Ella se fue y yo me levanté y me vestí. Luego bajé y me senté en el salón, esperando que Earl volviese a casa. Pero no estuve mucho rato, porque a las cuatro y media llegó el coche y entró él, animado y alegre.
—Dispuesto para dar un paseo hasta el Garden of Roses… solo que esta vez la que me servirá será Liz, en lugar de una guapa chica que conozco.
Yo le acaricié la mejilla y le dediqué la sonrisa que buscaba. Admito que me sorprendió que deseara mantener su costumbre de visitar el Garden, pero no había razón alguna para que no fuera así. Llevaba mucho tiempo yendo, mucho antes de que yo apareciese, de modo que, ¿por qué no continuar con su costumbre?
—Pero, Joanie —susurró, abrazándome—, cuando vuelva te daré una gran noticia. Todavía me cuesta creerlo. Te daré una pista: a partir de ahora podremos llevar una vida normal, como las demás personas.
Y subió, se cambió y se puso ropa más informal, los zapatos deportivos que llevaba en esas ocasiones, los pantalones de tejido grueso, la camisa de franela y la americana. Me acarició y me dio un beso y se dirigió a la puerta, haciendo señas a Boyd y señalando su reloj. Luego, bruscamente, se fue andando. No me había dicho nada, si deseaba ir a algún sitio o no, y yo pensé: «Tengo que arreglar esto ahora mismo». De modo que me puse el abrigo y salí hacia donde estaba Boyd, en el coche, esperando para traer de vuelta a Earl. Me metí en el asiento trasero y le pedí que me llevara al garaje donde había dejado mi coche. Él pareció algo sorprendido.
—De acuerdo, señora White.
—Preferiría que me llamase Joan.
—De acuerdo, Joan —dijo Boyd.
Una vez en el garaje pagué los gastos de mi coche, que ascendían a treinta y cinco dólares, y volví conduciendo yo misma. De camino pasé junto a mi antigua casa, mi pequeño y anticuado bungaló, el único hogar que había conocido desde que salí huyendo de Pittsburgh. Estaba exactamente igual. Pasé de largo. Cuando volví a la mansión White (no soy capaz de acostumbrarme a decir «a casa») di la vuelta para entrar en el garaje y dejé allí mi coche. Había tres coches más: un coche familiar, una camioneta y un sedán algo destartalado, que probablemente pertenecía a uno de los criados. Estoy segura de que podía haber conseguido las llaves de uno de los otros dos vehículos y usarlo, pero yo era feliz teniendo a mano mi propio coche.
Justo antes de las seis volvió Earl, en el coche con Boyd, me reuní con él en el vestíbulo y le pregunté si le había gustado el paseo.
—Muy bonito —me respondió—, excepto la parada en el Garden. Tu antigua colega, Liz, es una persona muy poco recomendable, es vulgar, se toma demasiadas confianzas y es reprobable en todos los sentidos.
—A mí me gusta.
—Pues a mí no.
—Es amiga íntima mía, casi la única amiga que tengo aquí, y te agradecería que no hablaras mal de ella.
—Como quieras…
—Bueno, entonces no digamos nada más de ella.
Me mostré un poco brusca, aunque no lo pretendía. Y luego pensé que era mejor mostrar interés.
—Pero, Earl, decías que tenías noticias… ¿Qué es?
Desapareció su ceño fruncido y el rostro se le iluminó.
—La mejor noticia imaginable. Joan, hoy he visitado a un nuevo médico, y le he contado lo que me dijo el doctor Cord… Que debía vivir con mucho cuidado el resto de mi vida, que no se podía hacer nada… y se ha echado a reír. Dice que todo eso está anticuado. Quizás hace diez años fuese cierto, pero hoy en día no. Ha empezado conmigo una serie de tratamientos que dice que tendrán resultados instantáneos. Una cosa que se llama quelación intravenosa… Es una técnica nueva, mediante la que te administran unos productos químicos y estos van limpiando todo lo que causaba problemas. No entiendo los detalles, pero a grandes rasgos se trata de eso. Y unas inyecciones de vitamina E dos veces al día.
—¿Y cree que así se te curará la angina de pecho?
—Está seguro. Lo ha hecho con una docena de pacientes…, dos docenas quizás, y ha funcionado en todos ellos.
—¿Y lo has probado hoy mismo? ¿Duele?
—No, en realidad no está mal. Las inyecciones son normales y corrientes, y la quelación… Bueno, tienes que quedarte sentado un par o tres de horas con una bolsa que va introduciendo poco a poco una sustancia en tu brazo a través de una aguja. Notas como un pellizco cuando te ponen la aguja, pero después incluso te olvidas de que la tienes.
—Hasta que te levantas e intentas andar.
—Está en un gotero —dijo él—. Con ruedas.
—Vaya, pues es muy emocionante todo esto —dije, intentando que mi voz sonara complacida—. Y supongo que vale la pena intentarlo. Pero ¿cómo sabrás si funciona o no?
Esbozó una enorme sonrisa, como si fuera un niño.
—Tendremos que probar, ¿no? Me ha dicho que esta noche es demasiado pronto, ya que el tratamiento necesita unas horas para hacer efecto.
—Earl, no estoy segura… Correrás un riesgo terrible…
—El doctor Jameson me ha asegurado que no es así.
—No será el doctor Jameson el que se ponga en peligro.
—Su reputación sí.
—¡Pero está en juego tu vida!
Earl parecía frustrado.
—¿O sea que no quieres intentarlo?
—Dame un minuto para pensarlo.
—Te doy diez segundos.
—Pues no, estoy demasiado asustada. No quiero que se repita lo que pasó en Londres, o peor aún.
—Lo que ocurrió en Londres lo provocó lo mucho que tuve que luchar contigo. Si dejas de resistirte y cooperas, entonces…
—No, no pienso cooperar.
Mi boca pronunció esas palabras, frías y tranquilas, con total deliberación. Su humor cambió totalmente, al momento.
—Ya veo que no lo harás —dijo, también tranquilo.
—No quiero que te mueras a mi lado…
—No, Joan. No mientas. —Se me acercó más—. No es ése el motivo. Suena muy noble, pero tu respuesta no me convence del todo. No piensas cooperar porque no quieres cooperar. Me siento como un idiota.
—Earl…
—Has estado jugando conmigo, ¿verdad? Fingías que me querías a mí, cuando en realidad lo que querías era mi dinero…, mi fortuna, esta casa, estos criados y todo lo que te he dado. Es…
—Earl, eso no es verdad y puedo demostrarlo.
—Muy bien, demuéstralo.
—Si fuera tal y como tú dices, lo único que tendría que hacer es cooperar, y como quien no quiere la cosa me encontraría con un cadáver… y todo sería para mí. Por el contrario, por tu propio bien, me niego a cooperar, a riesgo de tu vida. ¿No te parece que eso lo demuestra?
—Quizá, cuando todavía existía un riesgo. Ahora que no existe, pues no.
—Bueno, tú puedes pensar que ese nuevo tratamiento es muy seguro, pero en el fondo creo que son ilusiones que te haces, y a lo mejor hasta es un engaño, y si yo tengo razón, podrías morir. ¿Qué más quieres que te diga?
Pero él meneaba la cabeza negativamente.
—No puedes decir nada más, porque no me estás diciendo la verdad. Me estás mintiendo a mí y también te mientes a ti misma.
—Ah, así que sabes lo que yo me digo a mí misma… Me gustaría saber cómo consigues eso.
—Con mucho gusto. Lo que dicen tus ojos no es lo mismo que sale de tu boca… Tienen la misma mirada que ese niño tuyo cuando me chilló. Te pareces muchísimo a él, Joan, y tus ojos dicen lo mismo. Él me odia, y tú también me odias. Lo empecé a sospechar en Londres, cuando no me dejaste que te tocara, cuando insististe en que volviésemos antes a casa. Y ahora…
Intenté cogerle el brazo, pero él se soltó y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Jasper…! ¡Jasper!
Desde la cocina, y luego por la puerta del comedor, apareció Boyd, abrochándose la chaqueta mientras venía corriendo.
—Jasper se ha tomado el día libre, señor White, ¿no se acuerda?
Earl no respondió, salió como un loco y se fue hacia el coche, y se metió dentro. Boyd lo siguió, se inclinó junto a la ventanilla, se tocó la gorra al oír algo que procedía de dentro, subió al coche y se fueron.
No tenía ganas de cenar y fui a la cocina para decírselo a Araminta, así como a Myra, que también trabajaba esa noche. Me disculpé por no tener hambre y ellas dijeron que no importaba. Se mostraron muy amables, pero por la manera que tuvieron de tratarme supe que sabían por qué era.
Me fui al piso de arriba y estuve sufriendo un rato… pero después me di cuenta de que en realidad sí que tenía hambre. Como había rechazado la cena ya hecha, sin embargo, no podía cambiar de opinión y decirles que la volvieran a hacer. Se me ocurrió dónde podía comer. Decidí salir por la cocina y sorprendí a Araminta y Myra, que estaban cenando juntas.
—Si vuelve el señor White mientras estoy fuera, díganle que volveré a las nueve o las diez, ¿de acuerdo? Tengo que hacer un recado. Cogeré mi propio coche.
—Sí, señorita Joan. Así lo haremos.
Fui hasta el Garden, aparqué y entré en la coctelería. Estaba atestada, y Bianca echaba una mano a Liz. Bianca se acercó, nos estrechamos la mano, preguntó cómo me iba, y cuando le expliqué que había ido allí a cenar, me colocó en una mesa, la misma a la que se sentaba Earl y a la que se sentaba también Tom, y me preguntó qué deseaba tomar.
—¿Qué tienes? —le pregunté—. Tengo mucha hambre.
—Rosbif, pollo asado, goulash…
—Tomaré el goulash, Bianca.
El goulash estaba hecho con su propia receta especial, de la que estaba muy orgullosa, de modo que pedirlo era como hacerle un cumplido. Ella se fue a la cocina a encargarlo mientras yo estrechaba la mano a Jake y luego abrazaba a Liz, la besaba y le decía:
—Sorpresa, sorpresa. —Y entonces me llevé mi cubierto a la mesa como había hecho con los clientes tantas veces (servilleta, tenedor y cuchillo, cuchara, pan y mantequilla, todo lo que se tomaba con la cena) y me senté. Pero de repente tuve un impulso.
—No hace falta que me sirvas, Bianca —le dije—. Comeré en mi sitio de siempre.
De modo que me llevé el cubierto de nuevo a través de la puerta batiente, y entré en la cocina, estreché la mano al señor Bergie, así como al pinche que lavaba los platos, que era nuevo. Entonces le dije al señor Bergie:
—Es para mí el goulash que acaba de encargar Bianca… y me lo tomaré aquí, en mi sitio de siempre.
Me senté a la misma mesa plegable a la que me había sentado la primera noche, entre el fogón y la puerta de la despensa. Me puse cómoda y esperé mientras el señor Bergie me preparaba el plato. Luego fui a cogerlo, con los cubiertos que tenía en la mano, me senté y comí.
—El goulash está buenísimo esta noche —le dije, y él me dedicó un saludo.
Cogí un poco de ensalada del refrigerador, decidí saltarme el postre y me serví también un café solo. Luego me quedé allí sentada tomándome el café, y me sentí mucho más tranquila y relajada, como si me encontrara entre amigos.
Cuando volví al bar había cesado la aglomeración de la hora punta, así que me senté a la misma mesa y continué mi charla con Liz.
—Ha venido alguien —susurró.
—¡Oh! ¿Cuándo…?
—Hoy, nada más abrir.
—¿Y…?
—Le he dicho que te había visto.
—Ah, bien…
Intenté disimular, pero ella no dejó que la cosa quedara ahí. Se quedó de pie a mi lado y esperó, y al final no pude aguantar más.
—Bueno —estallé—, ¿qué ha dicho?
—Que no podía importarle menos… o algo por el estilo.
—¿Y qué? No podía importarle menos.
Pero ella seguía a mi lado, y una vez más salté:
—¿Y qué le has dicho tú?
—Nada que se pueda repetir. —Y luego—: Le he dicho que deje de decir estupideces, y que si quiere oír el resto, que lo diga.
—¿Y qué? ¿Lo ha hecho?
—¿Tú qué crees?
—¿Y qué le has dicho entonces?
—Cariño, no sé si he hecho bien, pero me ha parecido que podía evitar una situación desagradable… Quiero decir que sabiendo lo que me has dicho tú hoy, él podía sentirse mucho mejor, y no lanzarse a hacer alguna tontería. De modo que me he tomado la libertad de decirle lo que tú me has dicho… no todo, pero más o menos se ha hecho una idea.
—¿Qué idea, Liz?
—Que tú estás colada por él todavía y que no te has acostado aún con tu nuevo marido por eso.
—Pero… no es verdad.
—Entonces te he interpretado mal cuando has dicho que no habíais consumado el matrimonio. Te he entendido mal. Lo siento.
—No, no lo has entendido mal, eso no… Es tal y como se lo has contado. Pero no es ése el motivo. Ojalá lo fuera, pero no es así.
—Cariño, estoy confundida.
—Liz, si fuera tal y como tú has dicho, que el tipo de matrimonio que tengo se debe a que estoy perdidamente enamorada de Tom, lo diría, estaría encantada, no podría estar más orgullosa. Pero no es eso. Si pudiera lo habría hecho ya, Liz… El abogado me aconsejó que lo hiciera. Pero las cosas se han precipitado esta noche, todo ha pasado tal y como yo temía. Y no he podido seguir adelante… No por Tom, sino porque no tengo estómago, como me había imaginado, para dejar que ese viejo se meta en la cama conmigo y… y…
—Entonces, qué, ¿vas a dejarlo?
—Aún no lo sé.
—Joan, mientes tan mal como Tom. Haz el favor de dejar de contarme todas esas bobadas. ¿Por qué me has llamado hoy? ¿Por qué me has pedido que fuera a comer contigo? Tal y como yo lo veo, era para que diera un mensaje. Vale, pues mensaje entregado. Ahora le has dado esperanzas al chico. De modo que si te echas atrás, él se quedará con dos palmos de narices. Y te lo advierto, igual no se lo toma demasiado bien.
—De acuerdo, Liz… Gracias.
Toda aquella charla duró mucho más de lo que yo he tardado en contarla, y, cuando acabamos, el local estaba lleno de nuevo, en esta ocasión con la gente más trasnochadora, la que salía del cine. Como de costumbre, eran más jóvenes que los que acudían a cenar, y como de costumbre empezaron a marear a Liz. Al cabo de un minuto me levanté y empecé a rellenar pedidos para ayudarla. Mucha gente me conocía y me empezaron a llamar por mi nombre amistosamente, sin prestar demasiada atención al hecho de que no llevaba uniforme. Y luego, de repente, apareció Earl delante de mí, con la cara congestionada de rabia.
—¡La señora de Earl K. White —rugió— no sirve bebidas en un bar!
—La señora de Earl K. White tercero —lo corregí—. Usemos el título completo, si te vas a poner así. Y la señora de Earl K. White tercero decide por sí misma dónde sirve bebidas, si las sirve o si se las echa en la cara a cualquiera que se interpone en su camino… o trata de interponerse.
Yo estaba en la barra con una bandeja de rickeys en la mano, y él se echó a un lado rápidamente. Sin embargo, no pasé por su lado… todavía no.
—Pensaba que ya te lo había dicho —dije—, que despidieras al espía ése que tenías… y yo creía que me habías prometido hacerlo.
—¿Espía? ¡No necesito ningún espía! Una docena de personas me han llamado para decirme dónde estabas. Que la esposa de Earl K. White estaba sirviendo bebidas…
—Tercero —dije, y pasé junto a él con la bandeja. Coloqué los rickeys delante de los clientes y le hice señas a Liz de que preparase la cuenta, tomándome muy en serio lo de ser una simple ayudante que está echando una mano. Luego me volví a Earl y le dije—: Ya estoy lista, si tú también lo estás.
—¿Lista para qué, Joan?
—Para irnos a casa, ¿para qué, si no? Después de dejarme sola toda la noche, he decidido venir a visitar a mis amigos… y cuando han necesitado ayuda, les he echado una mano. Estar en el Registro Social tiene sus obligaciones… Noblesse oblige, se dice. Pero ahora como has llegado tú y has montado una escena…
Él chasqueó los dedos en dirección al vestíbulo y vi que Boyd se adelantaba.
—Nos vamos a casa —anunció—, trae el coche.
—Sí, señor.
—No, para mí no, gracias —dije—. He venido en mi coche. Puedes venir conmigo si quieres, Earl, o irte en el tuyo, como prefieras, pero yo me vuelvo en mi coche.
Él estaba a punto de explotar, y yo esperaba que estallara como había hecho antes. Por el contrario, le dijo a Boyd que volviera solo en el coche y esperó a que yo me pusiera la chaqueta. De repente me di cuenta de que no estaba allí para asegurarse de que yo me enteraba de su humillación, su vergüenza o su bochorno o alguna de esas cosas que pretendía sentir, sino para reivindicar una especie de triunfo, del cual tenía que regodearse ante mí. Había algo que quería que supiera y no pensaba perderme de vista hasta que lo hubiese dicho. Pero lo notaba de una manera vaga, porque todavía no sabía cómo había pasado él la tarde. Simplemente tenía la inquietante sensación de que había algo más.
No tenía ni idea.