14

Me quedé echada en la cama, aterrorizada, temiendo que sonara el timbre de la puerta y que apareciera Tom, y yo le dejase entrar. Pero no ocurrió nada y al final me dormí. Al día siguiente pude ponerme el uniforme, porque tenía un par de pantalones cortos de repuesto que Liz me había comprado y una blusa mía, y pude ir a trabajar como de costumbre. Aquella semana le tocaba a Liz preparar los servicios, de modo que llegué justo antes de las cinco, y cuando entré, después de dejar mi abrigo y mi bolso en la taquilla, apareció el señor White, que se sentó en su sitio de costumbre. Yo me acerqué a él.

—¿Lo de siempre? —le pregunté. Pero en lugar de asentir amistosamente, como hacía siempre, ni siquiera me miró. Se quedó allí sentado, con el ceño fruncido, de modo que comprendí que había pasado algo malo. Sin embargo, fui a la barra, donde Jake ya tenía preparada su bebida, se la llevé y se la serví—. ¿Querrá algo más? —pregunté, como si no me diera cuenta de su actitud.

—No… nada —dijo él.

—Qué buen tiempo hace —observé, intentando parecer estúpida a propósito, y consiguiéndolo demasiado bien.

Entonces, al fin, levantó la vista.

—¿Cómo has podido hacerme esto? —me preguntó, con la voz medio ahogada—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?

—¿Hacer el qué, señor White? ¿Por qué no se explica?

—Ya sabes a qué me refiero, no finjas que no lo sabes. ¿Cómo has podido ir a ese sitio? ¿A ese… Wigwam? ¿A esa casa de putas?

—¿Cómo sabe adónde he ido?

—No intentes hacerme creer que no es verdad. Te vieron entrar allí con un hombre a las dos de la madrugada.

—¿Y me vieron salir?

—¡Contéstame! Te he preguntado que cómo has podido.

—Respóndame usted, señor White. Al parecer tiene un espía siguiéndome, un hombre de la CIA quizás, o alguien contratado por usted. Bueno, pues debería despedirlo por no hacer bien su trabajo, porque si lo hubiera hecho bien, al cabo de no más de quince minutos me habría visto salir, y seguro que no estaba porque si hubiese estado, se habría acordado perfectamente. Salí corriendo, ¿sabe?, sujetándome una gabardina delante para tapar lo que estaba desnudo… que era todo, o casi, ya que dentro había luchado con un tipo que pensó que podía hacer lo que quisiera conmigo si conseguía quitarme la ropa. Pero no pudo… se lo aseguro, salí de allí con todo lo demás intacto, lo que podríamos llamar en broma «mi honor». Sí, es verdad que aquello es una especie de casa de putas, pero yo no lo sabía hasta que entré, pensé que me llevaban a un sitio donde se podía tomar una copa tranquilamente. Ahora ya sé lo que es, es un lugar del que pienso apartarme. ¿Quiere saber algo más?

—¿Me estás diciendo la verdad?

—¿Su hombre no le informó de mi salida?

—No.

—Pues entonces es que se fue, porque desde luego yo debía de ser todo un espectáculo sin ropa, si hay que creer a mi difunto marido, y su hombre seguramente se lo habría contado, si lo hubiese visto. Quizás incluso le habría enseñado alguna foto. Y ahora, si me disculpa…

Capté la atención de Liz y señalé hacia ella.

—Es la señorita Baumgarten —le dije—. Liz, para sus muchos amigos. Ella le servirá lo que quiera.

Yo volví a las taquillas y me eché en el banco que estaba allí. Al cabo de un par de minutos apareció Liz.

—Quiere verte —dijo.

—Estoy ocupada en este momento.

—Joanie, ese tipo está loco por ti… Todo el mundo lo sabe, se sabe desde el principio del verano, aunque tú no lo creas. Y aunque tengo que decir que preferiría a Tom para ti, no se debe desdeñar a alguien como él.

—¿Quién dice que lo esté desdeñando? Por favor, dile lo que te he dicho.

—¿Que estás ocupada ahora mismo?

—Sí, eso es. Díselo.

No sabía por qué jugaba de aquella manera con él. Durante un momento, mientras le servía, tuve el horrible presentimiento de que había perdido al señor White, que había roto irreparablemente lo que teníamos los dos, porque todo se basaba, al menos por su parte, en la idea de que yo era una «dama» o de que al menos parecía más una dama que Liz. Pero me dio la sensación de que había algo blando en su forma de tratarme, y de alguna manera noté que si jugaba bien mis cartas, todavía podía decir que era mío. Pero lo último que debía hacer era ir detrás de él. Tenía que venir él a mí, o, si no, acabaría por mirarme por encima del hombro. De modo que envié a Liz con mi mensaje, y no me moví del banco. Al cabo de un minuto o dos ella había vuelto.

—Se ha ido —susurró—. Y no le ha gustado nada que no fueras. Aunque solo fuera para decirle adiós.

—No tenía pensado que le gustara.

—Joanie, con un pez como ése en el anzuelo…

—Hay que jugar con él para mantener el sedal tirante.

—Yo no lo haría de esa manera, pero…

—El pez no es tuyo.

No tenía ni la menor idea de lo que le diría a Tom. Lo que había pensado decirle, tal y como había ensayado durante toda la noche, era que esperaba casarme, y que no podía arriesgarme a tener una relación con él. Pero ahora que me habían cogido por sorpresa, ahora que el señor White sabía lo que había hecho, o casi hecho, y había actuado como lo haría cualquier hombre, no sabía cuál era mi situación, y por ese motivo me resultaba odioso enfrentarme a la escena que podía montar con Tom. Pero, oh, desilusión, no vino. A medida que se aproximaba la hora yo me iba poniendo nerviosa, sabiendo que decir que «había un motivo» no es ningún motivo en absoluto, y esperando una situación muy desagradable, pero llegó la hora de cerrar y él no había aparecido todavía, y ahí estaba yo, no solo sin nada que decir, sino también sin nadie a quien decírselo. Y la cosa siguió durante un tiempo más… No solo lo de no verlo, sino tampoco saber dónde estaba, ni nada de él. Sencillamente dejó de venir y nadie tenía noticias suyas.

Sin embargo, con el señor White las cosas fueron de otra manera, y la situación fue cambiando primero poquito a poco, y luego muy deprisa. Apareció la tarde siguiente, después de la que acabo de contar, todavía algo serio, pero sin repetir su histeria del día anterior. Pidió su bebida y se quedó sentado mirando a la nada y sin decir nada tampoco. Sin embargo, a mí no me daba vergüenza hablarle.

—En primer lugar —le dije, empezando directamente, sin disimular ni nada—, puede despedir directamente al fisgón ése, al espía.

—No tengo ningún espía.

—Lo siento, señor White, pero sí que lo tiene.

—¿Dudas de mi palabra?

—¿Quiere una respuesta sincera a eso?

—Sí, exijo una respuesta sincera.

—No solo dudo de su palabra, sino que lo llamo mentiroso con todas las letras. Sí que tiene un fisgón, y si quiere saber cómo lo sé, lo sé por la expresión que tiene ahora mismo en los ojos. Así que ya me lo está contando, señor White. Tiene un espía, ¿verdad?

—Bueno, tengo un hombre, sí. Pero no para «espiarte», por el amor de Dios.

—Un fisgón es un fisgón, y punto.

—Es un hombre que trabaja para mí, un hombre de la oficina, al que le pedí que te echara un vistazo… no para espiarte, y digo la verdad, sino sencillamente para que no te ocurriese nada al salir de aquí por la noche. Eso era todo, lo juro.

Dejé que sufriera un poquito más antes de transigir.

—Bueno, de acuerdo, le creo. —Porque sabía que él estaba diciendo la verdad, o al menos pensaba que era así. Seguí—: Pero a cambio de aceptar su palabra, su palabra sobre él, debo pedirle que me dé su palabra de que eso se acabó, de que no me hará vigilar nunca más, de que me quitará a ese espía de encima. ¿Qué me dice?

—Joan, si insistes… Es decir, sí, claro, por supuesto. Pero…

—No necesito protección. Gracias a su gran generosidad, ahora tengo coche propio. Liz ya no tiene que llevarme, me voy yo sola a casa, entro con mi propia llave y si necesito a la policía, ya la llamo yo. ¿Tengo su palabra de que no me va a hacer seguir más?

—Joan, ya lo he dicho.

—Vale, entonces muy bien, pasemos al siguiente asunto. —Esto lo cogió por sorpresa, y yo seguí insistiendo—: En cuanto a usted y a mí, deberíamos casarnos. Usted dijo que era lo que más deseaba, y que lo haría con mucho gusto, pero que su médico se lo había prohibido porque era una sentencia de muerte segura. Vale, señor White, ¿de quién es la vida? ¿De su médico?

—¿Qué quieres decir, Joan? ¿Que debo morir para demostrar lo que siento por ti?

—No, señor White, eso no. Pero existe una salida.

—¿Qué quieres decir con salida?

—Una entrada, debería decir tal vez. Señor White, el sexo no lo es todo. No hay motivo alguno para que no pueda usted casarse conmigo, seguir durmiendo solo en su habitación y yo en la mía. De esa forma estaría conmigo siempre, si realmente lo desea, y yo lo tendría a usted conmigo siempre también, y la verdad es que me gustaría muchísimo. Además, yo podría dejar este trabajo de servir bebidas, que ha sido una bendición para mí, pero del que la verdad, confieso que podría prescindir. Y lo más importante de todo para mí: podría recuperar a mi hijo, y criarlo como sueña todo niño, en esa bonita casa, jugando en ese precioso jardín, corriendo con el triciclo por las preciosas alamedas. ¿De qué sirve tener una casa así y un terreno semejante si vive usted allí completamente solo? Me ha dicho lo solo que se siente, lo mucho que le gusta que podamos hablar y estar juntos… Por el amor de Dios, Earl, ¿por qué un hombre como usted tiene que venir a un bar para encontrar compañía? En otras palabras, una vez más, para dejar las cosas bien claras: ¿Quién gobierna su vida?

—Me gustaría que tú me ayudaras a gobernarla.

—Pues de acuerdo, entonces. ¿Qué dice a lo que le acabo de proponer?

—Digo que lo pensaré.

—Así me gusta.

Pasaron dos o tres semanas, yo diría que fue a mediados de septiembre, cuando ya se acercaba el otoño, antes de que él viniera con la respuesta… si es que se le puede llamar así. Llegó, pidió su bebida, y luego, de una forma totalmente despreocupada, dijo:

—Creo que voy a decirte que sí… pero antes tengo que ir a Nueva York.

—¿A Nueva York? ¿Ahora mismo?

—Creo que me iré mañana.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Pues… casi un mes. Quizá más.

Aquello me parecía algo peculiar, así que le pregunté:

—¿Qué pasa en Nueva York? ¿Por qué tiene que ir?

—El abogado. Lleva algún tiempo allí trabajando en un asunto para mí, un asunto importante.

—¿Y qué tiene que ver con usted y conmigo?

—Para un matrimonio como el nuestro, como sería el nuestro, existen algunos aspectos legales. No estoy seguro de saber cuáles son, excepto de una manera general. Creo que debería hablar con él. Y tengo que ir también para comprobar que el negocio se haya cerrado bien.

—Ya. Ya lo entiendo.

—Tú también podrías hablar con algún abogado.

—Sería una buena idea.

Le dejé, hice un par de cosas en la barra y pensé en lo que me había dicho. Luego volví.

—Realmente —le dije—, es lo mejor, estoy de acuerdo. Váyase, pase un tiempo en Nueva York, y si se olvida de mí, está bien, ya tengo otras oportunidades, no se preocupe.

—¡No me digas eso!

—Le he dicho que se vaya… y ya veremos lo que pasa.