Epílogo

por CHARLES ARDAI

Hoy en día, cuando la gente habla de James M. Cain tiende a ser en tono reverencial. Se ha ganado un lugar como uno de los «tres grandes», los gigantes de la ficción criminal más dura cuyas obras se consideran clásicas (los otros dos son Dashiel Hammett y Raymond Chandler). Los libros de Cain se han estudiado en diversas universidades, incluso en Harvard. La gente prepara tesis sobre ellos.

Pero cuando Cain empezó a publicar sus novelas secas y duras en los años treinta y cuarenta (e incluso en los cincuenta y los sesenta) se lo veía como algo distinto: un aficionado que hurgaba en el pecado y el escándalo, un proveedor de lo más morboso y rastrero. La Saturday Review of Literature decía: «Nadie ha dejado nunca a medio leer uno de los libros de Jim Cain», una frase que se ha citado en diversas generaciones de libros en rústica de Cain, pero era un cumplido que uno no sabe cómo tomar, porque reconoce la popularidad explosiva de sus libros entre los lectores, más que su calidad. La revista Time, mientras tanto, decía desdeñosamente que sus libros eran «carnales y criminales», y su autor, un «rancio sensacionalista». En 1965 opinaba (con un cierto deje de envidia) que:

Durante treinta años, el novelista James M. Cain ha trabajado en un filón literario que bordeaba un montón de basura. Incluso sus mejores trabajos (El cartero siempre llama dos veces, Mildred Pierce, Pacto de sangre) apestaban debido a su vecindad, y, sin duda, como consecuencia, fueron convertidos en películas.

Sí, efectivamente, sus novelas fueron convertidas en películas. Una de ellas, Perdición (basada en Pacto de sangre), de Billy Wilder, fue nominada al Oscar como mejor película cuando se estrenó, y figura desde entonces como una de las cien mejores películas americanas de todos los tiempos en la lista del American Film Institute. Los libros de Cain han vendido millones de ejemplares y se han traducido a dieciocho o diecinueve idiomas. Todo ello simplemente demuestra lo poco que cuentan las opiniones de los críticos si tienes a los lectores en la palma de la mano (cosa que conseguía hacer Cain, desde luego) y si tus libros son realmente buenos (como son, desde luego, los libros de Cain).

Pero sería un error ignorar por completo cómo era recibido Cain en su apogeo, porque nos dice algo de lo que hacía en realidad. El hecho es que Cain «sí» que era un escritor escandaloso, sensacionalista… incluso peligroso, siempre y cuando un novelista pueda ser considerado peligroso. Sacudía el orden social de su tiempo, deleitándose en pinchar globos demasiado hinchados y viendo cómo explotaban. Llevó a la ficción popular unos temas que no se trataban en las conversaciones educadas por aquel entonces (algunos de ellos, ni siquiera se comentan hoy en día): adulterio, incesto, depravación de todo tipo, sexualidad para todos los gustos. Hizo que una tentadora menor de edad robase el amante a su madre una década antes que Lolita. Sus crímenes eran tan brutales, tan viscerales, que al leerlos hoy todavía se te revuelve el estómago. Sus libros fueron prohibidos. ¿Nos sorprende acaso que atrajese lectores a montones o que sus libros se lean sin respirar hasta la última página?

Pero a diferencia de lo que es simplemente sensacionalista, Cain ponía todo ese material escandaloso al servicio de un objetivo más importante: mostrarnos la vida tal y como se vive, la lengua tal y como se habla; los sueños, ansias y desesperaciones de gente corriente en situaciones apuradas; el impacto en el alma humana de las crisis y la capacidad del animal humano de abandonar su humanidad, si se lo somete a duras pruebas. Los personajes de Cain sudan y tienen motivos para hacerlo. Y cuando uno lee cosas de ellos, suda con ellos. ¿Quiere saber qué se siente al estar atrapado en un matrimonio sin amor, anhelando desesperadamente algo mejor y agarrándose a cualquier salida, aunque sea cruel, repelente y esté condenada de antemano? Lea El cartero siempre llama dos veces. Si nota que, al acabar, necesita una ducha, es un mérito y no una crítica.

Cain pasaba mucho tiempo en los bajos fondos y trataba con asuntos propios de ellos, es cierto, pero sus libros no son buenos a pesar de ello, sino precisamente a causa de ello. Como consecuencia, a diferencia del trabajo de muchos contemporáneos que desde entonces han quedado olvidados, los libros de Cain despertaron una poderosa respuesta, y siguen provocándola todavía. De los lectores, de los críticos, de otros escritores, de cualquiera que los lea…

En tiempos de Cain, esa reacción a veces era de repulsión y aversión… Pero no nos equivoquemos, era una reacción, y muy valiosa. Al final de la obra maestra de Albert Camus, El extranjero, una novela que según su autor está inspirada por el trabajo de Cain, Meursault va a su ejecución esperando que «haya una enorme multitud de espectadores, y que me saluden con gritos de execración». ¡Execración! Cain sabía lo suyo, de eso. Pero el mayor castigo para un autor es que su obra inspire indiferencia. Y nadie puede acusar de eso a Cain.

Lo que nos lleva a La camarera, la última novela de Cain, que nos muestra que incluso al final Cain seguía teniendo la capacidad de molestar, perturbar y conmocionar.

En 1975, James M. Cain tenía ochenta y tres años; moriría al cabo de dos años. Su estrella, que se había elevado tan meteóricamente en los años treinta y cuarenta, cayó con la misma velocidad meteórica. Se trasladó del este de Hollywood a Hyattsville, Maryland, donde sufrió una dolorosa enfermedad cardíaca que lo iba consumiendo: angina de pecho. Era un hombre mayor, que se hacía más viejo cada vez, con una salud delicada, consciente de ello. Pero seguía siendo un escritor, maldita sea, y cada día cogía la pluma y el papel y fluían las palabras.

Algunas de esas últimas producciones fueron intentos de introducirse en otras ramas de la ficción: una novela histórica, un libro infantil. Pero, al final, cuando sabía que probablemente solo podría acabar un libro, decidió volver a sus orígenes y escribir de nuevo una novela de James M. Cain.

Está claro que puso elementos de su propia vida en el libro: el entorno de Hyattsville, la angina de pecho de Earl K. White, las pastillas de nitroglicerina que lleva siempre White (Cain también las llevaba). Volvió también a temas de sus primeras novelas, las que tuvieron más éxito. Del Cartero y Pacto de sangre viene la idea de una mujer joven y atractiva casada con un hombre viejo pero rico, que conoce a otro hombre, joven y guapo, que al final está implicado en la muerte del marido. De Mildred Pierce cogió la premisa de una mujer protagonista que está en graves apuros económicos, saliendo de un mal matrimonio, que tiene que coger un trabajo degradante como camarera para poder ganar el pan para su hijo. El resultado de la combinación de esos tres elementos es una historia de femme fatale clásica de Cain, contada por una vez desde el punto de vista de la propia femme fatale.

Desde luego, ninguna femme fatale piensa que lo es, o lo admite, aunque lo piense. Lo cual presenta un problema interesante en un libro contado en primera persona. De hecho, Cain empezó escribiendo La camarera en tercera persona, al estilo de Mildred Pierce, y avanzó más de cien páginas en el manuscrito antes de abandonar ese enfoque y reescribirlo todo en su estilo personal e íntimo en primera persona. Fue una buena decisión. El libro se llena de vida cuando vemos las cosas a través de los ojos de Joan Medford, y la oímos hablar con su propia voz. Pero poner la historia en la voz de Joan significa que oímos solo lo que Joan quiere que oigamos. Y tal y como ella percibe las cosas, o al menos tal y como las cuenta, ella es inocente de cualquier fechoría, una víctima desventurada de las circunstancias, rodeada de muertes que no ha causado y a las que tampoco ha contribuido. Del lector depende decidir si creer ese autorretrato o cuestionarlo, y la ambigüedad resultante hace de La camarera una de las obras más inquietantes e irregulares de Cain.

Se trata de la contradicción inherente a cualquier obra de ficción, ésa que ignoramos convenientemente cada vez que nos sentamos a disfrutar de una novela: ¿Podemos creer lo que nos está contando el narrador? Bueno, no, claro que no… Todo son mentiras, es todo inventado, eso es la ficción precisamente. Pero «dentro» de la ficción, digamos, si nos imaginamos a nosotros mismos como habitantes del mundo de los personajes, en lugar del nuestro propio, ¿podemos creer lo que nos están contando, entonces…? La mayor parte del tiempo asumimos que la respuesta es sí: se puede confiar en lo que nos cuenta Huck Finn; Ismael no miente acerca de lo que sucedió entre Ahab y Moby Dick. Pero ¿por qué nos lo creemos? ¿Cómo podemos saber que Ismael no mató a todos sus compañeros marineros y luego hundió él mismo el Pequod para cubrir sus huellas? Después de todo, es el único superviviente: dependemos de su relato para saber lo que ocurrió. En La camarera dependemos igualmente del relato de Joan. ¿Es inocente ella en realidad, o es una asesina múltiple? Usted decide.

Cain trabajó en La camarera casi hasta su muerte. No la llegó a publicar, aunque dejó borradores a su agente y a su editor. No estaba satisfecho y seguía toqueteándola; hasta sus manuscritos mecanografiados contienen correcciones y cambios en su escritura a mano casi ilegible. El final del libro en concreto le preocupaba bastante, y después de redactar múltiples versiones, advirtió a su editor de que podía cambiarlo de nuevo. Tal y como se cita en la biografía Cain, les escribió: «Si quieren tratar conmigo, deben acostumbrarse a esto. Yo trabajo en el final sin parar».

Pero nadie trabaja en nada sin parar. Con la muerte de Cain, el manuscrito sin publicar de La camarera desapareció entre sus voluminosos documentos como la caja de embalaje en el almacén al final de En busca del arca perdida.

¿Cómo fue descubierto de nuevo? Bueno, había breves referencias a la existencia del libro aquí y allá…, en entrevistas que Cain dio al final de su vida, en las cuales mencionaba que estaba trabajando en él; en la biografía, en la cual se resume brevemente su argumento; en algunas de las grabaciones y correspondencia de Cain. En abril de 2002, cuando Hard Case Crime era solo un brillo en los ojos de dos escritores con una idea absurda de que había que revivir esa ficción criminal antigua y pasada de moda, empecé a cartearme con Max Allan Collins, autor galardonado que ha llegado a ser uno de nuestros contribuyentes más prolíficos. Además de acceder a escribir varios libros para nuestra línea, sugirió a otros autores que podría interesarnos publicar, vivos y muertos. Cain estaba entre sus favoritos, y resultó que también era uno de mis preferidos. Desde que encontré un ejemplar arrugado de Pacto de sangre en un puesto de libros usados cuando era estudiante de primero en Columbia, fui buscando todos los libros que había escrito Cain y los leí todos… hasta los más oscuros y los peores, hasta aquéllos que nadie había leído desde hacía décadas. Pero Max había oído hablar de uno que yo no conocía: La camarera.

Pasé los nueve años siguientes rastreando este libro y buscando hacerme con los derechos para publicarlo.

El primer problema fue localizar el manuscrito. Resultó que determinados borradores (algunos parciales, otros completos) estaban en la División de Manuscritos de la Biblioteca del Congreso, donde casi cien libros contenían documentos de todas las épocas de la vida de Cain. Pero yo no lo sabía entonces (aquello era antes de que internet hiciera mucho más fácil buscar cualquier cosa en el mundo), así que pasé un par de años preguntando a amigos y contactos en el mundo de la publicación, coleccionistas de libros, académicos, cualquiera que se me ocurriera y que pudiera darme una pista. Pero nadie lo hizo. Finalmente, cuando supe que mi agente de Hollywood, Joel Gotler, había heredado el despacho de un antiguo agente llamado H. N. Swanson («Swanie» para los amigos, colegas y clientes, uno de los cuales no era otro que James Mallahan Cain) le pregunté a Joel si estaría dispuesto a buscar entre los archivos antiguos de Swanie a ver si aparecía algo. Joel buscó… y unos pocos días después recibí un sobre por correo que contenía el manuscrito de La camarera.

Hablando más tarde con el New York Times describí el momento de abrir ese sobre como si fuera una escena de una película de Spielberg. Para seguir con la analogía de En busca del arca perdida, como abrir la tumba sellada durante siglos y ver surgir el Arca Perdida ante mis ojos. Pero ese momento resultó solo el principio de la búsqueda, y no el final. Porque en seguida vi que había por ahí más de una camarera.

A veces un escritor muere con su obra en curso inacabada. Entonces el desafío al que se enfrenta el editor es encontrar otro autor que complete la obra, y el resultado raramente es bueno. A mucha gente le encantaba Robert B. Parker cuando escribía sus obras de detectives, pero casi nadie puede decir una palabra amable sobre el trabajo que hizo al completar el manuscrito final e inacabado de Philip Marlowe que dejó Raymond Chandler, Poodle Springs. Lo mismo se puede decir de los diversos intentos de completar El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens, aunque al menos la versión musical es divertida.

Pero la situación con La camarera era distinta. No solo teníamos un manuscrito completo y acabado, sino que teníamos varios, así como diversos manuscritos parciales y fragmentos, algunos consistentes solo en unas pocas líneas en una hoja de un cuaderno, otros de una docena de páginas o de varias docenas. Ninguno de los manuscritos estaba fechado, lo cual dificultaba establecer su orden (aunque uno, el borrador en tercera persona de 197 páginas, estaba etiquetado como «Original»). Muchos contenían las mismas escenas pero dispuestas en distinto orden; algunos tenían las mismas escenas pero escritas de formas ligeramente distintas, y las diferencias a veces eran puramente estilísticas y a veces de gran importancia para el libro. (Por ejemplo: después de la primera conversación con el señor White, en uno de los borradores la escena termina con Joan pensando: «Nunca había conseguido algo que fuese importante para mí, pero lo que me preocupaba era: habría deseado que él me gustara más»; en otra, Cain tachó a lápiz «habría deseado que él me gustara más» y escribió «aunque estuviera pálido, era muy guapo, y me gustaba». ¡Qué diferencia!

A Cain le gustaba explorar las variantes. Probó distintos nombres para sus personajes. Earl K. White fue, según la ocasión, Earl P. White, Earle D. White, William Gilbert y Leonard Gilbert. Joan Medford fue Joan Keller. Liz Baumgarten fue Liz Daniel y Lida Zorn. Ethel fue Harriet. Curiosamente, Jake, el barman, fue siempre Jake, el mismo nombre que Cain usó para el barman de Mildred Pierce (y también para su memorable relato corto Mamá es una borrachilla. No puedo evitar pensar que quizás él conociera realmente a un Jake que le servía bebidas en su juventud). Probó también distintos títulos para el libro, que en un momento dado se iba a llamar American Beauty, que a su vez iba a ser el bar donde Joan encuentra el trabajo como camarera, en lugar del Garden of Roses. Y probó, interminablemente, distintas versiones de la primera escena. Debe de haber docenas, y todas tenían lugar en el funeral del primer marido de Joan, pero algunas continuaban con Joan encontrándose con Tom allí por primera vez, y otras, por el contrario, con el señor White:

A Bill se le pasó por la cabeza la fantasía de que yo era Miss Muerte aquel espantoso día en el cementerio, tal y como me confesó más tarde, y para probar que no lo soy estoy grabando esto. Podría admitirlo también. No estaría contando la verdad si no dijera que la tragedia nos acechó mañana, tarde y noche, desde el momento en que nos conocimos. Desde el principio el resultado estaba cantado, como se suele decir… Tenía que pasar, de una manera u otra. Pero ¿pasó? La respuesta me tortura, pero de momento intentaré dejar de hablar de ello y dedicarme a lo que pasó realmente. Y créanme, pasaron muchas cosas…

Conocí a Leonard Gilbert en el funeral de Ron, o quizá debería decir que lo conocí a medias, ya que ninguno de los dos vio al otro, ni tuvo la menor idea de lo que representaría aquel encuentro en nuestras vidas. La familia de Ron, los Medford, había hecho todos los arreglos, pensando que yo no sería capaz, al haberme quedado sin un céntimo, y su idea original, al parecer, era no contar conmigo para nada y dejarme completamente al margen de todo. Fue el hombre de la funeraria quien lo evitó…

Conocí a Leonard Gilbert en el funeral de Ron, o lo conocí a medias, podríamos decir, ya que ninguno de los dos vio al otro, ni tuvo la menor idea de lo que podríamos representar el uno para el otro más adelante. Y todo fue a causa de la familia de Ron. Los Medford se habían hecho cargo de todo, ya que pensaban que yo no podría hacerlo, por haberme quedado sin un céntimo, y su idea original, al parecer, era echarme la culpa de la muerte de Ron y dejarme completamente al margen. Pero al observar que se trataba así a la viuda, el responsable de la funeraria…

Conocí a William Gilbert y él me conoció a mí en el funeral de Ron, aunque entonces no me di cuenta, y él tampoco, hasta que nos volvimos a ver al cabo de un tiempo, de una manera muy diferente. Y las cosas fueron así: yo estaba de pie, un poco apartada, mientras el doctor Weeks leía el servicio religioso junto a la tumba, cuando me di cuenta de que había alguien detrás de mí, y al mirar vi a un hombre que al parecer estaba visitando la tumba de al lado, y que se disponía a marcharse. Me quedé de pie a un lado dejándolo pasar, pero él hizo gestos indicando que podía esperar, y yo volví a nuestro funeral. Y el motivo de que no lo reconociera más tarde y él tampoco me reconociera a mí es que yo iba con velo, de modo que no pude ver bien su rostro, y el motivo de que él no me reconociera es que no pudo ver el mío…

«Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor; el que crea en mí, aunque esté muerto vivirá, y el que viva, si cree en mí, nunca morirá».[1]

Las palabras retumbaban con el eco del Día del Juicio, la voz temblaba y se agitaba, y el que las pronunciaba, con unos rizos grises finos y desnudos bajo la luz de la tarde, permanecía de pie junto a un ataúd ante una tumba abierta, y leía un libro de oraciones grande. Todas las cabezas se inclinaron de repente en un cementerio repleto de flores: dos parejas, una de mediana edad, otra más joven, formando un grupo de cuatro; ocho o diez chicos y chicas con cazadoras y pantalones, y una chica de veintipocos años, al otro lado de la tumba, con un vestido corto color negro antracita, acompañada de dos hombres, al parecer ayudantes de la funeraria. Era de estatura mediana y muy atractiva, especialmente el pelo, de un rubio rojizo y rizado, que le tapaba el cuello, y una figura espectacular…

Y así sucesivamente. No solo Cain intentó múltiples variaciones de las escena clave, sino que volvía adelante y atrás en sus elecciones, haciendo borradores que al parecer eran posteriores, pero retrocedían a otros más antiguos, deshaciendo cambios introducidos en borradores que al parecer estaban en medio.

Todo esto deja al editor en la posición algo extraña de tener que elegir una versión de cada escena (cuando hay múltiples), la que mejor funcione por sí misma y mejor encaje con la arquitectura conjunta de la trama. Y eso significa decidir qué fragmentos descartar, una decisión muy dolorosa. Editar el libro también fue difícil por otros motivos. Algunas frases y algunos párrafos debían ser eliminados o alterados por coherencia (¿son dos hombres y una mujer los hijastros del señor White, o dos mujeres y un hombre? ¿Su antigua esposa murió un año antes o seis años antes?), o por ritmo y atención (así desapareció una digresión sobre la arquitectura de Maryland, igual que otra sobre el tiempo de Maryland). Algunos fragmentos que quedaban de borradores anteriores, cuando el libro tenía una dimensión más política, tuvieron que desaparecer, ya que no tenían sentido en la versión final. Por otra parte, algunas escenas excelentes que escribió Cain en su primer borrador, inexplicablemente, no aparecían en los borradores posteriores, y yo aproveché la oportunidad para incluirlas de nuevo. Y algunas partes tuvieron que ser cuidadosa y respetuosamente editadas para asegurarnos de que la historia fluía con lógica y efectividad de un punto a otro, y que las diversas semillas que Cain se esforzó tanto en plantar al principio del libro pudieran dar fruto cuando se requería, al final.

Para ser justos, este tipo de edición no es ni más ni menos que lo que hemos hecho con los manuscritos de numerosos autores vivos que han escrito novelas para nuestra editorial, como cualquiera de ellos les podría confirmar. Yo creo en el papel anticuado del editor, que consiste no solo en adquirir un libro y arrojarlo a los estantes de una tienda para que se hunda o flote, sino en trabajar estrechamente con el texto y con el autor para pulir cada capítulo, cada línea. Pero, obviamente, esto es mucho más duro cuando un autor ha fallecido, y se agudiza más aún cuando no quedan parientes ni amigos del autor que estén vivos para consultarles (como pasó, por ejemplo, cuando edité póstumamente trabajos de Roger Zelazny y Donald E. Westlake, Lester Dent y David Dodge).

Dicho esto, es deber de un editor hacer todo lo que esté en su mano por todos y cada uno de los libros que publica, y fue un privilegio hacerlo en este caso. Dediqué un cuidado especial a las partes que Cain trabajó más, ayudado por las notas que él mismo había dejado, y que iban desde detalles de la ambientación (¿La chica, se tiene que lavar o ha lavado alguna prenda del uniforme? ¿Sirve con bandeja o lleva las copas en la mano? ¿Cuál es la actitud normal de un propietario hacia las proposiciones que se hacen a las chicas?) hasta descomponer capítulo a capítulo acontecimientos y motivaciones («¿Qué hace ella con los cincuenta mil dólares…? ¿Se compra una casa que está enfrente? ¿Compra un coche? Sin embargo, si se va del trabajo, significaría que no tiene suficiente… Si se queda en el trabajo y emplea una canguro, Harriet la llevará a los tribunales») y notas sobre la atmósfera («Todo el libro debe recordar el olor caliente, cerrado, sudoroso, femenino, de la coctelería… Joan establece el tema… Su forma de andar, sus accesorios, la silueta de sus piernas, su olor…»). Casi parecía que tenía a Cain sentado allí conmigo ante el teclado, mirando por encima de mi hombro, guiándome por el buen camino.

Cuando acabé de editar el libro y lo leí otra vez de cabo a rabo, me recordó por qué me encantaba lo que escribía Cain. Cuando yo tenía dieciocho años y acabé desmontando el lomo de aquel primer volumen de Cain que había encontrado, removió algo en mi interior… Lo suficiente para sentirme obligado a buscar y leer cada palabra que escribió ese hombre en su vida. Esta voz, que llegaba hasta mí a través de medio siglo de distancia, me cogió por las solapas, o quizá por la garganta, y todavía no me ha soltado. Si no fuera por Cain, no tendríamos esta editorial, Hard Case Crime. No existirían Little Girl Lost, ni Songs of Innocence, las dos novelas que he escrito sobre caracteres torturados que luchan contra sus terribles y desesperadas circunstancias. Quizás habría menos suciedad, ciertamente, en los estantes de librerías y bibliotecas, y menos sudor, y menos sangre…, pero también menos honradez, menos arte, y todos seríamos más pobres debido a ello.

El brillante Raymond Chandler, con un talento exquisito, contemporáneo e igual de Cain (y, por cierto, coautor del guión para Perdición, nominado para el Oscar), era uno de los que odiaba a Cain. Escribió, con su característica elocuencia y mordacidad: «Es todo lo que detesto en un escritor… Un Proust con mono grasiento, un chico sucio con un trozo de tiza y una valla y nadie mirando». Pero Chandler se equivocaba. Pensaba que su descripción de Cain era una condena, cuando en realidad era un honor. Y todo el mundo miraba.

Una última nota, esta vez histórica, sobre el tema de la talidomida.

Para cualquiera que viviera en los años cincuenta, sesenta o setenta no hará falta explicación alguna sobre esta droga: los horrores de los niños nacidos con brazos y piernas truncados, o sin brazos ni piernas, o con otras deformidades terribles, de madres que habían tomado talidomida como sedante o tratamiento para las náuseas matutinas, estarán grabados a fuego irrevocablemente en su memoria. Pero muchos lectores de hoy en día quizá ni siquiera conozcan el nombre.

En 1975, cuando Cain empezó a escribir La camarera, los lectores seguro que lo sabían. La droga fue introducida a finales de los años cincuenta y se empezó a conocer como «droga milagro», hasta que fue prohibida a principios de los sesenta después de que nacieran miles de niños expuestos a la droga in utero con defectos de nacimiento. La talidomida nunca se aprobó para su venta en Estados Unidos, pero muchos médicos norteamericanos distribuyeron miles de pastillas como parte de un ensayo clínico. En Inglaterra la droga sí que se aprobó.

Hoy en día, la talidomida se usa para tratar la lepra.