Del trayecto hasta la comisaría en el coche patrulla no recuerdo nada en absoluto, excepto la pesada reja de metal que separaba el asiento delantero, donde estaban ellos, del trasero, donde me habían metido a mí. El sargento Young me ayudó a salir del coche cuando llegamos, ayuda que yo necesitaba, porque no podía usar las manos, y luego, amablemente, se interpuso entre mi persona y los flashes que se disparaban mientras entrábamos en el edificio. Una vez dentro me hicieron desnudar, me tomaron las huellas y me dieron un traje de presa de una tela muy pesada e incómoda, suavizada solo ligeramente y con un tosco perfume por los mil y un rudos lavados. No tenían sujetador de mi talla, de modo que me quedé sin él, una decisión que lamenté rápidamente, porque mis pezones pronto se irritaron al rozar el interior de la camisa.
Me metieron en una celda y allí esperé, sola, sin nada que ver ni nada que hacer, excepto caminar desde el camastro que estaba pegado a una pared hasta el lavabo que se encontraba pegado a la otra. No hacía frío, pero yo estaba temblando. Me envolví en la fina manta que había sobre el camastro y me senté, y pensé en lo que me aguardaba.
Sabía que el agente Church iba a por mí, lo había dejado bien claro. Pero no me imaginaba qué era lo que podía haber encontrado entre el domingo y el martes que justificara mi arresto en conexión con la muerte de Earl. Pensé que podía haber aprovechado el viaje en coche para preguntárselo. Aunque probablemente no me lo habrían dicho. Pero quizá sí que lo hubiesen hecho, y al menos no habría estado tan completamente a oscuras.
Pero no lo hice. Estaba demasiado conmocionada, demasiado anonadada incluso para hablar en mi defensa. Me quedé allí sentada igual que me siento ahora, mirando al frente, preguntándome qué sería de mi vida a partir de aquel momento. Las crueles palabras de Ethel resonaban en mi cabeza: «Mientras no estés en la cárcel, Joan… Yo que tú me concentraría en eso». Y me pregunté entonces si alguna vez volvería a ver a mi hijo.
Pasó el tiempo y al final un guardia abrió la puerta de mi celda y me llevó por un pasillo hasta una sala con las paredes pintadas de gris. No pasamos junto a ninguna ventana desde la que se viera el exterior, de modo que no sabía si era de día o de noche. En la sala había tres sillas, y el guardia me condujo hasta una de ellas, donde me senté.
Church y Young entraron por la puerta unos minutos más tarde. Cada uno se sentó en una de las sillas que quedaban libres. Church llevaba en la mano una carpeta con un fajo de hojas de papel, y empezó sin preámbulo alguno.
—¿Por qué lo ha hecho?
—Hacer ¿qué?
—Matarlo.
—Ya se lo dije. Yo no toqué su medicina.
—No a su marido, señora White. A Tom Barclay.
Yo pensaba que sabía lo que era estar conmocionada, quedarse estupefacta… pero aquel golpe ya era demasiado para mí, así que empecé a balbucear.
—¿Tom? Pero Tom no está muerto.
Ambos intercambiaron una mirada.
—Yo diría que sabemos reconocer un cadáver cuando lo vemos.
—¿Qué ha ocurrido?
—¿Por qué no nos lo cuenta usted? Estaba allí esta mañana.
—¿Cómo…?
—Su coche —dijo el sargento Young—. Lo han visto junto a la casa. Tenemos gente examinándolo ahora mismo.
—Tom estaba vivo cuando lo dejé… dormido…
—¿En el baño? —preguntó el agente Church.
—No, en la cama, naturalmente. ¿Por qué? ¿Ha sido en el baño donde…?
Él se levanto de su silla y se acercó a mí. Supuse que yo debía permanecer sentada, y eso hice, pero al levantar la vista hacia él, de pie ante mí, con el puño apoyado en la cadera, el corazón se me aceleró…, sin duda, el efecto que él pretendía.
—Sí. En el baño, con un frasco vacío a su lado en el suelo y ambas muñecas cortadas. —Dio la vuelta a una foto en blanco y negro y me la puso delante. Era Tom, el guapo Tom, que ya no era guapo. Me doblé en dos y vomité en el suelo.
El sargento Young me tendió un pañuelo doblado para que me pudiera limpiar la boca. Creo que le di las gracias, pero la verdad es que no me acuerdo. Sé que intenté decirle algo al agente Church, algo que oponer a sus acusaciones, pero lo único que pude decir fue:
—Yo no… Nosotros no…
—Señora White —dijo—, los vieron juntos en el funeral de su marido. Lo vieron salir con él en el coche, más tarde. Pasó la noche con él.
—Sí, eso es verdad, pero…
—Para celebrar la muerte de su marido, empezaron ustedes a beber…
—¡No hicimos tal cosa! Háganme la prueba que quieran y lo verán. Yo no bebo. Nunca.
—Bueno, pues él sí que bebió, y no solo whisky. —Agitó otra hoja de papel ante mí—. ¿Quiere leerme de qué más estaba lleno su cuerpo, cuando murió?
Era el informe del forense, y mecanografiado en una línea junto a su pulgar, vi un término científico muy largo: alfa-talimidoglutarimida. Negué con la cabeza.
—Lo metió en la bañera…
—¡Mide metro ochenta!
—Es fuerte, usted misma nos lo dijo. Levantó a su marido de aquella escalera y lo sentó en la silla, cuando tuvo un ataque.
—Pero eran solo tres metros de distancia.
—Y en este caso eran siete, y usted lo hizo.
—No puede pensar que…
—Le cortó las muñecas con una hoja de afeitar de las suyas… y le cortó también un poquito las yemas de los dedos, un toque muy bonito…
Cerré los ojos y dejé que su voz pasara por encima de mí.
—… y luego se fue a casa y se durmió como un corderito inocente. Ha asesinado a tres personas, pero ¿siente remordimientos por alguna de las muertes que ha causado? No, Joan White, no. ¡Ya está dispuesta para la cuarta!
Entonces se oyó la voz del sargento Young.
—Ya basta.
Hubo un silencio. Luego el agente Church, con una voz mucho más fría, dijo:
—Llévenla de vuelta a la celda.
Y noté que una mano me cogía el codo, levantándome de la silla.
Abrí los ojos. Los dos hombres me miraban fijamente. El guardia que me había conducido a la sala estaba a mi lado, dispuesto a acompañarme de nuevo. Antes de que pudiera decir nada, yo hablé, con mucha más serenidad de la que pensaba que era capaz:
—Sí, estuvimos juntos… Tom y yo. Una vez antes de que me casara con Earl, y anoche por segunda vez. Entre esas dos veces no nos volvimos a ver las caras. Ni una sola vez. No hablamos. Ni una sola vez. Pregúnteselo a Liz, del bar donde trabajaba. Pregúnteselo a Bianca. Usted las conoce a ambas, sargento, le dirán la verdad. Me separé de él la primera vez para casarme, y eso hice. Él sabía que sería así. Mientras Earl fuese mi marido yo le sería fiel, y él lo sabía también. Lo único que me devolvió a sus brazos fue la muerte de Earl, y el funeral, y usted, agente Church, por la manera que tenía de acosarme… Era demasiado, no podía soportarlo yo sola, y necesitaba escapar de todo aquello, de todo, solo por una noche.
—Solo una noche —dijo el agente Church— y lo ha matado.
—¡No! No. ¿Por qué iba a matarlo? Especialmente cuando sabía que usted me vigilaba como una águila, y que ya sospechaba lo peor… Pero eso da igual. ¿Por qué iba a querer matarlo? No estaba casada con Tom, él no podía reclamarme nada. Dejarlo era mucho más sencillo. Me he ido, sencillamente, como hice la última vez. La única diferencia es que esta vez no le he dejado ni siquiera una nota. Él ya sabía lo que pasaba. —Mi voz sonaba estrangulada—. Sabía que no volvería. Que aquello era el final.
—¿Y se mató, desesperado?
—No se burle de él —solté, con un ramalazo de mi antiguo mal genio—. Si hizo lo que usted dice, entonces supongo que debemos interpretar que sí, que se sentía desesperado.
—Por perderla —murmuró Church—. Pobre idiota, tenía que haberlo celebrado.
Sin pensar levanté la mano para abofetearlo, pero me la cogió al vuelo el guardia que tenía al lado, gracias a Dios. Ya tenía bastantes problemas para añadir encima una acusación de agresión a un oficial.
Pero él retrocedió un par de pasos, de modo que tuve la sensación de haber conseguido algo.
Llamaron entonces a la puerta y el sargento Young fue a contestar. Habló con alguien a quien no veía al otro lado y volvió un momento después con un papel en la mano. Habló unas palabras en privado con el agente Church y le tendió el papel. Church lo leyó y vi que los músculos de la mandíbula se le tensaban.
—Llévenla otra vez a la maldita celda —dijo.
Nunca antes lo había visto tan alterado.
—¿Qué pasa ahora? —le pregunté—. ¿Es algo sobre mi caso? Dígamelo… —Mientras me sacaban por la puerta sin ninguna amabilidad y me llevaban a rastras por el vestíbulo—. Por favor. —Dirigí una última mirada al sargento Young—. ¿Es algo…?
—Sí —dijo, y apartó los ojos de su compañero, a quien miraba iracundo, para contestarme—. Es algo, cierto.
Tardé treinta y seis horas en averiguar lo que era.
En el armarito que se encontraba debajo del lavabo en el baño de Tom (el mismo sitio donde yo me había cambiado de ropa aquella mañana) los policías que registraban la casa encontraron una bolsa muy gastada que contenía, bajo un par de pantalones manchados de pintura y un cinturón para herramientas de piel, una jeringuilla usada, junto con una cajita de hojalata. La caja no contenía nada, solo restos de polvillo en las esquinas, pero los químicos de la policía tuvieron suficiente con esos diminutos granitos de polvo para averiguar lo que había contenido.
Y la jeringuilla tenía rastros de talidomida también. Nunca supe cómo había conseguido Tom acceder a nuestra casa. El agente Church, claro está, aseguraba que yo lo dejé entrar, pero eso no era cierto. En lo que a mí respecta, Tom Barclay nunca puso los pies en la propiedad antes del funeral de Earl, y mucho menos en el interior de la mansión. Y, sin embargo, tuvo que hacerlo… porque, si no, ¿cómo pudo apoderarse de una de las jeringuillas de Earl? ¿Y cómo pudo introducir la droga en la botella de suero intravenoso de Earl?
Liz me había advertido que Tom no era un chico paciente… pero nunca me imaginé que su impaciencia sería tal que tramaría un plan para eliminar a mi marido y conseguir que volviera con él. Una vez en posesión de la información que le había dado Liz sobre la verdadera naturaleza de nuestro matrimonio y mis motivos para contraerlo, había forjado aquel plan tan complicado para que uno de los ataques de Earl fuese fatal. De cualquier otro hombre no lo habría creído, pero Tom había ideado un plan, que estaba convencido de que funcionaría, para irradiar las medusas de Chesapeake Bay y así favorecer la natación…
Y entonces…
Y entonces, tras llevar a cabo su plan y matar a un hombre por mí, y después de haberme recuperado por una noche, se despertó y vio que yo no estaba a su lado y no le había dicho ni una sola palabra de despedida. Debió de sentirse consumido por los recuerdos de mi última despedida y el absoluto silencio que siguió. ¿Estaría enfadado conmigo? ¿Sentiría que había jugado con él? ¿Estaría desesperado? Nunca lo sabré. Pero en el frío amanecer se volvió a emborrachar, una borrachera terrible y desesperada, con las consecuencias que ustedes ya conocen.
Querían mantenerme encerrada, pero yo llamé a Bill Dennison y él me encontró a un abogado excelente, el señor R. Harry Hoopes, carísimo, pero que merecía la pena, decía Bill. Y viéndolo trabajar a mi favor ante el juez en mi vista me dio confianza, ya que estaba claro que el hombre era competente, aunque desgraciadamente me recordaba mucho a mi padre, y, por tanto, las buenas sensaciones quedaban un poco amortiguadas. Y aunque me prometió que conseguiría que las acusaciones no prosperasen, él se iba a su casa todas las noches y yo, noche tras noche, volvía a mi celda.
Pero él me defendió como yo necesitaba. Señaló las muchas veces que podía haber dejado morir a Earl, y por el contrario decidí salvarlo. Señaló el hecho de que había dado gran parte del dinero de Earl, aunque no tenía por qué, a sus hijastros. Se dijo que todavía me quedaba un buen pellizco, teniendo en cuenta que yo era la misma mujer que hacía poco no tenía electricidad, gas ni teléfono, y también tenía una empresa de inversiones que funcionaba bien y que podía generar más, de la que ahora era copropietaria, pero el señor Hoopes contraatacó con el tema de las cuentas conjuntas, que descartaban que mi marido tuviese que morir para poder echar mano yo a su dinero.
El otro abogado tampoco se quedó atrás, se congració con el juez y lo presentó todo de la manera más razonable, intentando echarme la soga al cuello… Sí, Señoría, quizás ella tuviese ya acceso al dinero de su marido, pero enfrentada a la elección del dinero y un marido viejo y enfermo, o bien el mismo dinero y un hombre joven y guapo, ¿qué piensa, Su Señoría, que preferiría una joven atractiva como la acusada? Ante lo cual mi abogado devolvió la pelota: «¿Por qué matarlo entonces?». Y la repuesta fue: «Ella había conspirado ya para cometer un asesinato, señor, sabía que la policía la estaba acorralando y necesitaba cargarle el muerto a él para que no la acusaran». Y así una y otra vez.
Los periódicos se cebaron con el caso, como supe más tarde, y publicaban noticia tras noticia, acompañadas con fotos de Earl que sacaban de sus archivos y fotografías mías del día de mi arresto, con el cuerpo del sargento Young tapándome en parte para que no me vieran. Incluso habían conseguido, no sé cómo, una foto mía de uniforme en el Garden, y la ponían una y otra vez con unas rayas negras tapando lo que consideraban indecente. Por supuesto, eso hacía que pareciese más indecente de lo que era en realidad.
Los que redactaban los titulares, conociendo mi trabajo y ante los tres casos en los cuales se decía que yo había servido a los hombres de mi vida un cóctel mortal, o al menos uno que había facilitado su muerte, empezaron a llamarme «La Camarera», así, con mayúsculas, una mayúscula para cada uno de los delitos capitales de los que se me acusaba. El mote hizo fortuna, y desde entonces me ha perseguido. Por eso, finalmente, empecé a grabar toda esta historia, para que mi nombre quede limpio y mis hijos no se vean abrumados por la vergüenza y la notoriedad que yo nunca me he merecido y ellos desde luego tampoco.
Hijos… sí. Pero me estoy adelantando.
El señor Hoopes hizo su último y apasionado alegato ante el juez una tarde, dos semanas después del día de mi arresto, y tuve la noche siguiente para darle vueltas a la cabeza y preguntarme cuál sería el resultado. ¿Se llevaría mi caso a juicio, y a partir de ahí, si perdía, sería sentenciada? Ya casi notaba los grilletes en mis muñecas y tobillos, el casquete de metal que bajaba hasta la frente, y no recuerdo haber dormido aquella noche ni un solo segundo. Pero a la mañana siguiente me llegó la noticia de la decisión del juez, solo tres palabras: falta de pruebas.
Y quedé libre.