Mi asiento estaba junto a la ventanilla en una fila de tres, y el suyo frente a mí, pero se trasladó al que yo tenía al lado, y yo intenté fingir que estaba complacida, aunque en el avión me gusta que me dejen tranquila, ya que las nubes y el cielo y el ronroneo del motor me hacen soñar, y los sueños son una cosa muy personal. Pero sus intenciones eran amistosas, y yo respondí lo mejor que pude. Sin embargo, al ver que él seguía preguntándome si me gustaba y si no estaba nerviosa, me di cuenta de repente de que él suponía que yo no había ido nunca antes en avión. De manera que una vez más, como cuando sacó el tema del Registro Social, tuve que bajarle los humos.
—Ah, no, no me molesta volar, en absoluto…, nunca me ha molestado. Incluso cuando era pequeña y volábamos a Sant Louis cada año me gustaba mucho. Aunque haya turbulencias, cuando el avión baja en picado y todo el mundo se asusta de muerte. Una vez chillé: ¡Yupiiii! Y mi madre me dio una torta. Y, naturalmente, mi padre tuvo que fingir también que estaba enfadado.
—Siento curiosidad por tu padre… ¿Quién era, Joan?
—Abogado. Ya te lo dije.
—¿Y todavía vive?
—Pues no lo sé… ni me importa.
Él captó el mensaje y no me hizo más preguntas, al menos de momento. Pero cuando llevábamos quizás un par de horas volando, volvió a interrogarme, y pensé que era mejor acabar de una vez por todas con lo de mis padres y el enfrentamiento que habíamos tenido, de modo que solo tuviera que contarlo una vez y nunca más volviera a salir el tema.
—Tuve una pelea con mi madre —le expliqué—, porque me había elegido un chico para casarme, un chico rico, de una familia del acero. Pero me aburría a muerte, y como me negué a considerar siquiera la posibilidad de casarme con él, ella se enfadó mucho, y mi padre, en lugar de apoyarme a mí, la apoyó a ella. Desde entonces he vivido por mi cuenta, con los resultados que ya conoces. Si no te parezco tan refinada como debería ser una chica de mi procedencia, se debe a que estoy sola desde los diecisiete años, y no he vivido en la mejor de las situaciones, por eso ha sido. —Desdeñé la mirada de compasión que él me dedicaba—. Escribí a mi madre cuando me quedé embarazada, pero no recibí noticias de ella… ni de él, ni que decir tiene. Entonces fue cuando supe con toda seguridad que nos habíamos separado para siempre. Desde luego, no se puede esperar que unos padres respondan con entusiasmo a la noticia de que su hija soltera está embarazada. Tampoco le hizo demasiada ilusión a nadie más… El entusiasmo de Ron era imposible de percibir a simple vista, el de sus padres estaba cerca de la náusea, el de su hermana parecía un tétanos galopante. No sé si bebía por ese motivo, pero podría ser, y al final fue la bebida la que le costó la vida, de modo que se podría decir que a mi alrededor no hubo más que malas reacciones. Pero de todo aquello saqué una cosa buena: mi pequeño y adorado Tad.
—Te complacerá saber que he hecho algunas disposiciones para él, Joan… He pedido que prepararan una habitación infantil en casa, junto a tu suite.
Fue el primer momento desde la ceremonia, o no, desde mucho antes, desde el día en que él volvió de sus negocios en Nueva York y dijo que se casaría conmigo, en que sentí calidez hacia él. Le cogí la mano, la apreté entre las dos mías, y luego se la levanté y la besé, y lo que hice era totalmente sincero.
Habíamos salido del aeropuerto Kennedy al mediodía, de modo que eran más o menos las siete en Nueva York cuando llegamos al aeropuerto de Heathrow, pero en Londres era muy tarde por la noche, debido a la diferencia horaria. Acabábamos de cenar en el avión, pero parecía que estábamos todavía a media tarde, sin embargo, yo intento adaptarme siempre a lo que surge. Pasar la aduana nos costó solo unos pocos minutos, y nos metimos en un taxi, para dirigirnos hacia la ciudad. No había mucho que ver excepto las farolas en las calles, pero tras los desaires que le había hecho antes, cuando él intentaba jugar a mentor y guía, pensé que era mejor fingir que estaba muy complacida.
—¡Me encanta! —decía una y otra vez.
Pero nada me pareció real hasta que llegamos a la ciudad misma, y de repente nos encontramos en un puente y pasando el río. A aquella hora ya no había barcos ni nada que se moviera por allí, pero las luces se reflejaban en el agua de una manera misteriosa y bella, y de repente me sentí abrumada.
—Es muy emocionante —susurré—. Parece algo fuera de este mundo.
Él sonrió feliz al haberme complacido al fin.
Nuestro hotel era el Savoy, que estaba en un pequeño recuadro que formaba una entrada, con un cine en un lado, oficinas en el otro, y el hotel en medio, un remanso tranquilo y elegante apartado del Strand, una de las calles más bulliciosas. Un portero cogió nuestras maletas y se las llevó, mientras Earl pagaba al taxista con dinero inglés que había cambiado en Washington, y al mismo tiempo abría mi bolso y metía algo de dinero en él, unos billetes tan grandes como servilletas. Luego entramos y observé que Earl se quitaba el sombrero, aunque en el vestíbulo de un hotel americano la gente se deja el sombrero puesto. Se registró, y cuando el recepcionista vio quién era, todo fueron deferencias.
—Sí, señor White —exclamó—. Su suite está preparada, tal como pidió: un salón, dos dormitorios, dos baños. Lo acompañaremos dentro de un momento.
Mientras esperábamos a que nos llevasen a la habitación, la gente iba saliendo del comedor, ya que era casi la una de la madrugada, y los que habían ido al teatro ya se iban a casa. Todos llevaban trajes de noche, y yo me sentí un poco acomplejada con mi traje de viaje, que era respetable, pero corriente. Él vio mi expresión y se inclinó hacia mí.
—Ya te comprarás un vestido largo mañana.
No pude evitar soltarle:
—Ya tengo uno, gracias, pero está en la maleta.
—Bueno, pues podrás comprarte otro —susurró él, sin dejarse alterar por mi tono. Quizá le habían dicho que era de esperar que una recién casada se mostrase algo quisquillosa; quizá lo recordase de la vez anterior que se había casado.
Entonces el subdirector vino a acompañarnos y permaneció a un lado mientras nosotros examinábamos la suite.
—En Estados Unidos —dijo Earl—, te dan una habitación y tú la coges, si sabes lo que te conviene. Aquí te dejan verla, y si no te gusta te enseñan otra. A la mayoría de la gente le gusta, de eso estoy seguro… pero es bonito que te dejen opinar.
Al subdirector le dijo:
—La suite es perfecta, gracias.
Nos quedamos solos.
—Ahora no sé lo que opinarás tú, Joan —dijo—, pero después de la boda, el viaje en coche y en avión, me gustaría descansar un poco.
—Ah, sí, yo también estoy bastante cansada.
Pero una vez más había un nudo que me cerraba el estómago, ya que yo no sabía todavía lo que debía esperar.
Lo averigüé en seguida.
Nuestros dos dormitorios daban al salón, y mientras él se dirigía al suyo, me susurró a medias, de una manera amistosa y confidencial:
—Voy a deshacer el equipaje.
Parecía que iba a ocurrir algo más, y cuando me fui a mi habitación no me atreví a desnudarme. Saqué todas mis cosas y luego me senté a pensar, pero me sentía como atontada. Cuando oí unos golpecitos en la puerta dije «adelante». Pero mi voz sonaba apagada, ahogada y extraña. Entonces apareció él en pijama, zapatillas y batín.
—Bueno —exclamó amistosamente—. Gracias por esperar. Ahora puedo ver el espectáculo completo.
Ya he hablado de mi mal carácter, y en aquel momento luchaba para contenerlo, intentando mantenerlo a raya.
—¿Qué espectáculo? —dije, en tono desabrido.
—Bueno, como soy tu marido, me gustaría ver cómo te desnudas. De hecho, es lo que esperaba.
Quise hacer con él lo que había hecho con Tom, abofetearlo, pero al principio no hice nada, me quedé sentada tragando saliva e intentando calmarme.
—¿Estás seguro de que puedes soportarlo? —pregunté—. Después de todo, yo soy anatómicamente normal, y quizá tenga un efecto anatómicamente normal.
—¿Y qué? Yo también soy normal. Todos somos hijos de Dios, y, por lo tanto, normales. Solo puedo llegar hasta ahí, pero, desde luego, hasta ahí sí que quiero llegar. Ven… me llevaré el abrigo.
Y me lo quitó y lo colgó en el armario.
—Levanta los brazos, te quitaré el vestido.
Así lo hice y él me lo quitó con mucha habilidad y me lo entregó. Yo lo colgué junto al abrigo y cerré la puerta del armario. Me quedé en sujetador y medias, y no sabía qué quitarme primero. Me quité los zapatos, abrí de nuevo el armario, busqué las hormas en el suelo, donde las había dejado, las metí en los zapatos y los coloqué bajo el vestido, con las puntas hacia la habitación. Luego me quité el sujetador y lo coloqué en el estante encima de los colgadores. Pero mientras levantaba los brazos las manos de él me cogieron por detrás, sujetándome los pechos, y noté su aliento en el cuello. Quise gritar, morder, retroceder. Tenía que pensar en mi queridísimo Tad, recordar lo que me había dicho el señor Eckert, que no debía negar a un marido lo que este podía reclamar legalmente.
—No puedes… tu estado… —dije.
Él enterró la cara en mi nuca y al mismo tiempo me atrajo hacia sí, y me masajeó los pechos con los dedos. Tuve que tragar saliva con fuerza para que la cena que había tomado en el avión no saliera disparada y cayera al suelo.
—Me gustaría acabar de desnudarme —le dije, al cabo de un momento—. Si no te importa…
—Como quieras.
Él retrocedió y yo me aparté del armario y volví a la habitación. Él tenía la cara roja y respiraba con agitación, pero sonreía y tenía todavía las manos tendidas hacia mí, como pequeñas bocas hambrientas. Me quité las medias, las arrojé junto al sujetador, pero apenas lo había hecho cuando él ya estaba otra vez encima de mí, con una mano encima de mi corazón y la otra en la parte más privada, sensible y personal del cuerpo de una mujer, de modo que tuve que apretar la boca con fuerza por temor a que se me escapara un grito. Sabía que no podía luchar contra él, pero también sabía que tenía que acabar con aquello de alguna manera, o si no acabaría perdiendo la cabeza. Al final conseguí meter una mano por debajo de la suya, la que tenía encima de mi pecho, y la otra por debajo de su otra mano.
—Por favor —susurré—. Yo también soy humana y hay un límite para lo que puedo soportar.
Él me soltó y yo cogí el camisón que tenía en la cómoda, uno negro con canesú de encaje, y me lo puse. Cuando lo miré él estaba jadeando y le brotaba el sudor de la frente, y aquello no era buena señal.
—Si el médico tiene razón con lo tuyo, si sabe lo que dice, es mejor que te vayas a tu habitación ahora mismo. Ya es hora de que te vayas a la cama.
—Pero, Joan, dime: tú me deseas, ¿verdad? Me deseas… Dilo solo una vez, para que yo lo sepa.
—Pues no, no pienso decirlo. —Lo dije de una manera muy estricta, como si fuera una profesora y estuviera enfadada—. Si alguna vez se me ocurre decirte lo que siento, solo Dios sabe lo que podrías hacer. Eres un hombre maravilloso, Earl K. White, pero no confío en ti, ni pizca. Y despertarme aquí en Londres con un distinguido cadáver entre los brazos, como tú mismo dijiste en una ocasión, no es la idea que tengo de una luna de miel.
Aquello no dejaba de ser halagüeño, después de todo, así que al cabo de un momento él me dijo:
—Vale. —Y luego insistió—: Vale, vale, de acuerdo.
—Ahora dame un beso de buenas noches. Pero solo un beso.
Él me dio un beso rápido, muy seco y muy formal.
—Venga… —dije, muy seria.
Él me dejó y se fue, tambaleándose, casi al borde del colapso.
Yo me metí en la cama y pude apagar la luz al fin. Allí echada, mirando por la ventana el Londres nocturno, supe que me había metido en un buen lío.