Así que se fue, y durante un tiempo las cosas fueron muy monótonas, incluso diría que aburridas. Eché de menos que viniera al bar cada noche. O echaba de menos sus propinas de diecinueve dólares, vaya. Las cosas siguieron igual durante dos o tres semanas más, hasta principios de otoño. Fue a finales de septiembre cuando me volví a cambiar los pantalones cortos de verano por los de terciopelo con medias, y acababa de ponérmelos una tarde cuando sonó el timbre, y al abrir la puerta apareció Tom. No lo había visto desde aquella noche, y sin duda actué con mucha frialdad.
—Ah… —dije—. ¿Tom? ¿Qué pasa?
—Joan —dijo, medio tartamudeando—. Tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
—Creo que ya lo sabes, y la verdad es que no me apetece nada, te lo aseguro. Pero es igual, no quiero hablar de pie en la entrada.
—Ah, pues… pasa, por favor.
Lo llevé al salón.
—¿Cómo podía saber yo por qué venías? —le pregunté.
—¿No has visto esto?
Observé por primera vez que llevaba un periódico debajo del brazo, que desenrolló y abrió.
—No leo el periódico de la tarde —le dije—. ¿En qué me afecta esto? ¿De qué va?
Me lo tendió y en la primera plana, no en el artículo principal, pero sí lo bastante destacado para que apareciera en portada, se encontraba un artículo sobre el señor Lacey, el hombre cuya fianza había firmado yo. Decía:
SE JUZGA EL CASO LACEY, SIN LACEY
O algo por el estilo. El artículo sencillamente decía que al iniciarse el juicio del caso de James Lacey, ingeniero municipal encausado, aquella mañana, «el señor Lacey no ha hecho su aparición, tal y como se le requería». Y luego seguía diciendo que «Melvin T. Lackman, abogado del señor Lacey, ha dicho al tribunal que el señor Lacey no había acudido a su oficina como habían quedado para acompañarlo al juicio, y que no tenía noticias de dónde se podía encontrar el señor Lacey. El tribunal, en la persona del juez T. D. Enos, ha ordenado que se emita una orden para el arresto del señor Lacey». Y eso era todo, excepto una foto del señor Lacey con el aspecto que yo recordaba, pero un poco más joven y no tan gordo. Mi estómago me decía que aquello era una mala noticia, pero todavía no me hacía del todo cargo de la situación.
—Bueno, ¿en qué me afecta entonces esto a mí? —le pregunté.
—Joan, tú firmaste el aval de la fianza.
—¿Quieres decir que voy a perder la casa? ¿Que me la quitarán y la venderán para pagar la fianza?
—Bueno, todavía no lo sé… Estoy tan sorprendido como tú, y sé muy poco al respecto. Lo que sí sé es que te apoyo al cien por cien… Tú hiciste esto por mí, y no voy a dejar que te perjudique a ti sola.
—Es encantador por tu parte, Tom, pero no veo qué puedes hacer tú, a menos que uno de esos proyectos tuyos haya madurado ya y tengas doce mil dólares que te sobren.
—Creo que no los necesito, ni tú tampoco. Si consigo encontrar a ese hijo de puta y llevarlo al juicio, que el tribunal se los pida a él. Pero es algo que se me ha ocurrido así, sin más; no sé nada. Por ahora, lo primero es conseguir a un abogado.
—No conozco a ningún abogado.
—Pero yo sí.
Mencionó a uno de quien yo había oído hablar, de cuando compré la propiedad, que tenía unas oficinas en Marlboro. Se llamaba Dwight Eckert, y Tom se ofreció a llevarme en coche a verlo. Yo pensé llamarlo primero, para averiguar si estaría o no, y resultó que sí, después de las cuatro. Eran casi las tres, y tenía el tiempo justo para quitarme la ropa de camarera y ponerme un traje que me había comprado y que me quedaba muy bien, ahora que el tiempo ya era un poco fresquito. Me disculpé, fui al dormitorio y empecé a cambiarme, pero entonces apareció él en la puerta.
—¿Quién te ha invitado a entrar? —le pregunté.
Se apoyó en la jamba y cruzó los brazos.
—He pensado que podíamos continuar hablando. No es la primera vez que te veo desnuda, aunque la última vez la cosa fue breve.
Yo no llevaba más ropa que aquella última vez, solo las braguitas. Me volví hacia él y levanté la mano, con la palma hacia arriba.
—Serán veinticinco dólares, por favor.
—¿Cómo dices?
—He dicho que pagues. Después de visitar una casa de putas, he aprendido algunos trucos del oficio. Y, ahora, si quieres verme desnuda, tendrás que pagar. Veinticinco dólares, a desembolsar de inmediato.
Se quedó de pie allí, me miró y sacó la cartera. Contó dos billetes de diez y uno de cinco, y los tiró en la cama. Yo los cogí y se los arrojé a él.
—Tom —dije, de un modo que indicaba que hablaba totalmente en serio—, sal de aquí. Vete ahora mismo, ¿me oyes?
Él cogió el dinero, abrió la cartera una vez más y lo volvió a guardar. En la puerta del dormitorio, se volvió.
—No te entiendo. Empezando por la noche en el Wigwam. Si me hubieras rechazado en cuanto entramos por la puerta, vale. Pero no lo hiciste. No puedes decir que no me deseabas. O puedes decírmelo, pero no sería verdad… Tú estabas muy caliente y húmeda, perdona que te lo diga, y cuando estás húmeda…
—¡Tom!
—Vale, digamos entonces que el cuerpo de una mujer…, que el cuerpo de una mujer no miente.
—En aquel momento, Tom, yo te deseaba con todas las fibras de mi ser. Tanto que ni siquiera me importó que me llevases a aquel sitio asqueroso, ya que hacía posible lo que deseábamos los dos. Pero Tom, hay algo que quiero mucho más, y no puedo tener las dos cosas.
—¿Y qué es lo que quieres?
—A otro hombre, a uno que se case conmigo…
—¿Y quién te dice que yo no vaya a casarme contigo?
—… y que me mantenga a mí, y lo que es más importante, a mi hijo, de una forma que tú no podrías hacer nunca. Lo siento, Tom, pero las cosas son así. Tú no podrías nunca, aunque todos tus proyectos tuvieran éxito, todos y cada uno de ellos.
Él asintió, no dijo nada más y salió del dormitorio, cerrando la puerta tranquilamente tras él. Yo acabé de cambiarme de ropa, y luego volví al salón. Él estaba allí sentado esperando, y se levantó, muy formal, cuando me vio.
—¿Estamos listos? —pregunté.
Y entonces me acordé y llamé a Bianca, y le dije que no podía ir. Podría haber llegado tarde, sencillamente, ya que la reunión con el abogado no iba a durar más de una hora, estaba segura, pero con todo lo que tenía en la cabeza, una noche entera sirviendo bebidas era más de lo que podía soportar. Ella se disgustó, pero tuvo que decir que sí.
No dijimos mucho más de camino hacia Marlboro, excepto sus respuestas a algunas de mis preguntas, como quién era el señor Eckert, y qué tenía que preguntarle… En lo único que pensaba era en si perdería mi casa, pero Tom me recordó que había que preguntarle otras cosas, como cuánto tiempo teníamos, y qué se podía hacer, «paso a paso», como decía él.
—Yo creo que habrá que ir a ver al sheriff —me dijo, de una forma dubitativa, algo reservada—, y primero deberíamos averiguar qué sabe de todo esto y lo que está haciendo. Igual tenemos que cooperar… o algo.
Tuve una imagen repentina de mi aparición en una comisaría de policía y una conversación con el agente Church, tan suspicaz como siempre, y dispuesto a saltar encima de mí a la menor señal de que algo no iba bien. Me consoló un poco la distancia entre Hyattsville y Marlboro, pero no tanto como lo habría hecho si hubiera existido una línea del condado separándolas. Casi estuve por decirle que nos diéramos la vuelta y que ya apechugaría con las consecuencias, perdiendo la casa incluso si era necesario, pero cuando se me ocurrió todo eso ya habíamos llegado.
El señor Eckert resultó ser un hombre joven, con levita y pantalones grises, que nos estrechó la mano y me miró con bastante curiosidad. Dio la vuelta al escritorio para hacerme sentar en una silla junto a él. Después de hacerle señas a Tom para que se sentara enfrente, él se sentó a su vez y leyó lo que decía en el periódico, que Tom llevaba todavía en la mano.
—Sí —nos dijo, asintiendo—, me he enterado, y he oído hablar de una joven que había tenido el poco seso de avalar la fianza de Jim Lacey…, cosa que nadie habría hecho, considerando quién es ese hombre. Jim está loco, es todo lo que se puede decir de él… Y lo más amable que se puede hacer, supongo, es dejarlo como está y seguir adelante. Ahora, esperen un momento mientras yo compruebo cómo están las cosas.
Cogió el teléfono y llamó; luego preguntó:
—¿Oficina del sheriff? Soy Dwight Eckert… Es sobre el caso Lacey. ¿Pueden ponerme con alguien que esté al tanto de ese caso? —Habló con alguien, un ayudante del sheriff por lo que decía el señor Eckert, y fue haciendo toda clase de preguntas: el tipo de aval, qué se iba a hacer para ejecutarlo, cuál era el oficial encargado del caso, y preguntó—: ¿Qué piensa entonces? ¿Dónde estará? —Y luego—: Ah, ¿que no tiene ni idea? Pero ¿no conocen bien a ese tipo, Lacey…?
Luego colgó y nos informó.
—Están siguiendo el caso, les han dado la orden de arresto para notificarla, la que ha firmado el juez esta mañana para el arresto de Lacey, y lo llevarán ante el tribunal cuando sepan dónde está. Pero ahí está el asunto: que no saben dónde está, y que al andar cortos de personal, como decía el ayudante del sheriff, no tienen a nadie destinado a encontrarlo. Ahora les dejaré a ustedes la decisión de si ése es realmente el motivo, o si el hecho de que Lacey fuese el ingeniero que construyó la nueva comisaría tiene algo que ver con ello. Él iba mucho por la comisaría, estrechando manos y congraciándose todo lo que podía. Todos lo conocían.
—No querrá decir que lo han dejado escapar…
Eckert se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Quizá no; a lo mejor ni siquiera les gustaba. La mayoría de la gente que lo conocía no lo quería precisamente. Pero si les caía bien, y además tienen poco personal, podría ocurrir que decidieran no poner a los pocos hombres disponibles a solucionar este caso. Nadie podría culparlos… Tienen que recordar ustedes que no se trata de un caso criminal grave. Pero… —Y me miró de tal forma que parecía que llevaba mi uniforme de trabajo, en lugar del traje de lana gris—… No me sorprendería que si una dama muy guapa se acercara por allí y hablase con la persona que está a cargo y le explicase lo que está en juego, quizá se pusieran en marcha. Después de todo, son humanos.
—Gracias, señor Eckert. ¿Cuánto le voy a tener que pagar?
—Por nuestra conversación de hoy, nada. Si quiere que yo siga en el caso, lo pondré en mi agenda… ¿Digamos dos cincuenta?
—Dos cincuenta está bien. Gracias.
Hice un cheque por doscientos cincuenta dólares, le di las gracias de nuevo y salí, con Tom detrás de mí.
—¿Dónde está esa nueva comisaría que construyó tu amigo, lo sabes? —le pregunté.
—Justo enfrente del tribunal.
—Entonces vayamos andando.
La oficina del sheriff estaba en una sala grande que daba a la calle, pero al entrar veías que estaba cerrada por un mostrador hasta la altura del codo, con unas mesas en el extremo más alejado. Ante algunas de las mesas había unas chicas, y unos hombres uniformados en otras. Nos apoyamos en el mostrador y Tom llamó con los nudillos. Vino una chica y cuando oyó de qué se trataba, llamó a un ayudante del sheriff que estaba al fondo de la sala. El hombre vino, y recordando lo que había dicho el señor Eckert, yo procuré sobreactuar un poco, haciéndome la pobre chica preocupada a la que han camelado para que pusiera en riesgo su propiedad…, cosa que no estaba lejos de la realidad, claro.
—He avalado la fianza de un hombre que se ha escabullido —dije, con mi sonrisa más amistosa—, y vengo a averiguar qué puedo hacer, qué puede hacer el sheriff para ayudarme, para traer aquí a ese hombre y que yo no pierda mi casa.
—Ah, pues… —dijo, mirándome de cerca—, yo me lo tomaría muy en serio.
—Me lo tomo en serio —le aseguré—. Si fuera su propia casa la que estuviera en peligro, creo que usted también se lo tomaría en serio. Pero parece que quiere decirme algo más… ¿Cómo se llama usted?
—Harrison.
—Lo escucho, señor Harrison.
—Señora Medford, es tan raro que se haga efectivo un aval que no puedo recordar siquiera cuándo ha ocurrido. La mayoría de los avales los firman avalistas profesionales, que tienen una tremenda influencia política. No tendría que ser así, pero lo es. En el caso de una mujer que ha firmado un aval por amistad, que no tiene ninguna influencia particular… ¿O la tiene usted acaso?
—Ni por asomo.
Miré a Tom y vi que hacía una mueca.
—En ese caso —siguió el ayudante Harrison—, yo diría que puede tener problemas. Podrían usarla como chivo expiatorio para probar que las leyes siguen su curso… sin temores, favoritismos ni manipulaciones de ningún tipo.
—¿Y es verdad eso, que las leyes siempre siguen su curso sin favoritismos?
—¿Qué quiere decir?
—Me han dicho que Jim Lacey era muy conocido por aquí, que les construyó a ustedes este edificio.
Al oír esto, él bufó.
—Ah, sí, claro. Era muy conocido. El sheriff tuvo que decirle tres veces que dejara de regalar botellas a los hombres «para después del trabajo». No tiene que preocuparse de que haya hecho amigos aquí, señora Medford, porque no es así.
—De acuerdo.
—Pero eso no es bueno del todo, como se podría creer.
—¿Ah, no?
—Si el hombre tuviera amigos aquí, quizá sabrían dónde encontrarlo. Nosotros hacemos todo lo que podemos, pero no hay agentes destinados a su búsqueda… Sencillamente, no tenemos personal suficiente. Y eso en la práctica significa que tendrá que encontrarlo usted misma. La buena noticia es que quizá sea capaz, mientras que nosotros igual no podríamos. Después de todo, estoy convencido de que tiene amigos en alguna parte que tal vez no puedan ayudarnos a nosotros, pero que igual se abren con usted. ¿Entiende lo que le digo? Si consigue que le cuenten algo, acudiremos de inmediato. Tiene que darnos algún indicio. Para ayudar a una joven como usted, que cometió un error y ahora está en un aprieto, nos moveríamos rápido… pero debemos tener algo a lo que agarrarnos.
—Bueno, entonces estamos en un callejón sin salida, porque no tengo ni la menor pista que darles.
—Pero ¿por qué? —Parecía sorprendido de verdad—. ¿Cómo es que no sabe dónde encontrar a ese tipo, o al menos a sus amigos?
—¿Yo? ¿Por qué iba a saberlo yo?
—Bueno, usted le avaló la fianza, ¿no?
Me quedé paralizada, completamente desconcertada, y al fin comprendí lo que quería decir.
—¿Quiere decir que piensa que había algo personal entre el señor Lacey y yo?
—Bueno, se podría pensar, ¿no?
—Lacey es amigo mío, no de ella —intervino Tom.
—Bien, pues entonces sabrá usted algo…
—No.
Harrison miró a Tom de una manera muy peculiar, y al notar que Tom apartaba la vista, de repente pensé que debía de saber algo, al menos más de lo que nos estaba contando. También supe que si quería averiguarlo tenía que salir de allí. De modo que le di las gracias al ayudante del sheriff, estrechando su mano con las dos mías. Él me sonrió, asintió y me apretó con fuerza las manos, como queriendo comunicarme que deseaba ayudarme de verdad. Luego me fui a casa con Tom en el coche.
—¿Pero de qué va todo esto? —le pregunté—. ¿Qué me estás ocultando?
—Nada, solo pensaba en una persona. Jim tiene una chica. Aparte de su mujer. La vi una vez saliendo de su despacho cuando fui a recogerlo.
—¿Y Harrison pensaba que yo era esa chica?
—No sé lo que sabe. Probablemente nada, y yo no se lo voy a contar. Pero supongo que pensó que podías ser algo semejante para Jim. Tenía razones para pensarlo, y no me dirás que no tenía sentido…, al menos hasta que tú se lo has explicado, claro. Tu conexión con el caso a través de mí.
—Bueno, ¿quién es esa chica?
—Ése es el problema, que no lo sé…, no sé su nombre, ni tampoco dónde vive, nada.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Joan, si lo supiera, te lo diría, desde luego.
Le pedí que entrase y empezó a hacer llamadas, o más bien la misma llamada una y otra vez, al menos a una docena de personas: «¿Jack? —o el nombre que fuera en cada caso—, ¿dónde está Jim? Tengo motivos para querer saberlo… Vale, pero si te enteras de algo, ¿me llamarás a este número, por favor? Ah, y ¿tienes alguna idea de dónde puedo encontrar a su chica? No, su mujer, no. Ya sabes a quién me refiero…». Cuando llevaba ya hechas unas quince llamadas, fui al vestíbulo y puse la mano en el auricular para que no pudiera volverlo a coger.
—Lo siento —dije—, no puedo soportarlo más.
—Es lo único que se me ocurre. Todas esas personas son amigos suyos, y uno de ellos quizá sepa algo útil… si quiere decírmelo.
—Vale, pero una sola llamada más y me pondré a chillar.
—Todo esto lo hago por ti, acuérdate. —Me apartó la mano y levantó de nuevo el auricular.
No chillé pero empecé a pegarle bofetadas mientras él estaba allí sentado, en la mesa del teléfono, igual que le había pegado aquella noche en el Garden. Se levantó, me rodeó con sus brazos y me sujetó hasta que me calmé.
—Lo siento —dije, temblando aún—. Tengo muy mal genio, creo que ya te habrás dado cuenta.
—Bueno, pues será mejor que lo controles, Joan, al menos en lo que a mí respecta. No es culpa mía que Jim haya huido.
Eso bastó para encenderme de nuevo.
—¿Que no es culpa tuya? ¿Que no es culpa tuya?
Y entonces le canté las cuarenta sin dejarme ni una coma, empezando por la primera noche, lo que me hizo y lo que yo le hice a él; luego, que firmé el aval para su amigo, el señor Lacey, y después la forma que tuvo de darme las gracias, llevándome a un supuesto club nocturno que en realidad era un motel para parejas disfrazado mínimamente… En realidad todo esto se lo chillé hasta quedarme ronca, de tal modo que apenas podía hablar. Cuando me derrumbé en una silla y me eché a llorar, él sacó su pañuelo y me limpió la nariz.
—¿Ya has terminado?
—Supongo que sí. Por favor, ¿quieres irte a casa?
—No, todavía no. Primero, Joan, sobre toda esa retahíla de cosas que me has chillado. Cuando una mujer está realmente dolida, cuando odia a un hombre por lo que ha hecho, no acepta sus ofertas noche tras noche, se lo dice y lo corta todo en seco.
—No si es un antiguo cliente y ella es una camarera que necesita el trabajo.
—Vale… a lo mejor es así. Pero entonces la única noche que él no la invita, no coge ella y lo invita a él. ¿No estás de acuerdo?
Yo no dije nada.
—Y llegamos a lo de Jim Lacey y por qué firmaste ese aval. Bueno, ¿por qué lo hiciste, Joan? ¿Por qué?
—Porque tú me lo pediste.
—No, eso no es verdad; yo no te lo pedí en ningún momento.
—Vale, pues a lo mejor fue para que supieras que yo no soy una pobretona, y dejaras de tratarme como si fuera una camarera de coctelería…
—¡Pero eres camarera en una coctelería!
—Vale, sí, soy camarera y sirvo copas, y para dar las gracias a esta pobre desgraciada por ayudar a tu amigo, vas y la llevas a una casa de putas…
—Tenía motivos para hacerlo, también.
—Explícamelos, por favor.
—Tuve la impresión de que yo te gustaba, y que a lo mejor querías más compañía que la simple charla en el Garden. Quería llevarte a un sitio especial…, un lugar donde hubiera una luz suave y música baja, donde la gente se lo pasara bien. Un lugar donde pudiéramos estar el uno con el otro y donde nadie nos molestara, pero también con un toque de emoción. A lo mejor no te gustó el Wigwam, pero en realidad se trata de un club muy exclusivo… Ha ido la gente más famosa e influyente de esta ciudad, incluso un presidente o dos.
—A mí eso no me importa nada.
—Pensé que al menos sería más bonito que sugerir que me invitaras aquí, o que tú vinieras a mi casa. Eso me parecía mucho más… Bueno… como lo que hace Liz: algo por dinero, no porque dos personas se gusten tanto que no puedan soportarlo.
—¿Crees que tú me gustas así?
—Sé que es así. Tú lo reconociste.
—¡Eso fue antes! Perdí la cabeza un momento. Pero me espabilé en seguida, y cuando me di cuenta, salí corriendo de aquel lugar prácticamente desnuda, para alejarme de ti.
—Fue más que un momento. Cuando te estaba desabrochando los pantalones, ¿quién me ayudó? ¿Quién se quitó la blusa? ¿Y quién me desabrochó los puños? A menos que hubiese una tercera persona allí con nosotros que yo no viera, creo que fuiste tú, Joan.
Poco a poco me fue mostrando todo lo que había hecho, desde el día del funeral de Ron en adelante.
—¿Quieres que te lo diga con toda franqueza?
—Vale, vale, vale… sí, me gustabas, lo admito. Soy humana, y tal como me tocabas, no podía evitarlo. Yo…
—Bien, ya estamos avanzando algo. De modo que la pregunta es: ¿Por qué saliste huyendo? ¿Por qué no te quedaste para tener lo que querías, lo que yo quería, lo que ambos queríamos? Pues te lo diré en tres palabras: Earl K. White. Añadiré una cuarta, si quieres…
—… tercero.
—Sí, tercero. Un espantajo arrugado y estropeado, lo bastante viejo para ser tu padre y más aún, desagradable a la vista y supongo que peor al tacto… pero tiene dinero.
Se calló entonces y esperó a que yo dijese algo. Y al final lo hice:
—No desprecies el dinero. Yo lo necesito, tú lo necesitas. Nómbrame a una sola persona que no lo necesite.
—Yo no dormiría con un viejo para conseguirlo.
—Sí, sí que lo harías. Si él te aceptase. Si conociese al gobernador y pudiera darte el contrato para las malditas medusas. Sabes que lo harías.
Debió de pasar una media hora, él ante la ventana, allí de pie, mirando hacia fuera. El teléfono no sonó ni una sola vez.
—Iba a sugerir que comiésemos algo —dijo de repente—, pero tal y como me encuentro ahora mismo, no me apetece. Si me necesitas házmelo saber. Estoy en la guía.
Y se fue.