16

Hacia las siete fui al Royal Arms, comí algo y luego volví a casa y me metí en la cama. Pasé una noche horrible, muy preocupada por la situación del caso de Lacey, todavía en el aire, y destrozada por lo que Tom y yo nos habíamos dicho el uno al otro. Me desperté a las tres y luego otra vez a las seis, y por aquel entonces ya no tenía sentido intentar dormir otra vez, de modo que me quedé sentada en el salón, mirando la calle, hasta que salió el sol.

El día anterior, Tom había intentado llamar por teléfono a todas las personas que conocía, excepto a una, dejándola fuera por un motivo excelente… Pero como no había sacado nada con sus llamadas, aquél era el único hilo que quedaba del que se podía tirar. Desayuné un poco, me puse un traje de chaqueta oscuro, me peiné el pelo hacia atrás y me lo recogí, y luego cogí las Páginas Blancas del mueble donde las guardaba y busqué hasta que encontré la L. Temía que no estuviera en el listín, ya que era una figura bastante pública, pero sí que estaba. Copié la dirección, me subí al coche, y treinta minutos después aparcaba frente a su casa, un edificio moderno en dos niveles, con el tejado de tejas y unos arbustos altos enmarcando el porche.

Se abrió la puerta antes incluso de que apagase el motor. La mujer que estaba de pie tras ella era gruesa y de mediana edad, yo diría que de unos cincuenta años, con el pelo gris y los ojos de un azul claro, que me examinaron mientras me acercaba.

—Buenos días, ¿la señora Lacey?

—Sí, soy Pearl Lacey.

—Soy Joan Medford, señora Lacey. Su marido y yo tenemos…

Iba a decir «un amigo común», pero ella no me dejó acabar.

—¡Medford! ¡Dios mío! No esperaba que apareciese usted por aquí. Bueno, no, no hace falta que me diga lo que tienen mi marido y usted… Ya me lo imagino lo suficiente.

—No, no es eso, no tiene nada que…

—Ya lo he oído antes, querida, y de otras más guapas que usted. ¿Qué pasa, que no la ha llevado con él? ¿Es de constitución débil, no puede soportar el calor tropical? ¿O es que nos ha engañado a las dos…?

No es que me cogiera por sorpresa su ira, pues ya me había preparado para que sacara la misma conclusión que había sacado el ayudante del sheriff Harrison, sino el hecho de que reconociese mi nombre. Pero su siguiente comentario lo explicó:

—Pobrecilla… Le firma el aval y lo único que consigue como recompensa es que la deje con dos palmos de narices. Y después de todas las tardes que habrán pasado juntos, mientras yo pensaba que estaba trabajando en sus proyectos de alcantarillado… Bueno, supongo que, en cierto modo, estaba trabajando.

—Señora Lacey, le informo de que no pasamos tardes juntos, ni noches, ni días. Conocí a su marido un día y lo único que hubo entre nosotros aquella vez fue un apretón de manos.

—No hay necesidad de mentir más, querida, desde luego, no para protegerlo.

—No miento. —Algo en mi voz la detuvo, hizo que me mirase de una manera distinta.

—¡Pero firmó la fianza de mi marido!

—Sí, lo hice, señora Lacey.

—¿Por qué firmar el aval de su fianza si no eran…?

Tal como he dicho, mi mal carácter es mi mayor debilidad, y quería decirle que no era asunto suyo por qué lo había hecho, pero recordé que el objetivo de aquel día era averiguar lo que pudiese, y para conseguirlo tendría que mostrarme amistosa con aquella mujer. Especialmente con aquella mujer, porque parecía que sabía dónde podía estar Lacey, a juzgar por su comentario sobre el calor tropical.

—Lo hice para complacer a un amigo —le dije, después de tragar saliva un par de veces.

—¿Qué amigo?

—Es lo que iba a decirle antes, cuando me ha interrumpido. Su marido y yo tenemos un amigo común, el señor Thomas Barclay.

—¿Tom? ¿Lo conoce?

—Ya se lo he dicho: lo considero amigo mío. —Al menos hasta la noche anterior, pensé, pero eso no se lo dije a ella.

Ella retrocedió un poco, no lo suficiente para dejarme pasar, pero sí para que no pareciera que bloqueaba la puerta con su rígido cuerpo.

—Jim pensaba que Tom firmaría el aval él mismo. ¿Por qué no lo hizo?

—No podía.

—Podía haber puesto su casa en prenda, como supongo que hizo usted.

—Está hipotecada.

—No tenía ni idea de que fuera así.

—Es lo que me dijo.

—¿Y usted firmó solo para complacerlo?

—Quizá… tuviese otros motivos.

—¿Quiere decir que se acuesta con él?

—¡No, desde luego que no!

Y al decir esto me sonrojé intensamente, y vi de inmediato que ella tomaba nota.

—Vale, entonces se acuesta con Jim. Es el único motivo por el que ha podido hacerlo.

—¡No, no es ése el motivo!

Yo batallaba conmigo misma para no acercarme a ella y darle una buena tunda, como había hecho ya dos veces con Tom. Pero me quedé allí parpadeando, de modo que ella me hizo la misma pregunta un par de veces hasta que me di cuenta de lo que me preguntaba:

—¿Cuál era su otro motivo?

—Quería hacer algo, algo bueno por Tom. Porque… me voy a casar con otro hombre… o al menos, creo que va a ser así.

—¿Y quién es ese otro hombre?

—Me temo que no voy a darle más explicaciones. Ya le he dicho todo lo que necesita saber: su marido y yo no tenemos nada que ver el uno con el otro, no somos amigos, ni siquiera conocidos. Yo lo ayudé para ayudar a un amigo, y ahora me ha salido el tiro por la culata y voy a perder algo que no me puedo permitir perder, a menos que usted me ayude a seguir la pista de su marido…, cosa que creo que estará encantada de hacer, si sabe dónde está o dónde ha ido.

—No es tan sencillo. Si no se ha ido con usted, entonces es que se ha ido con otra… —La palabra que estaba a punto de pronunciar no era ningún cumplido, y creo que ella vio que yo ya estaba al límite—… Otra mujer. Y si le cogen y sale todo a la luz… —Hizo una mueca—. Puedo soportar la vergüenza de que piensen que soy la mujer de un criminal, incluso de un fugitivo. Pero que escriban en los periódicos que me dejó por alguna chica de la edad de su hijo…

—Vale, lo comprendo.

Me miró de cerca, a los ojos, de una forma que me hizo sentir incómoda.

—¿Y, usted, no… no…?

—Sé algo de los hombres, siento decirlo. Quizá sea más joven que usted, pero he vivido un poco. Tengo un hijo también, y sin padre que lo cuide, aunque en mi caso no podría sentirme más feliz de que haya desaparecido.

—¿Otra mujer?

—Un muro de una alcantarilla, a cien kilómetros por hora.

Ella asintió lentamente.

—Señora Medford, lo siento… La he visto y he pensado que era algo mucho peor de lo que era.

—Entonces siento haberla preocupado. Yo también tengo muchas cosas en la cabeza.

—Parece que las dos tenemos hombres en nuestra vida que son, diciéndolo con toda franqueza, unos hijos de puta.

—Diciéndolo con toda sinceridad.

—Bueno, en una cosa tiene razón, y es que yo quiero que a mi hijo de puta lo cojan y lo devuelvan aquí, para que pague lo que ha hecho. Y ahora que veo que usted no se acuesta con él, sino que lo persigue, me encantaría ayudarla un poco… mientras acceda a hacer una cosa por mí. Bueno, dos cosas.

—¿Sí?

—Que la mujer quede fuera de todo esto…, fuera de los periódicos, quiero decir. Asegúrese de que los fotógrafos lo cogen solo, y no al lado de ella. No me importa cómo lo consiga, pero hágalo. Y… déjeme a mí fuera de todo esto también, en lo que respecta a la policía.

Ella vio que yo estaba algo sorprendida. Mirando hacia la esquina, a los peatones que pasaban en la hora punta, a quienes no interesaba nada de todo aquello, pero que podían oírnos. Retrocedió un poco más y me permitió entrar al fin. Cerró la puerta y aun así habló en voz baja.

—Hay cosas que no le he contado a la policía, cuando vinieron y me interrogaron por lo de la desaparición de Jim. ¿Sabía yo lo que estaba planeando? ¿Había visto alguna señal? Dije que no. ¿Qué mujer sabe que su marido está a punto de dejarla?

—Pero ¿había visto usted algo?

—Cuando estaba en la ducha, el martes por la tarde, la noche antes de que tuviera que presentarse ante el tribunal. Encontré dos billetes en su maletín, dos billetes de avión con nombres falsos, señor y señora James Barnaby, que salían hacia Nassau a las doce del viernes: mañana, en otras palabras. Cuando se lo eché en cara él dijo que eran para nosotros. Que nos iríamos juntos. Bueno, pues era una verdad solo a medias. A la mañana siguiente había desaparecido… y los dos billetes con él. Pero ¿cómo iba a contarle esto a la policía? ¿Cómo decirles que sabía lo de los billetes y le había dejado tenerlos porque pensaba que me llevaría a mí con él?

—¿Y lo habría dejado usted todo? —le pregunté—. ¿Su casa, su hijo, su vida…?

—Mi hijo sigue su propio camino desde hace años, desde que cumplió los dieciséis, en realidad. Mi vida, en este barrio al menos, ha terminado, desde el día en que Jim fue arrestado… Apenas puedo dejarme ver, incluso entre gente que en tiempos fueron amigos míos. Y en cuanto a mi casa y las demás cosas que tenemos, bueno… los billetes no fue lo único que encontré en su maletín —me miró fijamente—. No lo conté, Joan, pero yo trabajaba en un banco antes de casarme, y puedo calcularlo bastante bien a ojo. Llevaba al menos cincuenta de los grandes en ese maletín, para ir a Nassau y quedarse un tiempo tomando el sol. Y quizá más.

—Pero si tenía tanto dinero… ¡podía haber pagado la fianza cuando hubiese querido!

—Claro, pero así habría tenido menos dinero para vivir cuando llegase a las islas. ¿Por qué iba a hacerlo si podía convencer a otra persona para que le diese el dinero?

—¿Y de dónde salía todo ese dinero que tenía en el maletín?

Sus mejillas se tiñeron de rojo, y recordé los artículos del periódico que hablaban de los sobornos que supuestamente había aceptado.

—No quiero especular. Lo único que sé es que allí estaba todo aquel dinero y un par de billetes de avión, y la alternativa era nada de dinero, un juicio público y las consecuencias, y me dije a mí misma que a veces hay que arriesgarse.

—Pero él se la jugó.

—Eso es. Ya ve por qué no podía contarle todo esto a la policía.

—No, claro —dije, comprendiéndolo perfectamente. Un oficial de policía como Young quizás hubiese vulnerado las normas por ella, pero otro como Church la habría obligado a buscarse una fianza también al cabo de poco tiempo—. Bueno, no tienen por qué saber que usted me ha contado lo de los billetes. Tom hizo muchísimas llamadas ayer, a todos los amigos de su marido. Uno de ellos pudo haberlo sabido y contárselo.

—Señora Medford… Joan… si puede conseguir que las cosas queden así, tendrá mis bendiciones y mi agradecimiento. Lo único que tiene que hacer es buscar al señor y la señora Barnaby en la terminal de United Airlines mañana antes de mediodía, y lo encontrará.

Me quedé allí de pie, pasmada, sin acabarme de creer que ella fuese a hacer posible que yo no perdiera mi casa. Quería darle las gracias, pero no se me ocurría nada que decir que pareciera adecuado. Así que me limité a decirle:

—Eso haré.

Y me dispuse a irme.

Ella me abrió la puerta.

—Si ve a Tom —me dijo—, dele recuerdos míos. Es un buen chico, aunque a veces bebe demasiado.

—Con mucho gusto.

—¿Le ha contado alguna vez esa idea que tiene para la bahía de Chesapeake, ésa de usar la energía nuclear para matar a las medusas y así compensar una cosa con otra? Es una idea completamente descabellada, ¿verdad?

—Sí, me la ha contado.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el coche de Tom y que nos dirigíamos a Upper Marlboro, con aquella información tan valiosa que me había dado la señora Lacey. Debí de llamarlo, pero no recuerdo haberlo hecho. Hablábamos muy emocionados de cuál sería nuestro siguiente movimiento, sin resentimiento por lo de la noche anterior y la amargura que llevó consigo. Llegamos a Upper Marlboro, aparcamos detrás del tribunal y luego entramos de nuevo en la oficina del sheriff. El ayudante del sheriff Harrison salió a recibirme, y estuvo muy amable conmigo.

—Estupendo —dijo—. Así cogeremos a ese pájaro. Estaremos allí con nuestra orden de arresto y que se prepare. Le echaremos el guante… No tiene que preocuparse de nada.

—¿Estás mejor? —me preguntó Tom, mientras nos dirigíamos a casa.

—Un poco aliviada, quizás. En cuanto él esté en la cárcel, me encontraré mejor.