21

La semana no transcurrió paso a paso, sino que voló. Llegó el día, y cuando me desperté me sentía aterrorizada… Sabía que me estaba resistiendo, que no quería hacer lo que iba a hacer. Estaba furiosa y llena de rabia hacia Tom, que no me había llamado ni había aparecido por el bar ni una sola vez. En el momento en que se despertó tuvo que darse cuenta de por qué lo había dejado… Le dije que pensaba casarme. Y tenía que saber cuándo iba a ocurrir, ya que estaba en contacto con Liz, como ella me había dado a entender un par de noches por las preguntas que me hizo y las que le hice yo a ella, aunque ella disimulara y no contestara. Así que ella se lo había contado, pero ¿por qué no había aparecido él? Al menos a despedirse. Tal vez podría haber venido a verme a mi casa una noche, o algo parecido. Pero no, ni una simple mirada. Se apartó por completo del Garden.

Me levanté, me vestí, tomé un café y me metí en el coche. Sin darme cuenta fui conduciendo a Marlboro, y me encontré pasando junto al despacho de Eckert, preguntándome qué hacía allí. ¿Quería algún consejo legal más, o me tentaba su otra oferta, después de todo? Me eché a temblar al pensarlo. Y, sin embargo, allí estaba. La perspectiva de encadenarme al señor White estaba claro que no me convencía, aunque yo había sido la ingeniera y la arquitecta del plan, así que no podía quejarme del resultado. Di la vuelta con el coche y volví a casa.

A la una en punto llamé a Blue Bird y les pedí que mandaran un taxi al Safety Garage, fui allí con mi coche y lo dejé. Cuando llegó el taxi volví a casa; tenía una sensación muy rara. Antes de entrar llamé al timbre de la señora Stringer, mi vecina de al lado, y cuando salió, le entregué mi llave de repuesto y le ofrecí diez dólares por echar un vistazo cada día, procurar que hubiese una luz encendida en la casa y recoger el correo. Luego entré en casa, fui al dormitorio y eché un vistazo a la habitación, y a mi maleta también, para asegurarme de que lo llevaba todo. Era una maleta grande que había traído de Pittsburgh, y la única que me llevaba. Lo había aprendido de mi padre, uno de los pocos recuerdos que tenía de él que me parecía respetable: «Llévate una maleta, una sola maleta… En ella tendrás todo lo que necesites, si usas los servicios disponibles del sitio adonde vayas: lavandería, tintorería, lustrado de zapatos, barbero o salón de belleza, que te lo arreglen todo ellos. No intentes llevarte todo el armario». Comprobé el dinero que tenía en efectivo, quinientos dólares en billetes de veinte que había sacado del banco y dos mil en cheques de viaje.

A las dos en punto el coche del señor White se detuvo ante la puerta y yo dejé que Jasper saliera y llamara al timbre, para que me cogiera la maleta y no tener que llevarla yo.

El señor White me esperaba en la plataforma de ladrillo que había frente a la puerta de la mansión, con lo que parecía todo el personal de la casa alineado tras él. No me había percatado de que fuesen tantos: tres mujeres, dos con traje de doncella y una con delantal de cocinera, y junto a ellas, tres hombres con ropa de trabajo que debían de ser jardineros o mecánicos o vaya usted a saber. Todos me miraron con simpatía, pero al verlos allí alineados ante mí, casi como si yo tuviera que inspeccionarlos, sentí que la garra que me apretaba por dentro se retorcía un poco más. Jasper salió del coche, cogió las dos maletas del señor White y las metió en el portaequipajes. El señor White dirigió un pequeño discurso a su personal, diciendo que se iba solo, pero que volvería como la mitad de una pareja de marido y mujer, que confiaba en que todos me darían la bienvenida en mi nuevo papel de ama de aquella casa. Hubo muchos asentimientos, y yo me limité a asentir también con la cabeza y sonreír con gratitud en lugar de salir corriendo por el caminito cubierto de conchas de ostra.

Lo seguí de nuevo hacia el coche y un momento más tarde la portezuela se cerró con firmeza y el coche empezó a rodar.

—Hola, Joan —me dijo él.

Yo le devolví el «hola», pero sabía que se requería algo más; por la expresión que tenía él en la cara, lo esperaba. Así que me acerqué a su cara y lo besé. Al momento él me devolvió el beso, susurrando:

—El primero. —Y luego—: Joan, tienes los labios como el hielo… ¿Te ocurre algo?

—Estoy un poquito asustada… Supongo que los labios saben, sin que se lo diga, lo que siente el corazón.

Procuré que mi voz sonase lánguida, tímida y amistosa, y él me cogió entre sus brazos. Eran delgados y yo notaba los huesos a través de la carne. Me eché a llorar en silencio.

—¿Asustada? ¿De qué? —me preguntó.

—Pues no sé, en general. Después de todo, no es algo que uno haga todos los días…

—Pero no será por algo que haya hecho yo…

—Pues claro que no.

Le di una palmadita y me sequé las lágrimas que había derramado, y recuperé el control de mí misma. Pero teniendo en cuenta lo de mis labios, no fui capaz de aventurar otro beso. Fuimos avanzando, yo apoyándome en él, aunque no quería hacerlo en absoluto.

Pasamos sorteando Annapolis y luego salimos por el puente por encima de la bahía. Nos encontramos entonces en la Costa Este, que es plana, de modo que los coches pueden devorar kilómetros sin ir demasiado deprisa. Llegamos a Delaware, y al cabo de unos minutos entrábamos en Dover. Él le dijo algo a Jasper, que respondió:

—Sí, señor, ya lo sé. —Y aparcó junto a un bonito y tranquilo motel.

Jasper salió y nos abrió la puerta, y luego vino detrás de nosotros, llevando las maletas. El señor White le dijo al recepcionista:

—Somos tres… Hemos reservado. Earl K. White, la señora de Ronald Medford y Jasper Wilson.

El recepcionista nos examinó y luego ofreció la pluma al señor White, que me la entregó a su vez a mí. Yo la tomé y rellené la tarjeta que me entregó el recepcionista, aterrorizada al darme cuenta de que sería la última vez que escribiría «Joan Medford». Los moteles no tienen botones, de modo que fue Jasper quien nos llevó las maletas. Al cabo de un momento yo estaba sola en el piso de arriba con la mía y sintiendo un pánico espantoso.

Habíamos acordado que nos reuniríamos en el vestíbulo, y él esperaba ya cuando yo bajé. También esperaba Jasper, y salimos y nos metimos en el coche. Cuando le pregunté adónde nos dirigíamos, él me dijo:

—Al laboratorio… Tenemos que hacernos un análisis de sangre. Si toman ahora las muestras, podemos tener el informe mañana por la mañana, y conseguir inmediatamente la licencia, sin tener que esperar.

Yo dije «oh», y Jasper se detuvo ante un edificio de oficinas. La recepcionista parecía saber lo que deseábamos sin que se lo dijésemos, y se mostró tan cómplice que me sentí incómoda. El doctor sonreía también, y nos atendió rápidamente. Después de sacarnos la sangre, nos hizo sentar a ambos con el brazo doblado, apretándonos el algodón.

—Pregunten a la chica mañana por la mañana… —nos dijo—. Tendré sus certificados preparados.

Al volver al motel fuimos de inmediato al comedor, y durante toda la comida hablamos de lo feliz que era él de poder estar al fin conmigo, sin tener que salir de casa «ni ver a ese barman que me miraba como si yo fuera una especie de ladrón por ocupar una mesa y no pedir algo más caro». Le dije que Jake no le tenía manía y que había sido muy amable conmigo desde el primer día, pero no sirvió de nada, porque, aunque yo no me había dado cuenta antes, obviamente, Jake le caía mal. Después de cenar volvimos al vestíbulo y nos tomamos un té en una pequeña zona de descanso. A las nueve dije que estaba cansada y que me gustaría retirarme, y él me acompañó hasta mi habitación. Durante un momento horrible en el vestíbulo me pregunté qué hacer si él quería entrar, pero no lo hizo. Se quedó allí de pie, sin embargo, como si esperase algo, y como había ocurrido en el coche, yo sabía lo que era. Levanté la cara y él me besó.

—Buenas noches, Earl —le susurré, y me metí en la habitación, demasiado nerviosa para preguntarle si mis labios estaban más calientes que antes, o para preocuparme siquiera.

Recordaré aquella noche mientras viva, por lo insípida, gris y seca que fue, y porque me resultó interminable. Y, sin embargo, ni una sola vez, al menos que yo recuerde, me dije a mí misma que todavía podía echarme atrás, ni tuve el impulso de hacerlo. Me gustaría dejar esto bien claro. Podía haberme arrepentido, hacer la maleta, dejar la llave en recepción, coger un taxi en la estación de autobuses y volverme a casa… No habría sido nada nuevo para mí, ya que era aquello precisamente lo que había hecho con Tom. Pero aunque estaba muy asustada, nerviosa y entumecida, ni siquiera se me ocurrió semejante cosa. Por lo que a mí respectaba, tenía lo que deseaba, y ni una sola vez dudé de que era eso lo que quería.

A la mañana siguiente me vestí con el traje de boda que me había comprado, un traje de chaqueta sencillo de lana asargada, de ese color verde oscuro que siempre me ha gustado, con una blusa beis y unos zapatos de un color marrón oscuro, con guantes y sombrero a juego. No quería llevar sombrero pero me pareció que debía llevarlo, por respeto hacia él. De modo que me compré uno diminuto de terciopelo, que no ocupaba espacio en mi maleta, pero que me daba un aire más formal. Él se dio cuenta al momento.

—Esperaba que te pusieras sombrero… —dijo—. Tienes un pelo precioso, pero es una ocasión especial. En fin, ya tenía que haberme imaginado que lo harías. No hay por qué estar en el «Registro Social» para saber lo que se debe hacer y lo que no.

—Pero yo sí que estoy en el «Registro Social».

—¿Que estás…? ¿Cómo has dicho, Joan?

Por su reacción vi que pensaba que le estaba tomando el pelo, y también que a pesar de toda la riqueza de su padre y su abuelo era él quien no figuraba en el Registro Social. Yo sí que figuraba, una de las pocas herencias interesantes que me quedaban de mis padres…, eso y la maleta que llevaba en aquel viaje, y que valía lo mismo a mis ojos, o menos. Pero vi que para él sí que representaba mucho que su nueva esposa, conocida para él hasta aquel momento por servirle tónica con los pechos medio al descubierto, estuviera más arriba que él en la escala social, y durante un momento dejé que aquello, que no significaba nada para mí, supusiera para él un momento de tortura.

—Ah, pues sí, sí que estoy, en Pittsburgh, por supuesto. Mi padre y mi madre lo están, y yo consto como hija suya… o constaba al menos. Igual todavía figuro. No me preocupa demasiado.

—No lo sabía.

Durante el desayuno siguió echándome miraditas, como si intentara acostumbrarse a algo que para mí no valía la pena ni mencionar, pero para él al parecer era una noticia muy desestabilizadora. Al menos cesó la cháchara y pude comerme los huevos en paz. Luego volvimos al laboratorio a recoger los resultados de los análisis de sangre, y después al tribunal a por nuestra licencia. Cuando la mujer vio el nombre del señor White se emocionó mucho.

—Recibimos su carta, señor White —dijo—, y el juez está dispuesto para cuando usted quiera.

Apareció un hombre de mediana edad, que nos estrechó la mano y nos felicitó, y nos preguntó si queríamos que dos de las chicas fueran nuestros testigos.

—Solo una —respondió el señor White—. Hemos traído un testigo. —Y pasó el brazo en torno al hombro de Jasper, que pareció muy complacido.

Entonces el señor White, una chica, Jasper y yo entramos en la oficina del juez. Éste se mostró muy nervioso al irnos diciendo cómo debíamos colocarnos. Luego empezó la ceremonia y de repente yo sentí que me asfixiaba, sabiendo lo que aquello significaba. El señor White me puso un anillo en el dedo y repitió ante el juez: «Con este anillo yo te desposo», y yo le prometí amarlo, honrarlo y respetarlo. Después el señor White me besó, y yo pensé que ojalá mis labios no estuvieran tan fríos como el día anterior. Yo los notaba más fríos aún.

Y luego salimos a la calle, y Jasper fue corriendo a buscar el coche. Eché un vistazo hacia abajo y vi que llevaba sujetas a la chaqueta unas flores, un bonito prendido de azahar… No tenía la menor idea, y sigo sin tenerla, de cómo llegaron allí, ni cuándo. Entramos en el coche, fuimos hacia el norte, no sé hacia dónde. Vi Nueva York en la distancia y luego, después de pasar por unos túneles, supe que nos dirigíamos al aeropuerto Kennedy. Por entonces ya sospechaba que él tenía una sorpresa para mí, pero hasta que nos encontramos ante el mostrador de la compañía aérea y él se apartó a un lado, susurrando algo a Jasper y dándole un poco de dinero, no estuve segura de que nos dirigíamos a Londres.