Aquella noche ya estaba de vuelta en el Garden of Roses, y cinco minutos después de llegar era como si no hubiese faltado nunca. Bianca al principio parecía ofendida, pero cuando le dije: «Es un asunto de dinero, Bianca… Demasiado para dejarlo perder volviéndole la espalda sin más», se ablandó un poco, y luego la vida siguió como siempre.
—Chica —dijo Liz—, te hemos echado de menos… pero no importa. Lo principal es que has vuelto. ¿Y cómo está nuestro Tom?
—Está bien —le dije, sin traicionar ni un asomo de emoción—. Me ayudó mucho en un asunto que nos concernía a los dos.
—Un asunto de toda la noche, supongo…, bueno, de tres noches seguidas. ¡Ya sabía que el chico lo conseguiría! Vamos, cuéntamelo todo, Joan, y no te dejes nada.
Fue difícil, porque me habría encantado contárselo todo, pero respondí:
—Me temo que no hay nada que contar, Liz. Fue un asunto legal y ya está acabado.
—¿Un asunto legal?
—Sí, y ya está resuelto.
Una hora más tarde, cuando empezó a haber trabajo, Liz se me acercó.
—Hay un par de peces gordos, Joan —me dijo—, allí, en el reservado de la esquina… Quieren saber si tengo una amiga y si nos gustaría vernos con ellos más tarde, después de cerrar. Ya tienen habitaciones en un motel y me han enseñado los billetes de cien. Así que si es cierto que tú y Tom no tenéis nada…
—En otra ocasión, Liz… —le dije—. Esta noche tengo que recuperar el sueño.
—Vale —dijo ella—. Me haré cargo de los dos yo sola, supongo… Soy muy trabajadora.
—Piensa que a doble trabajo, doble ganancia.
—Es verdad —asintió, pero luego lanzó un resoplido—. ¡Pero me da pereza hacer horas extra…!
La noche siguiente fue una noche normal y corriente. A la otra vino el señor White.
Yo lo vi primero, y volví a la barra, donde Jake lo había visto también y ya le estaba preparando su bebida. Cuando estuvo dispuesta, él se sentó a la mesa, la misma donde se había sentado siempre. Le serví sin decir una sola palabra.
—Bueno, ¿qué? —me preguntó—. ¿No vas a hablarme?
—La cuestión es si va a hablarme usted a mí. Ha pasado mucho tiempo, señor White. No estaba segura de que se acordara de mí.
—Me acuerdo de ti.
—No doy nada por sentado. Han pasado semanas, después de todo. ¿Tuvieron éxito sus negocios?
—Mucho. Firmaré en breve.
—¿Y el otro asunto?
—Es una situación algo complicada, pero mi abogado dice que se puede hacer.
—Si todavía quiere hacerlo, claro. No finjamos que no se ha ido durante un mes, al menos en parte, para intentar olvidarme.
—No lo niego, Joan —dijo, con sencillez—. Así ha sido.
Yo abrí la boca para seguir hablando de aquello, para asestar más golpes, pero al ver su expresión supe que había llegado el momento de cambiar de táctica. Yo no había saltado a su regazo, no había gritado de alegría al verlo, había actuado como si me sintiera abandonada y nada complacida por ello. Pero entonces pensé que quizás era mejor que me calmase y recordase lo que había entre nosotros. De modo que no dije nada hasta que pasó al menos un minuto y entonces hablé muy bajo.
—Y ¿qué? ¿Ha podido? —Y luego—: ¿Lo ha hecho?
Él dejó que pasara otro minuto entero.
—No —apenas susurró.
—¿Por qué no me pregunta lo que he estado haciendo mientras usted no estaba?
—Vale. ¿Qué has hecho?
—He intentado olvidarlo también.
—¿Ah, sí? ¿Y lo has conseguido?
Dejé que esperara un poquito.
—No.
Y entonces lo dijo, aquello que yo quería oír y por lo que había abandonado a Tom:
—Joan, tenemos que casarnos.
—¿A su manera?
—No es la manera que yo habría querido… Es la que dictan los médicos, la que tiene que ser.
Me quedé allí de pie, con el corazón latiéndome con fuerza, porque sabía que la que dictaban los médicos era la única posible para mí… con él. Me había preguntado a mí misma muchas veces desde aquella noche fatídica si estaba engañándolo, fingiendo que sentía unas cosas cuando en realidad sentía otras. La respuesta tenía que ser que sí. Si aquella noche le hubiera dicho lo que sentía realmente, desde luego era una alegría inmensa por haber conseguido llevar a término aquel plan fantástico que tenía, con el que conseguiría a mi niño, un jardín donde jugar, una casa en la que viviríamos los dos, y un mundo del que formar parte y del que ambos podríamos estar orgullosos. Estoy intentando contarlo tal y como era, sin dejar nada fuera ni poner nada que no sea cierto. De modo que yo tenía dos caras, sí, lo admito. Pero si usted hubiera sido una mujer, ¿qué habría hecho? Si hubiera estado exactamente en mi lugar, si se le hubiese ofrecido aquella oportunidad, y hubiese tenido que pensar en su niñito, creo que habría hecho lo mismo que yo. Pero no más de lo que hice, no esas cosas de las que más tarde me acusaron los periódicos. Y juro por mi vida, por la vida de mi hijo, que no las hice.
—¿Cuándo…? —pregunté.
—No antes de una semana. Mi abogado ha planteado algunos asuntos que deberían solucionarse… o en cualquier caso habría que analizar. Quiero que estés bien protegida…, plenamente protegida por la ley.
—En ese aspecto confío completamente en usted.
—Aprecio ese hecho, Joan… pero con las mejores intenciones del mundo, yo podría dejarte abierta la posibilidad de algún problema si ocurriese una determinada eventualidad.
—¿Qué eventualidad, señor White?
—Prefiero no hablar de ello.
—Entonces, si se refiere a lo que yo creo, preferiría que no fuera así. Retiro mi pregunta.
—Pareces una abogada, Joan.
—Me suenan todas esas cosas. Mi padre es abogado.
—A menudo he sentido curiosidad por él.
—Preferiría no hablar de él.
En mi voz se debió de transparentar la amargura, porque él hizo algo que raramente hacía: alargó la mano y me dio unas palmaditas tiernamente en un lado del pantalón corto. De pronto anunció:
—Vamos a casarnos, Joan, pero en realidad, tal y como organizaremos nuestra vida, seré como un padre para ti. Así podremos estar juntos. Te veré todo el tiempo y llenaré ese vacío que seguro que tienes en tu vida.
Yo le cogí la mano y la estreché, y sellamos el trato.
Durante la noche se me ocurrió que si él necesitaba un abogado, yo también, y una vez más llamé al señor Eckert, en Marlboro, y a mediodía del día siguiente fui a verlo. Él se negó a cobrar nada cuando le ofrecí pagarle algo, y me dijo que los doscientos cincuenta que ya le había dado todavía cubrían sus servicios.
—No he hecho nada para ganármelos…, de modo que todo está pagado. ¿Qué le ocurre, señora Medford? —me preguntó.
Y se lo conté.
Cuando acabé, se levantó y empezó a andar de un lado a otro.
—No me gusta —gruñó. Y luego—: No me gusta nada.
Yo esperé, y él siguió hablando.
—Se va a casar usted, pero si él cambia de opinión, no estará casada. Quiero decir que igual pide la anulación. Sin consumación no hay matrimonio… Supongo que usted lo sabe, ¿no? Así que digamos que usted está dispuesta a consumarlo porque cree que así él no podrá ganar esa demanda. Pero si precisamente la no consumación forma parte del contrato…, un tribunal sostendría, me temo, que no se pueden tener ambas cosas. Si usted se presta a un matrimonio que no es un matrimonio, será ése el matrimonio que tenga presente el tribunal, no el que usted quiera crear después. Y si yo fuera juez, tendría que sostener que un matrimonio que excluyera la consumación en realidad nunca fue un matrimonio.
—Entonces, ¿qué hago?
—¿Para conseguir el dinero, quiere decir?
—¿Tiene que decirlo así?
—Si quiere mi consejo legal, debo saber qué es lo que usted se propone.
—Bueno… naturalmente, pienso en el dinero. Supongo que todo el mundo lo hace. Pero no es lo único. Desde luego, no lo es, señor Eckert.
Y seguí así durante más de diez minutos. Cuando al final me cansé, él dijo:
—En otras palabras: usted quiere que le diga cómo conseguir el dinero, pero al mismo tiempo pretende que no está pensando en eso.
—Pues… sí.
—Bien, ya estamos llegando a algo.
Hablé durante otros diez minutos de Tad, explicándole qué papel representaba en todo aquello, pero no parecía escucharme. Entonces de repente me interrumpió:
—O sea que usted tiene un hijo y quiere que tenga un jardín donde jugar. Así que lo que hace es aceptar eso…, se casa de esa manera tan extraña y hace lo que puede para llevar su plan adelante. Pero, señora Medford, hay una posibilidad en la que parece que usted no ha pensado: él puede querer consumar el matrimonio, de todos modos…, correr el riesgo de que los médicos puedan estar equivocados. Mi consejo es el siguiente: si él quiere consumar el matrimonio, consúmalo. Porque esa invitación podría ser una trampa que le ponga él, para obligarla a usted a negarse y de esa forma adoptar una posición invulnerable ante los tribunales.
—¿Y por qué iba a hacer él algo semejante?
—Está enamorado, ¿no? Puede caer en la tentación… y con toda facilidad.
—¿Y qué le hace pensar que yo podría negarme?
—No he dicho que lo fuera a hacer. Solo he dicho que no debería hacerlo. Si es solo la compañía de ese hombre lo que quiere en realidad, le aconsejaría en otro sentido. Pero creo que en su caso es el dinero.
Yo me sentía algo avergonzada e hice ademán de levantarme.
—Todavía no he terminado —dijo—. Haga lo que haga no ponga nada por escrito, señora Medford. No firme ningún contrato, ni acuerdo matrimonial, ni nada que mencione esa estipulación… Excepto los documentos habituales, como la solicitud de licencia, no firme «nada». Así cuando ocurra, si es que ocurre, la única cosa que puede favorecerla, no habrá nada en una caja de seguridad para hacerle la vida imposible ante los tribunales.
—¿De qué «cosa» está hablando?
—De la misma «cosa» en la que está pensando usted.
—Ciertamente, lo ha dejado usted bien claro.
Estaba de pie, mirándome, y yo me levanté y lo miré también, y su mirada me recordó la del sargento Young, pero sin una pizca de amabilidad. Pasó un rato.
—Si después de casada, necesita ayuda —dijo finalmente—, legal o del tipo que sea, hágamelo saber.
—¿Del tipo que sea? —le pregunté—. ¿De qué tipo podría ser?
—Un matrimonio platónico para una dama tan atractiva como usted podría resultar un poco fatigoso. Si es así, podría usted avisarme… Pásese por aquí y la llevaría a algún sitio. Es usted una cazafortunas muy atractiva, y la verdad es que me gusta mucho.
Con un dedo me acarició la mejilla. Quise cogerlo y doblárselo hacia atrás y rompérselo, pero lo que hice fue sonreír con la sonrisa más atractiva que pude y apartar suavemente ese dedo de mi piel.
—Si lo necesito, señor Eckert, se lo haré saber.
Volví a Hyattsville con un nudo en el estómago y la sensación de que estaba jugando con fuego.