Salimos. Le abrí la portezuela del pasajero y él entró. Yo también entré en el coche y nos fuimos a casa… a su casa, al menos, y al lugar que yo había llegado a llamar mi casa, porque al parecer vivía allí. Fui hasta el garaje y aparqué el coche. Luego él y yo nos dirigimos hasta la puerta principal. Todo el tiempo él callaba lo que sin duda quería decir. En cuanto entramos en el salón, explotó:
—¿Así que eso es lo que quieres? ¿Desacreditarme? ¡La esposa de Earl K. White no trabaja en un bar de copas!
—La mujer de Earl K. White trabajaba en un bar de copas, como muy bien sabe Earl K. White… y la esposa de Earl K. White puede hacer lo que le dé la realísima gana, y le da la gana, cuando la dejan sola una noche, pasarla con sus amigos, y si estos necesitan ayuda en el trabajo, los ayuda. ¿Alguna pregunta más?
—¿Por qué no haces tú alguna pregunta?
—¿Como cuál?
—¿Por qué no preguntas dónde he pasado la noche?
—Porque no es asunto mío, por eso… pero ya que me lo dices tú mismo, pues muy bien, ¿dónde has pasado la noche?
—En un salón de masajes.
—¿En una casa de putas disimulada, quieres decir?
—Bueno…, llámalo como quieras.
—Lo llamo lo que es en realidad…, o por lo menos lo que me han dicho que es, y tal y como me lo han dicho, me lo creo. ¿Y has disfrutado de tu visita?
—Desde luego que sí.
—Pues me alegro mucho.
—Ya me lo imaginaba. A lo mejor te interesa saber que tú estabas equivocada, y el doctor Cord también estaba equivocado. Me han hecho lo que podríamos llamar un masaje, dos, de hecho… sin resultados fatales, como puedes ver.
—Pues me parece maravilloso, Earl, pero eso no significa que el doctor Cord estuviese equivocado.
—¿Ah, no? Pues yo diría que sí.
—No, si por «masaje» entiendes lo que yo creo, es decir, que una mujer joven te toque con las manos. Sí, vale, al final se quita la toalla y trabaja un poco más de lo que se supondría legalmente… Podrías haber muerto, pero gracias a Dios, no ha sido así. Aún así, existe una gran diferencia entre eso y lo que tú me proponías que hiciéramos, y si no sabes cuál es la diferencia, no soy yo la que te lo voy a decir.
—He sobrevivido a aquello y puedo sobrevivir a esto de la misma manera.
—Es como si dijeras: como puedo saltar desde el bordillo, pues también puedo saltar por la ventana, ¿no?
—¿Estás diciendo que crees que el acto contigo sería tan tremendo?
—Sí, eso precisamente estoy diciendo, Earl, o, si no, no estarías tan obsesionado por hacerlo. He visto lo que te pasa cuando te excitas. Una mujer a la que no conoces y a la que no volverás a ver no puede excitarte como tu mujer, y el contacto de la mano de una mujer no puede excitarte igual que poseer todo su cuerpo. Esta noche te has enterado de que tu cuerpo puede soportar algunas cosas, pero no sabes si estás preparado para lo que deseas. Y la única forma que tienes de averiguarlo es demasiado peligrosa.
—¿Y tú sabes todo eso? Eres una mujer impresionante, Joan, desde luego… aunque no recuerdo que hayas estudiado medicina. Déjame que te enseñe una cosa. —Se levantó y sacó una escalerilla pequeña de caoba, de no más de medio metro de alto, con dos escalones, para ponerla ante la biblioteca, que por un lado de la habitación era bastante alta—. La revista que me ha prestado el doctor Jameson tiene un artículo sobre la angina de pecho.
—No pienso cambiar de opinión, pero es igual, enséñamelo.
Bufando, sujetándose al estante con una sola mano para mantener el equilibrio, se subió al peldaño más alto y cogió un volumen estrecho. De repente, en lugar de abrirlo, se agarró el pecho y se volvió hacia la habitación. Comprendí que le había dado un ataque, y que si no hacía algo rápidamente, se tambalearía y se caería. Cogí la escalera y le rodeé las piernas con los brazos.
—Apóyate en mí, Earl —susurré—. No intentes bajar los escalones… Apóyate en mí y ve deslizándote hacia abajo.
Así lo hizo, y al final acabó bajando al suelo. Yo soy bastante fuerte, y fui capaz de acompañarlo hasta una silla.
—¿Tienes las pastillas al lado de la cama, como en Londres? —le pregunté.
—Sí… ¡Sí! —susurró, y luego dijo—: ¡Joan, corre! ¡Por el amor de Dios, tráemelas, rápido!
Corrí. Ni siquiera sabía qué habitación era la suya, pero abriendo puertas al final la encontré y vi el frasquito en la mesilla que había junto a la cabecera de su cama. Lo cogí y corrí escalera abajo. Él estaba todavía en la silla, sufriendo. Saqué una pastilla y se la puse en la mano. Él se la metió en la boca, y vi que se la ponía debajo de la lengua. Tendió la mano para que le diera otra y yo se la di. Se la tragó también y al cabo de un momento su respiración empezó a tranquilizarse. Susurrando ásperamente, empezó a hablarme de nuevo, como en Londres, de lo que debía hacer si moría aquella vez.
—¿Quieres callarte, maldita sea?
Él exhaló un enorme suspiro, con toda la cara roja y torturada.
—No morirás esta vez. Estoy aquí y ya me ocuparé yo de que no te mueras.
—¿No quieres que me muera?
—¿A ti qué te parece?
—Joan… tú no me amas, no me quieres nada, pero yo sí que te quiero, no puedo evitarlo.
—Earl, sí que te quiero, pero no tengo ganas de querer a un cadáver.
—Vale, sí…
Poco a poco pasó el ataque.
—Lo peor es cuando empieza. Parece como si tuviera una mano apretándome los pulmones y dejándome sin aire…, no el corazón, sino los pulmones, aunque la causa de todo es el corazón, claro.
—Tranquilízate.
—Joan, lo estoy intentando.
Y luego, de repente, todo pasó, y él se quedó medio caído en la silla, todavía en un estado de abatimiento. Cuando se recuperó un poco para poder incorporarse, le pregunté:
—¿Podemos hablar ya?
—Sí, vale… ¿De qué quieres hablar, Joan?
—Del salón de masajes.
—Está bien, pero quiero añadir algo a lo que te he dicho antes. Todo ha ocurrido como te he contado, excepto que ha sido contigo y no con la chica de los masajes.
—¿Cómo?
—Pues imaginándomelo. Me imaginaba que eras tú. En mi mente y en mi corazón, has sido tú… Eso es lo que quería decirte. Estoy intentando decirte que, a pesar de todo, a pesar de lo que sientes por mí, yo te quiero. De verdad.
Ahí tenía la posibilidad que me había sugerido Liz: arreglarlo todo fingiendo. De pronto me di cuenta de que yo también lo hacía, en los primeros tiempos de mi matrimonio, cuando Ron y yo todavía lo estábamos intentando, y desde entonces he leído que es algo que hace toda la especie humana, en un momento u otro. Pero con Earl no podía. No era capaz de fingir.
Él esperó y luego me dijo:
—Te he interrumpido, Joan. ¿Qué querías decirme?
—Lo del salón de masaje… Por favor, no vuelvas a ir nunca más.
—¿Me das algún motivo para que no lo haga?
—¿Y todavía me lo preguntas, después de lo que ha pasado?
No parecía avergonzado.
—No ha sido el salón de masajes lo que ha provocado esto —dijo—, sino la pelea contigo, el esfuerzo…
—Han sido ambas cosas, Earl. Ha sido la combinación de las dos. Y aunque no nos hubiésemos peleado, podía haber ocurrido si algo te hubiese puesto en una situación emocional parecida. Y si te hubiera pasado conmigo, por permitirte que hagas lo que me estás rogando… yo no podría seguir viviendo, sabiendo que he sido la causa de ello. ¿Comprendes lo que te quiero decir? ¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué no puedo permitirme decirte que sí? ¿Te das cuenta de lo que significa?
—Pero no sé si te das cuenta tú, Joan, de lo que significa para mí saber que puedo ser normal y vivir la misma vida que lleva todo el mundo… y tener que renunciar a ella solo porque tienes miedo… No puedo prometerte eso, Joan. No puedo.
—Entonces, si va a ser así, al menos podemos eliminar en lo posible el riesgo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—¿Te gustaba la chica del salón de masajes?
—Pues aunque no te lo creas, la verdad es que era bastante agradable…, amable, comprensiva y dulce.
—Sí, claro, ya me lo imagino —no pude evitar soltar.
—No ha sido barato.
—¿Quién mejor que yo puede saber que tú no podrías hacer nunca nada barato, Earl? Bueno, muy bien, ¿cómo se llamaba?
—Bella.
—¿Y ese sitio, cómo se llama?
—Kitty-Cat, en Arlington.
—Bueno, pues mañana o cuando sea, si sientes la necesidad de ir y no puedes resistirte o no quieres, debes llamar… Yo te buscaré el número… Y hacer venir aquí a Bella.
—Joan, eso sería muy desagradable…
—Mucho más desagradable sería si te ocurriera algo en el Kitty-Cat, si tuvieras un ataque estando allí. Earl, para ellos serías solo un problema, algo de lo que hay que librarse, a quien hay que poner en la calle antes de que llegue la policía. No podemos dejar que te ocurra semejante cosa. —Le aparté unos mechones de pelo de los ojos—. Igual que tú necesitas saber lo que yo siento, y aceptarlo, yo debo saber también lo que tú sientes, y aceptarlo. Y supongo que lo voy a hacer… Por tu bien desearía que no lo hicieras, pero no se pueden contener las cataratas del Niágara… y parece que esa compulsión tuya es igual de fuerte.
—¿De verdad quieres que yo…?
—Si tiene que ser así, pues sí, quiero que lo hagas. Para que estés aquí, donde sabemos cómo ocuparnos de ti, y podemos llamar al médico, en caso necesario.
—Si me lo planteas de esta manera…
—Sí, te lo planteo así.
—Eres increíble, Joan.
Al día siguiente él se fue al despacho, pero volvió casi de inmediato, cuando yo todavía estaba acabándome el desayuno.
—En el coche me he acordado de una cosa que quiero solucionar… —dijo—. Pensaba hacerlo, pero me he dado cuenta de que es mejor que lo haga ahora. ¿Puedes venir conmigo al banco?
—Claro.
Cogí un abrigo, salí con él y entré en el coche mientras Jasper mantenía la portezuela abierta, y fuimos al Suburban Trust, en College Park. Allí el director, el señor Frost, vino corriendo desde su despacho para estrecharme la mano y que me presentaran, porque el matrimonio había salido en los periódicos, claro.
—Dick —le dijo Earl—, quiero cambiar mis cuatro cuentas, la corriente, la especial número 1, la especial número 2 y la de ahorros, y que en lugar de estar solo a mi nombre que sean conjuntas, a mi nombre y al de la señora White… para que esté protegida en caso de que yo muera.
—Cosa que me parece altamente improbable, señor White, pero si así es como quiere arreglar las cosas…
—No solo es probable, sino segura… Si Dios tiene la oportunidad, hace cosas asombrosas.
—Siempre hace esa pequeña broma —dijo el señor Frost, sonriéndome.
—Sí, siempre.
Entonces dieron por concluida la charla trivial y fuimos a su despacho, que era de buen tamaño y tenía las paredes de cristal. Nos sentamos y el señor Frost llamó a una chica y le dijo que trajera unos formularios determinados, que ahora mismo no recuerdo. Los firmamos, Earl para dar el visto bueno y yo para constar como cotitular de las cuentas, para que tuvieran una muestra de mis firmas, en cuatro tarjetas distintas. Las cuentas especiales resultaron ser para los impuestos, una federal y la otra estatal. Al final me incluyeron en las cuatro. Earl pidió el balance de cada una de ellas. Me quedé asombrada. En la cuenta corriente había más de seiscientos mil dólares, en una especial doscientos treinta mil, en la otra noventa mil, y en la de ahorros sesenta y cinco mil. Yo sabía que él era rico, pero no tenía ni idea de que lo fuese tanto. Cuando acabamos le estreché la mano al señor Frost y le di las gracias, y Earl le dedicó una inclinación de cabeza. Luego nos dirigimos hacia la puerta, pero el señor Frost tomó aquella señal como una despedida, y no vino con nosotros. En el vestíbulo de cristal, en la entrada del banco, Earl me cogió del brazo repentinamente.
—Joan, dije unas cosas horribles anoche, porque soy un hombre enamorado. Te quiero con locura y…
—Yo también te quiero, Earl.
Lo dije sin vacilación alguna en mi voz en aquella ocasión, sin dudar, y esperaba que sin la mirada aterrorizada de Tad en mis ojos.
—Quizá —dijo él—, a tu manera. Al menos sé que no quieres que muera, porque has tenido muchísimas oportunidades de dejarme morir, incluso anoche mismo. Pero aun así… —Hizo una seña en dirección al banco—, me alegro de haber hecho esto. Ahora ya tienes conmigo vivo lo mismo que podrías tener si muriera.
—Por favor, no digas esas cosas…
—Es que no quiero que esto se convierta en un problema, ni a tus ojos ni a los de nadie más.
Aquella noche se comportó tal y como a mí me gustaba, tranquilo, cortés y sin exigencias, físicamente quiero decir. Mirábamos la televisión y cuando yo, muy nerviosa, dije que quería irme a la cama, él me dio unas palmaditas, me besó y me acompañó al piso de arriba, pero no intentó seguirme a mi habitación y tampoco llamó a la puerta después de retirarme. ¡Qué alivio! Por fin podría dormir sin que el miedo me hiciera compañía. Al día siguiente por la mañana vino a besarme cuando yo todavía estaba en la cama, y luego se fue al trabajo con Jasper. Por la tarde vino a casa, se cambió de ropa para salir a pasear, se fue al Garden y volvió sin incidente alguno.
Aquella noche fue como la anterior y como la siguiente. Pero a la tercera noche las cosas ya no fueron iguales, en absoluto. Él dio su paseo habitual, volvió a casa y me dio un beso, pero de una manera rara, como culpable, y luego se fue al piso de arriba, pidiéndome que no me acercara al teléfono porque tenía que hacer una llamada. Luego, cuando sirvieron la cena, él no bajó. Yo subí, llamé a su puerta y la abrí, y lo encontré sentado con su mecanismo intravenoso conectado, con el tubo de goma introduciéndole la medicina en el brazo desde una botella que colgaba en lo alto. Se sobresaltó y pareció avergonzarse, casi como si lo hubiese pillado haciendo algo malo, cosa muy tonta, porque yo sabía que estaba recibiendo aquel tratamiento y él sabía que yo lo sabía. No dije nada, solo le informé de que la cena estaba en la mesa, y él dijo que no quería cenar, «al menos de momento». Era una forma muy rara de decirlo, como si tuviera hambre, pero renunciara a la comida por algún motivo. Ni siquiera me miró, así que bajé y cené sola, intentando imaginar por qué, pero no lo conseguí. Estaba más tarde en el salón cuando sonó el timbre de la puerta. No tenía que venir nadie, que yo supiera, y de repente tuve una sensación rara.
—Yo abriré —le dije a Myra, que se dirigía a la puerta para abrirla.
Cuando abrí apareció una chica con una especie de uniforme de enfermera, un abrigo sobre los hombros y un taxi en la entrada de casa, tras ella. Parpadeó.
—Si es usted el ama de llaves —dijo—, yo soy Bella, me ha llamado el señor White.
Confieso que noté que el suelo oscilaba bajo mis pies. Allí estaba aquella mujer, a sugerencia mía, sin duda, pero verla en carne y hueso, con el taxi esperando afuera, me dio vértigo.
—Ah, sí —dije—. Creo que el señor White la está esperando… Pase, por favor.
Ella entró, y yo cogí el bolso que tenía en el salón, salí y pagué el taxi, doce dólares y pico. Le di quince y luego volví adentro. Subí la escalera y llamé a la puerta de Earl.
—¿Earl? ¡Compañía!
Supongo que lo hice con malicia, al menos un poquito, porque alguien me había dicho una vez que así es como la madama llama cuando llega un cliente: «¡Chicas! ¡Compañía!». De todos modos le hice señas a la chica para que subiera, le indiqué a qué puerta debía llamar y bajé. Cuando oí que la puerta se abría y se cerraba, fui a la cocina y le dije a Araminta:
—El señor White tiene una visita. No se le debe molestar, pero si ocurre alguna cosa, si tiene un ataque, puede encontrarme en este número. —Escribí el número del Garden en el bloc de notas de la cocina. Para asegurarme de que me había entendido, le pregunté—: ¿Entiende lo de los ataques?
—¿Quiere decir cuando le da dolor en el pecho?
—Eso es. Me llama de inmediato. Puede darle sus pastillas si las necesita, pero no llame a nadie más, ni al médico ni a nadie, hasta que yo llegue aquí. No tardaré más de diez minutos.
—Sí, señora White, lo entiendo.
Me miró muy extrañada, pero noté calidez bajo su mueca de extrañeza, y comprendí que las cosas estarían bajo control. Luego me puse el abrigo, saqué el coche y me dirigí al Garden.
Era un viernes de principios de noviembre, el guardarropa estaba abierto de nuevo, por primera vez desde hacía meses, ya que en verano no se llevan sombreros ni abrigos ni nada que se deba guardar en él, y el mes de octubre había sido cálido. En el mostrador había una chica nueva a la que no conocía, pero allí tenían el teléfono, y yo dependía de ella. Le di un dólar y cuando le dije mi nombre respondió que sabía quién era y que estaba muy contenta de conocerme. Supongo que era conocida como la chica que había hecho fortuna.
—Espero una llamada —le dije—, una llamada muy importante, y estaré en el bar. Por favor, no me falles. Yo quizás esté ayudando a Liz, así que si no me ves a mí, díselo a ella.
—Puede confiar en mí, señora White.
—Joan.
Liz me sentó primero a la barra entre otros clientes, y luego me trasladó a mi mesita habitual, cuando ésta quedó libre. Realmente no esperaba ninguna llamada, y estaba muy feliz ayudándola con sus pedidos cuando de repente alguien me tocó el brazo, y cuando me volví, allí estaba la chica nueva del guardarropa.
—Llamada para usted, Joan. La mujer dice que es importante.
Era Araminta.
—Venga rápido, señora Joan… Le ha dado un ataque. Esta vez es malo… muy malo.
Aparqué el coche delante de casa y ella ya tenía la puerta abierta cuando salí corriendo. Subí la escalera. Myra estaba en una silla junto a la cama y Earl metido en la cama y sin ropa, a juzgar por la pila de ropa tirada en el suelo, pantalones, camisa, ropa interior y demás. Junto a todo aquello se encontraba un diminuto sujetador de encaje, que había dejado olvidado su propietaria al salir corriendo hacia la puerta.
Él se agarraba el pecho y tenía los ojos cerrados y muy apretados, pero cuando me vio entrar, los abrió.
—Gracias a Dios que estás aquí, Joan —gimió. Cada palabra le costaba un esfuerzo enorme—. Esto ya está… Has ganado…
—¿Ganado? ¿Cómo que he ganado?
—Quiero decir que tenías razón.
Le dije a Myra:
—Bien. Todos lo habéis hecho muy bien. Ahora…
—Si me necesita, llámeme, señorita Joan. —Y se fue.
—¿La chica te ha dejado así? —pregunté.
—Yo le he dicho que se fuera… Estaba asustada.
Vi el botecito de pastillas junto a la cama, vacío.
—¿No te ha servido la medicina?
—Esta vez, no. Es el fin, lo noto. Tú… has ganado.
—¿Quieres dejar de decir que he ganado? Si al final es como dices, lo habré perdido todo.
—Así será… Esta vez no es solo el dolor… No puedo respirar…, algo raro. No puedo seguir así. Si te hubiera hecho caso…
—Para. Para. —Tenía el teléfono en la mano y busqué el número del doctor Cord en el listín. Había dos números, uno con una «C» al lado, que supuse que sería el de su casa; cuando eres lo bastante rico, y supongo que estás lo bastante enfermo, tu médico te da el número de su casa para que le llames de día o de noche. Y efectivamente, el doctor Cord cogió el teléfono en su casa, y antes de que le dijera una frase de explicación, dijo que venía de inmediato. Cuando volví junto a Earl, tenía peor aspecto y apretaba la mandíbula por el dolor. Aun así me dijo:
—He oído decir… que le pegaste a un tipo… en el Garden.
—Sí, le di una buena paliza.
—Por… intentar meterte mano…
—Sí.
—Ojalá… me hubieras pegado a mí. Solo una vez. Ojalá me hubieras metido en la cabeza algo de sentido común…
Durante un par de minutos no dijo nada, ni yo tampoco, solo lo veía luchar para aspirar aire, y le cogía la mano. Dejó escapar un pequeño gemido.
—Es culpa mía —dije yo—. Todo esto fue idea mía, yo pensaba que estarías bien…
—No. No fue… idea tuya.
—Yo te sugerí que la llamaras.
—Yo había tenido la idea… semanas antes… de que tú lo dijeras. Estaba tan loco… No me atrevía a planteármelo yo mismo. Pero me salí con la mía. Joan, escucha… hay algo que todavía no te he dicho…
—Sí, Earl. ¿Qué?
Él se incorporó apoyándose en un codo para decirlo, pero yo no llegaría a averiguar nunca lo que era. Cuando cayó hacia atrás había muerto, y en aquel preciso momento entró un hombre por la puerta al que no había visto jamás, y dándome cuenta de que era el doctor Cord, le dije:
—Gracias por venir, doctor. Pero me temo que ha llegado demasiado tarde.
Él se inclinó hacia Earl y le tomó el pulso, y al no encontrarlo, volvió a dejar con suavidad el brazo.
—Hace tiempo que era de esperar, señora White.