17

Fuimos a mi casa y lo dejé entrar, claro. Él se dejó caer en la silla en la que me sentaba yo habitualmente, mirando por la ventana, de la manera que solía hacer yo a menudo…

—¿Pasa algo? —le pregunté, al cabo de un rato.

—No, nada.

Pasaron cinco minutos.

—Estoy pensando… —dijo, al final. Y luego—: Joan, estoy preocupado, y no sé por qué. Pero de repente me parece que todo es demasiado sencillo.

—¿Y qué? —pregunté, al cabo de un momento—. El problema era que no sabían dónde encontrarlo, pero ahora lo saben. Se ocuparán de todo.

Se quedó callado. Finalmente, habló.

—Jim Lacey no es ningún santo, pero tampoco es un idiota. Que uno sea poco honrado no significa que sea estúpido. De modo que Jim Lacey sabe que su mujer vio los billetes y está al tanto de lo que él se propone. Y sabe que ella puede hacer cualquier cosa con tal de joderle. ¿Qué hace, entonces?

—¿A mí me lo preguntas?

—Me lo pregunto a mí mismo. Pero no lo sé. —Pero en seguida chasqueó los dedos—. Lo que yo haría es ir a ese aeropuerto con mi chica, y luego separarme de ella, para que nadie viera que somos pareja. Entonces me colocaría en algún sitio, quizás arriba, en el restaurante, desde donde pudiera observar la sala de espera, para controlar a todo el que entrase. Y entonces llegarían los policías de Maryland, quizá de uniforme, pero aunque no fuera así, yo los conocería personalmente, de cuando construí la comisaría…

—Vale. Y entonces, ¿qué?

—No lo sé. ¿Y tú?

—Pues no, pero ya no estoy aliviada.

—Bueno, yo tampoco, la verdad. Vale, los veo entrar y al momento me escabullo. Me meto en un taxi y me dirijo a la estación de autobuses. Allí espero a la chica…, que quizás haya salido a escondidas también y espere en la parada de taxis. Así que vamos en autobús a Miami, desde donde cogemos el mismo vuelo al día siguiente. He perdido el dinero de dos billetes de avión. ¿Y qué? Mejor eso que ir a la cárcel.

—No me siento aliviada en absoluto.

—Siento haberte preocupado.

—Pero ¿qué hacemos nosotros entonces?

—Si dices «nosotros» con ese tono de voz, tendré que pensar algo.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes lo que quiero decir, ¿no?

Me sentí débil, indispuesta y sofocada, y no estoy segura de lo que contesté.

Por aquel entonces él iba andando de aquí para allá dando muestras de estar muy alterado, y de repente chasqueó de nuevo los dedos y me dijo, emocionado:

—¡Ya lo tengo, ya lo tengo, ya lo tengo! —Yo esperé y él siguió hablando, arrodillándose junto a mi silla—. Necesitamos que nos eche una mano alguien más, alguien que tenga el poder de arrestar y el interés de hacerlo, alguien a quien él no conozca. No podemos recurrir a la policía del aeropuerto, porque son federales y no intervienen nunca en asuntos de fianzas locales. Sin embargo, creo que se me ocurre una alternativa. El hombre se lleva cincuenta de los grandes, y casi seguro que no ha pagado impuestos por ese dinero, lo cual significa que Hacienda se moverá si nosotros le damos el chivatazo. Pueden pedir ayuda a la policía del aeropuerto, ya que son también federales. Vamos, vamos a Wheaton.

Cogimos su coche de nuevo y una vez más nos encontramos en una de esas oficinas con mostradores delante, mesas detrás, y unas chicas con falda corta que masticaban chicle. Me daba la sensación de que las habían comprado a las tres en lote, como en un catálogo de Sears o algo así. En una de las mesas se encontraba un hombre que se nos acercó y nos preguntó qué deseábamos. Tom me dejó hablar y yo hablé, procurando ser breve, pero al mismo tiempo explicando bien quién era y cómo había acabado avalando a Lacey.

—Y lo que les afecta a ustedes —dije— es lo siguiente: ese hombre está a punto de huir con cincuenta de los grandes, cincuenta mil dólares, así me han informado fuentes fiables, y se va a Nassau, y creemos de buena tinta que no ha pagado sus impuestos, ni parece tener la intención de hacerlo. ¿Puede interesar todo esto a Hacienda?

—¿Se está burlando de mí?

—¿Quiere decir que no les interesa?

—Al contrario, claro que sí… y mucho.

—Entonces, ¿qué van a hacer al respecto? ¿Y qué puedo hacer yo?

—Espere un momento… voy a consultarlo.

Se fue a su escritorio, cogió el teléfono y empezó a apretar botones. En seguida apareció otro hombre. Hablaron en susurros entre ellos durante un minuto y luego se dirigieron a una chica, que se levantó y salió por una puerta. Al cabo de un momento ella volvió con una tarjeta que los dos hombres cogieron y examinaron. Luego los dos se acercaron al mostrador.

—Bueno —dijo el primer hombre—. Éste es el señor Schwartz, que me acompañará en este asunto. Yo me llamo Christopher. Ya hemos buscado los datos del señor Lacey. Hizo la declaración el año pasado, pero pagó tan poco que lo investigamos. No salió gran cosa… Ahora no hay nada pendiente contra él. Pero huir a Nassau con cincuenta mil dólares en el bolsillo es un riesgo para nosotros que no podemos ignorar.

—Sí, señor Christopher, pero ¿entonces…?

—Pues a eso vamos, señora Medford. Lo cogeremos en el aeropuerto, contaremos el dinero en efectivo que lleve encima, le aplicaremos las tasas que correspondan según los baremos, y se lo requisaremos.

—¿En la sala de espera o dónde?

—En la oficina de la policía del aeropuerto, que se encuentra bajando la escalera desde la sala de espera principal.

—¿Y una vez que le hayan cogido el dinero?

—Eso es todo, habremos terminado. Le daremos un recibo, claro está. Si no le parece bien, que nos demande ante los tribunales.

—¿Quiere decir que será libre de irse?

—No tendremos objeción alguna, en absoluto.

—Pero a mí lo que me interesa es la policía de Maryland… Que lo retengan el tiempo suficiente para que puedan llegar y cogerlo.

—Entiendo perfectamente su postura, pero no podemos ayudar directamente en este sentido. Sin embargo, si la policía de Maryland llega mientras estamos trabajando con él, si saben adónde acudir, a la policía del aeropuerto…

—¿Quiere decir que debería llamarlos y contárselo?

—Si nos coordinamos todos, aunque no trabajemos juntos, el resultado será el mismo.

—Ya lo entiendo. Ya. Bueno… pues muchas gracias.

—Espere un momento, no vaya tan rápido.

Él y el señor Schwartz susurraron de nuevo y luego el señor Schwartz preguntó:

—¿Conoce usted a ese hombre, señora Medford?

—Sí, lo vi una vez.

—¿Y conoce a su amiga?

—No, de nombre, no. Pero Tom sí que la ha visto. Y conoce también a Lacey, mucho mejor que yo.

—Bien, de acuerdo. —Y dirigiéndose a Tom—: Nos lo puede señalar a nosotros y también a ella. Ella es importante, porque a él igual se le ha ocurrido la posibilidad de que estemos allí, y la forma más sencilla de solucionarlo sería darle el maletín a ella… Si lo cogemos solo a él, ella puede escapar.

—Tendría que confiar mucho en ella para hacer eso —dijo Tom.

—No, en absoluto —dijo el señor Schwartz, sonriendo, pero como sonríe un gato a un ratón—. Él solo tiene que entregarle la bolsa y decirle que la lleve al avión. No tiene que contarle lo que hay dentro.

—Por eso necesitamos que usted esté allí —insistió el señor Christopher—. Si él no tiene el maletín, podemos cogerla a «ella» y cobrar igualmente el impuesto.

—Pero entonces —metí baza—, dejarían que se fuera la chica, ¿no? Prometí a la persona que nos dijo dónde encontrarlo que a la chica la dejaríamos fuera de todo este asunto.

—¿Por qué no? Lo único que queremos nosotros es el dinero.

Y luego empezamos a «planificar», como dijo el señor Christopher, cómo actuaríamos al día siguiente. A ellos les preocupaba que si veía a Tom, me refiero a Jim Lacey, hiciera lo que Tom había dicho, salir huyendo a toda prisa y llevarse con él a la chica y el dinero. Yo era partidaria de que Tom llevase gafas oscuras, pero él se negó.

—Con eso estás anunciando que no quieres que te reconozcan, si estás en el interior del edificio. Jim todavía me miraría con más detenimiento.

Fue Christopher quien dio con la idea de envejecer a Tom, poniéndole una peluca gris y oscureciéndole las arrugas del rostro con maquillaje, y haciéndole llevar una chaqueta de una talla mayor de la que normalmente llevaba. Echamos un vistazo en las Páginas Amarillas y encontramos una tienda donde vendían pelucas en Wheaton, tanto para mujer como para hombre. Él y yo nos fuimos en coche, pero antes el señor Schwartz nos dijo:

—Para asegurarnos vuelvan luego aquí otra vez, y así sabremos los dos qué aspecto van a tener ustedes.

La tienda de las pelucas se llamaba Helga de Suecia, y el vendedor era muy simpático. Me sorprendió un poco que una sencilla peluca canosa que tenía justo el aspecto que nosotros queríamos costase treinta dólares, pero Tom insistió en que no podía hacer su papel sin ella, así que pagué. Yo llevaba un lápiz de ojos en el bolso y con él le pinté unas arrugas en la frente y profundicé las que ya tenía a ambos lados de la boca. De repente parecía una persona de sesenta años, «excepto por la forma de andar», dijo el vendedor, sonriendo.

—Sigue usted andando como una persona joven.

—Quiere decir que vayas más despacio —dije.

—¿Así? —preguntó él, imitando un encorvamiento de mediana edad.

—Sí, mucho mejor.

Pasando a mi lado, susurró:

—Quizá tendría que haber hecho esto antes, porque parece que es la edad que prefieres en los hombres.

Y yo fingí no haberlo oído. Fueron las únicas palabras que pronunció en todo el día que hacían referencia a nuestro enfrentamiento de la noche anterior, pero eso me demostraba que sus sentimientos todavía estaban en carne viva, aunque hubiese procurado sofocarlos.

En el camino de vuelta a Hacienda apoquiné otros veinte dólares para una chaqueta que le venía grande, y también unas gafas con cristales transparentes. Dejé que entrase primero Tom solo, y al menos desde el otro lado de la habitación, el señor Christopher no lo reconoció, y se acercó al mostrador a preguntar:

—¿Qué desea?

—Lo único que queremos es el dinero —le dijo Tom, y el señor Christopher se sorprendió mucho. Luego llamó al señor Schwartz y aunque Schwartz sí que lo reconoció, asintió muy serio y dictaminó que el disfraz «era bastante bueno». Después estuvimos planificando todo lo que íbamos a hacer a la mañana siguiente en el aeropuerto: que Tom ocuparía un asiento frente a United Airlines y abriría una revista, se pondría a leer y vigilaría por encima. Ellos ocuparían su puesto a ambos lados de la sala, y en el momento en que Tom viese o bien al señor Lacey o bien a la chica, se levantaría, pasaría junto a ellos y cerraría la revista. Si Lacey estaba con la mujer, la cosa sería muy sencilla. Si no, podía complicarse. Mientras tanto yo estaría en la parte de atrás de la sala, observando desde la distancia. Las gafas oscuras se habían considerado un disfraz suficiente para mí, ya que, en primer lugar, no eran tan inusuales para las mujeres en interiores de edificios, y en segundo lugar, según explicó Tom, «él solo te vio una vez durante media hora, a medianoche, en un bar, cuando acababa de salir de la cárcel, y de todos modos se pasó la mayor parte del tiempo mirándote el escote y no la cara».

Y la chica nunca me había visto.

Una vez estuvo todo decidido, Tom y yo nos dispusimos a irnos, pero el señor Schwartz me recordó que sería mejor que llamara a Marlboro y le hiciera saber al ayudante del sheriff Harrison cómo estaban las cosas, para poder acudir a la policía del aeropuerto rápidamente en cuanto él llegase, y no tener que registrar la sala de espera con sus hombres y posiblemente ser observado por «la presa», como llamaban a Lacey.