Capítulo Primero

Las cimas dentadas del rocoso Himalaya se adentraban profundamente en la púrpura vívida del cielo crepuscular tibetano. El sol, al ponerse, se ocultaba tras la enorme cordillera, lanzando coloraciones centelleantes e iridiscentes sobre la dilatada espuma de nieve que sopla perpetuamente de los más elevados picachos. La atmósfera era clara como el cristal, vigorizadora y ofrecía una visibilidad casi ilimitada.

A primera vista, el paisaje se hallaba totalmente desprovisto de vida. Nada se movía en él, nada se agitaba, salvo la larga flámula de la nieve aventada muy en lo alto. Aparentemente nada podía vivir en aquellas montañas yermas. Se diría que no había habido allí vida alguna desde el comienzo de los tiempos.

Sólo cuando uno lo sabe, cuando se los han enseñado una y otra vez, puede percibir, con dificultad, los tenues indicios de que allí viven seres humanos. Solamente la costumbre puede guiar nuestros pasos en este paraje agreste y prohibido. Luego puede uno ver solamente la entrada, envuelta en sombras, de una cueva profunda y tenebrosa; cueva que no es sino el vestíbulo de una miríada de túneles y de aposentos que convierten en un panal esta austera cadena de montañas.

Con anterioridad de muchos meses, los lamas de mayor confianza, actuando como humildes portadores, habían recorrido penosamente los cientos de kilómetros que hay desde Lhasa, a fin de transportar los Secretos antiguos a donde estuvieran a salvo para siempre de los vándalos chinos y de los traidores comunistas tibetanos. Aquí también, con infinito trabajo y sufrimiento, habían sido traídas las Imágenes Doradas de pasadas Encarnaciones, para ser instaladas y veneradas en el corazón de la montaña. Los Objetos Sagrados, las escrituras viejas de siglos y los sacerdotes más sabios y venerables estaban aquí en seguridad. Desde hace siglos, con pleno conocimiento de la inminente invasión china, los Abades leales se habían reunido periódicamente en cónclaves solemnes para probar y elegir a aquéllos que habían de ir a la Nueva Mansión distante. Fueron sometidos a prueba unos sacerdotes tras otros, sin que ellos lo supieran, y se estudió su historial, de modo que sólo los más puros y los más adelantados espiritualmente fuesen los elegidos. Hombres cuya preparación y cuya fe eran tales que pudiesen, de ser necesario, resistir las peores torturas que los chinos pudieran darles, sin revelar ninguna información vital.

Así, finalmente, dejando Lhasa, invadida por los comunistas, habían venido a su nueva casa. Ningún avión que transportase material de guerra podría volar a esta altura. Ningún ejército enemigo podría soportar este árido paraje, un paraje desprovisto de tierra, rocoso y traicionero, con peñascos que se deslizan y abismos que abren sus fauces. Un paraje tan alto, tan pobre de oxígeno, que sólo las endurecidas gentes de la montaña podrían respirar allí. En aquel lugar, al fin, en aquel santuario de las montañas, había Paz. Paz en la que trabajar para la salvaguarda del futuro, para preservar la Sabiduría Antigua y prepararse para el tiempo en que el Tíbet resurgiera y se librara del agresor.

Hacía millones de años, aquello había sido una cordillera de volcanes llameantes que vomitaban rocas y lavas sobre la cambiante faz de la Tierra joven. Entonces el mundo era casi dúctil y sufría las angustias del parto de una nueva era. Tras años sin número, las llamas se extinguieron y las rocas, casi fundidas, se enfriaron. La lava se había derramado por última vez y chorros de gas que venían de la profunda entraña de la Tierra expelieron la restante al aire libre, dejando un sinfín de canales y de túneles desnudos y vacíos. Sólo poquísimos habían sido cerrados por las rocas que caían, pues los demás permanecieron intactos, duros como el vidrio y veteados con las huellas de los metales que se fundieron antaño. Desde esas paredes manaban fuentes de la montaña, puras y que centelleaban ante cualquier rayo de luz.

Siglos tras siglos los túneles y las cavernas permanecieron desprovistos de vida, desolados y solitarios, conocidos sólo de los lamas viajeros astrales, que podían visitar todo y ver todo. Los viajeros astrales habían recorrido la región buscando un refugio como aquél. Ahora, cuando el Terror campeaba en el país del Tíbet, los pasadizos de antaño fueron poblados por una élite de gentes espirituales, destinadas a resurgir en la plenitud de los tiempos.

Primeramente, los monjes cuidadosamente seleccionados anduvieron su camino hacia el norte, para preparar un domicilio dentro de la roca viva; otros en Lhasa embalaron los objetos más preciosos y se prepararon para partir sin ser notados. Desde los conventos de los lamas y de las monjas salió el reguero de aquellos que fueron elegidos. En pequeños grupos y al amparo de la oscuridad, hicieron el trayecto hasta un lago distante y allí acamparon en la orilla para esperar a los otros.

En la «nueva residencia» la Nueva Orden había sido fundada; la Escuela para la Conservación de la Sabiduría. Y el Abad que estaba al frente, un monje viejo y sabio, que tenía más de cien años, había hecho, con inefables sufrimientos, el recorrido hasta las cavernas en la entraña del monte.

Con él habían hecho el viaje los más sabios del país, los Lamas Telépatas, los Clarividentes y los Sabios de Gran Memoria. Poco a poco, durante muchos meses, habían andado su camino subiendo más y más alto en la cordillera, mientras el aire se iba haciendo más tenue con la creciente altitud. En ocasiones, poco más de un kilómetro diario, era todo cuanto sus cuerpos ancianos podían recorrer; un poco más de un kilómetro de trepar sobre peñas enormes, con el viento incesante de los altos pasos que les desgarraba las ropas y amenazaba arrastrarles. En ocasiones, profundas grietas obligaban a un largo y penoso rodeo. Durante casi una semana el anciano Abad fue obligado a permanecer dentro de una tienda de piel de yak, cerrada herméticamente, en tanto que extrañas hierbas y pociones emanaban oxígeno vivificador para aliviar sus pulmones y su corazón atormentados. Luego, con sobrehumana fortaleza, continuó su viaje aterrador.

Al fin llegaron a su destino una partida reducidísima, pues muchos habían caído a lo largo del camino. Gradualmente se fueron acostumbrando a su cambio de vida. Los Escribas escribieron cuidadosamente el relato de su viaje y los Tallistas hicieron poco a poco los bloques para la impresión a mano de los libros. Los Clarividentes miraron en el futuro, prediciendo el porvenir del Tíbet y de otros países. Esos hombres de la máxima pureza, estaban en contacto con el Cosmos y con el Archivo Akáshico, el Archivo que habla de todo el pasado y el presente inmediato en todas partes y de todas las posibilidades del futuro. Los Telépatas también se hallaban atareados enviando mensajes a otros en el Tíbet y manteniéndose en contacto telepático con aquellos de su Orden en todas partes… manteniéndose en contacto ¡conmigo!

«¡Lobsang! ¡Lobsang!». El pensamiento resonó en mi cabeza, haciéndome salir de mis ensoñaciones. Los mensajes telepáticos no tenían importancia para mí, pues me eran más familiares que las llamadas telefónicas; pero este mensaje era apremiante. Y en cierto modo diferente. Me apresuré a relajarme, sentado en la posición del Loto, haciendo que mi mente se abriera y que mi cuerpo reposara. Después, receptor de mensajes telepáticos, esperé. Durante un rato no hubo nada, solamente un amable tanteo, como si Alguien estuviera mirando a través de mis ojos y viera. Viera ¿qué? El fangoso río Detroit, los altos rascacielos de Detroit. La fecha del almanaque se me puso delante: 9 de abril 1960. Otra vez nada. De pronto, como si ese Alguien hubiera tomado una decisión, la Voz resonó nuevamente.

«Lobsang, has sufrido mucho. Te has portado bien, pero no hay tiempo para la complacencia. Aún hay una tarea que tú has de realizar». Hubo una pausa, como si el locutor hubiera sido interrumpido de improviso, y esperé, con el corazón angustiado y lleno de inquietud. Durante los últimos años había padecido más que de sobra infortunios y sufrimientos. Más cambios, acosos y persecuciones que los precisos. Mientras estuve esperando, capté pensamientos telepáticos volanderos de otros que estaban cerca. De la muchacha que impaciente golpeaba el suelo con el pie en la parada del autobús bajo mi ventana: «Ah, este servicio es lo peor que hay en el mundo. ¿Cuándo vendrá?». O los de aquel que iba a entregar un paquete en la casa inmediata: «¿Me atreveré a pedirle un aumento de sueldo al patrono? ¡Millie se va a volver loca si no consigo algún dinero pronto!». Precisamente cuando ocioso me preguntaba quién sería Millie, como una persona que, esperando al teléfono deja vagar el pensamiento, la voz interna insistente llegó de nuevo.

«¡Lobsang! Nuestra decisión está tomada. Ha llegado el momento de que escribas nuevamente. Este libro será tu tarea vital. Debes escribir insistiendo sobre el tema de que alguien puede ocupar el cuerpo de otro, con pleno consentimiento de este último».

Empecé a sentirme desalentado, y casi interrumpí el contacto telepático. ¿Yo? ¿Escribir de nuevo? ¡Y sobre eso! ¡Yo que era tema de controversia y que detestaba cada momento de aquello! Sabía que era todo cuanto había declarado ser, que todo cuanto había escrito antes era la pura verdad. Pero ¿de qué podía servir sacar un relato de aquella tonta temporada de Prensa tormentosa? Estaba más allá de mi comprensión.

Aquello me dejó confuso, desconcertado, con el corazón tan afligido como el de un hombre que está en espera de su ejecución.

«¡Lobsang!». Ahora la voz telepática estaba cargada de considerable acritud; su ronca aspereza fue como una sacudida eléctrica para mi cerebro confuso. «¡Lobsang! Nosotros estamos en una posición mejor que tú para juzgar; tú estás atrapado en la red de los afanes de occidente. Nosotros podemos mantenernos alejados y valorar. Tú no cuentas sino con noticias locales, pero nosotros contamos con las del mundo entero».

Permanecí humildemente en silencio, esperando la continuación del mensaje, conviniendo con Ellos en mis adentros en que, evidentemente, sabían lo más adecuado. Tras un intervalo, la voz llegó de nuevo.

«Has sufrido mucho injustamente, pero ha sido por una buena causa. Tu trabajo anterior ha procurado mucho bien a muchos; pero tú estás enfermo y tu criterio es deficiente y falso respecto al tema del próximo libro».

Mientras escuchaba tendí la mano hacia mi cristal, viejo de un siglo, y lo mantuve ante mí sobre un opaco paño negro. Prontamente el cristal se nubló, tornándose blanco como la leche. Apareció una grieta y las nubes blancas se apartaron, como cuando se corre una cortina para dejar entrar la luz del amanecer. Así como oía, vi. Una vista lejana del enhiesto Himalaya, sus cumbres cubiertas de nieve. Sentí una sensación de caída tan viva, tan real, que noté como dentro de mí el estómago se alzaba. El paisaje se tornó más anchuroso y entonces vi la Cueva, el Nuevo Hogar del Saber. Vi a un Patriarca Anciano, la imagen sin duda antiquísima de un hombre sentado sobre una alfombra plegada de lana de yak. Como el Alto Abad, aquél vestía sencillamente una bata mustia y deteriorada, que parecía tan vieja como él. Su cabeza, alta y abombada, relucía como un viejo pergamino, y la piel de sus manos rugosas apenas si alcanzaba a cubrir los huesos que la soportaban. Era una figura venerable, con fuerte aura de poderío, con la inefable serenidad que da el verdadero saber. En torno de él, en un círculo del cual era centro, se sentaban siete lamas de grado superior. Se hallaban en actitud de meditación, con las palmas de las manos hacia arriba y los dedos entrelazados en forma simbólica e inmemorial. Sus cabezas, levemente inclinadas, miraban todas hacia mí. En mi cristal, era como si yo estuviera en la misma estancia volcánica con ellos, como si me hallara en pie entre ellos. Conversamos casi en contacto físico.

«Has envejecido mucho», dijo uno.

«Tus libros han traído la alegría y la luz a muchos; no te desalientes porque unos pocos estén celosos y mal dispuestos», dijo otro.

«El mineral de hierro puede creer que le torturan en el horno sin motivo; pero cuando reluce la hoja bien templada del mejor acero, piensa de otro modo», dijo el tercero.

«Estamos malgastando tiempo y energías —concluyó el Anciano Patriarca—. Tiene el corazón enfermo en su pecho y se alza a la sombra del Otro Mundo; no debemos sobrecargar sus fuerzas ni abusar de su salud, pues tiene una tarea claramente ante él».

Nuevamente hubo un silencio. Esta vez un silencio salutífero, mientras los lamas telepáticos derramaban energía vivificadora sobre mí, una energía de la que carezco con harta frecuencia desde mi primer ataque de trombosis coronaria. Aquel cuadro que tenía delante, un cuadro del cual parecía yo formar parte, se hizo aún más brillante, casi tan brillante como la realidad. Luego el Anciano alzó la vista y habló:

«Hermano mío —dijo, lo cual era ciertamente un honor, aun cuando yo era también Abad por derecho propio—. Hermano mío, debemos hacer llegar al conocimiento de muchos la verdad de que un yo puede dejar su cuerpo voluntariamente y permitir que otro yo ocupe y reanime el cuerpo vacante. Ésta es tu tarea: comunicar este conocimiento».

Ciertamente fue una sacudida. ¿Mi tarea? No había querido nunca dar publicidad a estas cuestiones, prefiriendo permanecer callado, aun cuando hubiera habido un provecho material en dar conocimiento de esto. Creía que en Occidente, esotéricamente ciego, muchas gentes preferían no saber nada de los mundos ocultos. Así, muchas gentes «ocultistas» que conocí tenían muy escasos conocimientos, sin duda; y un saber escaso es algo peligroso. Mi introspección fue interrumpida por el Abad.

«Como tú sabes bien, vamos a pisar el umbral de una Nueva Era. Una Era cuya finalidad es que el hombre se purifique de sus escorias y viva en paz con los otros y consigo mismo. Las poblaciones han de ser estables, ni elevarse ni descender y esto sin intenciones bélicas, pues un país cuya población se eleva ha de recurrir a la guerra, con el fin de obtener más espacio vital. Debemos hacer comprender a la gente cómo puede un cuerpo ser desechado, como un vestido viejo que ya no puede servir al que lo lleva, y pasar a otro que necesita tal cuerpo con algún propósito determinado».

Me sobresalté involuntariamente. Sí, conocía cuanto hay que saber sobre eso, pero no contaba con tener que escribir acerca de ello. La idea en conjunto me asustaba.

El viejo Abad sonrió un instante al decir:

«Veo que esta idea, este trabajo, no te es grato, Hermano mío. Sin embargo, hasta en Occidente, en lo que se denomina la fe cristiana, hay antecedentes numerosos, muchos ejemplos de “posesión”. Que gran número de estos casos sean mirados como malignos, o como magia negra, es una desgracia y refleja meramente la actitud de quienes saben poco acerca del tema. Tu tarea será escribir de modo que quienes tienen ojos puedan leer y quienes hayan leído, puedan saber».

«Habrá suicidios —pensé—. La gente se precipitará al suicidio, tanto para huir de deudas y contrariedades como para hacer un favor a otros al proporcionarles un cuerpo».

«No, no, Hermano mío —dijo el viejo Abad—. Estás en un error. Nadie puede huir de sus deudas por medio del suicidio, y nadie puede dejar su cuerpo para otro, tampoco, a menos que haya razones muy especiales que lo justifiquen. Debemos esperar el advenimiento total de la Nueva Era, y nadie puede debidamente abandonar su cuerpo hasta que el tiempo de vida que les es concedido transcurra. Además, sólo puede hacerse cuando las Fuerzas Superiores lo permiten».

Miré a los que estaban ante mí, observando el jugueteo de la luz dorada en torno de sus cabezas, el azul eléctrico de la sabiduría de sus auras y la interacción de sus «Cordones de Plata». Un cuadro, en vivientes colores, de hombres sabios y puros. Hombres austeros, ascéticos, aislados del mundo. Dueños de sí mismos y confiados en sí mismos.

«Eso está muy bien para ellos —murmuré para mí—. No tienen que vivir la vida del Occidente, ruda y agitada».

A través del fangoso río Detroit el estruendo del tráfico llegaba en oleadas. Un vaporcito mañanero de los Grandes Lagos cruzó por mi ventana, haciendo que el hielo se partiera crujiente ante él. ¿La Vida Occidental? Ruido, alboroto, radios trompeteras vociferando los pretendidos méritos de un vendedor de coches tras otro. En el Nuevo Hogar había paz, paz para trabajar, para pensar, sin que tuviera uno que preguntarse —como aquí— quién iba a ser el siguiente que por unos cuantos dólares le diera a uno una puñalada por la espalda.

«Hermano mío —dijo el Anciano—. Nosotros vivimos también las rudezas y agitaciones de un país invadido, donde oponerse al opresor significa la muerte tras lentas torturas. Nuestro alimento tiene que ser traído a pie a través de un centenar de millas de traicioneros caminos montañosos, donde un paso en falso o una piedra suelta puede mandarle a uno a la muerte en una caída de miles de metros. Vivimos con un tazón de tsampa que nos basta para todo el día. Para beber tenemos las aguas de los arroyos de la montaña. El té es un lujo innecesario del cual hemos aprendido a prescindir, pues tener placeres que requieren el riesgo de otros es una maldad sin duda. Mira más atentamente tu cristal, Hermano mío, y nos esforzaremos por mostrarte la Lhasa de hoy».

Me levanté de mi asiento junto a la ventana, para cerciorarme de que las tres puertas de mi habitación estaban firmemente cerradas. No había medio de silenciar el incesante estruendo del tráfico. Del tráfico de esta ribera del Canadá y del que llegaba más atenuado y pulsátil del afanoso Detroit. Entre el río y yo estaba la carretera general, más cercana de mí, y las seis vías del ferrocarril. ¿Ruido? Aquello no tenía fin. Con un vistazo postrero a la huidiza escena moderna que tenía ante mí, cerré las persianas y volví a mi sitio dando la espalda a la ventana.

El cristal ante mí parpadeaba con luz azulada, con una luminosidad cambiante y en torbellino, al volverme hacia él. Cuando lo tomé y toqué con él un momento mi cabeza, para establecer de nuevo «rapport», era cálido entre mis dedos, señal cierta de que estaba siendo enviada a él mucha energía de una fuente externa.

El rostro del Abad anciano me miraba benévolo y cruzaba por sus rasgos una sonrisa fugaz. Luego fue como si ocurriera una explosión. La imagen se tornó desorientada, una serie de retazos de miles de colores no relacionados y de arremolinadas banderas. De pronto fue como si alguien hubiese abierto una puerta de golpe, una puerta en el firmamento y como si yo me encontrara en esa puerta abierta. Toda sensación de «mirar en el cristal» desapareció. ¡Estaba allí!

A mis pies, resplandeciendo suavemente a la luz del sol crepuscular, estaba mi sede, Lhasa. Apiñada bajo la protección de la enorme cordillera, con el río Feliz corriendo veloz por el verde valle. Sentí de nuevo los acervos dolores de la nostalgia. Todos los odios y durezas de la vida de Occidente brotaron dentro de mí y pareció que mi corazón iba a partirse. Los gozos y las penas y el riguroso adiestramiento que había soportado aquí, la visión de mi tierra natal, hizo que todos mis sentimientos se alborotaran ante la falta de comprensión cruel de los occidentales.

¡Pero no estaba allí para mi propio placer! Lentamente me pareció ser descendido del cielo, como si me hallara en un globo que bajara con suavidad. A unos pocos cientos de metros sobre la superficie exclamé con asombro y horror: ¿Campos de aterrizaje? ¡Había campos de aterrizaje en torno a la ciudad de Lhasa! Sí, había muchas cosas que no me eran familiares y, cuando miré en torno mío, vi dos nuevas carreteras que pasaban por la cordillera y desaparecían en dirección de la India. Tráfico, tráfico rodado, vehículos que corrían veloces. Descendí más, bajo el control de quienes me habían llevado allí. Bajé más y vi excavaciones donde esclavos excavaban cimientos bajo el control del ejército chino. ¡Horror de los Horrores! Al pie mismo del glorioso palacio de Potala se extendía una fea ciudad de chozas servida por una red de sucios caminos. Alambradas sin orden enlazaban las construcciones y daban a la población un aire sucio y desaliñado. Alcé la vista hacia el palacio y —¡por el Diente Sagrado de Buda!—. Potala había sido profanado con los eslóganes comunistas chinos. Prorrumpiendo en un sollozo de doliente desconsuelo volví la mirada hacia otra parte.

Un camión que venía rodando por la carretera pasó exactamente a través de mí… pues estaba en cuerpo astral, espectro sin sustancia material, y se detuvo retemblando pocos metros más allá. Vociferando, soldados chinos de ropas embarradas salieron del gran camión arrastrando a cinco monjes. Los altavoces de las esquinas de todas las calles empezaron a vociferar y, a las órdenes de tono metálico, la plaza en la cual me hallaba se llenó de gente. Prontamente, porque los capataces chinos, con látigos y bayonetas, fustigaban y punzaban a los que se rezagaban. La multitud, tibetanos y colonos chinos traídos a la fuerza, tenían aire abatido y demacrado. Marchaban con trabajo y nerviosamente, alzando nubecillas de polvo que eran llevadas por el viento del atardecer.

Los cinco monjes, delgados y manchados de sangre, fueron empujados rudamente para que se pusieran de rodillas. Uno de ellos, con el ojo izquierdo salido de su órbita y colgando en la mejilla, era bien conocido de mí; había sido acólito cuando yo era lama. La sombría multitud quedó silenciosa y quieta cuando un «jeep» fabricado en Rusia vino corriendo por la carretera desde un edificio que tenía el rótulo de «Departamento de Administración Tibetano». Todo estuvo en silencio y en tensión mientras, vadeando a la multitud, fue a detenerse a unos siete metros tras el camión.

La guardia se puso firme y un autócrata chino salió ufano del coche. Un soldado corrió hacia él soltando alambre de un carrete a medida que avanzaba. Al encontrarse ante el autócrata, el soldado saludó y sostuvo en alto el micrófono. El gobernador, o administrador o como quiera que se titulara, miró desdeñosamente en torno antes de hablar por el aparato.

—Habéis sido traídos aquí —dijo— para presenciar la ejecución de estos cinco monjes reaccionarios y subversivos. Nadie puede interceptar el camino del glorioso pueblo chino, bajo la capaz dirección del camarada Mao.

Se alejó y los altavoces que había en lo alto del camión quedaron en silencio. El gobernador hizo, con su espada larga y curva, un ademán a un soldado. Luego fue hacia el primer prisionero atado y puesto de rodillas ante él. Durante un momento permaneció con los pies separados, probando el filo de su acero en el pulpejo del pulgar. Complacido adoptó la postura adecuada para golpear y, delicadamente, tocó el cuello del hombre maniatado. Luego, alzando la espada por encima de su cabeza, con el sol del crepúsculo reluciendo en la hoja brillante, la dejó caer. Hubo un rumor fangoso, seguido instantáneamente de un vivo chasquido, y la cabeza del hombre cayó de sus hombros, seguida por un brillante raudal de sangre que manó palpitante una y otra vez antes de quedar reducido a un tenue reguero. Como el cuerpo contorsionado y sin cabeza yacía sobre el suelo polvoriento, el gobernador le escupió y exclamó:

—¡Así morirán todos los enemigos de la comunidad!

El monje con el ojo colgando en la mejilla irguió dignamente la cabeza y gritó con voz fuerte:

—¡Viva el Tíbet! ¡Por la gloria de Buda resurgirá de nuevo!

Un soldado estaba a punto de atravesarle con la bayoneta cuando el gobernador se apresuró a detenerle. Con el rostro contraído por la cólera, gritó:

—¿Estás insultando al glorioso pueblo chino? ¡Pues morirás lentamente!

Se volvió hacia los soldados y vociferó órdenes. Los hombres corrían por todas partes. Dos de ellos fueron apresuradamente a un edificio cercano y volvieron corriendo con unas cuerdas. Otros golpearon con sables las ligaduras del monje atado, cortándole, al hacerlo, en los brazos y en las piernas. El gobernador golpeaba el suelo con el pie, y gritaba que trajeran más tibetanos a presenciar la escena. Los altavoces vociferaban otra vez, y camiones cargados de soldados, llegaban trayendo mujeres y niños, «a presenciar la justicia de los camaradas chinos». Un soldado golpeó al monje en el rostro con la culata del fusil, reventando el ojo que colgaba, y aplastándole la nariz.

El gobernador permanecía ocioso, mirando a los otros tres monjes, todavía maniatados y arrodillados en el polvo de la carretera.

—Matadlos —dijo—. Disparadles en la nuca y dejad tirados sus cadáveres.

Se adelantó un soldado y sacó el revólver. Colocándolo con precisión tras de la oreja, apretó el gatillo. La víctima cayó hacia adelante y sus sesos se esparcieron por el suelo. Sin preocuparse de esto en absoluto, fue al segundo monje y le disparó en el acto. Cuando se dirigía al tercero, un soldado joven dijo:

—Déjame a mí, camarada, porque no he matado todavía.

Con un gesto de asentimiento el ejecutor se hizo a un lado, para dejar que el soldado bisoño, temblando de ansiedad, ocupara su puesto. Sacando el revólver, apuntó al tercer monje, cerró los ojos y apretó el gatillo. La bala pasó a través de las mejillas de la víctima e hirió a un espectador tibetano en pie.

—Prueba otra vez —dijo el ejecutor anterior— y no cierres los ojos.

Pero ahora le temblaba la mano, tanto por el temor como por la vergüenza, y falló completamente, al notar que el gobernador le miraba con aire desdeñoso.

—Apoya la boca del cañón en la oreja y dispara —le dijo éste.

Nuevamente el soldado bisoño dio un paso hacia el monje condenado a muerte, le metió la boca del cañón brutalmente por el oído y accionó el gatillo. El monje cayó muerto junto a sus compañeros.

La multitud había aumentado y, cuando mire en torno, vi que un monje conocido mío estaba atado por el brazo y la pierna derechos al camión. Un chino sonriente subió al «jeep» y puso el motor en marcha. Lenta, lo más lentamente posible, metió la palanca y echó a andar. El brazo del monje se estiró por completo como una barra de hierro, se produjo una pequeña grieta; el brazo fue arrancado de cuajo. El «jeep» siguió andando. Con un fuerte chasquido, el hueso de la cadera se rompió y la pierna derecha quedó arrancada del cuerpo. El «jeep» se detuvo y subió a él el gobernador. Luego el vehículo echó a andar con el cuerpo ensangrentado del monje moribundo, que rebotaba a cada sacudida por el camino pedregoso. Los soldados treparon al camión grande y se fueron arrastrando un brazo y una pierna ensangrentados.

Cuando, sintiéndome indispuesto, miré hacia otro lado, oí un grito femenino, venido del interior de un edificio, seguido de una risa grosera. Hubo un juramento en chino, cuando la mujer, evidentemente, mordió a su atacante, y un chillido que se alzó trémulo, cuando la mujer fue acuchillada como réplica.

Sobre mí, el azul oscuro del firmamento nocturno, profusamente salpicado de puntitos minúsculos, de luces de colores, que eran otros tantos mundos. Muchos de éstos, como yo sabía, habitados. ¿Cuántos, me pregunte, serán tan brutales como la Tierra? En torno mío había cadáveres. Cadáveres insepultos. Cuerpos que se conservaban en el aire frígido del Tíbet hasta que los cuervos o cualquier animal salvaje los devorara. No había ningún perro que pudiera ayudar en la tarea, porque los chinos habían matado a todos para comérselos. Tampoco había gatos que guardaran los templos de Lhasa, porque los gatos habían sido muertos también. ¿Qué era la muerte? La vida del tibetano no valía más para el invasor chino que una hoja de hierba arrancada del suelo.

El palacio de Potala se alzaba ante mí. Ahora a la leve luz de las estrellas, los toscos eslóganes chinos se fundían con las sombras y no eran visibles. Un reflector se elevó por encima de las Tumbas Sagradas, mirando a través del valle de Lhasa como un ojo maligno. Chakpori, mi Colegio Médico, parecía desvalido y abandonado. Desde su cúspide llegaban retazos de una canción china obscena. Durante algún tiempo permanecí en honda contemplación. De improviso una voz dijo:

«Hermano mío, debes alejarte ahora, porque has estado abstraído mucho tiempo. A medida que te eleves, mira bien en torno tuyo».

Lentamente me fui alzando en el aire, como una hoja que se mece en la brisa fugaz. Ahora la luna había salido e inundaba el valle y las cimas de la montaña con luz pura y plateada. Vi con horror las antiguas lamaserías bombardeadas y deshabitadas, con todos los restos de sus posesiones terrenales humanas esparcidos descuidadamente. Los muertos insepultos yacían en grotescos montones, preservados por el frío eterno. Algunos rehiletes de oración se mantenían sujetos, otros habían sido despojados de la tela, desgarrados y convertidos en sudarios andrajosos de carne sanguinolenta por las explosiones de las bombas y la metralla.

Vi una Sagrada Figura intacta, mirando hacia abajo, como si compadeciera a la humanidad por su locura asesina.

Sobre las laderas escabrosas, donde las ermitas se aferraban a los costados de las montañas en amoroso abrazo, vi cómo éstas, una a una, habían sido saqueadas por los invasores. Los ermitaños, emparedados durante años en solitaria oscuridad, para la búsqueda del progreso espiritual, quedaban cegados al instante, cuando el reflector penetraba en las celdas. Casi sin excepción todos los ermitaños estaban ahora muertos, junto a su morada en ruinas y junto al amigo de toda la vida, su sirviente, tendido a su lado.

No podía mirar más. ¿Matanza? ¿Asesinato sin sentido de monjes inocentes e indefensos? ¿De qué serviría eso? Me volví y llamé a quienes me habían guiado para que me sacaran de aquel cementerio.

Mi misión en la vida, lo supe desde el principio, estaba en conexión con el aura humana, esa radiación que rodea por completo el cuerpo del hombre y que por sus colores fluctuantes muestra al adepto si una persona es honrada o no. Las personas enfermas pueden conseguir que su enfermedad sea vista por los colores del aura. Todo el mundo puede notar el halo en torno de una luz del alumbrado público en una noche de niebla. Algunos pueden hasta haber observado la tan conocida «corona de descarga» de los cables de alta tensión en ocasiones determinadas. El aura humana es un tanto semejante. Muestra la fuerza vital de dentro. Los artistas de antaño pintaban un halo o nimbo en torno de la cabeza de los santos. ¿Por qué? Porque podían ver el aura de esas personas. Desde la publicación de mis dos primeros libros me han escrito gentes de todas las partes del mundo, y algunas de ellas han podido ver también el aura.

Hace años el doctor Kilner, investigando en el London Hospital, se encontró con que podía, en determinadas circunstancias, verla. Escribió un libro acerca de esto. La ciencia médica no estaba preparada para un descubrimiento así y todos sus hallazgos fueron silenciados. Yo también, a mi modo, estoy haciendo investigaciones para idear un instrumento que permitirá a cualquier médico o científico ver el aura de otra persona y curar enfermedades «incurables», mediante las vibraciones ultrasónicas. El dinero, el dinero, ése es el problema. ¡Las investigaciones son siempre costosas!

Y ahora debo emprender, ellos quieren que emprenda, ¡otra tarea! ¡La referente al cambio de cuerpo!

Al otro lado de mi ventana hay un estruendo que literalmente conmueve la casa. «Ah —pienso—, el del ferrocarril está gritando otra vez. No habrá ya silencio en un buen rato». En el río un vapor de carga de los Grandes Lagos pita tristemente —como una vaca que muge llamando a su ternera— y desde la lejanía viene la respuesta en eco de otro barco.

«¡Hermano mío!».

La voz llega a mí de nuevo y apresuradamente dedico mi atención al cristal. Los ancianos están aún sentados en círculo con el Patriarca Anciano en el centro. Ahora parecen cansados, exhaustos. Acaso podría describirse más exactamente su estado, diciendo que habían transmitido mucha energía para hacer posible este viaje impremeditado, improvisado.

«¡Hermano mío!, has visto claramente la situación de nuestro país. Has visto la dura mano del opresor. Tu tarea, tus dos tareas están claras ante ti y pueden tener éxito en las dos para la gloria de nuestra Orden».

El cansado anciano parecía ansioso. Sabía —como lo sé yo— que podría con honra rechazar esta tarea. Había sido muy mal comprendido a causa de los cuentos mentirosos propalados por un grupo mal dispuesto. Sin embargo, yo era altamente clarividente, altamente telepático. El viaje astral para mí era más fácil que el andar. ¿Escribir? Bueno, sí. Las gentes pueden leer lo que escriba y, si no creen todo, luego, aquellos que estuvieran suficientemente evolucionados, sí creerían y conocerían la verdad.

«Hermano mío —dijo el anciano en voz baja—. Aun cuando el no evolucionado, el no esclarecido trate de creer que escribes algo ficticio, lo suficiente en cuanto a la Verdad llegará a su subconsciente y… ¿quién sabe? La menuda simiente de la Verdad florecerá en ésta o en su vida inmediata. Como Buda mismo dijo en la parábola de los Tres Carros, el fin justifica los medios».

¡La parábola de los Tres Carros! ¡Qué recuerdos más vivaces me trae! ¡Qué claramente recuerdo a mi querido guía y amigo, el Lama Mingyar Dondup, cuando me instruyó en Chakpori!

Un viejo monje médico había estado calmando los temores de una mujer muy anciana con algunas «mentiras blancas», inofensivas. Yo, joven e inexperto había, con afectada complacencia, expresado mí desagradable sorpresa al ver que un monje podía decir algo que no era cierto, aun en una circunstancia como aquélla. Mi guía había venido conmigo y dijo: «Vamos a mi aposento, Lobsang. Podremos recordar con provecho las Escrituras». Me sonrió con su aura cálida, benévola por la satisfacción, al darse vuelta y caminar junto a mí hacia su habitación muy alta que daba al palacio de Potala.

—Té y pasteles indios, sí. Tenemos que tomar un refrigerio, Lobsang, pues con él podrás también asimilar conocimientos.

El sirviente monje, que nos había visto entrar, apareció, sin que yo le dijera nada, con las cosas exquisitas que me agradan y que sólo puedo obtener mediante los buenos oficios de mi guía.

Durante un rato permanecimos sentados inactivos, o más bien yo hablaba mientras comía. Luego, cuando terminé, el ilustrísimo Lama dijo:

—Hay excepciones en todas las reglas, Lobsang, y cada moneda o cada medalla tiene dos caras. Buda habló extensamente a sus amigos y discípulos y mucho de lo que Él dijo fue escrito y se conserva. Hay una parábola muy aplicable al caso presente y quiero contártela.

Se acomodó, tragó saliva y continuó:

—Ésta es la parábola de los Tres Carros. Así llamada porque los carros de juguete eran tan solicitados por los chicos de aquellos días, como los zancos y los pasteles indios lo son ahora. Buda estaba hablando a uno de sus seguidores, llamado Sariputra. Se hallaban sentados a la sombra de uno de los grandes árboles indios, discutiendo sobre lo que era verdad y lo que no era verdad y de cómo los méritos de lo primero son a veces sobrepujados por la bondad de lo segundo.

Buda dijo:

—Ahora, Sariputra, tomemos el caso de un hombre muy rico, tanto que podía permitirse el lujo de satisfacer todos los caprichos de su familia. Era un hombre anciano con una casa muy grande y con muchos hijos. Desde su nacimiento, había hecho todo lo posible por proteger a sus pequeños del peligro. Ni conocían peligro alguno, ni habían experimentado el dolor. Aquel hombre salió de su heredad y de su casa y fue a un pueblo cercano para un asunto de negocios. Al volver vio que subía humo hacia el cielo. Apresuró el paso más y, cuando se acercaba a su casa, se encontró con que estaba ardiendo. Ardían las cuatro paredes y el techo se estaba quemando. Dentro de la casa sus hijos jugaban todavía, porque no comprendían lo que era el peligro. Podían haber salido, pero no conocían el significado del dolor por haber estado tan protegidos; no comprendían el peligro del fuego, porque el único fuego que habían visto era el fuego de las cocinas.

El hombre estaba muy preocupado por ver cómo podía entrar solo en la casa y salvar a sus hijos. De haber entrado hubiera podido acaso sacar fuera a uno solo, pues los otros se habrían puesto a jugar, creyendo que todo era un juego. Algunos eran muy pequeños y podían meterse correteando en el fuego, ya que no habían aprendido a temerlo. El padre fue a la puerta y les llamó diciendo: «¡Muchachos, muchachos, salid. Venid aquí inmediatamente!».

Pero los muchachos no querían obedecer a su padre, querían jugar, querían agruparse en el centro de la casa, alejándose del calor creciente que no comprendían. El padre pensó: «Conozco a mis hijos bien. Los conozco exactamente; sé las diferencias de sus caracteres y cada matiz de su temperamento; sé que sólo saldrán fuera sí creen que hay algo a ganar aquí, algún juguete nuevo». Y así volvió a la puerta y llamó en voz alta: «¡Muchachos, muchachos, salid inmediatamente! ¡Tengo aquí, al lado de la puerta, juguetes para vosotros: bueyes, carros y uno de éstos es rápido como el viento porque está tirado por un ciervo! ¡Salid pronto o no los tendréis!».

Los muchachos no temían el fuego, no temían el peligro del techo y las paredes en llamas; sólo temían perder los juguetes, y salieron apresurados. Venían abalanzándose, saltando, empujándose unos a otros en su avidez de ser los primeros en llegar a los juguetes y poder elegir antes. Así que el último salió del edificio, el techo en llamas cayó en medio de una lluvia de chispas y de escombros.

Los chicos no hicieron caso del peligro que acababan de pasar, sino que armaron un gran alboroto: «Padre, padre, ¿dónde están los juguetes que nos has prometido? ¿Dónde están los tres carros? Nos hemos apresurado, pero no están aquí. Tú lo prometiste, padre».

El padre, un hombre rico, para el cual la pérdida de la casa no era un gran golpe, ahora que sus hijos estaban a salvo, se apresuró a llevárselos de allí y les compró sus juguetes, los tres carros, comprendiendo que su artificio había salvado las vidas de sus hijos.

Buda se volvió hacia Sariputra y dijo: «Bueno, Sariputra, ¿no estaba aquel artificio justificado? ¿No justificó ese hombre el fin utilizando medios inocentes? Sin su sabiduría sus hijos hubieran sido consumidos por las llamas».

Sariputra se volvió hacia Buda y dijo: «Sí, oh Maestro. El fin justificó los medios y trajo mucho bien».

El lama Mingyar Dondup me sonrió y dijo:

—Te dejaron tres días fuera de Chakpori y creíste que se te había prohibido la entrada. Pero estábamos haciendo una prueba contigo, utilizando un medio que estaba justificado en su fin, porque avanzaste mucho.

Yo también estoy empleando «un medio que estará justificado en su fin». Voy a escribir ésta, que es mi historia verdadera. —El Tercer Ojo y El Doctor de Lhasa son enteramente ciertos también—, con el fin de poder continuar después con mi trabajo del aura. Ha habido demasiadas personas que me escriben preguntando por qué escribo esto, y voy a explicárselo. Escribo la verdad con el fin de que los occidentales sepan que el alma del hombre es más grande que esos sputniks o esos cohetes zumbadores. Con el tiempo el hombre irá a otros planetas en viaje astral, ¡como yo he ido! Pero el occidental no irá mientras todo cuanto piensa sobre esto sea para el provecho propio y para el progreso propio, sin preocuparse de los derechos de los demás.

Escribo la verdad con el fin de que después pueda avanzar en la cuestión del aura humana. Pienso en esto (que llegará): En un enfermo que entra a la consulta de un médico. Éste no se toma la molestia de preguntarle nada, sino que se limita a sacar una cámara especial y fotografiar el aura del paciente. Al minuto o cosa así, este médico de medicina general, no clarividente, tendrá en sus manos una fotografía en colores del aura de su paciente. La estudiará en sus estrías y matices, como el psiquiatra estudia el registro de las ondas cerebrales de un enfermo mental.

El médico de medicina general, una vez que compare la fotografía en colores con modelos diseñados, recetará un tratamiento de rayos ultrasónicos y de colores espectrales, que subsanarán las deficiencias del aura del paciente. ¿El cáncer? Se curará. ¿La tuberculosis? También se curará. ¿Qué es absurdo? Hace muy poco era absurdo pensar en el envío de ondas de radio a través del Atlántico. Era absurdo pensar en volar a más de cien kilómetros por hora. Se decía que el cuerpo no iba a resistir esa tensión. Era absurdo pensar en adentrarse en el espacio. Pero hoy lo han hecho ya los monos. Esta absurda idea mía ¡la he visto en acción!

Los ruidos del exterior penetraban en mi habitación, volviéndome al presente. ¿Ruidos? Trenes que hacían maniobras, un carro de bomberos vociferador que pasaba velozmente y gentes que, hablando alto, se apresuraban hacia las luces brillantes de un lugar de diversión.

«Después —me digo a mí mismo—, cuando ese terrible clamor cese, me serviré del cristal y les diré a ellos que haré cuanto piden».

Una sensación cálida y creciente, que siento dentro de mí, me dice que «ellos lo saben ya y que se alegran».

Así, tal y como se me ha ordenado, aquí está la verídica Historia de Rampa.