonía fundamental con la tuya. Después, si las circunstancias lo requieren, puedes ocupar ese cuerpo».

Estuve a punto de caerme de la cama horrorizado. ¿Ocupar yo otro cuerpo? Mi Guía rió:

«Vamos, Lobsang, ¿dónde está toda tu preparación? Es simplemente como tomar la ropa de otro. Y en el transcurso de siete años el cuerpo será tuyo, molécula por molécula, con las mismas cicatrices a las que estás tan apegado. Al principio puede ser un poco extraño, como cuando usaste por primera vez ropas occidentales. Lo recuerdo bien esto, Lobsang».

El Hombre Eminente intervino de nuevo:

«Puedes escoger, Lobsang. Puedes con la conciencia limpia abandonar tu cuerpo ahora y permanecer aquí. Pero si vuelves a la Tierra, el tiempo del cambio de cuerpos no ha llegado todavía. Antes de que decidas he de decirte que, si vuelves, volverás a las durezas, a la incomprensión, a la falsedad de creencia, y al verdadero odio, porque hay una fuerza del mal que trata de impedir todo lo que es favorable con respecto a la evolución humana. Hallarás fuerzas malignas con las que has de contender».

«Estoy decidido —repliqué—. Me habéis dado a elegir y quiero continuar hasta que mi tarea se haya realizado. Y si tengo que tomar otro cuerpo, bien, pues lo tomaré».

Me asaltó una pesada somnolencia. A pesar de mis esfuerzos se me cerraron los ojos. La escena se desvaneció y yo me deslicé en la inconsciencia.

Todo parecía dar vueltas en derredor. Hubo un rugido en mis oídos y un bullicio de voces. De un modo que no podría explicar, me pareció encontrarme atado. ¿Estaba de nuevo en prisión? ¿Me habían cogido los japoneses? ¿Era mi viaje a través de Rusia un sueño? ¿Había estado en realidad en «El País de la Luz Dorada»?

—Está volviendo en sí —dijo una voz áspera—. ¡Eh! ¡Despierta! —vociferó alguien en mi oído.

Somnoliento abrí los ojos doloridos. Una rusa con el ceño fruncido me miraba al rostro fijamente. A su lado, una gruesa mujer médico lanzaba una mirada pétrea en torno a la sala del hospital. ¿Era aquello un hospital? Estaba en una sala con quizás unos cuarenta o cincuenta hombres más. Entonces empezaron los dolores. Todo mi cuerpo revivió con dolores llameantes. La respiración era difícil y no podía moverme.

—Ah, vivirá —dijo la médico de cara pétrea, y ella y la enfermera me dieron la espalda y se fueron. Yací jadeante; respiraba en breves bocanadas a causa del dolor de mi costado izquierdo. Allí no había drogas calmantes. Allí se vivía o se moría uno y no había que contar con obtener compasión o consuelo por el sufrimiento.

Recias enfermeras pasaban haciendo retemblar la cama con la pesadez de su andar. Todas las mañanas, dedos despiadados arrancaban los vendajes y los sustituían por otros. Para las otras necesidades personales había que depender de los buenos oficios de otros enfermos que se hallaban en pie y que tenían voluntad de hacerlo.

Permanecí allí durante dos semanas, casi olvidado de las enfermeras y del personal médico, obteniendo la ayuda que podía de otros enfermos y padeciendo angustias cuando ellos no podían o no querían atender mis necesidades. Al término de las dos semanas, la mujer médico de cara de piedra vino acompañada de una enfermera de peso pesado. Rudamente arrancaron el enyesado de mi brazo y de mi pierna izquierda. No había visto nunca tratar a un paciente de aquel modo y, cuando di señales de ir a caerme, la enfermera membruda me sujetó por el brazo izquierdo dañado.

Durante la siguiente semana anduve de aquí para allá, ayudando a los enfermos lo mejor que podía. Todo lo que tenía para ponerme encima era una manta y me estaba preguntando cómo podría obtener ropas. A los treinta y dos días de mi estancia en el hospital vinieron dos policías a la sala. Arrancándome la manta de un tirón, me arrojaron un traje y gritaron:

—Date prisa, vas a ser deportado. Hace tres semanas que debieras haber partido.

—Pero ¿cómo puedo partir cuando no tengo conocimiento de haber cometido ninguna falta? —alegué.

Un golpe en el rostro fue la única respuesta. El segundo policía, de modo expresivo, desabrochó la pistolera donde llevaba el revólver. Me llevaron a empujones escaleras abajo hasta la oficina del comisario político.

—No nos dijiste, cuando fuiste admitido, que habías sido deportado —dijo con enojo—. Has sido atendido por aparentar lo que no eres y ahora has de pagar eso.

—Camarada comisario —repliqué—, me trajeron aquí sin conocimiento y mis lesiones fueron originadas por la incapacidad para conducir de un soldado ruso. He padecido muchos dolores y sufrido muchos daños a causa de eso.

El comisario se pasó la mano por la barbilla.

—¡Hum! —dijo—. ¿Cómo sabes todo eso si estabas inconsciente? Tengo que estudiar el asunto. —Se volvió hacia el policía y dijo—: Llévatelo y tenlo en una celda del puesto de policía hasta que me entere.

Una vez más fui escoltado por las calles atestadas en calidad de detenido. En el puesto de policía me tomaron una vez más las huellas dactilares y fui llevado a un calabozo muy por debajo del nivel del suelo. Durante largo rato no ocurrió nada. Luego un guardia me trajo sopa de col, pan negro y un café muy sintético de bellota. Las luces del pasillo se mantenían encendidas a todas horas y no había posibilidad de distinguir el día de la noche, ni de notar el paso de las horas. Por fin fui llevado a un aposento donde un hombre ceñudo revolvió unos papeles y me miró por encima de sus gafas.

—Has sido declarado culpable —dijo— de permanecer en Rusia después de estar sentenciado a la deportación. Es verdad que te viste envuelto en un accidente que no fue culpa tuya, pero inmediatamente que recobraste la conciencia has debido hacer presente al comisario del hospital tu situación. Originaste muchos gastos a Rusia con tu tratamiento —prosiguió—, pero Rusia es misericordiosa. Trabajarás en las carreteras polacas doce meses para contribuir al pago de tu curación.

—Pero ustedes debían ser quienes me pagaran —repuse acalorado—. Por culpa de un soldado ruso he sido gravemente lesionado.

—El soldado no está aquí para poder defenderse. Resultó indemne, así que lo fusilamos. Tu condena se mantiene en pie. Mañana serás llevado a Polonia, donde trabajarás en las carreteras.

Un guardia, rudamente, me cogió del brazo y me llevó de nuevo al calabozo.

Al día siguiente, yo y otros dos fuimos sacados de nuestras celdas y escoltados hasta la estación del ferrocarril. Durante algún tiempo anduvimos por allí en compañía del policía. Luego apareció un pelotón de soldados y el policía encargado de nosotros fue hacia el sargento que estaba al mando de los soldados y le presentó un impreso para que lo firmara. ¡Una vez más estaba bajo la custodia del Ejército ruso!

Otra larga espera, y después de mucho fuimos escoltados hacia un tren que por fin nos llevó a Lwow, en Polonia.

Lwow era una ciudad gris. La comarca estaba salpicada de pozos de petróleo y las carreteras se hallaban en terrible estado a causa del tráfico pesado de la guerra. Hombres y mujeres trabajaban en los caminos partiendo piedras, rellenando baches y tratando de conservarse en vida con una dieta de hambre. Los dos hombres que habían hecho el viaje desde Kiev conmigo eran muy dispares. Jakob era un sujeto de inclinaciones aviesas que se apresuraba a ir a los guardias para contarles cuanto podía inventar. Jozef era diferente por completo y podía confiarse en que sabía «soportar su cara». Como mis piernas se hallaban en mal estado y me resultaba difícil estar largo tiempo en pie, me dieron la tarea de partir piedras sentado al borde del camino. Al parecer, no se consideraba que mi brazo izquierdo lesionado y mis costillas y pulmones, apenas curados, fueran un inconveniente. Durante un mes resistí haciendo aquello, trabajando como un esclavo, sólo por el alimento. Hasta las mujeres que trabajaban cobraban sólo dos zloty por cada metro cúbico de piedra que partían. Al fin del mes caí al suelo tosiendo sangre. Jozef vino en mi auxilio cuando yací tendido junto a la cuneta, sin hacer caso de las órdenes de los guardias. Uno de los soldados levantó el fusil y le atravesó de un disparo el cuello a Jozef, aunque afortunadamente no lesionó ninguna parte vital. Yacimos los dos juntos al costado de la carretera, hasta que pasó un campesino en un carro tirado por un caballo. Un guardia lo detuvo y fuimos lanzados rudamente encima de su cargamento de lino. El guardia subió al lado del campesino y fuimos rodando hasta el hospital de la prisión. Durante semanas yací sobre las planchas de madera que me servían de lecho y luego el médico de la cárcel dijo que tenían que trasladarme. Estaba muriéndome, dijo, y se vería en dificultades si morían aquel mes más presos. ¡Había rebasado la cuota!

Hubo una consulta inusitada en mi celda del hospital. El director de la cárcel, el médico y el guardia de más graduación me visitaron.

—Tienes que irte a Stryj —dijo el director—. Allí no están las cosas tan rigurosas y la región es más sana.

—Pero, director —repliqué—, ¿por qué he de trasladarme? Estoy en la cárcel sin haber hecho nada delictivo, no he causado ningún daño. ¿Por qué he de trasladarme y he de guardar silencio acerca de eso? Le diré a todo el que encuentre lo que se ha hecho.

Hubo muchas voces, mucha disputa y, al fin, yo, el preso, ofrecí una solución.

—Director —dije—: quieren que me vaya para salvarse ustedes. Yo no permaneceré callado si me despachan a otra prisión. Puesto que desean que no hable, dejen que Jozef Kochino y yo vayamos a Stryj, pero como hombres libres. Dennos unas ropas para que podamos estar decentes y un poco de dinero para que podamos comprar alimentos. Nos callaremos y nos iremos directamente a los Cárpatos.

El director refunfuñó y juró y todos salieron precipitadamente de la celda. Pero al día siguiente volvió el director y dijo que había leído mi documentación y que había visto que era «un hombre honrado»; así lo expresó, a quien se había encarcelado injustamente. Haría lo que yo dije.

En el transcurso de una semana no ocurrió nada, ni se dijo nada más. A las tres de la mañana del octavo día vino un guardia a mi celda, me despertó bruscamente y me dijo que me requerían de «la oficina». Prontamente me vestí y seguí al guardia. Éste abrió una puerta y me empujó dentro.

Había allí sentado otro guardia con dos montones de ropa y dos paquetes del ejército ruso. Sobre una mesa, comestibles. Me hizo el ademán de que callase y que fuera con él.

—Vais a ser llevados a Stryj —susurró—. Cuando lleguéis allí, pedid al guardia —sólo habrá uno— que os lleve un poco más allá. Si podéis llevarle a un camino solitario, echaros sobre él, maniatadle y dejadle al borde del camino. Tú me has ayudado cuando estuve enfermo, así que te diré que hay el propósito de disparar sobre vosotros como fuguistas.

Se abrió la puerta y entró Jozef.

—Ahora tomad vuestro desayuno —dijo el guardia— y daos prisa. Aquí tenéis una cantidad de dinero como socorro de viaje.

Una cantidad bien crecida, además. El director de la prisión pensaba decir que le habíamos robado y que nos habíamos evadido.

Una vez que nos desayunamos, salimos para montar en el coche, un tipo de jeep con tracción en las cuatro ruedas. Un policía adusto se sentaba ante el volante, con un revólver puesto en el asiento inmediato. Nos hizo un leve ademán de que subiéramos y, metiendo el embrague salió disparado por la puerta abierta. A los cincuenta y seis kilómetros cuando estábamos a unos ocho de Stryj, opiné que era el momento de actuar. Me abalancé con rapidez y le propiné al guardia un pequeño golpe de judo bajo la nariz, mientras tomaba con la otra mano el volante. El guardia, cayó pisando con fuerza el acelerador al caer. Apresuradamente apagué el encendido y conduje el coche a un lado de la carretera.

Jozef estaba mirando con la boca abierta. A toda prisa le referí el plan.

—Pronto, Jozef —le dije—. Quítate tus ropas y ponte las de él. Tú serás el guardia.

—Pero, Lobsang —sollozó Jozef—, yo no sé conducir y tú no tienes aire de ruso.

Empujamos al guardia a un lado, me senté en el asiento del conductor, puse en marcha el motor y seguí conduciendo hasta que llegamos a un camino vecinal muy hollado. Avanzamos un poco más y paré. El guardia, ahora, se movía; así que lo enderecé, manteniendo el revólver a su costado.

—¡Guardia! —Exclamé con toda la fiereza que me fue posible—, si estimas tu vida, haz lo que yo te diga. Nos conducirás, dando un rodeo, por las afueras de Stryj hasta Skolye. Allí dejaremos que te vayas.

—Haré lo que digáis —sollozó el guardia—. Pero si vais a cruzar la frontera, dejad que vaya con vosotros, porque si no me fusilarán.

Jozef se sentó en la trasera del jeep, apuntando cuidadosamente con el revólver y mirando con bastantes ganas a la nuca del guardia. Yo me senté junto al asiento del conductor, por si intentara cualquier treta, tal como salirse del camino o tirar la llave del encendido. Marchamos velozmente, evitando las carreteras principales. La región se fue tornando más montañosa a medida que nos acercábamos a los Cárpatos. Los árboles se hacían más espesos, proporcionando mejores lugares para ocultarse. En un sitio adecuado nos detuvimos para estirar las piernas y tomar algún alimento, compartiendo con el guardia lo que teníamos. En Vel’Ke-Berezni, casi sin gasolina, paramos y escondimos el jeep. Llevando el guardia entre los dos, avanzamos furtivamente. Era aquélla una «región fronteriza» y había que andar con cuidado.

Quienquiera que tenga motivos suficientes puede cruzar la frontera de cualquier país. Basta sólo un poco de ingenio y de audacia. Yo no he tenido nunca la más leve dificultad para cruzar ilegalmente una frontera. Las únicas dificultades que tuve fue cuando tenía pasaporte perfectamente en regla. Los pasaportes son simplemente una contrariedad para el viajero, que no es culpable de nada, pues le obligan a someterse a un absurdo papeleo. La carencia de pasaporte no ha sido nunca obstáculo para cualquier persona que tenga necesidad de cruzar fronteras. No obstante es de suponer que ha de haber pasaportes con el fin de incomodar a los viajeros inofensivos y dar quehacer a las hordas de los funcionarios, con frecuencia poco amables. Este libro no es un tratado acerca de cómo cruzar fronteras ilegalmente; así que quiero sólo decir que entramos los tres sin dificultad en Checoslovaquia. El guardia tomó un camino y nosotros tomamos otro.

—Vivo en Levice —dijo Jozef— y quiero ir a casa. Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que desees.

Fuimos juntos a Kosice, a Zvolen y seguimos a Levice, andando, montando en coches y subiendo en trenes. Jozef, que conocía bien el país, sabía dónde encontrar patatas o remolacha o cualquier cosa comestible.

Por fin marchamos por una calle mísera de Levice hasta una casita. Jozef llamó y, como no hubo respuesta, volvió a llamar. Con extremada cautela se descorrió una cortina cosa de un par de centímetros. El que miraba vio a Jozef y lo reconoció. La puerta se abrió de golpe y él fue arrastrado dentro. Pero volvió a cerrarse con un portazo en mis narices. Estuve paseando arriba y abajo delante de la casa. Por fin la puerta se abrió de nuevo y Jozef salió con un aspecto más turbado del que yo creía posible.

—Mi madre no quiere que entres —dijo—. Dice que hay demasiados espías por aquí y que si tenemos en casa alguien más, seremos todos detenidos. Lo siento.

Diciendo esto, volvió la cabeza avergonzado y entró de nuevo en la casa.

Durante unos momentos permanecí desconcertado. Me había hecho responsable de que Jozef saliera de la cárcel y había evitado que lo fusilaran. Con mi esfuerzo lo había llevado hasta allí, y ahora me daba la espalda, dejando que me las arreglara como mejor pudiese. Tristemente, desanduve la calle por donde había venido y nuevamente fui carretera adelante. No tenía dinero, ni alimentos y la lengua me era desconocida. Seguí andando, cegado, entristecido por la traición de aquél a quien había llamado amigo.

Hora tras hora caminé trabajosamente por un lado de la carretera. Los pocos coches que pasaban no me miraban siquiera: había demasiada gente «de camino» para que se fijasen en mí. Hacía unos pocos kilómetros había calmado mi hambre un tanto, recogiendo unas patatas, medio podridas, que un granjero tenía apartadas para los cerdos. La bebida no era nunca problema, porque había siempre riachuelos. Hace tiempo aprendí que los riachuelos y los arroyos son limpios, pero que los ríos son sucios.

Delante de mí, en la recta carretera, vi un objeto voluminoso. A lo lejos parecía un camión de la policía o una interrupción del tráfico. Estuve sentado varios minutos al borde del camino mirando. No se veían ni policías ni soldados; así que reanudé el viaje con muchas precauciones. Al acercarme vi que había un hombre manipulando en el motor de un coche. Cuando me aproximé, él alzó la vista y dijo unas palabras que no entendí. Las repitió en otra lengua y luego en otra. Al fin pude entender más o menos lo que me estaba diciendo. El motor se había parado y no lograba hacerlo andar. ¿Entendía yo algo de motores? Miré, estuve tanteando, observando las bujías, probando la puesta en marcha. Tenía gasolina de sobra. Al examinar los alambres bajo el cuadro de mando, vi que el aislamiento estaba gastado y que la ignición se había interrumpido cuando el coche saltó al tropezar en algún bache y cuando dos alambres pelados se juntaron. No tenía cinta aisladora ni herramientas, pero fue sólo cosa de un momento envolver los alambres con tiras de trapo y dejarlos firmemente atados. El motor echó a andar, ronroneando suavemente.

«Aquí hay algo que no está en regla —pensé—. Este motor marcha demasiado bien para tratarse del coche de un granjero». El hombre daba saltos de contento.

—¡Bravo, bravo! —exclamaba constantemente—. ¡Me has salvado!

Le miré un tanto intrigado. ¿Cómo podía yo «salvarle» por poner en marcha el coche? Él me miraba con detenimiento.

—Te he visto antes —dijo—. Ibas con otro y cruzaste el puente del río Hron en Lavice.

—Sí —repliqué—, pero ahora voy solo.

Me hizo ademán de que subiera al coche. Mientras iba conduciendo le dije todo cuanto había acontecido. Por su aura podía ver que era un hombre digno de confianza y bien intencionado.

—La guerra terminó con mi profesión —dijo—, y ahora tengo que vivir y sostener una familia. Tú eres competente en coches y puedo emplear a un conductor que no se quede atascado por el camino. Llevamos comestibles y unos pocos artículos de lujo de un país a otro. Todo cuanto tienes que hacer tú es conducir y cuidar del coche.

Estaba muy indeciso. ¿Contrabando? No lo había hecho en mi vida. El hombre me miró y dijo:

—No se trata de drogas, ni de armas o de algo dañino. Son alimentos para que la gente pueda vivir y unos cuantos artículos de lujo para que las mujeres puedan seguir siendo felices.

Aquello me pareció singular, pues Checoslovaquia no tenía aspecto de ser un país que pudiera permitirse el lujo de exportar alimentos y mercancías de lujo. Así lo dije y el hombre replicó:

—Estás enteramente en lo cierto; todo viene de otro país; nosotros simplemente lo hacemos seguir. Los rusos roban a los pueblos ocupados, tomándoles todas sus propiedades. Meten en los trenes todas las mercancías de valor y reexpiden cargamentos de esas mercancías a los altos dirigentes del partido. Nosotros, simplemente, interceptamos esos trenes, que tienen los alimentos mejores, y los remitimos a otros países que están necesitados de ellos. Todos los Guardas Fronterizos están dentro de esto. Tú, simplemente, tendrás que conducir al lado mío.

—Bueno —dije—, métame en ese tráfico. Si no hay drogas ni nada dañino, le llevaré donde quiera.

Él riendo, dijo:

—Vamos a la trasera y mira todo cuanto gustes. Mi chófer habitual está enfermo y creí que podría manejar yo mismo el coche. No pude porque no sé nada de cuestiones mecánicas. Fui un abogado muy conocido de Viena antes de que la guerra me dejara sin trabajo.

Estuve escudriñando y abrí la trasera. Como dijo, había sólo alimentos y algunas de esas prendas de seda que usan las mujeres.

—Estoy satisfecho —dije—. Llevaré su coche.

Me señaló con un gesto el asiento del conductor y partimos en un viaje que me llevó a Bratislavia, en Austria, pasando por Viena y Klangenfurt y, por último, a Italia, donde dimos fin al viaje en Verona. Los Guardias Fronterizos nos detenían, hacían como que inspeccionaban las mercancías y luego nos saludaban con la mano, después de ponerles en la otra un paquetito. En cierta ocasión un coche de la policía nos adelantó y se detuvo de pronto, haciendo que me pusiera materialmente en pie sobre los frenos. Los policías se abalanzaron hacia nosotros empuñando revólveres. Luego, ante la presencia de ciertos papeles, retrocedieron, mostrándose muy azorados y susurraron abundantes excusas. Mi nuevo patrono parecía estar muy satisfecho conmigo.

—Puedo ponerte en contacto con un hombre que tiene los camiones que van a Laussanne, Suiza —dijo—, y si queda satisfecho de ti, como yo, puede pasarte a alguien que te lleve a Ludwigshagen, en Alemania.

Durante una semana estuvimos ociosos en Venecia, en tanto que nuestro cargamento era descargado y se cargaban otras mercancías. También necesitábamos un descanso después de aquel viaje agotador. Venecia es para mí una ciudad terrible, pues encuentro difícil respirar en tierras bajas. Me parecía un albañal descubierto.

Desde Venecia, en otro camión, fuimos a Padua, a Vicenza y a Verona. En todos los lugares oficiales éramos tratados como bienhechores públicos y me pregunté quién sería realmente mi patrono. A juzgar por su aura, y el aura no puede mentir, era bueno. No hice indagaciones, ya que en realidad no me interesaba. Todo cuanto deseaba era seguir adelante, proseguir la tarea propia de mi vida. Como sabía, esta tarea no podía dar comienzo hasta que me instalara y me librase de todo aquel andar a saltos de un país a otro.

Mi patrono entró en la habitación que yo ocupaba en el hotel de Verona.

—Hay una persona que quiero que conozcas. Va a venir aquí esta tarde. Ah, Lobsang, sería mejor que te quitaras la barba. A los americanos no les gustan las barbas, al parecer, y este hombre es un americano que reacondiciona camiones y coches y que va de un país a otro. ¿Qué opinas?

—Señor —repliqué—, si los americanos o cualesquiera otros no gustan de mi barba, pueden seguir disgustados. Las botas de los japoneses me destrozaron la mandíbula y uso barba para ocultar las lesiones.

Mi patrono habló conmigo un largo rato y, antes de partir, me dio una suma de dinero muy satisfactoria, diciendo que yo tenía que tener mi parte en el negocio y que él retenía la suya.

El americano era un individuo carnoso que daba vueltas a un gran puro entre los gruesos labios. Tenía la dentadura pródigamente ornada de fundas de oro y sus ropas deslumbraban en verdad de puro llamativas. Venía acompañándole una mujer rubia, muy artificial, cuyas ropas apenas ocultaban las partes de la anatomía que las convenciones de Occidente mandan que se cubran.

—¡Ay! —Chilló al verme—. ¿Verdad que es bonito? ¿No es un muñeco?

—Eh, calla, nena —dijo el hombre que le proporcionaba sus ingresos—. Lárgate, ve a dar una vuelta. Tenemos negocios.

Con un mohín y un contoneo que agitó todo en forma peligrosa y puso a prueba la delgada tela que la cubría, la «nena» salió disparada de la habitación en busca de bebidas.

—Tenemos que vender un «Mercedes» estupendo —dijo el americano—. Aquí no es posible, pero en otros países se le puede sacar mucho dinero. Ha pertenecido a uno de los jefazos de Mussolini. Lo hemos liberado y lo hemos pintado de nuevo. Tengo un contacto estupendo en Karlsruhe, Alemania; si puede llevarlo allí, ello significará un buen negocio para mí.

—¿Por qué no lo lleva usted mismo? —pregunté—. No conozco ni Suiza ni Alemania.

—¿Llevarlo yo? Ya lo he hecho demasiadas veces y todos los guardias fronterizos me conocen.

—Entonces, ¿quiere que me cojan a mí? —repliqué—. Vengo de demasiado lejos y he pasado demasiados peligros para que ahora me detengan. No, no me gusta ese trabajo.

—¡Vamos, hombre! Es un buen negocio para usted. Tiene aspecto de gente honrada y puedo proporcionarle papeles que digan que el coche es suyo y que es turista.

Se puso a buscar en una gran cartera que llevaba y me mostró todo un manojo de papeles y de impresos. Distraídamente los miré. ¡Maquinista naval! Vi que se referían a un maquinista naval. Su carnet del sindicato y todo lo demás estaba allí. ¡Maquinista naval! Si yo pudiera hacerme con esos papeles podría embarcar. Había estudiado mecánica en Chungking, así como medicina y cirugía. Era bachiller en ciencias, conocía la mecánica, era un piloto plenamente cualificado… Mi mente no cesaba de volar.

—Bueno, no me gusta mucho esto —dije—. Demasiado riesgo. Esos papeles no tienen mi fotografía. ¿Cómo puedo saber que el verdadero dueño no aparece en un mal momento?

—Ese sujeto ha muerto. Está muerto y enterrado; se emborrachó cuando llevaba un «Fiat» a toda velocidad. Me imagino que se durmió; sea como fuere, se lanzó por el costado de un puente de cemento. Nosotros lo supimos y le quitamos los papeles.

—Y si yo acepto, cuando me pague ¿podré conservar esos papeles? Me ayudarían a cruzar el Atlántico.

—Claro que sí, muchacho. Le daré doscientos cincuenta dólares, todos los gastos pagados y se quedará con los papeles. Haremos que pongan su fotografía en ellos en lugar de ésta. Tengo contactos. Lo arreglaré verdaderamente bien.

—De acuerdo —repliqué—. Llevaré su coche a Karlsruhe.

—Llévese a la muchacha. Le hará compañía y me la quitará de encima. Tengo otra nuevecita.

Por un momento le miré desconcertado. Él, evidentemente, interpretó mal mi expresión.

—Pues claro, se presta a todo. Se divertirá mucho.

—¡No! —exclamé—. No llevaré a esa mujer conmigo. No quiero estar en el coche con ella. Si no tiene confianza en mí, demos esto por terminado o mande un hombre o dos conmigo, pero no una mujer.

Él se echó de espaldas en su butaca y rió atrozmente, abriendo la boca de par en par, la exhibición del oro me recordó los Objetos Dorados que se muestran en los templos del Tíbet. Se le cayó el puro al suelo y se apagó en un raudal de chispas.

—Esa dama —dijo, cuando al fin pudo hablar— me cuesta quinientos dólares por semana. Le invito a que se la lleve en el viaje y se niega. Bueno, yo no esperaba esto.

Dos días después los papeles estaban preparados. Había sido colocada mi foto y funcionarios amables habían examinado los papeles y los habían cubierto de tantos sellos oficiales como era necesario. El gran «Mercedes» resplandecía a la luz del sol de Italia. Comprobé, como siempre, el combustible, el aceite y el agua, monté y puse el motor en marcha. Cuando arranqué, el americano me saludó amistosamente con la mano.

En la frontera suiza los funcionarios inspeccionaron muy cuidadosamente los papeles que presenté. Luego volvieron su atención hacia el coche. Sondearon el tanque de la gasolina para cerciorarse de que no había algún falso compartimiento, y dieron golpecitos por toda la carrocería para estar ciertos de que no existía nada escondido tras los paneles metálicos. Dos guardias miraron por debajo del coche, bajo el cuadro de mando y hasta en el motor. Cuando me dieron su conformidad y arranqué, tras de mí hubo gritos. Frené rápidamente. Vino corriendo un guardia, desalentado:

—¿Quiere llevar a uno hasta Martigny?

—Sí —repliqué—. Si está ya preparado, lo llevaré.

El guardia hizo un gesto y un hombre salió corriendo de las oficinas fronterizas. Haciéndome un saludo, se metió en el coche y se sentó a mi lado. Por el aura vi que era un funcionario y que era sospechoso. Al parecer, se estaba preguntando por qué iba en el coche solo, sin ninguna amiga.

Era un gran charlatán, pero perdió totalmente el tiempo al acosarme con preguntas. Preguntas a las que debía responder.

—¿Nada de mujeres, señor? —dijo—. ¡Qué extraño! Acaso tenga usted otras aficiones.

Reí y dije:

—Ustedes piensan únicamente en el sexo; creen que un hombre que viaja solo es un monstruo, alguien de quien debemos sospechar. Soy un turista, veo las cosas notables y puedo ver también mujeres en todas partes.