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Cuando todo acabó me sentí como drogada, y me quedé echada, dejando que él me abrazase. Luego mi cabeza se aclaró un poco, y me di cuenta de que no era solo la sensación de alivio, el no perder la casa, después de haber conseguido pagar toda la hipoteca, ni la sensación de gratitud hacia Tom, ni, hablando con toda crudeza, el placer que suele proceder de hacer el amor bien y con entrega, sino también los meses y meses de privación. De modo que no pasó demasiado rato antes de que mi boca encontrase la suya otra vez, y tuvimos lo que él llamaba una «repetición», y lo decía en voz muy baja, como si fuera una palabrota. Fue casi lo único que hablamos. Luego yo me quedé echada de nuevo, él susurró la palabra otra vez, y buscó mi boca con la suya. Aquello duró toda la tarde, hasta que al final tuvimos que levantarnos a comer algo. Para eso teníamos que vestirnos. Entonces sacamos la mesita al vestíbulo y nos volvimos otra vez a la cama. Pero aquella vez, ya fuese porque teníamos el estómago lleno de comida o por simple y puro agotamiento, apenas pudimos acabar. Cuando abrí los ojos, el reloj daba las tres.

Lo notaba caliente a mi lado, y su aliento me dijo que estaba dormido, igual que lo había estado yo. Me quedé echada con la cabeza despejada por primera vez desde que salimos del aeropuerto. Luego me empezaron a llegar las ideas, y la primera de todas fue: yo quiero a este hombre como no he querido nunca nada en toda mi vida excepto a mi hijito… Querría estar echada a su lado para siempre. Pero en lo siguiente que pensé fue en el jardín que había ante aquella mansión, en el césped tan suave, tan verde, tan liso, y lo guapo que estaría mi pequeñín, corriendo y retozando en él, y gritando de alegría. Me quedé un largo rato allí echada, mientras el reloj daba la media y luego las cuatro. De repente, sin saber adónde iba, salí de la cama y anduve a tientas en la oscuridad. Encontré la ropa que me había quitado, me la puse y abrí los cajones de la cómoda, saqué el camisón que llevaba la noche anterior, el neceser y la ropa interior de recambio. Cogí mi abrigo del armario y todo lo que tenía en la salita. Allí, con un lápiz y papel de cartas del motel, escribí una nota a Tom, en la que le decía: «Gracias, amor mío, y adiós». Me pareció un poco pobre, pero al menos decía todo lo necesario. Salí y el conserje me miró un poco sorprendido, levantando la vista del libro que estaba leyendo, pero me cobró lo que debía: setenta y cinco dólares por la suite, veintidós dólares en comida, cuarenta céntimos por una llamada telefónica que yo no recordaba haber hecho.

Cogí la maleta, me puse el abrigo, fui hasta el coche y me alejé al amanecer… hacia otra vida.