Nos fuimos de Nueva York a finales de aquella semana. Jasper vino a buscarnos. El camino de vuelta fue muy agradable y rápido, y yo lo hice con la cara vuelta hacia la ventanilla, mirando hacia la autopista que corría a nuestro lado. Earl me dejó tranquila, como había hecho desde lo que le dije, ya que, como a la mayoría de los hombres, los procesos del cuerpo femenino le producían perplejidad y lo asustaban un poco.
Al final, llegamos, y a las cinco de aquella tarde, más o menos, después de atravesar el camino de conchas de ostras trituradas, subir la escalinata de ladrillo y atravesar la puerta principal, que mantenía abierta una de las doncellas, con la cocinera y la otra doncella a su lado, entré en mi nuevo hogar por primera vez.
No me había criado en un establo, y en mi casa había cosas bonitas, pero tengo que decir que aquella casa era cinco veces más lujosa que todo lo que yo había conocido. El vestíbulo era amplio, con una escalinata que conducía arriba y se curvaba hasta el balcón de la parte superior, en el segundo piso. En la parte trasera y detrás de la escalinata se encontraba una puerta que daba a lo que llamaban «el patio». A derecha e izquierda se abrían sendas puertas, una que daba a un comedor enorme, la otra a un salón, o mejor sala de estar. Más allá de esa sala de estar y el comedor, a través de otras puertas abiertas, pude ver pasillos con ventanas. Eran las «galerías», los corredores que conectaban las alas de la mansión con el centro. En todas partes, los muebles, al menos los que yo vi, eran fantásticamente lujosos: pesadas sillas de caoba, mesas y divanes, sofás tapizados, alfombras que parecían orientales… En el vestíbulo se encontraban unos grandes baúles con almohadas tapizadas encima, y a lo largo de la pared corría una barandilla de latón.
—Un detalle —me explicó él más tarde—, que copié de Irlanda. Es para que se agarren los borrachos, te dirán, cuando salen de tu casa por la noche… En realidad es para colgar los abrigos, mucho más práctico que armarios, perchas o cualquier otra cosa que tiene la gente. Cualquiera que venga puede dejar sus cosas en la barandilla en un momento, colocar su sombrero encima y unirse a la fiesta.
Aquella tarde lo único que podía hacer yo era mirar. Seguí maravillándome cuando una de las doncellas me llevó a mi habitación, en realidad mi suite, porque tenía salón y dormitorio, y entonces se me aceleró el corazón, porque a través de la puerta abierta vi el cuarto infantil que estaba más allá, con una cuna que tenía dos barandillas, un caballo con motor eléctrico y dibujos de conejitos en las paredes. Al cabo de un par de minutos bajé la escalera de nuevo.
—Earl —le dije—, me has dejado sin habla con esa habitación tan bonita que has preparado para Tad… Quiero ir a buscarlo ahora. Quiero tenerlo conmigo esta misma noche. ¿Es pedir demasiado que vayamos…?
—Ya suponía que querrías ir a buscarlo.
—Esperaba que lo dijeras tú.
Él me miraba muy serio. Me pasó por la cabeza que quizás estaba demasiado serio, que a lo mejor no quería ir en realidad, pero accedía porque era su forma de hacer honor a nuestro acuerdo, el que habíamos hecho, porque aunque nunca habíamos hablado de aquel momento, siempre había estado presente entre nosotros, acechando bajo la superficie.
Llamé a Ethel y le pregunté si podía llevar a mi nuevo marido «de visita», y supongo que disfruté por un momento del asombro que le provocó aquello. Hubo un silencio total durante un tiempo.
—Sí, claro, aquí estaré… —dijo, finalmente—. No sé si también Jack, no está en casa ahora mismo, y quizá llegue tarde. Pero… muy bien, te esperaré.
Earl y yo subimos al coche, y Jasper nos condujo hacia allí. Nadie nos esperaba en la puerta delantera cuando aparcamos, y salíamos ya del coche cuando Ethel apareció en la entrada con unos Levis. Era la forma que tenía de hacernos un desprecio, porque había tenido tiempo de sobra para subir y ponerse un vestido, y al no mostrarnos semejante cortesía nos demostraba lo que pensaba de nosotros. Cuando le presenté a Earl, ella asintió.
—White… —exclamó—, así que ése es tu nombre ahora… En el telegrama que nos envió Joan desde Londres habían puesto What, y todos pensamos que había sido un error, pero no estábamos seguros. ¿Por qué no entramos todos?
Earl sonrió, pero no dijo nada al ver los malos modales que mostraba Ethel, y dejó que nos introdujera en la casa por el caminito que pasaba a un lado, hacia el patio trasero. Allí mi corazón dio un vuelco, porque junto a la valla de atrás, jugando en un tobogán con otros dos niños, se encontraba Tad. Él no me vio, lo que me iba muy bien, porque así tenía la oportunidad de decirle a Ethel por qué había venido, cosa que hice de inmediato:
—Bueno, parece que está estupendo, Ethel, y te estaré eternamente agradecida por la forma que has tenido de cuidarlo, que ha sido maravillosa… pero me lo voy a llevar a casa ahora mismo, si no te importa. Al final tengo un sitio estupendo para él, gracias a mi marido… De modo que no tendrás que molestarte nunca más por él.
—Pensaba que ya había quedado claro, a estas alturas… No es ninguna molestia, Joan… Para mí al menos no lo es.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, pues que parece que para ti sí que ha sido una molestia, pero ahora las cosas son distintas.
—Nunca ha sido una molestia para mí, como creo que sabrás bien…
Habría dicho más cosas, sin duda, pero Earl me cortó levantando la mano y diciendo, muy conciliador:
—Estoy seguro de que jamás ha sido una molestia para ninguna de las dos, ni para la señora Lucas ni para nadie… y que no lo será tampoco para ninguno de nosotros. Dígame, ¿cuánto le debemos?
Fue la forma perfecta de ponerla en su sitio, y yo no podría haberme sentido más feliz con Earl que en aquel preciso momento. Ella protestó y dijo que no se le debía nada, pero Earl ya tenía en la mano un buen fajo de billetes, que había sacado despreocupadamente del bolsillo, y fue seleccionando billetes hasta un total de ciento cincuenta dólares, y luego añadió veinte más para redondear.
—Aquí tiene. Por favor, acéptelo, para nosotros no es nada, y estoy seguro de que le vendrá bien.
¡Ah, qué cara puso ella! Pero cogió el dinero, claro.
—Creo que ya es hora de que el señor White conozca a Tad —dije.
—Claro, por supuesto.
Así que mientras Ethel se sentaba en una silla del jardín, yo lo llevé atrás, a los columpios. Cuando Tad me vio, finalmente, vino, no corriendo ni mostrando demasiado interés, pero al menos sí que vino sonriendo, como si se alegrase de verme. Me incliné y lo besé, y entonces cometí un gran error. En lugar de presentarle a Earl discretamente, sin explicarle nada al principio, y dejando que se fuera familiarizando con él poco a poco, estaba demasiado emocionada para tener buen juicio, o para saber lo que estaba haciendo. Me incliné, lo besé, lo abracé.
—Sí, soy mamá —le dije—, y me alegro muchísimo de verte. ¿Te alegras tú también?
Él asintió, ya desaparecida su timidez, y acercó la boca para darme otro beso. Yo le di otro y entonces al final se lo dije:
—Y ahora mamá tiene una gran sorpresa, una sorpresa maravillosa para ti. Tad, éste es el señor White, el nuevo marido de mamá, que va a ser tu papá también a partir de ahora… y los tres nos vamos ahora en su enorme coche, a la bonita casa nueva que vamos a tener, y allí viviremos todos juntos, y…
Y al decir todo esto lo cogí en brazos y lo levanté. Pero antes de que pudiera decir nada más, él vio a Earl, que estaba de pie a mi lado, sonriéndole, con la mano tendida, y lanzó un grito no de miedo, sino de auténtico terror. Empezó a dar patadas, retorcerse y luchar, de modo que tuve que volver a dejarlo en el suelo. Sin la menor vacilación, el niño corrió hacia Ethel, que se había levantado de la silla. Lo cogió entre sus brazos y empezó a besarlo, a acariciarlo y a calmarlo, hasta que al final el niño se tranquilizó. Yo tuve que quedarme allí de pie contemplando aquello, y no pude decir ni una sola palabra, ya que ella no podía hacer otra cosa. No me ofendí, no le guardo rencor ni siquiera ahora mismo, pero lo que uno puede soportar tiene un límite.
Al final murmuré:
—Bueno, Ethel, si puedes quedártelo un poquito más…
Sus ojos buscaron los míos, regodeándose, por encima de la cabeza de mi hijo.
—Sí, claro, Joan. No tienes ni que decirlo.
—Solo hasta que nos hayamos instalado un poco mejor y veamos cómo nos organizamos…
—Joan, el niño puede quedarse el resto de su vida, si lo desea —explotó ella. Y luego dijo—: Y tendrías que haber pensado en los deseos del niño cuando tuviste esta gran inspiración.
—Ethel, creo que será mejor que nos vayamos.
—Sí, en eso tienes razón.
Así que acabamos rodeando la casa una vez más, Earl y yo solos, y luego nos metimos en el coche y volvimos a casa.
Debo decir que él se portó muy bien en todo momento y fue muy comprensivo.
—No te preocupes… —dijo, dándome palmaditas en la mano—, son cosas que pasan, no se sabe por qué. Te aseguro que yo no he hecho nada, al menos voluntariamente, para provocarlo. Me ha parecido un niño muy mono, un niñito encantador.
Yo le repetía que no era culpa suya, sino mía, «por no haber llevado bien las cosas», pero me parecía que mi boca hablaba sola, y apenas sabía lo que decía. En casa, cuando entramos al fin, le dije de repente:
—Earl, me voy a mi habitación. Quiero estar sola. Tengo que estar sola.
—Claro, claro, Joan. Desde luego.
Así que subí, me quité la ropa, me eché en la cama y cerré los ojos. Y entonces al fin comprendí la verdad: mi hermoso sueño, el que tanto había acariciado y tramado y preparado, y que al fin se había convertido en realidad, me había explotado en la cara en un momento horrible y espantoso.
Durante un rato, allí a solas conmigo misma, solo pude pensar eso, o aceptar eso. El efecto que tendría todo aquello en el futuro, en el futuro de Tad, en mi futuro, en mis futuras relaciones con Earl, todo aquello no importaba… Estaba demasiado conmocionada, demasiado petrificada para pensarlo. Cuando al final se me empezó a aclarar la cabeza me pregunté qué habría causado semejante reacción en Tad, qué había hecho yo, qué había hecho Earl, qué podía haber hecho Ethel para provocar algo que parecía automático, completamente instintivo. Y durante un rato me culpé a mí misma por querer precipitar las cosas, presentándole a un nuevo papá y prometiéndole una nueva casa todo de golpe, una maravillosa sorpresa. Si le hubiera dicho una cosa cada vez, dejando que fuera haciéndose a la idea antes de pasar a la siguiente, las cosas podían haber ido de otro modo. En realidad, durante un momento me pareció que podía empezar de nuevo, quizá meter a Tad en el coche, traerlo a casa y que viera la sorpresa que le había comprado Earl: quizás un nuevo triciclo, o un cochecito, algo así. Pero de repente me incorporé y me quedé sentada en la cama, mirando hacia la ventana, mientras la verdad penetraba en mi interior y comprendía por qué el niño se había sentido aterrorizado al ver a Earl.
Si yo lo estaba, ¿por qué no iba a estarlo él?
Supe entonces, al fin, que lo que había ocurrido era definitivo y que no se podía hacer nada. Pasó por mi mente lo que yo misma había sentido cuando él me abrazó en el coche, antes de nuestra boda, y cuando nos besamos, y cómo me sentía cuando él entraba a la fuerza en mi habitación, reclamando el derecho a ver cómo me desnudaba. Y mi vientre empezó a decirme lo profundo que era mi miedo. Y al final empecé a darme cuenta de lo terrible que es que tus sueños se conviertan en realidad.