29

Empezó a redactar el certificado de defunción y lo interrumpió para llamar a la policía, «para que no haya ningún problema», y luego se volvió hacia mí.

—Probablemente él no se lo mencionó —dijo—, pero intenté decirle que este matrimonio podía ser fatal para él. Me preocupé mucho cuando vi la noticia en los periódicos de que se había casado…

Pero yo lo interrumpí.

—Él me lo contó todo, especialmente lo que usted le dijo, y de todos modos nos casamos. Earl conocía los riesgos, yo le rogué que los tuviera presentes, pero él quería llevar una vida normal.

El doctor Cord me miró entonces de una manera que ya era demasiado familiar para mí: el sargento Young me había mirado así, y el abogado Eckert también; Tom me miraba así, y Lacey, y Luke Goss, y muchos otros clientes del bar; todo tipo de hombres, cientos probablemente, desde que tenía doce años y empezó a desarrollarse mi figura de mujer. Supongo que en el trabajo provocaba esas miradas, con mi uniforme que exhibía las piernas y el pecho, pero no había nada invitador allí, en la habitación de mi esposo, con su cuerpo a menos de tres metros de distancia, y nada revelador ni provocador en mi propio cuerpo. Pero el doctor Cord, quizás acostumbrado a encontrarse con cadáveres en su trabajo, y nada impresionado por el de Earl, me miraba de todos modos. Noté que acudían las lágrimas a mis ojos, aunque eran lágrimas de rabia y de frustración.

—Earl tenía todo el derecho del mundo a llevar una vida normal —dijo el doctor Cord—, pero no estoy seguro de que fuera eso lo que tuvo. —Hizo un gesto en dirección al equipo de quelación intravenosa, que todavía se encontraba junto al sillón del rincón, y las agujas hipodérmicas para las inyecciones de vitaminas, alineadas en el estante que había al lado. Se inclinó y cogió el sujetador con la punta de los dedos índice y corazón, como si se tratara de algo sucio.

—Es una bonita prenda de lencería, señora White, pero a menos que me equivoque, es dos tallas demasiado pequeña para que sea usted su propietaria.

Yo se la cogí de la mano y me la metí en el bolsillo de la chaqueta.

—La policía llegará dentro de un momento —continuó—, pero para ellos no tiene que ser más que un caso rutinario. Les hablaré del historial médico de Earl, de sus ataques anteriores. No realizarán una autopsia si lo hago. No verán ningún motivo para hacerlo. Suponiendo que…

—¿Suponiendo?

—Suponiendo que no les hable de la prenda que tiene usted metida en el bolsillo. —Se dirigió a la silla y sacó la botella vacía del gancho—. Ni de tratamientos médicos que yo no había prescrito. Entonces quizá puede que hagan una autopsia. Realmente, no creo que sea necesario decírselo. Como favor hacia Earl, para que su alma repose en paz. Se merece algo mejor que ver su nombre enfangado por un escándalo en los periódicos. No existe hombre alguno, ni vivo ni muerto, que no necesite un favor de vez en cuando.

Supe entonces que pensaba en mí, en lo que creía que yo había sido para Earl… Algo semejante a lo que había sido Bella, pero mejor pagado.

—Ah, no, dígaselo —exclamé—. Cuénteselo todo, si quiere, lo que le dé la gana. No tengo nada que ocultar. Nada.

—Señora White…

—No quiero ningún favor. Ni tampoco los ofrezco, no del tipo que usted cree. ¿No le da vergüenza pensar…?

Entonces oí pasos en el vestíbulo y el ruido de la puerta al abrirse detrás de mí. El doctor Cord miró por encima de mi hombro y se puso más tenso, así que supuse que era la policía. No sabía si habían llegado a oír lo que yo decía, pero la verdad es que no me había callado. Rogué que al volverme, las caras que viera no fuesen conocidas.

Como tantas otras plegarias, esta tampoco fue respondida.

—Si tiene la amabilidad de apartarse un momento, doctor, y dejar esa botella —dijo el agente Church—, le estaríamos muy agradecidos.

Ninguno de los dos iba de uniforme, ni Church ni Young, y a ambos parecía que los habían sorprendido en una velada en su casa, y que habían salido corriendo al oír mi nombre. Me sentía inquieta. Aunque una vez más no tenía nada que ocultar, tenía muy mala pinta que apareciese allí con un segundo marido muerto entre las manos.

El doctor Cord les dio el informe completo, tal y como había amenazado con hacer, y yo tuve que explicar qué hacía el sujetador en mi bolsillo, y el asunto de la quelación, de modo que salió a relucir toda la historia. Lo único que no les dije fue que había sido idea mía que Earl llamase a Bella, ya que, después de todo, él había dicho que tuvo la misma idea, ¿no? También les dije que sintiéndolo mucho no conocía el nombre de Bella ni del Kitty-Cat. Sencillamente, recibí una llamada en el Garden y llegué corriendo, igual que ellos, y encontré la habitación tal y como la veían y a mi marido a punto de morir. Era verdad, aunque con una pequeña mentira añadida, que no tenía consecuencia alguna y lo único que hacía era ahorrarme algo de bochorno.

—¿Por qué cogió usted una prenda de ropa de otra mujer? —preguntó el agente Church, con la voz tan neutra como siempre, pero con una intención que no lo era tanto.

—Fue el doctor quien la cogió, no yo. Me la dio. Dijo que no quería que Earl se viera manchado por un escándalo.

El médico se había ido a casa por aquel entonces, dejando el certificado de defunción en regla y la sensación de que deseaba lavarse las manos de todos nosotros, Earl, yo, la policía, todo el mundo. Su paciente había muerto. Su trabajo había concluido.

—¿Y quién era esa mujer?

Yo me encogí de hombros.

—Supongo que en esta ciudad hay mujeres, igual que en todas partes, que aceptan dinero a cambio de actos íntimos. Los hombres siempre se las arreglan para encontrarlas.

El sargento Young me miraba con grave simpatía, o al menos eso me pareció. Sin embargo, Church, aunque fuera el de menor edad, era el que estaba dirigiendo el interrogatorio, y vi que su celo por culparme de algo no había acabado con la exhumación del cadáver de Ron, sino que simplemente había permanecido en hibernación, o remisión, como dicen cuando se trata de cáncer. El peligro nunca desaparece del todo, solo duerme durante un tiempo.

—Vamos a llevarnos algunas de estas cosas para que las examinen nuestros hombres en el laboratorio. Y le haremos la autopsia, claro.

—Hagan lo que crean conveniente.

—Podría ahorrarnos algo de tiempo si nos dijera ahora qué vamos a encontrar cuando lo hagamos.

—Tendrá que hablar con el doctor Jameson… Él fue quien le recetó esas cosas, el tratamiento que estaba tomando Earl y las sustancias químicas.

—¿Por qué llamó usted entonces al doctor Cord cuando su marido necesitó ayuda, en lugar de al doctor Jameson?

Señalé hacia el equipo.

—Porque yo no confiaba en todo eso. Y se lo dije a Earl. El doctor Cord le había advertido del riesgo, y le dijo que podía morir por culpa de ese asunto. Así que lo llamé a él.

El agente Church asintió como si pensara que todo aquello era muy razonable, y yo respiré con un poco más de tranquilidad. Él me tendió la mano y me acompañó hacia la puerta.

Pero antes de que saliera, volvió a decir:

—Sé que no tendría que decirle esto, pero de todos modos, se lo diré. No salga de Hyattsville, señora White, ¿de acuerdo?

—¿Adónde quiere que vaya? —dije yo.

—No lo sé, pero no se vaya.

—¿Puede decirme cuál es el motivo?

—Podemos necesitarla aquí para la investigación.

Y eso fue todo lo que dijo, pero yo vi en sus ojos que había algo más que no decía, mucho más.

Fui al piso de abajo mientras Young y Church se quedaban con el cuerpo. Araminta vino al salón y yo le pedí que me hiciera compañía. Luego vinieron Myra y Leora, y las cuatro nos quedamos allí sentadas, sin hablar. Entonces les dije que no había hecho ningún plan todavía, de modo que no podía hablar del futuro, pero que les aseguraba que «ocurriera lo que ocurriera» me portaría bien con ellas, y las ayudaría a buscar otro trabajo. Ellas estuvieron muy amables y comprensivas. Luego sonó el timbre y bajó Church a abrir la puerta. Entraron dos hombres con una camilla. Pidieron el certificado de defunción y Church se lo entregó. Y así salió Earl de la casa, de este mundo y de mi vida.

Aquella vez fui yo, y no Ethel, quien llamó al enterrador, o a la empresa de servicios funerarios, como quiera que se los llame ahora. Llamé al mismo, y en el turno de noche estaba una chica. Me dijo que contactaría con la policía a la tarde siguiente para hablar de la entrega del cuerpo. Suponía que ése sería el tiempo necesario para completar la autopsia.

Era viernes por la noche, tal como he dicho, y no se realizaban funerales en sábado ni en domingo, de modo que el servicio tendría que esperar hasta el lunes. Pero pasaron muchas cosas durante el fin de semana. El sábado por la mañana me llamaron los dos periódicos, el Post y el Star, porque tenían el certificado de defunción, algo que parece que los medios de comunicación obtienen siempre automáticamente. Me preguntaron por las circunstancias de la muerte, pero no sabían demasiado todavía, porque aceptaron las respuestas sencillas que les di y no me presionaron para que les explicara nada más. También me preguntaron por el negocio de Earl, el que inició su abuelo y continuó su padre. Querían saber quién los continuaría ahora. Yo no tenía ni idea, pero me di cuenta, notando un nudo en el estómago, de que sería yo quien tendría que tomar la decisión.

Cuando salieron las ediciones de la tarde con la noticia, ya había llegado el abogado, Bill Dennison, que venía en avión desde Nueva York con el testamento que había redactado Earl hacía muy poco tiempo y en el cual me lo dejaba todo a mí, excepto unos pequeños legados para los sirvientes y algunas de las personas que trabajaban en la oficina de Earl, dos mil quinientos dólares a su secretaria y mil para cada uno de los demás, una docena en total. Cuando leí todo esto y Bill me explicó algunas de las partes, yo ya me estaba mareando. Pero seguía llegando más gente, algunos desconocidos para mí; otros, amigos, como Jake, Bianca, y al final Liz, a la que deseaba ver más que a nadie, sin contar a Tom, que no apareció. Le rogué a Liz que se quedara a pasar la noche, para que me ayudara a soportar aquel mal trago, pero no podía porque tenía que trabajar. Mientras estaba conmigo llamó el señor Garrick, de la funeraria, y tuve que decidir unas cuantas cosas como el ataúd, el número de limusinas y la hora a la que se celebraría el funeral. Al parecer él ya sabía lo de la parcela funeraria de los White. De modo que elegí un féretro de caoba, la urna para después de la cremación, para ser colocada en el interior, y siguiendo sus indicaciones establecí la hora del funeral, las doce del mediodía del lunes. Él me sugirió su propia capilla para celebrar el servicio, y el reverendo Archibald Fisher como ministro.

—Era el párroco del señor White y creo que sería lo más indicado.

Yo acepté todas sus sugerencias y pedí cuatro limusinas «por si acaso», y luego también acepté que mandase un coche solo para mí.

—Por supuesto, uno de mis empleados la acompañará… y estará a su disposición por si surge cualquier cosa.

—Están hablando de él —dijo Araminta, acercándose justo después de que se fuera el de la funeraria—. El señor Wilcox parece que ha perdido a un hermano.

—¿En la radio, quiere decir?

—Sí, señora.

Como Ethel la tenía puesta siempre, por aquel entonces debía de saberlo ya… lo de la muerte, quiero decir. Me pregunté qué tenía que decirle cuando llamase. Pero no tuve que preocuparme, porque no llamó.

Al caer la noche del sábado ya lo tenía todo dispuesto, y pensé que me volvería loca si no descansaba un poco. De repente le dije a Araminta que iba a salir, que no se preocupase de prepararme la cena. Cogí un abrigo, salí, me metí en el coche y fui hasta el Garden. Llegué antes de que empezase la hora de la cena, de modo que pude sentarme a mi mesa habitual, y Liz se portó muy bien conmigo. Me hizo compañía, acercándose siempre que podía, o sea, cada vez que tenía un minuto libre. No quería que yo me fuese a la cocina, y me trajo la cena allí mismo, con los cubiertos y una servilleta. Tomé un bistec y me sorprendió constatar que tenía hambre. Y entonces me di cuenta de que no había comido nada desde la hora del desayuno.

Al día siguiente era domingo, y cuando abrí la puerta aparecieron tres personas, un hombre y dos mujeres. Instintivamente supe quiénes eran, y de hecho los esperaba en cuanto apareció la noticia de la muerte de Earl en los periódicos. Los hice entrar, les ofrecí té, que no quisieron tomar, y agua, que aceptaron las dos mujeres.

—Señora White —dijo el hombre—, me llamo Olson, y estas dos señoras son mis hermanas, la señora Hines y la señora Wilson. Nuestra madre fue la primera esposa del señor Earl K. White, y hemos venido para preguntarle si él ha cumplido lo que nos prometió, que era dejarnos una cantidad en herencia en su testamento, para que podamos entrar en posesión de nuestra propia herencia, el dinero que nos dejó nuestra madre, y que fue a parar a sus manos mediante una trampa. Él nos dijo que no nos lo daría mientras viviese, y que teníamos que esperar a que muriera. Así que tuvimos que esperar. Pero hemos venido ahora, señora White, a ver si ha dejado ese dinero para nosotros en su testamento. ¿Lo ha visto, señora White?

—Pues sí, lo he visto.

—¿Y qué dice de nosotros?

—Nada. Me lo deja todo a mí.

Él se levantó y cogió su sombrero.

—De acuerdo, señora White —me dijo—, usted ha sido muy amable con nosotros, y quizá no conozca los detalles de cómo nos engañó el señor White. Pero nosotros sí que lo sabemos. Tenemos todas las pruebas, de modo que presentaremos una demanda contra usted mañana mismo. El testamento será impugnado.

—Lo dudo muchísimo.

—Lo será, se lo prometo.

—¿Quiere apostar?

—¿Se está usted burlando?

Yo abrí el bolso que tenía encima del sofá, saqué un billete de un dólar y lo puse encima de la mesa de centro.

—Apuesto un dólar a que no hay ninguna demanda.

—No es cosa de broma.

—¿Quién dice que sea una broma?

Él busco en su bolsillo y colocó otro billete de dólar junto al mío.

—Muy bien —le pregunté—. ¿Cuánto les debía mi marido?

—Bueno… No lo podemos decir con toda precisión sin calcularlo.

—Pues calcúlelo.

—Me costará un poco de tiempo.

—Tenemos todo el día.

—Eh, espere un momento…

—Por el amor de Dios, Vincent, te ha preguntado cuánto… ¡Calcúlalo!

Aquélla fue la señora Hines, tan fuerte que Araminta apareció diciendo:

—¿Me necesita usted, señorita Joan?

—No, Araminta. Pero muchas gracias.

Se fue y cuando volví con mis visitantes, éstos estaban conferenciando en torno a la mesa, usándola como escritorio y garabateando en media hoja de papel que el señor Olson se había sacado del bolsillo, y recogiendo información de varios documentos que habían dispuesto en fila de manera muy ordenada. Al final se volvió hacia mí:

—Por los extractos bancarios que ella dejó, y en los que se refleja el efectivo que le entregó a él, de nuestra madre estoy hablando, hay cuatro cantidades distintas, una de cincuenta y dos mil dólares, otra de treinta, otra de setenta y cinco, y una de ciento noventa y siete… trescientos cincuenta y cuatro en total, que ella quería dejar a sus hijos, para que lo repartiéramos a partes iguales entre nosotros.

—¿Y cuándo fue eso?

—Nuestra madre murió hace seis años.

—¿Puedo ver el papel, por favor?

Cogí aquel papel, le di la vuelta, cogí el bolígrafo y escribí: 354.000. Luego lo multipliqué por 0,6 y me dio 21.240 dólares. Lo hice cinco veces más, después de añadir 21.240 a 354.000 dólares, de modo que estaba calculando los intereses compuestos. Al cabo de seis años subía a 502.155,77 dólares. Les pedí que comprobaran si el cálculo era correcto. Entonces saqué mi talonario de cheques de la cuenta conjunta que Earl había preparado para mí, y rellené tres cheques por una cantidad de 167.385,26 dólares cada uno. Era casi todo el dinero que había en la cuenta principal, y entendí por qué Earl no lo había hecho antes: probablemente la cuenta no contenía el dinero suficiente hasta que vendió la participación al nuevo socio de la empresa, y después quiso retener aquel dinero para cubrir los gastos de la educación de Tad. Bueno, yo también tendría esos gastos y otros más… pero pagar a aquellos tres la cantidad que se les debía era lo correcto. Los tenía presentes a los tres desde que Earl me habló de ellos por primera vez, y quería arreglar las cosas.

—Solo tendrán que firmar esto para que todo sea legal —dije, tendiéndoles, junto con los tres cheques, un documento que le había pedido a Bill Dennison que preparase el día anterior. «Acepto la cantidad que aquí se me ofrece como compensación por toda posible reclamación, pasada, presente o futura contra Joan White, los representantes legales de Earl K. White o cualquier otra», así empezaba, y luego seguía más o menos igual el resto de la página. Al final había tres rayas para que firmasen ellos. Uno por uno, los tres se inclinaron sobre la mesa y firmaron.

Al salir, el señor Olson casi me besa, y sus dos hermanas lo hicieron.

—Señora White —dijo él—, es usted una persona decente, y no sé qué más decir. —Se volvió hacia la puerta—. Y se ha ganado el dólar, por supuesto.

—Ya dije que no era ninguna broma.

Y le sonreí, la primera sonrisa sincera desde la muerte de Earl… y la última que aparecería en mis labios durante algún tiempo.