La carretera estaba polvorienta y llena de baches. Al marchar por ella nos cruzamos con partidas de mujeres, mandadas por capataces armados, que llenaban los baches más hondos con piedras y con cuanto tenían a mano. Al pasar, los soldados que iban conmigo vociferaban observaciones lascivas y hacían gestos sugestivos.
Atravesamos una populosa región y seguimos, hasta llegar a unos sombríos edificios que debían haber sido una prisión. El half-track se metió en un patio empedrado de guijarros. No se veía a nadie. Los soldados miraron en torno consternados. Luego, cuando el conductor paró el motor, nos dimos cuenta del clamoreo terrible, de los gritos de los hombres y de los furiosos ladridos de los perros. Nos apresuramos a ir hacia el lugar de donde provenía el ruido, yo con los soldados. Cruzando por una puerta abierta en un alto muro de piedra, vimos un recinto cerrado por una fuerte alambrada, que parecía albergar unos cincuenta enormes mastines. Uno de los soldados más próximos, entre los agrupados fuera del recinto, contó apresuradamente lo que pasaba. Los perros, dominados por la apetencia de sangre humana, se habían desmandado, matando y devorando a dos de sus guardianes. Hubo una repentina conmoción, y cuando la multitud se revolvió y apartó vi que un tercer guardián, colgado muy alto en la cerca de alambre, perdía su asidero y caía entre los perros. Hubo un grito terrible, un rumor que helaba verdaderamente la sangre, y luego nada. Sólo una multitud de perros agitados.
El cabo se volvió hacia mí.
—¡Eh, tú! Tú puedes domar a los perros. —Luego, volviéndose hacia el soldado que estaba junto a mí, añadió—: Di al camarada capitán que venga; que tenemos un hombre que puede dominar a los perros.
Cuando el soldado salió apresurado, estuve a punto de desmayarme allí mismo por el terror. ¿Yo? ¿Por qué me habían de tocar siempre las dificultades y los peligros? Luego, cuando miré a los perros, pensé: «¿Por qué no? Esos animales no son tan fieros como los mastines tibetanos y los soldados huelen al miedo que tienen a los perros, por esto los mastines les atacan».
Vino a grandes pasos un capitán de aspecto arrogante, entre la multitud que le abría respetuosamente camino. Deteniéndose a cierta distancia de mí, me miró de arriba abajo y le pasó por el rostro una risa de desdén.
—¡Vamos, cabo! —dijo en tono altivo—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un sacerdote nativo inculto?
—Camarada capitán —replicó el cabo—. Este hombre no ha sido atacado por los perros. «Serge» arrancó de un mordisco la mano de uno que iba a cruzar la frontera y se la dio a él. Mándele que entre al recinto, camarada capitán.
Éste frunció el ceño, removió los pies en el polvo y se mordió las uñas afanosamente. Al fin alzó la vista.
—Sí —dijo—, lo haré. Moscú dice que no debo matar más perros, pero no dice qué debo hacer cuando los animales están ebrios de sangre. Si este hombre resulta muerto, bueno: será un accidente. Caso de que viva, lo que es poco probable, le recompensaremos.
Se volvió, dio unos pasos, y luego quedó mirando a los perros, que roían los huesos de los tres guardianes que habían matado y que se habían comido. Volviéndose hacia el cabo, dijo:
—Cuídate de esto y si él tiene éxito, tú serás sargento.
Dicho lo cual se alejó apresurado.
Durante algún tiempo el cabo quedó con los ojos muy abiertos.
—¿Yo sargento? ¡Pero, hombre! —exclamó volviéndose hacia mí—. Doma a los perros y todos los hombres de la Patrulla Fronteriza serán amigos tuyos. Entra.
—Camarada cabo —repliqué—, quisiera que los otros tres perros entraran conmigo. Ellos me conocen y conocen a esos otros.
—Así será —replicó—. Ven conmigo y los traeremos.
Nos volvimos y nos encaminamos al remolque del half-track. Acaricié a los perros y les dejé que me lamieran, que me comunicaran su olor. Luego, con los tres perros saltando y empujándose en torno mío, fui a la entrada enrejada del recinto. Había guardias con armas situados junto a la puerta por si algún perro intentaba escapar. Prontamente se abrió un poco la puerta y yo fui rudamente lanzado dentro.
Hacia mí vinieron los perros de todas partes. Las mandíbulas apretadas de «mis» tres perros desanimaron a la mayoría de los otros de acercarse a mí; pero uno grande, una bestia feroz, que evidentemente era el que mandaba, se lanzó a mi garganta con intenciones asesinas. Yo estaba bien preparado para eso y, dando un paso a un lado, le propiné un rápido golpe en el pescuezo, un golpe de judo (o de karate, como le llaman ahora) que le dejó muerto antes de tocar el suelo. El cadáver quedó cubierto por una masa hirviente, forcejeante de perros, antes casi de que pudiera saltar a un lado. El ruido de los gruñidos y mordiscos era repugnante.
Esperé unos momentos, inerme, indefenso, pensando sólo bondadosa y amistosamente de los perros, diciéndoles mentalmente que no les tenía miedo, que era su amo. Entonces se volvieron y hubo un momento en que mi estómago se revolvió al ver el esqueleto pelado del que unos momentos antes era el perro jefe. Los demás se volvieron hacia mí. Me senté en el suelo y quise que ellos hicieran lo mismo. Se echaron a mi lado en semicírculo, con las patas tendidas, mostrando los dientes y colgantes las lenguas, mientras barrían el suelo con las colas.
Me puse en pie y llamé a «Serge» a mi lado. Poniendo mi mano sobre su cabeza, dije alto:
—De ahora en adelante tú, «Serge», serás el jefe de todos estos perros; tú me obedecerás y así ellos me obedecerán también.
Desde fuera del recinto llegó una espontánea salva de aplausos. ¡Me había olvidado por completo de los soldados! Al volverme, me encontré con que me saludaron amistosamente con la mano. El capitán, que tenía el rostro acalorado por la emoción, acercándose a la alambrada, vociferó:
—Saca fuera los cadáveres de los guardias o sus esqueletos.
Horrorizado, fui hacia el primer cadáver, una masa sangrienta de piltrafas, con la osatura del pecho al descubierto, y asiéndole de un brazo tiré. Pero el brazo se soltó del hombro. Entonces tiré de la cabeza, mientras las entrañas arrastraban por detrás. Hubo un rumor de espanto entrecortado y vi que «Serge» iba a mi lado llevando el brazo del muerto. Con trabajo quité de allí los tres cadáveres, o lo que había quedado de ellos. Luego, verdaderamente exhausto por el esfuerzo, fui hacia la puerta y salí.
El capitán se plantó ante mí.
—¡Hueles mal! —dijo—. Ve a quitarte el hedor de esos cadáveres. Te quedarás aquí un mes, cuidando de los perros. Pasado el mes, ellos volverán a las patrullas y tú podrás marchar. Tendrás paga de cabo. —Se volvió hacia Boris—: Como te lo había prometido, desde ahora mismo eres sargento.
Luego nos dio la espalda, alejándose sin duda muy complacido de todo aquello.
El sargento vino radiante hacia mí.
—Eres capaz de hacer prodigios. No olvidaré nunca cómo mataste al perro. Ni tampoco la figura del capitán, apoyándose en un pie y en el otro para filmar todo. Tú solo has realizado algo muy importante. La última vez que tuvimos una revuelta de perros perdimos seis hombres y cuarenta animales. Moscú se le echó encima al capitán. Le dijo lo que le ocurriría de perder más perros. Ahora te tratará bien. Comerás con nosotros. No te haremos preguntas. Pero ven, apestas, como ha dicho el capitán. Quítate esa suciedad. Siempre le dije a Andrei que comía demasiado y que olía mal; pero ahora que le he visto despedazado comprendo que estaba en lo cierto.
Tan agotado, tan cansado me sentía, que ni un humor macabro como aquél me sorprendió.
En el comedor unos cuantos hombres, cabos, riendo a carcajadas, dijeron algo al sargento. Éste rió estrepitosamente también y vino presuroso a mi lado.
—¡Ja, ja! Camarada sacerdote —vociferó, llorando de risa—, dicen que puesto que llevas tanto de las entrañas de Andrei por fuera, debes también llevar todas sus posesiones, ahora que él ha muerto. No tenía parientes. Te vamos a llamar camarada Andrei mientras estés aquí. Todo cuanto fue suyo, ahora será tuyo. Y me has hecho ganar muchos rublos al apostar por ti en la perrera. Eres mi amigo.
El sargento Boris era un sujeto de buen corazón. Tosco, de modales rudos y sin pretensiones de educación, se mostraba afable conmigo por haber conseguido su ascenso. «De otro modo —decía— hubiera sido cabo toda mi vida». Y por el gran número de rublos que ganó por mí. La mayoría de los soldados dijeron que no tenía ninguna posibilidad de salir del recinto de los perros. Boris, que lo oyó, repuso:
—Este hombre vale. Deberíais haberle visto cuando le azucé los perros. No se movió. Sentado como una estatua. Los perros creyeron que era uno de ellos. Hará andar derecha a la jauría. Ya la veréis.
—¿Apostarías por eso, Boris? —exclamó un hombre.
—Te apuesto tres meses de tu paga —dijo aquél.
Como resultado inmediato había ganado cosa de tres años y medio de paga y me estaba agradecido.
Aquella noche, después de una cena muy abundante, porque los guardias de la Patrulla Fronteriza vivían bien, dormí en una cabaña abrigada al lado de la perrera. El colchón estaba bien relleno de esparto seco y los soldados habían conseguido sábanas nuevas para mí. Tenía toda clase de razones para estar satisfecho de aquella preparación que me había proporcionado una comprensión tal del carácter de los animales.
Con las primeras luces me vestí y fui a ver a los perros. Me habían enseñado dónde se guardaba su alimento y ahora vi que tenían una comida muy buena. Se agolparon en torno mío, agitando las colas, y hasta a veces alguno iba por detrás y me ponía las patas en la espalda.
En una de estas ocasiones se me ocurrió mirar en torno y allí estaba el capitán, fuera de la alambrada, por supuesto, mirando.
—Eh, sacerdote —dijo—. Vengo simplemente a ver por qué los perros están tranquilos. La hora de la comida es una hora de locura y de luchas; cuando el guardián les lanza desde fuera el alimento los perros se despedazan entre sí para conseguir su parte. No voy a hacerte preguntas, sacerdote. Dame tu palabra de que permanecerás aquí cuatro o cinco semanas, hasta que los perros se vayan y tú serás el encargado de ellos; podrás ir a la ciudad cuando quieras.
—Camarada capitán —repliqué—, le doy con gusto mi palabra de permanecer aquí hasta que se vayan todos los perros. Luego seguiré mi camino.
—Otra cuestión, sacerdote —añadió el capitán—. La próxima vez que les des de comer traeré mi cámara tomavistas y tomaré una película. Así los superiores podrán ver cómo se mantienen los perros en orden. Ve al sargento de semana y que te dé un uniforme de cabo. Si puedes encontrar alguien que te ayude dentro de la perrera, haz que la limpien por completo. Pero si tienen miedo, hazlo tú solo.
—Lo haré yo mismo, camarada capitán —repliqué—, así los perros no se alborotarán.
El capitán asintió con un gesto cortés y se fue, considerándose sin duda un hombre muy feliz al poder demostrar cómo se las arreglaba con los perros ávidos de sangre.
Durante tres días no me alejé más de cien metros del encierro de los perros. Aquellos hombres gustaban de apretar el gatillo y les tenía sin cuidado disparar sobre la maleza «por si había espías ocultos allí», según decían.
Durante esos tres días recobré mis fuerzas y me mezclé con los soldados, para llegar a conocerles y llegar a conocer sus costumbres. Andrei había sido de una talla muy semejante a la mía; así que sus ropas me quedaban bastante bien. Todo lo que le pertenecía fue lavado una y otra vez, sin embargo, pues él no se hacía notar por su limpieza. Muchas veces se me acercó el capitán, tratando de entablar conversación. Pero aun cuando parecía sinceramente interesado y bastante animoso, tenía que recordar mi papel de simple sacerdote, que sólo sabía las escrituras budistas y… tratar a los perros. Se solía burlar de la religión, diciendo que no había otra vida, ni Dios ni nada, salvo el Padre Stalin. Yo solía citar las Escrituras, sin rebasar nunca los conocimientos que se podían esperar de un sacerdote de pueblo.
En una de estas discusiones se hallaba presente Boris, recostado contra el paraje cercado para los perros, masticando una hierbecilla.
—Sargento —exclamó el capitán, irritado—, el sacerdote no ha salido nunca de su pueblo. Llévale a que vea la ciudad. Llévale a hacer la ronda por Artem y Razdol’noye. Muéstrale la vida. Sólo conoce la muerte y cree que eso es la vida.
Escupió en el suelo, encendió un cigarrillo de contrabando y se fue a grandes pasos.
—Sí, vamos, sacerdote. Has estado con los perros desde que empezaste a cuidar de ellos. Creo que debo reconocer que ahora los tienes bien educados. Y que me has hecho ganar un montón de dinero. Me rebosa el dinero, sacerdote, y debo gastarlo antes de morir.
Se encaminó hacia el coche, entró y me hizo ademán de que hiciese lo mismo. Puso en marcha el motor, metió la palanca y embragó. Partimos, dando saltos sobre las carreteras llenas de huellas y entramos bramando en las estrechas calles de Vladivostok. Abajo, en la bahía, había muchos barcos, casi más de los que yo sabía que existían en el mundo.
—Mira, sacerdote —dijo Boris—, esos barcos tienen mercancías capturadas. Iban a ser entregadas en «préstamo y arriendo» por los americanos a otros países. Los americanos creen que los japoneses han capturado esos barcos, pero nosotros mandamos el cargamento por el Transiberiano a Moscú, donde los Primates del Partido harán lo que ellos creen ser la primera elección. Sin embargo, nosotros hemos elegido primero, mediante un arreglo con los del muelle. Nosotros haremos la vista gorda en sus cosas, mientras ellos hacen la vista gorda en las nuestras. ¿No has usado nunca reloj, sacerdote?
—No —repliqué—. He poseído muy pocas cosas. Sé la hora por la posición del sol y por la sombra que hace.
—Debes tener un reloj, sacerdote.
Boris aceleró y a poco nos detuvimos al lado de un barco de carga atracado al costado del muelle. El barco tenía vetas rojizas de herrumbre y brillaba con salpicaduras del agua salada secas. El viaje por el Cuerno de Oro había sido duro y desapacible. Las grúas estaban moviendo sus largos brazos y descargando productos de diferentes partes del mundo. Los hombres gritaban, gesticulaban, manejando las redes de descarga y tirando de las guindaletas. Boris bajó del coche, arrastrándome tras él, y se precipitó como loco por la plancha, llevándome a remolque.
—Queremos relojes, capitán —gritó al primer hombre uniformado que vio—. Relojes de pulsera.
Uno que vestía un uniforme más adornado que los otros apareció y nos acompañó a su camarote.
—Relojes, capitán —vociferó Boris de nuevo—. Uno para él y dos para mí. ¿Quieres venir a tierra, capitán? En tierra se divierte uno. Se hace lo que se quiere. Las mujeres se emborrachan. Queremos relojes.
El capitán sonrió y sirvió unos vasos. Boris bebió ruidosamente y yo le pasé mi vaso.
—No bebe, capitán. Es un sacerdote convertido en guardián de perros, un buen guardián de perros y también un buen sujeto —dijo Boris.
El capitán fue al espacio que quedaba tras de su litera y sacó una caja. Abriéndola, mostró cosa de una docena de relojes de pulsera. Casi tan rápidamente como podía captarse con la mirada, Boris escogió dos de oro y, sin molestarse en darles cuerda, se puso uno en cada muñeca.
—Coge un reloj, sacerdote —mandó Boris. Tendí la mano y cogí un cronómetro.
—Ése es el mejor, sacerdote —dijo el capitán—. Es de acero inoxidable, un Omega impenetrable al agua. Con mucho el mejor reloj de todos.
—Gracias, capitán —repliqué—. Si no tiene nada que objetar, me quedaré con el que usted ha preferido.
—Ahora veo que estás loco, sacerdote —dijo Boris—, ¿escoger un reloj de acero pudiendo tener uno de oro? Reí y repliqué:
—A mí me basta con el acero. Usted es sargento, pero yo soy sólo cabo provisional.
Desde el barco fuimos al apartadero del ferrocarril Transiberiano. Había partidas de obreros muy atareados en cargar los vagones con las mercancías más escogidas de los barcos. Desde aquí partirían estos vagones para Moscú, a unos diez mil kilómetros de distancia. Mientras estábamos allí, salió un tren. Dos locomotoras tiraban de una larga serie de vagones, ambas con cinco ruedas a cada lado. Máquinas gigantescas que eran cuidadas y mimadas casi como criaturas vivientes por el equipo del tren.
Boris siguió con el coche al lado de los vagones. Había guardias por todas partes y, desde pozos en el suelo, hombres armados atisbaban la parte inferior de los trenes que pasaban, buscando polizones.
—Parecen estar ustedes muy temerosos de que alguien suba en el tren ilegalmente —dije—. Es algo que no comprendo. ¿Qué daño puede haber en dejar que monten?
—Sacerdote —replicó tristemente Boris—, no tienes conocimiento de la vida, como el capitán acaba de decir. Los enemigos del Partido, los saboteadores y los espías capitalistas quisieran poder introducirse secretamente en nuestras ciudades. Ningún ruso honrado desea viajar, a menos que se lo mande su Comisario.
—¿Pero hay aquí muchos que quieren hacerlo? ¿Qué hacen ustedes con ellos cuando los ven?
—¡Que qué se hace con ellos! ¡Pues fusilarles, naturalmente! No hay muchos polizones aquí, pero mañana voy a ir a Artem y te llevaré conmigo. Allí verás cómo tratamos a los elementos subversivos. Los ferroviarios, cuando cogen uno, le atan las manos, le pasan una cuerda por el cuello y lo lanzan afuera. Aunque eso ensucia los raíles y envalentona a los lobos.
Boris se había hundido en el asiento del conductor y sus ojos escrutaban los vagones del ferrocarril que pasaban atestados. Como por un contacto eléctrico pegó un salto y accionó el acelerador hasta abajo del todo. El coche pegó otro salto y adelantó el tren. Boris, pisando ahora los frenos, se abalanzó fuera del vehículo, tomó el subfusil y se escondió al costado del coche. El tren pasó rodando despacio. Tuve un atisbo de alguien montado entre dos coches y luego se oyó el tartamudeante balbuceo del subfusil ametrallador.
El cuerpo cayó al suelo entre las vías.
—¡Le di! —Dijo triunfalmente mi compañero, mientras con todo cuidado introducía otro peine en la recámara del fusil—. Éste hace el cincuenta y tres, sacerdote. Cincuenta y tres enemigos del Estado, de los que yo he dado cuenta.
El tren pasó y Boris fue hacia el cadáver acribillado y ensangrentado.
Dándole vuelta con el pie, le miró el rostro y dijo:
—Lo reconozco, es un ferroviario. No debió ir montado allí. Será mejor que le deshaga la cabeza; así no habrá preguntas difíciles.
Diciendo esto, acercó la boca del cañón al rostro del hombre muerto y dio al gatillo. Dejando el cadáver, ahora descabezado, volvió al coche y nos alejamos.
—No he montado nunca en tren, Boris —le dije.
—Bueno —replicó—. Mañana iremos a Artem en uno de mercancías y podrás verlo. Tengo algunos buenos amigos allí, a los que quiero encontrar, ahora que soy sargento.
Desde hacía largo tiempo acariciaba la idea de escapar e ir a América en un barco como polizón. Hablé de esto a mi compañero.
—Boris —le dije—, ha pasado toda su vida deteniendo gente en la frontera y asegurándose de que no van polizones en los trenes. Sin embargo, a todos esos barcos puede subir cualquiera y quedarse.
Boris se echó hacia atrás en el asiento, riendo a carcajadas.
—Sacerdote —refunfuñó—, debes ser un simple. Los Guardas Marítimos abordan los barcos a una milla de la costa y comprueban la identidad de todos los miembros de la tripulación. Luego cierran todas las escotillas y bocas de ventilación e inyectan ácido cianhídrico en las bodegas y en otros espacios, sin olvidar los botes salvavidas. Logran reunir una buena partida de cadáveres de reaccionarios que no sabían esto.
Me sentí indispuesto al pensar en la forma cruel en que esos hombres trataban de todo aquello, como si fuera una diversión, y me apresuré a cambiar de parecer respecto a embarcar de polizón.
Estaba en Vladivostok, pero tenía asignada una tarea en mi vida y, según había afirmado la profecía, debía ir primero a América, luego a Inglaterra para regresar de nuevo a América del Norte. El problema consistía en cómo ir a esa otra parte del mundo. Decidí averiguar cuanto pudiera acerca del ferrocarril transiberiano, dónde cesaban las inspecciones y qué ocurría al llegar a Moscú.
Al día siguiente cuidé de dar de comer a los perros temprano y, dejándolos tranquilos, partí con Boris y otros tres guardias. Recorrimos unos ochenta kilómetros, hasta un puesto avanzado donde los tres guardias iban a relevar a otros tres. Durante todo el camino fueron charlando de los muchos «escapados» que habían muerto, y recogí algunas informaciones útiles. Supe el lugar en que ya no había más registros y donde, si se tenía cuidado, se podía viajar hasta las afueras de Moscú sin ser detenido.
El dinero iba a ser un problema, eso podía comprenderlo. Lo conseguí haciendo el servicio por otros, atendiendo a los enfermos, y, mediante los buenos oficios de algunos de éstos, tratando a miembros ricos del Partido en la ciudad. Como otros, concerté la visita a los barcos y recibí mi parte en el saqueo del cargamento de un nuevo tren. Todas estas «dádivas» las convertí en rublos. Me estaba preparando para cruzar Rusia.
Cosa de cinco semanas después, el capitán me dijo que los perros iban a volver a los puestos de las patrullas. Iba a venir un nuevo comisario y yo debía marchar antes de su llegada.
Me preguntó adónde pensaba ir, y como ahora ya le conocía, repliqué:
—Me quedaré en Vladivostok, camarada capitán, es una ciudad que me gusta.
La expresión de su rostro se tornó preocupada.
—Debes marchar, salir de la región. Mañana mismo.
—Pero camarada capitán, no tengo dónde ir y carezco de dinero.
—Se te darán rublos, alimento y ropas y te irás de esta región.
—Camarada capitán —insistí—, no tengo adónde ir. Aquí he trabajado duramente y quiero quedarme en Vladivostok.
Pero el capitán era inflexible.
—Mañana envío a unos hombres al límite mismo de nuestra zona, a los confines de Vorochilof. Te llevarán allí y allí te dejarán. Te daré una carta diciendo que nos has ayudado y que has ido allí con permiso. Así que la policía de Vorochilof no te detendrá.
Era todavía mejor de cuanto esperaba. Quería ir a Vorochilof, porque allí era donde trataría de subir al tren. Sabía que, de poder llegar al otro lado de la ciudad, estaría bastante seguro.
Al día siguiente, con un grupo de soldados, monté en un camión rápido de transporte militar y fuimos rugiendo por la carretera camino de Vorochilof Ahora llevaba un buen traje de paño y tenía una gran mochila atestada de bártulos y otra que llevaba colgada al hombro llena de comestibles. No sentía ningún escrúpulo al recordar que las ropas que llevaba habían sido las de uno que se había introducido en un barco y que había sido muerto.
—No sé adónde vas a ir, sacerdote —dijo Boris—, pero el capitán ha declarado que él adiestró esos perros, así que tienes que marcharte. Esta noche puedes dormir en el puesto avanzado y ponerte en camino mañana.
Aquella noche estuve inquieto. Me sentía hastiado y enfermo de ir errando de un lado para otro. Hastiado y enfermo de vivir con la muerte a mi costado. Me sentía extremadamente solo viviendo con aquellas gentes que me eran tan extrañas y tan completamente opuestas a mi pacífico concepto de la vida.
Por la mañana, después de un buen desayuno, me despedí de Boris y de los otros, me eché a la espalda mi carga y partí. Anduve kilómetros y kilómetros, evitando las carreteras y tratando de rodear Vorochilof. Se oyó el bramido de un coche a toda velocidad tras de mí, el chirrido de un frenar apresurado y me encontré encañonado por un subfusil ametrallador.
—¿Quién eres? ¿Adónde vas? —rezongó un cabo ceñudo.
—Voy a Vorochilof —repliqué—. Tengo una carta del camarada capitán Vassily.
Arrebatándome la carta, rasgó el sobre y frunció el ceño al concentrarse en la lectura. Luego su rostro se abrió en una ancha sonrisa.
—Acabamos precisamente de ver al sargento Boris —dijo—. Sube, te llevaremos a Vorochilof y te dejaremos donde digas.
Aquello era una contrariedad, pues trataba de evitar la ciudad. Pero monté en el coche patrulla y fui llevado velozmente a Vorochilof. Bajé cerca del cuartel de la policía y, en cuanto el coche se metió en el garaje, me largué apresuradamente de allí y traté de hacer cuantos kilómetros me fueran posibles antes de que cayera la noche. Tenía el propósito de acampar fuera, cerca de la vía férrea y de observar lo que ocurría de día y de noche antes de subir al tren.
Los trenes de pasajeros eran detenidos e inspeccionados en Vorochilof, pero los de mercancías se detenían fuera, acaso para que los habitantes de la ciudad no vieran cuantos viajeros ilegales eran muertos. Estuve observando y observando, hasta que decidí que mi única esperanza era subir a un tren en el momento que saliera.
En la noche del segundo día, un tren muy a mi deseo se detuvo. Un tren que, según mi experiencia me lo decía, llevaba mucho cargamento de «préstamo y arriendo». No era un tren que debiera perder, pensé, cuando fui a lo largo de la vía, mirando debajo, tanteando las puertas cerradas y abriendo aquellas que no lo estaban. De vez en cuando sonaba un disparo seguido por el golpetazo de un cuerpo al caer. Aquí no se utilizaban los perros por temor de que las ruedas los mataran. Me revolqué en el polvo para ensuciarme lo más posible.
Los guardias pasaron mirando el tren, hablando a gritos unos con otros, lanzando el destello de poderosas linternas. A ninguno se le ocurrió mirar por debajo de los vagones; sólo éstos retenían su atención. Me eché al suelo tras ellos, pensando: «Mis perros serían más eficientes. Ellos hubieran dado pronto conmigo».
Satisfechos con el registro que hicieron, se largaron. Yo fui rodando sobre mí mismo hasta el borde de la vía y me lancé entre las ruedas de un vagón. Trepando rápidamente al eje, enganché una cuerda, que llevaba preparada, a un gancho saliente. Sujetándola por el otro lado, me subí y me até al fondo del piso del vagón, en la única posición en que era posible escapar a la inspección. Esto lo había planeado desde hacía un mes. El tren se puso en marcha, con una sacudida que casi me lanza fuera y, como yo había previsto, un «jeep» con un reflector vino corriendo junto al tren, con guardias armados que miraban a las barras de los ejes. Me apreté contra el piso del vagón, sintiéndome como un hombre desnudo en una comunidad de monjas. El «jeep» siguió corriendo, dio vuelta y regresó, desapareciendo de mi vista y de mi vida. El tren seguía rodando con estrépito. Durante cinco o seis kilómetros me mantuve inflexible en mi penosa posición. Luego, persuadido de que el peligro había pasado, aflojé la cuerda y logré quedar en equilibrio sobre una de las defensas del eje.
Descansé durante un rato lo mejor que pude, recobrando la sensibilidad de mis miembros entumecidos, doloridos. Luego, lentamente, cautelosamente, avancé de lado hasta el extremo del vagón y logré asirme a una barra de hierro. Durante cosa de media hora fui sentado en el enganche y luego me icé a la plataforma bamboleante, trepé a tientas por un extremo de ella y subí al techo. Estaba todo completamente a oscuras, si se exceptúa la luz de las estrellas. La luna no había salido todavía, y comprendí que tenía que trabajar de prisa para lograr meterme en un vagón, antes de que algún ferroviario que anduviese por allí me viera a la luz de la luna siberiana. Ya arriba me até a la cintura el extremo de la cuerda y pasé el otro cabo por la barandilla del techo. Luego me deslicé cautelosamente hacia abajo por un costado, aflojando la cuerda que sostenía. Me golpeé y me arañé contra los ásperos rebordes, pero logré pronto abrir la puerta con una llave que había adquirido en Vladivostok con ese fin; una llave que se adaptaba a las cerraduras de todos los trenes. Resultó atrozmente difícil correr la puerta hasta que se abriera, y pendí como un péndulo. Pero la visión de los primeros rayos de la luna esplendente me dio mayores ímpetus y la puerta, deslizándose, se abrió y yo me deslicé también adentro agotado. Soltando el extremo libre de la cuerda, lo agité y tiré hasta que la tuve en mis manos en toda su longitud. Temblando por el agotamiento extremo, cerré la puerta y me dejé caer al suelo.
Dos o tres días después —se pierde todo cómputo de tiempo en tales condiciones— sentí que el tren amenguaba la marcha. Me apresuré a ir a la puerta y, abriéndola un poco, miré fuera. No se veía nada sino la nieve, así que me precipité hacia el otro lado. Los guardias del tren iban corriendo junto a un grupo de refugiados. Era evidente que iba a efectuarse un gran registro. Recogiendo mis pertenencias, me dejé caer en el suelo cubierto de nieve, y, me metí entre las ruedas de los vagones para embrollar mis huellas en la nieve. Mientras estaba aún haciéndolo, el tren echó a andar y yo me así desesperadamente al enganche helado más próximo. Con gran suerte conseguí echarle a uno los brazos y quedé colgado de él, con los pies en el aire, hasta que una súbita sacudida me permitió subir las piernas también.
Poniéndome en pie, descubrí que me hallaba al extremo de un vagón plataforma cubierto con una lona rígida y helada. Los nudos eran duros como el hielo y la lona pesaba como una plancha de hierro. Permanecí sobre el enganche bamboleante y cubierto de hielo, forcejeando con los nudillos helados. Alenté sobre ellos, esperando ablandarlos, pero mi aliento se heló e hizo que el hielo fuera más denso. Tiré de la cuerda arriba y abajo contra el costado de la plataforma. La oscuridad iba amenguando y al fin la cuerda restregada se rompió. Así pude, con inmenso esfuerzo, alzar un extremo de la lona y deslizarme debajo. Cuando, ya dentro, caí al suelo, saltó un hombre sobre mí, blandiendo un trozo afilado de acero junto a mi garganta. El instinto o el hábito vino en mi auxilio y el hombre quedó sujetándose un brazo roto y gimiendo. Otros dos hombres se me acercaron, uno con una barra de hierro y otro con una botella mellada. Para alguien adiestrado como yo, eso no suponía realmente un peligro y pronto quedaron desarmados.
Era la ley de la jungla; mandaba el más fuerte, y ahora que los había derrotado eran mis servidores.
El vagón estaba lleno de trigo que comíamos tal y como estaba. Para beber recogíamos nieve o chupábamos el hielo que arrancábamos de la lona. No se podía entrar en calor, porque no había nada que quemar y porque los del tren hubieran visto el humo. Yo podía soportar el frío, pero el hombre del brazo roto una noche se congeló y tuvimos que dejarle caer por un costado.
Siberia no es sólo nieve; tiene una parte montañosa, como las montañas rocosas canadienses y otra que es tan verde como Irlanda. Sin embargo, ahora pasábamos dificultades por la nieve, por ser aquélla la época del año peor para viajar.
Resultó que el trigo nos originaba trastornos; hacía que nos hincháramos y nos producía disentería grave, debilitándonos de tal modo que casi nos tenía sin cuidado vivir o morir. Al fin la disentería amenguó y padecimos de agudas punzadas por el hambre. Yo descendí con mi cuerda y rebañé la grasa de los cojinetes. La comimos sufriendo grandes náuseas al hacerlo.
El tren seguía rodando. Iba por la terminación del lago Baykal en Omsk. Allí, como sabía, el tren sería desviado, reajustado de nuevo. Había que dejarlo antes de que llegara a la ciudad, y subirse a otro tren que ya estaba preparado. No tiene objeto detallar las pruebas y tribulaciones que supusieron el cambio de tren, pero yo, en compañía de un ruso y de un chino, logré montar en uno rápido de carga que iba a Moscú.
El tren se hallaba en buen estado. Mi llave, cuidadosamente guardada, abrió un vagón y trepamos dentro, al amparo de las tinieblas de una noche sin luna. El vagón estaba repleto y tuvimos que entrar forcejeando. No había ni un destello de luz y no teníamos idea de lo que contenía. Nos aguardaba una grata sorpresa de madrugada. Estábamos muertos de hambre y vimos que en un ángulo del vagón había amontonados paquetes de la Cruz Roja, que al parecer no habían llegado a su destino, pero que habían sido «liberados» por los rusos. Ahora vivíamos bien. Chocolate, latas de conservas, leche condensada, había de todo. Hasta encontramos en un paquete una pequeña estufa con combustible sólido que no producía humo.
Registrando los bultos descubrimos que estaban repletos de ropas y de objetos que debían proceder de las tiendas saqueadas de Shanghai. Cámaras fotográficas, prismáticos, relojes. Nos proveímos de buenas ropas, porque las nuestras estaban en estado repugnante. Lo que necesitábamos más era agua; teníamos que depender de la nieve que podíamos arrancar de los costados.
Después de cuatro semanas y casi diez mil kilómetros desde nuestra salida de Vorochilof, el tren se acercaba a Noginsk a poco más de cincuenta kilómetros de Moscú. Los tres tratamos del asunto y decidimos que, como el equipo del tren estaba entrando en actividad —los oíamos andar sobre nuestro techo— lo prudente sería marcharnos. Cuidadosamente nos inspeccionamos los unos a los otros para cerciorarnos de que no había nada que despertara sospechas, y cogimos luego una buena provisión de alimento y «tesoros» que podían ser cambiados por algo. El chino salió el primero y, cuando cerré la puerta tras él, oí disparos de fusil. Tres o cuatro horas después se dejó caer el ruso, seguido por mí con un intervalo de media hora.
Anduve trabajosamente en la oscuridad, pero enteramente seguro de mi camino, porque el ruso, nativo de Moscú, que estaba exiliado en Siberia, nos había aleccionado cuidadosamente. Para la mañana había hecho unos buenos treinta kilómetros y mis piernas, que habían sido tan rudamente golpeadas en los campos de concentración, me estaban molestando muchísimo.
En una casa de comidas, mostré mis papeles de cabo de la Guardia Fronteriza. Eran los papeles de Andrei; se me había dicho que me quedara con todas sus pertenencias y nadie había pensado en decir «salvo sus papeles oficiales y tarjeta de identidad». La camarera parecía indecisa y llamó a un policía que estaba fuera.
Éste entró y hubo mucha discusión.
No, yo no tenía tarjeta de racionamiento; la había dejado olvidada en Vladivostok, porque las disposiciones sobre la alimentación no rezaban para los guardias de allí.
El policía manoseó mis papeles y dijo:
—Tendrás que comer del mercado negro, hasta que obtengas otra tarjeta de la Oficina de Alimentación. Ésta habrá de ponerse en contacto antes con Vladivostok.
Dicho esto nos dio la espalda y se alejó. La camarera se encogió de hombros.
—Toma lo que quieras, camarada, pero te costará cinco veces más el precio oficial.
Me trajo un poco de pan negro y amargo y algo de pasta de horrible aspecto y peor gusto. Interpretó mal el gesto que le hice para pedir «de beber» y me trajo algo que por poco me deja allí seco. Con un sorbo bastó para creer que me habían envenenado. A mí me bastó con ese sorbo, pero la camarera me puso en la cuenta hasta el agua, mientras ella trasegaba el vil brebaje por el que yo pagué tanto.
Cuando salí, el policía me estaba esperando. Se puso a mi paso y caminamos juntos.
—Esto no es nada correcto, camarada, caminar con un paquete a la espalda. Me estoy preguntando si no debo llevarte al puesto de policía para interrogarte. ¿Tienes algún reloj, camarada, para hacer que olvide mi obligación?
Silenciosamente busqué en mi bolsillo y luego saqué uno de los relojes que había cogido en el tren. El policía lo tomó, le echó un vistazo y dijo:
—Para ir a Moscú… todo derecho. Evita las calles muy transitadas y no te pasará nada —luego se dio vuelta y se alejó.
Seguí trabajosamente por el borde de la carretera teniendo cuidado de no tropezarme con policías que podían pedir relojes. A juzgar por mis propias experiencias, me pareció que los rusos tenían una avidez verdaderamente atroz por los relojes. Muchos de ellos no sabían leer la hora, pero el mero hecho de tener un reloj parecía satisfacerles de extraña manera. Un hombre demacrado caminaba vacilando ante mí y de pronto se tambaleó y cayó de bruces en la cuneta al costado de la carretera. Los transeúntes no se detenían siquiera a mirarle, sino que seguían su camino. Yo hice ademán de ir hacia él, pero un viejo, que iba precisamente detrás de mí, murmuró:
—Cuidado, camarada forastero, si te acercas a él, la policía creerá que has ido a robarle. Está muerto de todos modos. Muerto de hambre. Esto ocurre cientos de veces aquí todos los días.
Dándole las gracias con un gesto, seguí derechamente. «Es un lugar terrible éste —pensé—, donde todos están en contra de sus semejantes. Debe ser porque no tienen religión alguna que les guíe».
Aquella noche dormí tras las paredes desmoronadas de las ruinas de una iglesia. Dormí con cosa de otros trescientos que me hicieron compañía. Mi mochila me sirvió de almohada y durante la noche sentí que manos furtivas trataban de desatar los cordones. Un golpe rápido al cuello del ladrón en cierne lo envió dando vueltas y boqueadas hacia atrás y ya no volví a ser molestado.
De mañana compré alimentos en el mercado negro del Gobierno, porque en Rusia el Gobierno controla el mercado negro, y luego continué mi camino. El ruso del tren me había dicho que adoptara la apariencia de un turista y que me colgara al cuello una cámara fotográfica (tomada del tren). No tenía película y en aquellos días apenas sabía cómo había de tenerse en la mano una cámara.
Pronto me encontré en la parte mejor de Moscú, en la parte que de ordinario ven los turistas corrientes, que son incapaces de mirar «tras del decorado», la miseria, la pobreza y la muerte que existe en las callejas de los arrabales. El Moscova estaba ante mí y fui andando por la orilla un rato, antes de dirigirme a la Plaza Roja. El Kremlin y la tumba de Lenin no me causaron ninguna impresión. Estaba habituado a la grandiosidad y a la belleza centelleante del palacio de Potala. Cerca de uno de los accesos al Kremlin esperaba un pequeño grupo de personas, con aire apático, desaseado, que daban la impresión de haber sido llevadas allí como ganado. Con un bufido, tres grandes coches negros se precipitaron en la Plaza y desaparecieron en la oscuridad de las calles. Como la gente miraba sombríamente en mi dirección, alcé a medias la cámara. De pronto sentí un golpe terriblemente doloroso en la cabeza. Por un momento creí que me había caído encima un edificio. Quedé en el suelo y la cámara fue arrancada de golpe de mis manos.
Guardias soviéticos de gran talla estaban ante mí; uno de ellos era metódico y, sin inmutarse, me dio un puntapié en las costillas y me ordenó que me pusiera en pie. Medio aturdido como estaba, me resultó difícil levantarme, así que dos policías se agacharon y rudamente me pusieron de pie. Me dispararon una serie de preguntas, pero hablaban tan rápidamente y con un acento tan moscovita que no entendí una palabra. Al fin, cansados de preguntar sin obtener respuesta, me llevaron por la Plaza Roja en formación, un policía a cada lado y otro detrás con un enorme revólver apretado dolorosamente contra la espalda.
Nos detuvimos ante un edificio de aspecto tétrico y entramos por una puerta del sótano. Fui rudamente empujado —sería mejor decir que me llevaron a empellones— por unas escaleras de piedra abajo y me metieron en un cuartito. Había un oficial sentado ante una mesa con dos guardias armados y firmes junto a la pared de la habitación. El policía de más categoría, que se había hecho cargo de mí, farfulló una larga explicación al oficial y colocó mi mochila en el suelo a mi lado. El jefe escribió lo que, evidentemente, era un recibo por mis pertenencias y luego el policía giró sobre sus talones y se fue.
Me empujaron rudamente para introducirme en otra habitación, un aposento muy grande, y me dejaron plantado ante una mesa de despacho inmensa, con un guardia armado a cada lado. Algún tiempo después, entraron tres hombres y se sentaron tras la mesa a examinar el contenido de mi mochila. Uno de ellos tocó un timbre y, cuando entró un auxiliar, le dio mi cámara y unas bruscas instrucciones. Él otro giró sobre sus talones y se fue, llevando con todo cuidado mi máquina fotográfica, como si fuera una bomba a punto de estallar.
Siguieron haciéndome preguntas que no podía entender. Al fin llamaron a un intérprete, luego a otro y a otro, hasta que encontraron uno que pudo conversar conmigo. Fui despojado de mis ropas y examinado por un médico. Todas las costuras de mis vestidos fueron inspeccionadas y algunas descosidas. Al fin me lanzaron las ropas, pero sin los botones, y tampoco me dieron el cinturón y los cordones de los zapatos. A una orden, los guardias me sacaron de la habitación a empellones, cargado con mis ropas, y fuimos formados por un pasillo y otro pasillo. Ellos no hacían ruido —llevaban zapatillas de fieltro— ni hablaban entre sí o me hablaban a mí. Cuando marchábamos en silencio, un grito que verdaderamente le helaba a uno la sangre, se alzó en el aire quieto y descendió trémulo. Involuntariamente acorté el paso; pero el guardia que iba detrás se abalanzó sobre mi espalda con tanta fuerza que creí que me había partido el cuello.
Al fin nos detuvimos ante una puerta roja. Un guardia abrió la cerradura. Fui empujado dentro y descendí de sopetón tres escalones de piedra. La celda era oscura y muy húmeda. Tenía cosa de dos metros de ancha por cuatro de larga y había un inmenso y hediondo colchón en el suelo. Durante un rato, que ignoro por completo lo que duró, permanecí en tinieblas, sintiéndome cada vez más hambriento y preguntándome por qué la Humanidad tenía una naturaleza tan brutal.
Después de un intervalo muy largo, me pasaron un trozo de pan negro y agrio y una jarrita de agua nauseabunda. El guardia silencioso me ordenó con un ademán que me bebiera el agua entonces. Tomé un trago y él me quitó la jarra de los labios, vertió el resto en el suelo y se fue. La puerta se cerró sin ruido. No había ruido alguno, salvo algunos horribles gritos de vez en cuando, que eran pronta y violentamente reprimidos. El tiempo siguió deslizándose. Mordisqueé el pan negro. Tenía hambre y creí que sería capaz de comer cualquier cosa; pero aquel pan era terrible; olía como si lo hubieran sacado de una letrina.
Mucho tiempo después, tanto que yo temí que se hubieran olvidado de mí por completo, vinieron guardias armados a mi celda. No se dijo una sola palabra; me hicieron ademán de que fuese con ellos. Como no tenía otra posibilidad, les seguí y fuimos atropelladamente por pasillos interminables, que daban la impresión de que desandábamos una y otra vez el mismo camino con el propósito de crear un «suspense». Al fin entramos formados en un largo aposento a cuyo fondo había una pared pintada de un blanco brillante. Rudamente los guardias me ataron las manos a la espalda y me volvieron de cara hacia la pared blanca. Durante un largo rato no ocurrió nada; luego se encendieron unas luces muy potentes y extraordinariamente cegadoras, como para ser reflejadas por el blanco muro. Sentí que se me abrasaban los ojos, aún teniéndolos cerrados. Los guardias usaban gafas negras. La luz reverberaba en oleadas. La sensación que causaba era de que le introducían a uno agujas en los ojos.
Suavemente se abrió una puerta y se cerró. Hubo un arrastrar de sillas y un revolver de papeles. Una voz baja dijo algo en un murmullo que no entendí. Luego un culatazo en la espalda y empezaron las preguntas. ¿Por qué llevaba una cámara fotográfica si no tenía película? ¿Por qué tenía los papeles de un Guardia Fronterizo del destacamento de Vladivostok? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? Horas tras horas las mismas estúpidas preguntas. La luz seguía llameando, dándome la sensación de que la cabeza se me partía del dolor. Si me negaba a responder recibía un culatazo.
El único respiro de unos momentos era cuando, cada dos horas, los guardias y los interrogadores se relevaban; porque los guardias también quedaban extenuados con la luz brillante.
Tras de lo que pareció ser horas sin fin, pero que en realidad no pudieron ser más de seis, caí al suelo. Los guardias, sin inmutarse lo más mínimo, me pincharon con sus afiladas bayonetas. Ponerse de pie con los brazos sujetos por detrás era difícil, pero lo hice una y otra vez. Cuando perdía el conocimiento, me lanzaban cubos de agua de letrina. Hora tras hora siguieron las preguntas. Empezaban a hinchárseme las piernas. Los tobillos se tornaron más gruesos que los muslos, a medida que los humores del cuerpo descendían y anegaban la carne.
Siempre las mismas preguntas, siempre la misma brutalidad. Sesenta horas en pie. Setenta. Ahora todo era en torno una neblina roja. Me mantenía en pie, pero a punto de morir. Ni alimentos, ni descanso ni respiro. Sólo se me hacía beber, introduciéndome en la boca, a la fuerza, cierta droga que impedía el sueño. Preguntas, preguntas y preguntas. Habían pasado setenta y dos horas y ya no oía ni veía. Las preguntas, las luces, el dolor, todo se desvaneció y fue la oscuridad.
Transcurrió un tiempo indeterminado y recobré una conciencia saturada de sufrimientos, tendido de espaldas en el suelo húmedo y frío de mi sucia celda. Era doloroso moverse, pues mi carne la sentía como empapada y la columna vertebral como de vidrios rotos. No había ningún rumor que diera señales de otros vivientes, ningún destello de luz que diferenciara el día de la noche. Nada, sino una eternidad hecha de dolor, hambre y sed. Al fin hubo un resquicio de luz, cuando un guardia bruscamente empujó un plato con comida sobre el suelo. Una lata con agua se derramó a mi lado. La puerta se cerró y de nuevo quedé a solas con mis pensamientos en la oscuridad.
Mucho tiempo después los guardias volvieron y fui arrastrado —no podía andar— al cuarto de los interrogatorios. Allí tuve que sentarme para escribir la historia de mi vida. Durante cinco días se repitió lo mismo. Era llevado a una habitación, se me daba un cabo de lápiz y se me decía que escribiera algo sobre mí. Durante tres semanas permanecí en la celda, reponiéndome poco a poco.
Una vez más fui llevado a un aposento donde permanecí en pie ante tres altos oficiales. Uno de ellos miró a los otros y luego a los papeles que tenía en la mano. Luego me dijo que cierta persona de influencia había dado testimonio de que en Vladivostok había sido útil a alguien. Otra atestiguó que había ayudado a su hija a escapar de un campo de prisioneros de guerra japonés.
—Serás puesto en libertad —dijo el oficial— y llevado a Stryj, en Polonia. Hay un destacamento nuestro que va a ir allí. Les acompañarás.
De vuelta a la celda —una celda mejor—, mientras mis fuerzas aumentaban lo suficiente para permitirme hacer el viaje. Al fin salí por la puerta de la prisión de Lubianka de Moscú, en mi marcha hacia el occidente.