30

No había pasado ni siquiera una hora cuando volvió a sonar el timbre. Abrí y allí estaba el agente Church, solo en aquella ocasión. Su expresión ya no era neutra.

—¿Puedo pasar?

—Por supuesto…

Entró y me siguió al salón.

—¿Dónde está su compañero? —le pregunté, mientras andábamos.

—Hoy no trabaja.

—Pero ¿usted sí?

—Es un caso importante.

—¿La muerte de mi marido? ¿Por qué? —Él se detuvo en la entrada y se quedó un momento mirándome. Casi me hizo añorar la mirada que ponía antes, porque en ésta no había ningún tipo de afecto—. Es importante para mí, pero ¿por qué lo es para usted? Estaba enfermo, su médico dijo que esto podía ocurrir…

—¿Se puso usted muy contenta cuando pasó, señora White?

—¿Cómo me puede preguntar semejante cosa?

—Algunas mujeres se habrían alegrado. Si una es joven y su marido es viejo… Si ella es pobre y su marido es rico…

—¿Pero cómo se atreve…?

—Hemos completado ya la autopsia del cuerpo de su marido —siguió.

Fue andando hacia los estantes llenos de libros y empujó la pequeña escalerilla con ruedas a un lado y otro. Era la escalera donde se encontraba Earl de pie cuando tuvo el ataque.

—¿Sabe lo que hemos averiguado?

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa?

—¿Le gustaría saberlo?

—Está claro que usted me lo quiere contar.

—Nuestros químicos dicen que han encontrado una sustancia en su organismo que se llama… espere… —Sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta y la leyó—. Alfa… fata… limido… gluta… Me rindo, señora White. Por eso son químicos y yo solo policía. Pero dicen que encontraron esa sustancia química en el cuerpo de su marido.

—¿Y qué?

—Pues que hemos llamado al doctor Jameson para preguntarle si se la recetó él, y dice que no, que no solo no se la recetó, sino que nunca lo haría, jamás a un paciente con angina de pecho como su marido, porque no solo no va bien para la angina de pecho, sino que la agrava. Puede desencadenar ataques en algunos pacientes, y hace que todos los ataques sean más graves en casi todos los casos.

—A lo mejor se la prescribió por error.

—Es algo más que un simple error, señora White. Es como si uno quisiera echarle una cuerda a un hombre que se está ahogando y en lugar de eso le tirara un ladrillo.

—Entonces es que mi marido lo entendió mal. Quizá se confundió con otra pastilla de las que tomaba, otra que le recetó el otro médico…

—Pensamos también en esa posibilidad, pero no… En primer lugar, el doctor Cord niega habérsela recetado, exactamente por el mismo motivo que el doctor Jameson, y en segundo lugar, había residuos de esos productos químicos en el interior de la botella de solución intravenosa y en el tubo que la conectaba al brazo de su marido. No sabemos cómo llegaron allí, y no fue el médico quien las introdujo.

Yo me senté, aunque él seguía de pie.

—No sé qué me quiere decir. No tengo ni idea de lo que había en esas botellas. No me gustaban. Ojalá Earl nunca las hubiese usado, pero lo hizo, y eso es lo único que sé.

—Quizás. Es posible. Pero tiene que admitir que habría sido muy conveniente, si hubiera querido ver muerto a su marido…

—¡No quería! Pregúnteselo a cualquiera. Le salvé la vida más de una vez, cuando tenía ataques que podían haberlo matado.

—Si…, digamos, si usted hubiera querido que muriera, habría sido muy conveniente poner ese producto químico en su medicina…

—¿Cómo? ¿Puede decírmelo? Era una botella estéril sellada, un tubo sellado.

—Con una jeringuilla, señora White, como una de ésas que estaban colocadas en fila junto a su silla. Disuelve usted el producto químico en un poco de agua, lo coge con una jeringuilla, hace un agujerito diminuto en el sello de goma de la botella, y listo, ya le ha metido en su medicina una sustancia que para un hombre con su enfermedad era un puro veneno. Luego le deja que se agote con otra mujer, mientras usted está convenientemente apartada…

—Mi marido decidió «agotarse», como usted dice, él solito, no se trataba de que yo le dejara o no le dejara hacerlo. Y además… ¿Ha encontrado usted ese producto en alguna de las jeringuillas?

—No —admitió él—, no lo hemos encontrado. Pero, claro, no sabemos cuántas jeringuillas había. La jeringuilla en cuestión pudo ser eliminada después de su uso.

Me esforcé por controlar mi mal carácter, para no gritarle.

—¿Y cómo podría conseguir alguien ese producto químico? ¿Cómo podría saber siquiera qué hacer? Una persona como yo, quiero decir. Yo tampoco soy química.

—No, claro que no. Por qué iba a serlo. Pero… —Agitó una mano hacia la biblioteca, con sus altos y estrechos volúmenes. El que le prestó a Earl el doctor Jameson, el que intentaba coger el día de su ataque, todavía estaba allí…—. Al parecer, su marido era un buen lector, y un hombre que sufre de una enfermedad terrible quizá dedique gran parte de sus lecturas a artículos sobre los tratamientos que podían irle mejor o peor. Quizás encontró usted esa información en una de esas revistas.

—No me ha contestado usted a la primera pregunta. Ese alfafata-ludo lo que sea… ni siquiera sé pronunciarlo y mucho menos dónde encontrarlo.

—Bueno, igual le habría resultado más fácil si lo hubiese pedido por su nombre común, su nombre comercial, si quiere.

—¿Que es…?

—Talidomida.

Debió de notar que la sangre abandonaba mi rostro.

—¿Qué le ocurre, señora White? ¿Conoce esta droga?

—Sí, he oído hablar de ella.

—Ha oído hablar de ella, claro. ¿Se la han recetado alguna vez a usted?

—No.

—¿Conoce a alguien a quien se la hayan recetado?

Negué con la cabeza.

—Creo que no.

—¿No está segura?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—¿Si preguntamos a sus compañeros de trabajo en aquel restaurante, cree que alguno de ellos tendrá una receta?

—¡No tengo ni idea!

—Pues tendremos que preguntárselo.

Exploté.

—Pregúntelo a quien quiera. No encontrará nada. Aunque alguno de ellos tuviera una receta, nunca la compartiría conmigo. —Mi cerebro, por supuesto, iba a toda velocidad, pensando en Hilda y el favor que me había hecho, y en aquella terrible coincidencia que podía llevarme a la silla eléctrica. Porque, por supuesto, yo no había desmenuzado las pastillas que ella me había dado ni se las había inyectado a la solución intravenosa de Earl… Pero si la encontraban en Texas, no sé cómo, y ella les decía que me las había dado… o si encontraban las pastillas que me quedaban, que guardaba en un armarito, en el piso de arriba…

Me di cuenta, al cabo de un momento, de que el agente Church me estaba diciendo algo, y al parecer llevaba algún tiempo repitiéndolo, sin obtener respuesta por mi parte.

—¿Me oye, señora White?

—Lo siento. Me había distraído un momento pensando en todo lo que me ha dicho.

—Ya. Se lo preguntaré otra vez, entonces, ahora que me presta atención. He dicho: ¿tomaba medicación su primer marido?

Entonces me puse de pie. Y, más aún, me adelanté hasta que mi cara se encontró solo a un par de centímetros de la suya, aunque él era más alto, y tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo directamente a los ojos. Él retrocedió un paso y se llevó la mano a la cadera, donde llevaba la pistola.

—Mi primer marido se medicaba con una sola cosa, y esa cosa venía en un envase de un tamaño mucho mayor que un frasquito de pastillas. Y se lo tomaba oralmente. Su medicina la puede encontrar en el estante de cualquier licorería o bar, y se vende sin receta. Los efectos secundarios incluyen mareo, incapacidad de llevar a cabo el acto sexual y una tendencia exagerada a dar palizas a todos aquéllos a quienes amas. Puede ver las placas de rayos X de mi hijo, si cree que me lo estoy inventando.

—Ya las vimos, señora White… Un hombro dislocado, si no recuerdo mal. Un buen motivo para que abandonara a su marido y se llevara a su hijo. O para que fuese a la policía y lo arrestasen por malos tratos. Pero no ocurrió nada de eso, ¿verdad?

—Ya sabe usted lo que ocurrió.

—Sé que murió. Y no dejo de preguntarme si quizá lo ayudó alguien. Quizás alguna medicina que lo dejó soñoliento ante el volante… Algo desmenuzado y añadido a su cerveza, esa cerveza que según usted, le pedía chillando…

—Salga usted de mi casa.

—Su casa —dijo él—. No le ha costado demasiado, ¿verdad?

Pasé como una exhalación ante él hacia la puerta principal, la abrí de par en par, y esperé, con una mano en el picaporte y la otra en la cadera. El corazón me latía a toda máquina y no me atrevía a hablar.

Él se adelantó, se puso la gorra y se apretó la chaqueta del uniforme en torno al cuerpo porque hacía frío. Cuando habló, su voz tenía una entonación tranquila, calmada, sin emoción alguna.

—Usted y yo sabemos que usted mató a su primer marido, señora White. Lo exhumamos demasiado tarde para encontrar rastros, pero eso no significa que no lo hiciera. Le sirvió usted una bebida que lo mató, y ahora lo ha vuelto a hacer, pero esta vez voy a probarlo, y la van a empapelar por esto.

—¡Largo, hijo de puta, largo!

Oí que Araminta corría hacia la puerta detrás de mí, y desde el comedor venía Myra también.

El agente Church se dio un toquecito en la gorra.

—Señora —dijo.