24

Desgraciadamente, la cosa no duró demasiado. Él se acordaba del dolor cuando lo estaba sintiendo, estrujándole el pecho como una garra. Pero, en cuanto pasaba, lo olvidaba en seguida, o si no lo olvidaba, decidía ignorarlo, y volvía a ocurrir lo mismo cada noche, aunque yo le recordara el peligro que corría.

—Solo miraré —decía, zalamero. Pero la verdad es que no se limitaba a mirar, ya que verme desnuda parecía ejercer sobre él una atracción magnética, y sus manos invariablemente acababan posándose en mi cuerpo, momento en el cual él decía—: Solo quiero tenerte entre mis brazos. —Pero si lo dejaba abrazarme, sabía que tampoco podría detenerse ahí.

Y pensar que una vez me echó en cara a Casanova, como prueba de la debilidad de las mujeres y su incapacidad de resistirse al acto físico del amor… o de no saber hacer otra cosa, para ser más precisos. Bueno, pues él tampoco parecía saber hacer otra cosa, y yo me estaba cansando ya de tanto intentar alejarlo de mí. Dos veces más necesitó la aplicación de la nitroglicerina, hasta el punto de que empezó a preocuparme que se quedara sin existencias. Pero él me tranquilizó cuando saqué el tema, diciendo que había una farmacia británica de guardia que podía suministrarle más pastillas, si las necesitaba.

Durante una semana o más soporté aquella tensión. De día podía relajarme y disfrutar de Londres, cosa que procedí a hacer, por la mañana sobre todo. Me escapaba de buena mañana igual que hice el primer día, antes de que él se levantase. Hice una amiga, una chica con la que me encontré por casualidad frente a la National Gallery. Supe que era americana por la ropa que llevaba y congeniamos en seguida. Se llamaba Hilda Holiday. Era de Texas, un poco mayor que yo, y se alojaba con su reciente marido (el primero para ella) en el Charing Cross, en la calle Strand, que era donde iba a buscarla yo cada día. Ella no venía al Savoy porque, tal y como me dijo, no tenía «suficiente valor». Yo le aseguré que entrar por aquellas puertas no requería ningún valor, solo dinero, pero ella contestó, riendo: «Tampoco tendría suficiente de eso».

A su marido le gustaba levantarse tarde por la mañana, y ella era libre de corretear un poco por la ciudad, así que nos íbamos a pasear las dos juntas. Congeniamos mucho y nos reíamos de lo lindo, por ejemplo, con los guardias de Buckingham Palace, intentando hacerlos sonreír. Nunca lo conseguimos, pero, una vez, por la forma que tuvo de mirar en nuestra dirección, supimos que uno de los chicos nos había oído. Luego nos reíamos de los aparcamientos que había por todas partes, en los lugares más improbables. Decíamos: «Hay más aparcamientos que coches», porque por entonces ya habíamos notado el poco tráfico que había, aun en las horas punta, ni una décima parte del que había en Nueva York o en cualquier otra ciudad americana. Y luego un día vimos alrededor de un solar una pared hecha de ladrillos sueltos, y claro, nos echamos a reír, diciendo que «un poco de cemento no iría mal». Pero el encargado intervino: «Es temporal», nos dijo, o más bien lo pronunció «temp’ral».

—Desde el Blitz, quedaron estos huecos del bombardeo. No se puede hacer nada con el espacio, solo alquilarlo, y así da un poco de dinero y ayuda.

Ahí teníamos la explicación de los aparcamientos, y ya no nos pareció tan divertido.

Cuando llegaba la tarde y por la noche yo perdía la compañía de Hilda y recuperaba la de mi marido, y todo se convertía en una batalla encarnizada o una anticipación de la batalla, hasta que finalmente me dormía… y, aun así, nunca estaba segura de que no se fuera a despertar a media noche y meterse en mi cama. Las puertas de los dormitorios no tenían cerrojo, pero yo ponía siempre una silla bajo el picaporte. No sabía si aquello le impediría entrar, ni cómo se lo explicaría si venía, pero al menos el ruido que haría al intentar abrir la puerta me despertaría y estaría sobre aviso.

Una mañana, al atravesar el vestíbulo del Charing Cross, debía de tener un aspecto cansado, o ansioso, o estar un poco más demacrada que de costumbre quizá, con ojeras y sin el maquillaje suficiente para ocultarlas bien, porque Hilda me llevó a un lado antes de salir y me preguntó si todo iba bien. Le dije que sí, por supuesto, pero me sinceré un poco: su marido también era mayor, aunque no tanto como el mío, y ella me había confesado ya antes que había sentido un poco de miedo la noche de bodas. Por supuesto, era virgen; yo no tenía su excusa. Pero el miedo es el miedo, y ella reconoció en mí sus huellas, de modo que admití que sí sentía una cierta tensión, y cuando me presionó, le dije, sin explicar la situación real, que la tensión se debía a las relaciones con mi marido.

Buscó en su bolso y sacó una cajita con pastillas, uno de esos pastilleros pequeños de metal que llevan flores en relieve en la tapa, para que parezcan más femeninos y menos farmacéuticos. En su interior, encima de un trocito de un pañuelo de papel, había cinco tabletas grandes, y ella me instó a que me tomara una. Me la tomé y me dijo que me quedara las demás, y no quiso escucharme cuando me negué, diciendo que tenía más arriba, y que podía darme todas las que yo necesitara.

—Es un sedante que me dio mi médico antes de la boda, cuando le dije cómo me sentía… bueno, ya sabes. Se llama talidomida. Dicen que no te hace ningún daño, no como el Miltown ni esas cosas de las que hablan por ahí.

Yo me tragué la pastilla en seco y ella insistió en que me quedara las demás para luego, «porque yo no las voy a necesitar, ahora que las cosas van tan bien con Tom».

Le di las gracias, sintiéndome ya algo mejor.

—Podrías llevarte todo el bote, Joan… Te lo traeré mañana. Me gusta saber que le irán bien a alguien. Y pareces tan cansada…

Pero aquello no tuvo ninguna importancia, porque al día siguiente se produjo una nueva causa de ansiedad que hizo que todos los incidentes anteriores parecieran minucias. Earl, que estaba en el salón escribiendo un cheque bancario o algo por el estilo, levantó la vista desde el escritorio y me preguntó en qué fecha estábamos.

—Está en el periódico, ¿te importa mirarlo?

Yo miré y era 22 de octubre. Me dio las gracias y siguió escribiendo. Ésa podría haber sido una conversación totalmente intrascendente, pensarán ustedes… pero de repente me di cuenta de lo importante de la fecha. Lo noté en el vientre, como si me hubiesen dado un puñetazo. El día que cogimos a Lacey, cuando volvíamos en coche después, recordé haber pasado junto al mostrador de información con su reloj gigante y la fecha que se indicaba en el tablero que había al lado, y le dije a Tom: «El 30 de septiembre será una fecha para recordar el resto de mi vida». De modo que hacía tres semanas. Tres semanas y un día. ¿Y cuánto tiempo hacía que había tenido la regla por última vez? Pensé que tenía que haberme venido ya, y que si había pasado la fecha, es que estaba embarazada. Y de repente el viaje a Londres con el que siempre había soñado se convirtió en una pesadilla.

¿Qué hacer? Yo no era ninguna ingenua, sabía muy bien cómo se enfrentaban las mujeres a esas cosas… pero no conocía las leyes inglesas, adónde me podía dirigir para abortar, ni siquiera a quién preguntárselo. En casa podría habérselo preguntado a Liz, pero ninguno de los médicos comprensivos a los que ella podía enviarme estaría a este lado del océano, desde luego.

Solo había una respuesta posible: teníamos que volver al otro lado del océano, y rápido.

Me acerqué a Earl y me quedé al lado de donde él escribía, y luego puse una mano suavemente en su hombro. Él se sobresaltó.

—¿Qué ocurre, Joan? —Y luego, con las mismas palabras que había usado Hilda, me preguntó—: ¿Va todo bien?

Yo pensaba que la talidomida evitaría que tuviera un aspecto ansioso, pero estaba claro que no servía para mitigar la ansiedad.

—No, Earl. Me temo que no.

—¿Qué ocurre?

Intentó cogerme la mano, pero yo me aparté de él.

—Quiero volver a casa. Earl… me estoy volviendo loca aquí.

—¿No te gusta el hotel?

—El hotel es precioso. Los restaurantes son maravillosos y el país también es maravilloso… pero no es mi hogar.

—Pensaba que en eso consistía la luna de miel, en apartarse del hogar. Pensaba que te gustaría.

—Sí, claro, Earl, me ha gustado mucho, y te lo agradezco muchísimo… Has sido tremendamente generoso. Pero creo que ya basta. Necesito ver circular los coches de nuevo por el lado derecho de la carretera, y comer comida auténticamente americana otra vez, y volver a oír el estupendo acento americano…

Me miró con curiosidad.

—¿Y eso es todo? ¿Acentos, comidas? ¿O es que no soportas compartir una habitación conmigo?

—¡No! Eso no es cierto. Estoy preocupada por ti… Corres unos riesgos terribles, y me prometiste que no sería así. Pero no, no quiero decir que volvamos a casa a Hyattsville y emprendamos nuestra vida habitual directamente. Podemos quedarnos en Nueva York unos días, a la vuelta… en un hotel de allí…

—No he reservado nada.

—¡Pero podrías hacerlo! Estoy segura de que algún hotel tendrá un par de habitaciones, si se las pides.

—¿Y qué tiene Nueva York que te hace tanta ilusión?

—Bueno, tantas cosas como Londres —dije—. Podríamos ir a alguna obra de Broadway. O… ésa de la que habla tanto la gente, The Fantasticks, en Greenwich Village.

—No sabía que te interesara tanto el teatro.

—Hace dos semanas pensabas que no había ido nunca en avión. Hay muchas cosas que desconoces todavía de mí.

Al oír esto él me miró otra vez, había algo de desafío en su mirada, pero también vi que su resistencia se debilitaba. Quizá se hubiese cansado de Inglaterra también; después de todo, siempre tenía negocios que hacer, que estaba segura de que haría mejor si no viviera con cinco horas de retraso con respecto a sus colaboradores. Y, efectivamente, dijo:

—Está bien. Esto me da una excusa para ver a Bill de nuevo… mi abogado. Quizás así pueda cerrar ese negocio de una vez.

—¿Qué negocio? —le pregunté.

Él desdeñó la pregunta.

—Nada, una venta, una participación en mi empresa… Hay un tipo por ahí que lleva un tiempo persiguiéndonos y he decidido dejarlo entrar en el negocio. Proporcionará algo de liquidez, que me imagino que nos vendrá bien, dados los gastos extra…, la educación de tu hijo y todo eso.

Yo le volví a coger la mano.

—Gracias. Gracias por hacerme caso.

—Bien, de acuerdo.

En la primera oportunidad que tuve llamé a Liz, le pedí a la operadora que me pusiera con ella en casa, ya que todavía era demasiado temprano para que estuviera en el Garden.

—¡Es maravilloso, Joan! ¿No? Nada más salir por la puerta y ya lo tienes. Has batido el récord…

—Pues sí, si cuentas desde nuestra noche de bodas. Menos, si cuentas desde la noche que pasé con Tom.

Esto provocó un largo silencio por parte de Liz, tan largo que pensé que se había cortado la llamada.

—Oh, Joanie —dijo al final—. Lo siento.

—Necesito tu ayuda. O puede que la necesite, no lo sé.

—Puedo darte el nombre de alguien a quien acudir, pero deberías ir solo cuando supieras de verdad si lo necesitas o no.

—¿Por qué? ¿No puede decirme también si lo necesito o no?

—No te puedes fiar… Dirá que sí y te raspará igual, lo necesites o no, y así te cobrará toda la operación. No, ve a un laboratorio normal y corriente y que te hagan las pruebas, y si sale que sí, entonces y solo entonces llamas al hombre en cuestión.

El hombre en cuestión era el doctor Ernst Fleischer, que tenía su consulta en Yorkville, o al menos una dirección allí. No sé si los que practican abortos tienen consultas o no. Apunté la información y le di las gracias.

—Por favor, Joanie, manténme al corriente. Llama en cualquier momento, de día o de noche.

—Te lo prometo.

Al día siguiente estábamos en el avión, y en el Kennedy nos esperaba ya Jasper. Earl había hecho algunas llamadas desde Londres.

—Al Waldorf Astoria, Jasper —dijo mientras nos subíamos al asiento trasero—. ¿Sabes dónde está?

—Sí, señor.

Pasamos por Long Island, cruzamos el río por uno de los puentes, no sé cuál, y luego aparcamos frente al hotel. Eran las tres de la tarde y yo sabía que tenía cosas que hacer: buscar un laboratorio, acudir allí, hacer que me sacaran una muestra de sangre o lo que necesitasen, y volver antes de que Earl se preguntase qué estaba haciendo. Jasper me ayudó a bajar, atravesé el vestíbulo con Earl y esperé a que nos hubiésemos registrado.

—Y ahora me perdonarás pero tengo algunas cosas que hacer —dije—. ¿Me reúno contigo más tarde?

Él se quedó sorprendido e iba a decir algo, pero yo me fui rápidamente.

Tenía que conseguir un listín, el de las Páginas Amarillas, o no podía hacer nada. Bajé por la misma avenida donde se encontraba el hotel, Park Avenue, sé ahora cómo se llama, pero entonces no sabía cuál era, y en la calle 49 miré y a una manzana de distancia vi un drugstore. Entré, encontré las Páginas Amarillas con su tapa roja, busqué en «laboratorios», no encontraba ninguno, me di cuenta de que tenía que buscar por «medicina: laboratorios». Encontré uno que estaba solo a dos manzanas de distancia, en la calle 50, entré en el edificio de oficinas donde se encontraba y subí. La señora de recepción se mostró muy amable, me dio un recipiente y me acompañó hasta una habitación. Yo le proporcioné mi muestra de orina, sintiéndome horriblemente culpable, le pagué en efectivo y le pregunté cuándo podía recoger el resultado. «Mañana por la mañana —me dijo—. Abrimos a las nueve».

Volví al hotel a las cuatro y media de la tarde, intentando disimular. Earl me recibió con un pequeño sobre en la mano.

—El conserje me lo ha podido conseguir. —Y como yo no respondía—: Tengo las entradas. ¿Todavía quieres ir?

Cogí el sobre, lo abrí y encontré dos entradas para la representación de aquella misma noche de The Fantasticks.

—Sí, sí, claro que sí. Lo siento. Quiero verlo… o verlos, como se diga.

—¿Estás segura? Parece que no estás bien.

Asentí, haciendo un esfuerzo por sonreír.

Y fuimos a un palco de un teatro de Sullivan Street. Pero no me pregunten cómo eran los Fantasticks, ni quiénes eran, ni qué ropa llevaban, porque tengo la misma idea que si se tratara del hombre de la luna. Tomé otra de las pastillas de Hilda en el intermedio y conseguí tragarme entero todo el segundo acto, y también el viaje en taxi subiendo hacia la ciudad, durante el cual la mano de Earl no me rozó ni siquiera el muslo.

A la mañana siguiente, igual que hacía en Londres, me escabullí antes de que él se despertara. Vagué por Lexington Avenue y me senté a tomar una taza de café en un bar durante una hora o más, mientras el cocinero preparaba bocadillos de salchicha ahumada, de pie, detrás del mostrador. Tuve mucho tiempo para imaginar qué tipo de barrio podría ser Yorkville, así como la consulta del doctor Ernst Fleischer, a quien me imaginaba vestido con una bata blanca con las costuras ligeramente rozadas por los muchos lavados, con una mesa acolchada cuya oscura superficie de piel brillaba desgastada por el uso, y un par de estribos de metal que crujían cuando se ajustaban, y una bandeja con pinzas e instrumentos cuyo nombre desconocía, pero que me representaba a la perfección en la mente. Él me ayudaba a subir a la mesa con amabilidad y paciencia, el doctor Fleischer de mi imaginación, pero le temblaban las manos, y cuando iba a coger la botella de éter, se le caía al suelo y se rompía…

Llegaron las nueve, pero despacio, mucho más despacio que en toda mi vida. El camarero, un griego de rasgos gruesos, cuyas mejillas ya tenían una sombra azul incluso a aquella hora temprana, me llenó tres veces la taza, bromeando la última vez y diciendo que tendría que cobrarme otra consumición. El reloj de la pared tenía un minutero que tardaba una eternidad en dar las vueltas, y empecé a mirarlo ceñuda. Una vuelta más, lo apremiaba, otra más y lo sabré, lo sabré.

Dejé el dinero de una segunda taza y ni siquiera respondí cuando el camarero me llamó para darme las gracias, salí corriendo y bajé por la manzana, la manzana interminable, y subí en el ascensor hasta el último piso (claro, era el último piso, no podía ser otro, ¡y cuánto tardaba el ascensor!). Estaba segura de que cuando llegase allí encontraría cerrada la puerta del laboratorio y el vestíbulo oscuro, sin señal alguna de vida. O mi muestra se habría perdido, o contaminado, o el resultado no sería claro y tendrían que hacer más pruebas, o…

Pero no: la luz estaba encendida, la puerta abierta, y la joven tenía mi informe en un sobre. Me temblaban las manos al abrirlo. Contenía una sola palabra, escrita a mano:

«Negativo».

Debí de demostrar cómo me sentía, porque la chica se echó a reír.

—Ya me imaginaba que le gustaría —dijo.

De vuelta al hotel noté que el alivio me inundaba. Y no solo el alivio. Había oído decir que una gran emoción podía hacerlo, que podía detener tu flujo o acelerarlo, pero aquélla era la primera experiencia directa que tenía del asunto, y corrí a nuestra suite justo a tiempo. Dejé que él viera que sacaba mis compresas, y luego desaparecí en el baño.

Cuando salí él se me acercó y me besó en la frente.

—Siento haberme puesto tan pesada —susurré—, pero había un motivo… Nunca recuerdo el efecto que me causa esta época del mes. Espero que lo comprendas.

Él pareció afectado y dijo que, por supuesto, lo comprendía.