Tenía todo lo que necesitaba en este mundo para ser feliz. Además de la libertad, me quedaba bastante dinero, es cierto, así como una mansión en la que vivir si lo deseaba, y amigos. Pero no tenía lo único que deseaba, que era a mi pequeño.
Al salir de prisión, antes de que se fuera el señor Hoopes, le pregunté si podía venir conmigo para realizar una tarea más. Él consultó su reloj de pulsera, pero todavía emocionado por la victoria que había conseguido para mí y sin duda calculando la tasa extra que podía cobrarme, accedió. Fuimos en el coche directamente a casa de Ethel y aparqué ante la entrada justo cuando ellos estaban metiendo las maletas en el maletero de su sedán. La decisión del juez había conseguido filtrarse de alguna manera y había llegado a los periódicos de la mañana, y Ethel no perdió el tiempo y preparó a su marido y a Tad para un viaje, quizá muy largo, quizá solo de ida. Si yo me hubiese entretenido media hora, si hubiese ido a casa a cambiarme de ropa primero, o a ducharme, habría llegado a una casa vacía y mi hijo habría desaparecido.
Pero no, lo vi sentado en el asiento de atrás del sedán y corrí a abrir la portezuela y lo cogí en brazos. Oí que Ethel gritaba mi nombre, pero no me preocupó en absoluto, porque tenía a Tad entre mis brazos y le hacía dar vueltas en el aire, achuchándolo y dándole todos los besos que me había visto obligada a contener desde la última vez que lo tuve abrazado. Las lágrimas corrían por mis mejillas, y él empezó a gritar asustado, pero yo lo consolé y me sequé los ojos y le dije que no tuviera miedo, que mamá había vuelto para siempre.
Mientras hacía todo esto, Jack Lucas me miraba con una maleta en cada mano y una expresión de culpabilidad en el rostro, consciente de lo mal que quedaba que los hubiéramos cogido saliendo de casa. Pero en la cara de Ethel no se reflejaba culpabilidad, sino solo rabia.
—Deja inmediatamente ese niño, Joan. No te lo vas a llevar.
—Pues sí. Me lo llevo. Ahora mismo.
—¿Qué tribunal te dejará quedártelo, Joan? ¿A ti, que eres una asesina?
—Soy libre, Joan. El juez me ha declarado inocente.
—Ni hablar. He leído la noticia. Lo único que decía es que no había pruebas de tu culpabilidad. Eso no significa que no seas culpable. No hay ni una sola persona en todo el estado que no sepa que lo hiciste tú.
—Te agradecería, Ethel, que no hablases mal de mí delante de mi niño —dije, tapando los oídos de Tad con las manos—. Y si dices en serio eso de que quieres luchar por su custodia, me gustaría presentarte a mi abogado, el señor R. Harry Hoopes.
Hoopes se adelantó entonces, con una mirada tan acerada que podía armar a un batallón entero.
—¿Por qué no hablamos, señora Lucas, señor Lucas…? ¿Por qué no vamos adentro y hablamos un poco?
Los siguientes días los pasé celebrando reuniones con abogados, agentes inmobiliarios y banqueros. Los abogados estaban legalizando el testamento de Earl, y tenía que firmar algunos documentos. Los agentes inmobiliarios esperaban vender la mansión, a pesar de todo el escándalo en la prensa, pero yo aún no me había decidido, y de todos modos tenía que esperar a que los abogados hubiesen concluido su trabajo. Los banqueros eran los socios de Earl, que poseían solo una minoría de su empresa, pero eran los que sabían cómo funcionaba el negocio, y yo habría sido una tonta si no hubiese aumentado su parte para que pudieran seguir trabajando. Eso hice, las cosas se pusieron por escrito en un nuevo acuerdo, lo firmé y me encontré como quien no quiere la cosa como socia con el cuarenta por ciento de una próspera firma bancaria… EKW Asociados, así decidieron llamarse.
También me llamaban de periódicos y revistas, y de la radio y la televisión, más llamadas de las que puedo contar. Pero los ignoré a todos, e hice salir dos veces a Araminta a la puerta principal para que rogase a todos los que se habían reunido allí que se fueran, por respeto al niño pequeño que vivía en la casa, si no por mí. Pero no se fueron. Y eso significaba que el pobre Tad no podía jugar en el jardín, y yo tampoco podía salir fuera para nada…, solo para una cosa.
Supe, para mi espanto, que el cadáver de Tom había permanecido todo aquel tiempo en la morgue, sin que nadie lo reclamase. Por supuesto, sabía que sus padres habían muerto, y él no tenía mujer ni hermanos. Pero no se me ocurrió que no tuviese a nadie en absoluto. Pasado el tiempo supongo que le habrían dado un entierro público de algún tipo, quizás en un cementerio municipal, y yo no podía soportar aquello. A pesar de todos los errores que había cometido, él se merecía algo más que la fosa común.
De modo que reclamé el cuerpo y llamé al enterrador, hice todos los preparativos y una vez más me encaminé a un funeral con Tom a mi lado, pero esta vez yo iba sentada con él en la parte de atrás del coche fúnebre, no en una limusina, y él no volvería conmigo después.
Me había puesto un vestido negro clásico y sobrio, con guantes hasta el codo y un sombrero, todo negro, como correspondía a la ocasión. También llevaba las gafas de sol que me puse en nuestro viaje juntos al aeropuerto, no para evitar que me reconocieran los periodistas y fotógrafos, porque eso era imposible, sino para evitar que me viesen llorar y captasen ese momento con sus cámaras.
Pero el caso es que las fotos que me hicieron en el funeral salieron en todos los periódicos importantes… Las primeras fotos de «La Camarera» desde su controvertida liberación de la cárcel. Lo único que lamenté fue una cosa: haber decidido en el último momento, antes de salir de casa, ponerme pintalabios, porque se comentó en todos y cada uno de los artículos periodísticos, sin excepción. Pero tuve la sensación de que necesitaba un poco de color para no parecer yo misma un cadáver.
No se hizo un funeral previo, sino que fuimos directamente al cementerio y allí nos reunimos con el único sacerdote que se había mostrado dispuesto a celebrar aquella ceremonia. El ministro pasó por alto amablemente el suicidio de Tom en sus comentarios, y también fue muy breve, y a cambio de sus molestias se llevó a casa una buena cantidad, suficiente para arreglar su iglesia o su casa si lo prefería.
Asistieron Liz y Bianca, ambas llorando copiosamente por aquella pérdida.
—No puedo creer que hiciera semejante cosa… —decía Liz—. Es culpa mía, Joanie, es solo culpa mía.
Intenté tranquilizarla y decirle que no era así, pero sospechaba que ella no quería escuchar mis palabras. De modo que me limité a abrazarla con fuerza y la dejé llorar mientras le daba palmaditas en el hombro. Cuando finalmente me soltó, vi a una mujer que estaba de pie junto a ella y a quien no reconocí al principio, pero que me sonaba. Luego me di cuenta de que se trataba de Pearl Lacey. No pensaba que conociera a Tom, pero luego recordé que sí, que le tenía mucho cariño. Fui a estrecharle la mano.
—Terrible, terrible —dijo. Fue la única palabra que me dirigió en todo el rato.
Me gustaría decir que ya conocen ustedes toda la historia, lo que ocurrió, cómo ocurrió y por qué. Pero hay una cosa más que no les he contado y es lo que pasó cuando volví a casa tras el funeral de Tom. Me di cuenta de algo al entrar por la puerta, y me eché a llorar, no a sollozar débilmente como había hecho en el cementerio mientras veía cómo Tom bajaba a la tumba recién cavada, sino con unos sollozos tan fuertes que apenas podía respirar. Araminta me trajo corriendo un vaso de agua desde la cocina, y yo casi me atraganto al beber.
Entonces le pedí, jadeando, un calendario. Ella me trajo uno diminuto que tenía pegado a la puerta del frigorífico con un imán. Volví las páginas y conté, aunque en realidad no tenía que hacerlo. Aquella vez sabía con toda seguridad que se me había retrasado la regla.
Desde aquel día han pasado casi nueve meses; mañana salgo de cuentas. El médico que va a traer al mundo a mi bebé es el mismo que vino cuando, en la primera oleada de pánico, llamé y le rogué que trajera a la mansión todos los artilugios que necesitase para realizar la prueba de embarazo al instante. Él llegó, me hizo la prueba y, efectivamente, en esta ocasión no era un retraso provocado por la tensión, aunque Dios sabe que pasé la tensión suficiente para dejarme seca una vida entera. No, era un bebé, que ha ido creciendo desde entonces.
Por supuesto, no sé si es una niña… No puedo estar segura de ello. Pero tengo la intuición de que lo es. He tenido sueños en los que el bebé me habla, y en todos ellos quien habla tiene voz de niña. No sé si eso es fiable o no, los médicos dicen que no, pero algunas mujeres con las que he hablado creen otra cosa.
Ha sido un embarazo difícil, con muchas náuseas matutinas y descanso en cama. El pequeño Tad se ha portado como un angelito, pero no ha sido fácil para él, claro. Desde luego, ahora tengo dinero para contratar a diez niñeras si hace falta… pero no es lo mismo que tener a tu mamaíta para cogerte y hacerte dar vueltas por la habitación.
Afortunadamente me quedaban unas cuantas pastillas de las que me había dado Hilda. Eran pocas, pero me ayudaron en los peores momentos. No podía pedirle más a ningún médico, por supuesto. Ninguna pastilla en realidad, pero esa menos que ninguna: si hubiera trascendido que La Camarera había pedido más talidomida… Dios mío, los periódicos habrían hecho su agosto. Al irse acercando el momento del parto del bebé, la gente volvía a estar interesada en la historia. «El hijo del crimen», decía un titular que vi al pasar por la calle. No sabía si se referían a mí o a Tom. Pero aquella noche empecé a grabar todo esto. Para asegurarme de que se contaba la verdad.
Estoy impaciente por ver a mi niñita y tenerla entre mis brazos. El bebé de Tom. Con un padre como él seguro que será una belleza, una niñita preciosa y perfecta, y quiero que tenga la vida que yo no tuve, y que se perdió también Tad, al menos los cuatro primeros años de su vida. Es un niño muy bueno, pero de vez en cuando tiene miedo, y se nota que ha conocido el dolor. Pero su hermanita… ruego que se le ahorren todas las crueldades que nosotros hemos padecido.
Parece que ya está todo grabado… Eso es todo.
Por ahora.