Llegamos a casa un poco después de las cuatro, e hicimos balance de la situación. Tom se sentó de nuevo frente a la ventana, y pronto empezó a hablar:
—Primero de todo, Joan, al menos tal y como yo lo veo, es mejor que nos traslademos adonde está la acción, a un motel en algún lugar cerca del Aeropuerto Nacional, para no tener que andar preocupados por el tráfico mañana por la mañana y arriesgarnos a llegar tarde. De modo que… espera… —Cogió las Páginas Amarillas, las estuvo hojeando un rato y finalmente encontró un motel grande, que quizá preferiría mantenerse en el anonimato, teniendo en cuenta lo que ocurrió al día siguiente, así que no diré de qué motel se trataba. Él siguió—: Vale, pues vamos allá… pero no juntos. Iremos en coches separados, llegaremos a horas distintas. Yo cogeré una habitación sencilla con baño. Tú coge una suite.
—¿Una suite? —pregunté yo—. ¿Por qué?
—Para que podamos vernos sin ser vistos. Supón que Jim se aloja allí también… ¿Y si nos ve en el vestíbulo o en alguna otra zona común?
—Pero ¿por qué una suite? ¿Qué más da?
—En una suite puedes hacer que entre quien quieras, hombre, mujer, neutro… Se supone que al tener un saloncito, no se te ocurriría hacer cosas que podrías estar tentado de hacer si solo tuvieras un dormitorio.
—¿Estás seguro de que la norma es ésa?
—Bueno, llama si quieres y pregúntaselo.
—No, ya me parece bien. Confío en tu superior conocimiento de los moteles.
Él se fue en su coche a hacer el equipaje, y yo después de hacer la maleta me fui al motel, que era grande y tenía tres partes. En el mostrador de recepción pregunté el precio de una suite, «con dormitorio, saloncito y baño». El empleado no pareció sorprenderse de que una mujer se registrara sola.
—Las tenemos a partir de treinta y siete cincuenta.
—¿Y es exterior la de treinta y siete cincuenta?
—Todas nuestras suites son exteriores. El piso de las suites de treinta y siete cincuenta da al aeropuerto. Por cuarenta y cinco con setenta y cinco puede tener vistas al río.
—La del aeropuerto me va bien.
Me dio la llave y me explicó cómo llegar. Metí mi maleta en el ascensor, subí, seguí sus indicaciones pasando a través de un vestíbulo, abrí una puerta y ya me encontraba en mi suite, culpable y emocionada y con la garganta seca. Recorrí las habitaciones, que estaban decoradas de color verde claro, con muebles de un verde más oscuro. Lo habían limpiado todo hacía tan poco que todavía se notaba el olor a los productos que habían utilizado. Intenté no mirar las camas, dos, aunque por supuesto, el recepcionista dijo que si la habitación era para dos personas cobraban «cuarenta y dos con cincuenta».
Después de meter mis cosas en la cajonera, las pocas cosas que llevaba, volví a sentarme en el saloncito. Por la ventana podía ver los aviones aterrizando y despegando, pero estaban tan lejos que no los oía. Encima de una mesita había un teléfono, y marqué el número del Garden.
—Bianca, por favor, Sue. Gracias. —Cuando Bianca cogió el teléfono le dije—: Esta noche no puedo ir… y quizá mañana tampoco, no lo sé.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—Lo siento muchísimo, Bianca. Es algo personal y muy importante.
—¿Estás enferma y en cama? ¿En tu lecho de muerte?
—No, no es eso…
—Entonces no me dejes con la mitad del personal dos noches seguidas, y no digamos tres. Ven aquí inmediatamente, Joan.
—No puedo.
Al cabo de un silencio más largo:
—¿Puedes decirme entonces por qué no debería despedirte en este preciso momento? Tom no está ahora por aquí otra vez para evitar que lo haga.
—No, no está —dije—. Está conmigo.
—¡Oh!
—Él y yo tenemos que arreglar un asunto que no puede esperar. De una manera u otra lo habré terminado mañana, y entonces volveré otra vez como siempre. Pero esta noche…
—Ya te he oído, no puedes. Espero que sepas lo que estás haciendo, Joan.
—Esta vez sí.
Sonaba preocupada:
—Voy a decírselo a Liz.
En cuanto colgué el receptor, el teléfono empezó a sonar, y oí la voz de Tom en el auricular.
—Acabo de registrarme. ¿Te apetece que volvamos a repasarlo todo quizá?
—Nada de quizá.
—Ahora subo.
En cuanto llegó, llamé al servicio de habitaciones e hice que me leyeran el menú de la cena, repitiéndole a él cada plato. Quizá previendo el día que nos esperaba, ambos estábamos hambrientos. Pedimos ensalada con aliño francés, fricasé de pollo, patata al horno, guisantes, helado y café. Vino un hombre con nuestro pedido en una mesa metálica con ruedas, nos sirvió y se fue, diciéndonos:
—Cuando acaben saquen la mesa al vestíbulo… Ya vendré más tarde a por ella.
Cuando nos acabamos la comida, serví el café, el mío solo y el de Tom con dos terrones y crema de leche.
—Esto parece terriblemente doméstico —dijo—. Como si estuviéramos jugando a papás y mamás.
Y tenía razón, así era… amistoso, cálido y agradable. Pero al decirlo de aquella manera, de repente me puse nerviosa.
—Preparemos una vez más lo de mañana —le dije.
Repasamos todo el proceso. A la mañana siguiente yo lo ayudaría a arreglarse la cara y a ponerse la peluca, e iríamos al aeropuerto por separado. Discutimos dónde se sentaría él y dónde me colocaría yo, lo que haría si los veía juntos y lo que haría si veía a uno de ellos solo. Lo repetimos todo un par de veces.
—¿Y si la policía del aeropuerto te pregunta qué estás haciendo allí? —me preguntó.
—¿Por qué iban a hacer semejante cosa?
—Si lo hacen…
—Estoy esperando a un amigo que traerá nuestros billetes.
—Bien. Estupendo.
—¿Y si te lo preguntan a ti?
—Lo mismo, supongo. O quizá pueda decirles que estoy allí para ayudar a capturar a una rata que se saltó la fianza.
—Quizá… pero no lo harás.
—No.
—¿Tom? Te das cuenta de que este será el fin de cualquier posibilidad de que Lacey te preste la ayuda que querías con su prima, ¿verdad? Con todo lo que has trabajado, acercándote a él, haciéndole recados… como cubrir a su hijo aquel día…
—Bueno, me alegro de haber hecho ese recado en particular, por otros motivos, claro.
Ambos sonreímos. Pero yo dije:
—Lo digo en serio.
—Sí, me doy cuenta.
—¿Y no te importa?
—Sí, claro que me importa. Pero él no puede salirse con la suya en esto. Si mi casa no hubiese estado empeñada en el banco, me habría hecho todo esto a mí, y sería yo el que me quedaría en la calle. El único motivo de que seas tú es porque me conoces y querías hacerme un favor. De modo que… si lo pierdo, lo pierdo. Siempre habrá otras formas de conseguir mi objetivo, ya encontraré alguna.
—¿Si lo pierdes? Tom, ¿cómo no ibas a perderlo?
—Me pondré la peluca que me has comprado y las gafas. Quién sabe, a lo mejor no se entera de quién lo ha delatado.
Comprendí entonces por qué había insistido tanto en lo de la peluca. Pero recordé lo rápido que lo había reconocido el señor Schwartz, a pesar de todo, y no me pareció bien animarlo demasiado en ese sentido.
—Bueno… muchas gracias —dije.
Al cabo de un momento en el cual ninguno de los dos parecía saber muy bien qué decir, Tom dejó su taza de café y se puso de pie.
—Pues nada, supongo que ya está todo bien atado —dijo—. Ya es hora de que nos vayamos a dormir.
Se me encogió el estómago… pero él sencillamente me lanzó un beso con la mano y se fue.
A la mañana siguiente me entretuve bastante con su cara, le pinté tres rayas finas, como si fueran patas de gallo, en el rabillo de cada ojo, y una más intensa e inclinada en ambas mejillas, desde la boca, haciéndolo con cuidado para que las rayas siguieran pequeñas arrugas que ya tenía en la piel y que no pareciera maquillaje, aunque lo mirasen de cerca. Hice lo mismo con las arrugas de la frente. Me decía todo el rato: no exageres, y no lo hice. Me di cuenta de que cuando se puso la peluca realmente parecía tener sesenta años, a una distancia de más de dos metros, y el plan era que se mantuviera lo más alejado posible de todo el mundo. Se puso la chaqueta y las gafas que habíamos comprado y me guiñó un ojo, y luego imitó el paso de un hombre anciano al salir por la puerta de la suite. Era extraño verlo caminar, y durante un segundo se me apareció la imagen de lo que podía ocurrir si me casaba con el señor White, al verlo salir por la mañana y darle la bienvenida cada noche al llegar a casa. Me puse a temblar.
En cuanto se hubo ido, me vestí yo también con ropa sencilla y práctica, como la que se podría llevar para hacer un viaje en avión, y bajé a desayunar. Primero compré una revista en el quiosco, la Ladies Home Journal. Tom estaba al otro lado de la sala, acabándose el desayuno, y sus ojos se cruzaron con los míos, pero no nos hablamos. Él se fue antes de que me sirvieran el desayuno. Me lo tomé rápidamente, pagué la consumición y me dirigí de inmediato a mi coche, que había aparcado a la vista de la puerta. Cuando llegué al aeropuerto dejé el coche en el aparcamiento, añadí un par de gafas oscuras a mi atuendo y me dirigí al edificio principal.
La sala de espera era enorme, pero yo fui andando muy despacio desde el pie de la escalera hasta el restaurante, pasando junto a las taquillas de los billetes de las diversas compañías aéreas, hasta el extremo más alejado. No vi al señor Lacey, pero sí al señor Christopher, y en el banco que estaba frente a él, al señor Schwartz, inclinando la cabeza en dirección a la esquina de la sala. Tomé asiento allí, frente a United Airlines, pero también con vistas a la entrada. Abrí la revista y me la coloqué en el regazo de tal manera que me permitiera ver por encima. El reloj indicaba las diez y media, lo que significaba que estaban apurando el tiempo, porque si el avión salía a las doce, se suponía que los pasajeros debían aparecer como muy tarde a las once, y aunque Lacey podía arriesgarse y esperar hasta el último minuto, corría el riesgo de que lo llamaran con el nombre de Barnaby y así atraer la atención hacia su persona. Pero no se podía hacer otra cosa que esperar, y eso hice, poniéndome más nerviosa a cada minuto que pasaba.
A las diez cincuenta y cinco un hombre chocó contra mis piernas al pasar y me bloqueó la vista de la entrada. Yo estiré el cuello para mirar por detrás de él. Era un anciano con el pelo blanco, que se apoyaba en un bastón, y pasó muy despacio. Lo maldije silenciosamente para mí: Lacey podía llegar en ese preciso momento y yo lo perdería, todo por culpa de aquel hombre…
Entonces eché una mirada más atenta a aquel anciano. Tenía la cara apartada de mi vista, de modo que lo único que veía yo era una parte de su perfil, pero lo reconocí de inmediato. Esa nariz aguileña, la papada que le colgaba por debajo de la barbilla… ¡Era Lacey! Había tenido la misma idea que nosotros, pero nos había superado, ya que se había afeitado parte de la cabeza para que pareciese que estaba calvo, toda la parte superior excepto una franja alrededor que se había empolvado de blanco. Añadiendo un bastón y encorvando la espalda, ahí teníamos a un indefenso abuelito, de quien nadie podía sospechar que en realidad era Jim Lacey, a no ser que lo mirara detenidamente, y solo si estaba tan cerca de él como yo desde el sitio donde me encontraba sentada.
Él no se había fijado en mí, o no me había reconocido, al menos… y eso estaba bien. Pero ya había pasado a mi lado y se dirigía con sus pasos lentos y medidos a la puerta que había al fondo de la sala, y yo me di cuenta, mirando a mi alrededor, desesperada, de que ni Tom ni el señor Christopher ni el señor Schwartz se habían fijado en él ni lo habían reconocido. Yo quería levantarme y señalarlo, o gritar, o hacer algo… pero entonces habría acabado el juego, ya que Lacey no llevaba otra cosa que el bastón en una mano y un abrigo ligero doblado en el otro brazo. El dinero seguramente lo llevaba su novia, y si yo daba la voz de alarma, ella desaparecería.
¿Dónde estaba ella? ¿Dónde…? Examiné la sala a derecha y a izquierda, buscando cualquier figura femenina que me pareciera fuera de lugar. Pero no había motivo alguno para que ella pareciera fuera de lugar, y lo sabía perfectamente. Una mujer que viajaba sola, con una maleta pesada… La sala estaba repleta de gente, al ser la hora punta del mediodía, y debía de haber al menos dos docenas de mujeres que viajaban solas y cada una de ellas con una pesada maleta en la mano.
Entonces miré hacia la puerta de embarque. Allí había varias mujeres de pie, pero una de ellas en particular me llamó la atención. Llevaba en la mano un maletín grande y se ocultaba detrás de unas gafas oscuras, como yo. Ninguno de esos hechos era garantía de nada, claro. Pero mientras yo la examinaba, Lacey le echó una mirada y vi que la barbilla de ella se inclinaba ligeramente, asintiendo.
¿O me lo imaginé? ¿Habría hecho la seña a otra persona? Pero no: él se dirigía recto hacia ella, y aunque yo no podía verle los ojos detrás de los cristales ahumados de las gafas, ella lo miraba directamente, sus labios se tensaron y al mirar hacia abajo vi que daba golpecitos impacientes con la punta del pie en el suelo.
Miré a Tom. Detrás de su revista levantada, él miraba hacia la entrada, en la dirección equivocada. Y el señor Christopher y el señor Schwartz se miraban el uno al otro… Vi que echaban una mirada al reloj de pulsera y se encogían de hombros.
Ya no había tiempo para sutilezas. Al cabo de un minuto el hombre llegaría a la puerta de embarque y sería demasiado tarde. Me levanté y corrí hacia él, y mis tacones iban repiqueteando con fuerza en el suelo de baldosas. Veía la espalda de Lacey frente a mí, y recé para que no se volviera al oír aquel sonido.
No se volvió. Siguió avanzando, dirigiéndose como una flecha a la puerta de embarque y al avión que lo esperaba detrás, y a la libertad que ambas cosas representaban.
Una docena de pasos precipitados me condujeron hasta el señor Schwartz, y me incliné a susurrarle al oído:
—Es él, ese viejo con el bastón, el que acaba de pasar. ¡Se ha disfrazado igual que Tom!
Él lo miró y se levantó. A mitad de camino el señor Christopher se acercó también, como despreocupadamente, pero no tan despreocupadamente si uno se fijaba en lo rápido que se desplazaba. Intercambiaron una mirada y yo vi que sus ojos iban desde el camino que recorría Lacey hasta su destino. Y al fin Tom levantó también la vista, siguiendo lo que estaba ocurriendo delante de su asiento.
El señor Schwartz se acercó al lado de Lacey al instante, y levantando una mano lo cogió del brazo. El señor Christopher, mientras tanto, pasó rápidamente a su lado, hasta la puerta de embarque, y puso la mano encima de la mano de la mujer, que sujetaba el maletín. No pude oír lo que le dijo, pero vi la mirada de alarma que apareció en el rostro de la mujer, y el intento de apartarse de él, hasta que el otro sacó una insignia que sujetó en la mano. En aquel momento los hombros de ella se encorvaron.
Pasaron a mi lado y los cuatro se dirigieron hacia una puerta marcada «privado — prohibido el paso», primero iba el señor Schwartz, sujetando a Lacey, que ya no se encorvaba ni usaba el bastón, y luego el señor Christopher sujetando a la mujer. Me pregunté qué pensarían los espectadores de la milagrosa recuperación de aquel viejo artrítico. «Venga con nosotros», dijo el señor Christopher al pasar, y pasó un momento hasta que me di cuenta de que se dirigía a mí. Eché una mirada hacia atrás, al lugar donde estaba sentado Tom, a cierta distancia, y vi que no se había movido; quizás estaba agradecido de que las cosas hubieran llegado a su fin sin haber tenido que revelar su rostro. Yo estaba más cerca, en cualquier caso, y el tiempo era primordial.
—Señora, por favor —dijo el señor Christopher.
Lo seguí rápidamente.
Él y la mujer entraron por una puerta y después bajaron una escalera, y llegaron a una habitación con el letrero: «Oficina del aeropuerto». Dentro se encontraban algunos empleados uniformados a los que el señor Schwartz enseñó la insignia, y por supuesto Lacey, asustado y combativo. El señor Christopher le enseñó también la insignia y el señor Schwartz fue al grano.
—No queremos problemas, ni hacerle perder el avión ni nada parecido… pero hemos oído que quiere sacar del país una gran cantidad de dinero.
—¿Quién lo ha dicho? Mienten…
El señor Schwartz se volvió hacia mí.
—¿Es éste el hombre?
—Sí —dije yo.
—¿Y usted quién es? —dijo Lacey, sin reconocerme todavía—. ¿Qué es esto?
—No somos de la policía —dijo el señor Schwartz—. Somos de Hacienda. No nos importa de dónde ha salido el dinero ni qué haya hecho usted para conseguirlo. Lo único que nos importa es que el Tío Sam tenga la parte que le corresponde.
El señor Christopher, mientras tanto, había quitado el maletín de la mano de la mujer y había sacado una capa superior de ropa y objetos de tocador. Luego volvió el maletín del revés y volcó un montón de paquetes de billetes. Vi que los sujetaban unas tiras de papel que llevaban algo impreso, al parecer el valor de los billetes y cuántos iban en cada paquete. Había unos cuantos de cincuenta, de cien y una pila de veinte.
La mujer se dejó caer pesadamente en una silla. Confieso que sentí pena por ella.
El señor Schwartz hojeó uno de los paquetes de billetes y el señor Christopher otro. No quitaron las fajas, sino que cada uno sacó una tarjeta y escribió una cantidad en ella, después de comprobar un paquete y dejarlo a un lado.
—Muy bien —dijo el señor Schwartz cuando terminaron y compararon las tarjetas—. Tenemos cincuenta y cinco mil, y el impuesto sobre esta cantidad es del veinte por ciento… que nos llevaremos como cantidad pagada en efectivo, y le daremos un recibo, en el que se observará que está sujeto a devolución, en parte o totalmente, si corresponde, y cuando rellenen ustedes el preceptivo impreso para la devolución de las cantidades abonadas al gobierno federal.
El señor Schwartz sacó una libreta de su maletín, parecida a un talonario de cheques, y escribió algo. Debió de costarle solo unos pocos minutos rellenar el recibo, pero me parecieron siglos mientras estábamos todos allí en silencio, mirándonos unos a otros. Entonces el señor Schwartz arrancó lo que había escrito, comprobó las copias, dos en total, y tendió el original al señor Christopher. El señor Christopher lo miró y se lo tendió a Lacey, y luego puso varios paquetes de billetes en su maletín, dejando primero que Schwartz contara cada uno de ellos. De repente me sobrecogió el horror: ya casi habían acabado del todo y yo todavía no tenía a Lacey. Él estaba allí, justo delante de mí, su avión saldría al cabo de diez minutos y nada podría impedirle cogerlo.
—¿Hemos terminado? —preguntó al señor Schwartz, repentinamente.
—Ya está.
—¿Entonces, Flo…?
Pero Flo no se levantaba de la silla donde se había sentado.
—Por el amor de Dios, Jim —gruñó ella—. Despierta, todo ha terminado, ya está.
—¿Qué pasa, estás asustada?
—Supongo que sí, si quieres decirlo así.
—Pues yo no. Yo me voy.
Cogió el maletín y juntó el dinero que quedaba y las ropas, y volvió a meterlo todo de cualquier manera. Ni siquiera se molestó en ajustar la cerradura antes de dirigirse hacia la puerta.
Yo quería gritar por la frustración que sentía.
—¿Y van a dejar que se vaya? —les pregunté.
—Ha pagado lo que debía, señora Medford —dijo el señor Christopher—. Ya no tenemos por qué retenerlo.
Al mencionar mi nombre, vi que la cara de Lacey palidecía. Echó a correr hacia la puerta y agarró el picaporte. Yo salté tras él, pero él consiguió abrirla antes de que yo pudiera echarle el guante. Vi que se escapaba mi última oportunidad.
Entonces Lacey se detuvo en seco, y yo también, con el corazón desbocado.
—Hola —dijo Tom, bloqueándole el paso. Todavía llevaba su disfraz, pero no duró mucho rato. Con una mano se quitó las gafas y con la otra la peluca—. ¿Adónde cree que va?
—¡Apártese de mi camino!
—Intente apartarme, Jim.
Lacey intentó empujarlo para pasar. Pero Tom lo empujó a su vez, y el resultado estaba cantado, la fuerza de Tom contra la de Lacey, el joven contra el mayor. Y, entonces, casi en el último momento, se vio aparecer un relámpago azul y en la puerta que había detrás de Tom aparecieron los oficiales de la policía de Maryland.
—Yo me ocuparé —dijo el ayudante del sheriff Harrison, agarrando el maletín—. Se le devolverá, claro, lo que sea legal, pero por ahora tenemos que requisarlo. Está usted arrestado por saltarse la fianza, Jim. Lo siento.
Lacey levantó las manos.
—Vale —respondió—. Vale.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —hablaba la mujer, Flo, todavía sentada donde se había dejado caer antes.
—¿Qué más quieres que diga?
—Si ésta es la señora Medford de la que me hablaste, la que avaló tu fianza, podrías hablarle al menos, decirle que lo sientes mucho.
Entonces Lacey me miró con solemnidad.
—Señora Medford —empezó—. Se lo aseguro, le doy mi palabra, ya lo había arreglado todo para que usted no perdiera la cantidad del aval. Lo único que quería era tiempo para preparar mi defensa, y en cuanto hubiera estado dispuesto, habría vuelto, mucho antes de que a usted se le requiriese…
—Jim, es un maldito mentiroso —le dijo Tom, con fría rabia.
El ayudante del sheriff Harrison intervino:
—Ya tendrán oportunidad de hablar de todo esto ante los tribunales. Vamos…
Hizo una seña con la cabeza a dos de sus hombres, y ellos empujaron a Lacey hacia fuera.
—¿Y yo? —preguntó Flo.
—¿Hay alguna orden de arresto contra usted? —preguntó el ayudante del sheriff Harrison.
—No, ninguna.
—¿Debe usted impuestos? —le preguntó el señor Christopher.
—Antes tendría que tener ingresos.
—Bueno, pues es usted libre, puede irse —dijo Harrison—. Quizá se lo piense mejor antes de elegir a sus amigos la próxima vez, pero éste es un consejo que le doy gratis, y que vale lo que usted quiera pagar por él.
La mujer se levantó, me hizo una seña como para reafirmar una especie de solidaridad femenina, y luego salió. Yo pensé en mi compromiso con la señora Lacey de dejarla fuera de todo aquel asunto, pero me imaginé que podía confiar en que el instinto de conservación de Flo la mantendría apartada de cualquier periodista con cámaras que pudiera haberse introducido allí y estuviera esperando arriba.
—Muchas gracias —dije a los dos hombres de Hacienda, que me devolvieron las gracias a su vez. Luego dejé que Tom me cogiera del brazo y me sacara afuera. De repente me sentía débil y me daba miedo subir la escalera. Él me apoyó contra la pared y al cabo de un minuto me pasó el brazo en torno a los hombros para ayudarme a subir. Subíamos seis escalones cada vez, con un pequeño descanso entre tramo y tramo. Cuando llegamos arriba, salimos al aparcamiento y al final llegué a mi coche.
—Ya estoy bien —le dije, aunque todavía notaba el corazón acelerado—. Creo.
—No, la palabra «bien» no te define. Eres absolutamente maravillosa.
Lo miré a los ojos.
—Dame cinco minutos de ventaja, y luego, cuando llegues al motel, sube a mi habitación sin llamar ni nada. Es decir, si quieres venir, claro.
—¿Tú qué crees?
Yo tenía la cabeza muy clara cuando iba conduciendo de vuelta al motel, y cuando aparqué y entré en la suite, sabía lo que iba a hacer. Me metí en el dormitorio y me quité toda la ropa. Luego bajé la sábana superior de una de las camas y la doblé para que quedara descubierta casi toda la sábana inferior. A continuación fui al salón, me senté y miré por la ventana. Sonó el timbre, miré por la mirilla, y cuando estuve segura de que era Tom, abrí.
—Aquí se está muy bien —dije, señalando con la mano hacia las ventanas, con su vista del aeropuerto—. O bien… ¿preferirías que entrásemos ahí?
Fui hacia el dormitorio, me eché en la cama y me tapé con la sábana pero solo hasta la cintura. Él se quedó mirándome, y yo cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, su ropa estaba en la silla. Y luego se metió en la cama a mi lado y me cogió entre sus brazos.