13

Mientras tanto yo no había dicho nada a Liz, a Bianca ni a nadie del Garden de lo que me había ocurrido.

Y tampoco le dije al señor White lo que había hecho con su dinero, ni quería que lo supiera, porque temía que no lo aprobase, y me resistía a dejar que él me vetara. Tampoco le dije nada a Tom, que venía igual que antes, no cada noche, sino dos o tres veces a la semana, siempre sentado a la mesa del señor White, siempre tomando agua con gas, y siempre completamente sobrio, pero debo decir que a mí me dejaba algo achispada. Seguía intentando quedar conmigo alguna noche, o más bien alguna madrugada, cuando yo saliera del trabajo, y me decía que conocía un sitio donde «no nos molestaría nadie», que no sé lo que significaba. Y yo seguía negándome, y le decía: «Espero que pronto… Dejémoslo para otro momento». Pero era más difícil cada vez. A pesar de lo mal que habíamos empezado, me estaba empezando a gustar. O quizá «gustar» no sea la palabra adecuada, pero la verdad es que me sentía atraída hacia él, y empezaba a comprender mejor lo que me había explicado Liz aquella primera noche sobre el innegable encanto de que te vayan detrás, sobre todo cuando el que va detrás de ti es un hombre atractivo.

Entonces una noche vino antes de lo habitual y no sacó el tema. Parecía muy deprimido, como si tuviera algún problema.

—¿Qué pasa, Tom? —le pregunté—. ¿Te he puesto salsa de carne en el helado? ¿Qué te preocupa?

—Muchas cosas. Un amigo mío tiene problemas.

—¿Lo conozco?

—Jim Lacey…

—¿Sí? ¿El padre del chico al que sustituiste en el funeral?

—Ese mismo. Quizá lo hayas visto en los periódicos. Está imputado.

—¿Imputado? ¿Por qué?

Como respuesta él buscó en su maletín y sacó un periódico. Lo colocó en la mesa entre los dos. El artículo estaba en la parte inferior de la portada. James E. Lacey, ingeniero municipal del condado, estaba imputado por haber aceptado sobornos para recomendar un determinado alcantarillado para una nueva urbanización. Era uno de esos casos que aparecían continuamente en el condado de Prince George, donde se hacían millones de la noche a la mañana por la reclasificación de determinadas zonas, la concesión del alcantarillado o la instalación del agua o la pavimentación.

—Vaya, pues lo siento —dije, con tanta ligereza como pude—. Siempre sabe mal que un amigo tenga problemas.

—Lo que me molesta es que no puedo ayudarlo.

Al no saber a qué ayuda se refería, no dije nada, pero al momento él se explicó:

—Es un idiota, es jugador, está hasta las cejas de deudas. Nadie le prestaría ni un centavo, y el problema es que no tiene dinero para la fianza. Se la han fijado en doce mil dólares, y un aval costaría unos mil, pero no los tiene. ¿Te puedes creer que un hombre con el poder y las relaciones que tiene él esté encerrado en una celda porque no puede reunir mil dólares? Si los tuviera, yo mismo pagaría esa fianza… pero yo no puedo ni soñar con eso.

—¿Tampoco tienes mil dólares?

Me sonrió como diciendo: ¿Qué sé yo de dinero? Pero lo que decía su sonrisa en realidad era: No, yo tampoco tengo mil dólares.

—Cuando empiecen a madurar las cosas en las que estoy trabajando, tendré muchísimo dinero… pero por el momento ando mal de efectivo, al menos para esa cantidad, así que no puedo hacer nada.

Yo no sabía absolutamente nada de fianzas. Había oído hablar de los avalistas, pero no sabía ni quiénes eran ni cómo trabajaban; era algo completamente ajeno a mi mundo. Él esperó un poco más, bebió un sorbito de agua con gas y siguió:

—Tengo una casa, claro. Me la dejó mi padre y sigo viviendo allí. Y vale el doble que la fianza, que es lo que ellos requieren. Pero, por desgracia, pedí algo de dinero a cuenta de la casa…, de modo que está descartada. Si no fuera por eso le podría firmar un aval, encantado de hacerlo. Pero lo que no puede ser, no puede ser. Y me duele mucho. Él sabe lo de la casa, pero no lo de la hipoteca, y se pregunta por qué no puedo firmarle el aval. Y no sé por qué, el caso es que no quiero decirle la verdad. Parecería que me inventaba una excusa.

—Vuelve a empezar. Explícame lo de la casa.

Y lo hizo, con palabras sencillas, explicándome que los avalistas usan una misma casa una y otra vez para firmar una docena de avales, cada uno por una buena cantidad, «pero la casa debe estar libre de cargas. Si está hipotecada, no se puede poner en garantía».

—¿Y te duele mucho no poder ayudarlo?

—Pues sí, ¿a ti no te dolería?

Y entonces se confió un poco más conmigo y me contó que el señor Lacey era algo más que un amigo.

—Es una persona a la que necesito mucho, por algo que estoy haciendo. He echado un ojo a un puesto en la administración. Quiero llevar el Departamento de Recursos Naturales, y una prima suya de Annapolis podría conseguírmelo. Estoy seguro de que podría. Se relaciona con el gobernador y le interesa, además. —Yo me quedé callada y él siguió—: Daría cualquier cosa por tener un cargo en Chesapeake Bay, por una idea que tengo. —Y empezó a contarme la misma idea que Liz había mencionado, que si conseguía arreglar las cosas, dejaría toda la bahía libre de medusas—. Chesapeake Bay —explicó, casi como si estuviera pronunciando un discurso—, es el sitio más bonito del mundo, de esta parte del mundo, al menos, una joya natural de Estados Unidos…, perfecto para ir en yate, nadar, caminar por el agua o lo que quieras, si no fuera por una cosa: las malditas medusas. Con ellas no sirve para nada. Yo creo que podemos librarnos de esos puñeteros bichos. Y me parece que las centrales nucleares podrían ayudarnos. Toda la población está en contra de ellas, tienen miedo de lo que pueda pasar. Pero ¿y si yo encuentro una forma de usar esas centrales de alguna manera, aprovechando el agua que tiran? ¿El agua caliente con la que lavan sus bombas? Si lo único que se requiere es temperatura, un ligero aumento del calor del agua en la bahía mataría a todas esas medusas, y la cosa podría funcionar sin costar al estado ni un centavo. Y además, en lugar de oponerse a las centrales nucleares, a la gente le parecerían bien… y tendríamos resuelto un gran problema, las medusas, las centrales nucleares, la energía que necesitamos, y todo de un plumazo.

Estaba muy emocionado hablando de todo eso, y lo único que podía hacer yo era mantener la cara seria y que no apareciese una sonrisa en ella, para que no pareciera que creía que me tomaba el pelo… porque estaba muy claro que el hombre se creía lo que me estaba explicando, y para él no era una tomadura de pelo. Yo tenía una sensación agridulce, en realidad, como si lo viera bajo una nueva luz, como si viera una bonita casa de día, después de haberla visto antes siempre a la luz de la luna, y me diese cuenta de repente de que los postigos necesitaban pintura y el tejado se encontraba en un estado lamentable. Tom pensaba que tenía la casa más bonita de toda la ciudad, y no tenía ni idea de lo destartalada que era en realidad. Aparte de la radiación, yo quería preguntarle si el agua caliente no mataría también a todos los peces… Pero ésos eran solo un par de los mil argumentos que había contra su plan, así que no dije nada. Simplemente lo observé mientras pronunciaba su discurso, poniendo en él todo su corazón, y de una manera muy extraña, lo absurdo de todo aquello hizo que me ablandara un poco con él…, no con la situación, sino con él en concreto, con ese joven tan guapo con una casa hipotecada y que no tenía ni mil dólares a su nombre, y con un castillo en el aire que no era capaz de vender a nadie más que a un par de mujeres de un bar de Hyattsville, que lo conocían desde que era adolescente y le tenían cariño.

Y ni siquiera a ellas tampoco, necesariamente, ya que a la mitad de su discurso Bianca apareció junto a mi hombro y me susurró:

—Está obsesionado con ese tema. No le hagas demasiado caso.

Y luego apareció Liz.

—Ponle una bebida.

Las dos se fueron, pero él siguió dale que te pego. Vi en sus ojos, detrás de su convicción infatigable, una cierta desesperación que yo misma conocía muy bien, y mi corazón se apiadó de él. Vi la oportunidad de hacer por alguien, a pequeña escala, lo que el señor White había hecho por mí, y quizá también sentí el mismo impulso que me había llevado a prometer juguetes a todos los niños del barrio de Ethel.

—Necesitas a alguien, ¿verdad? —le dije—. Con una casa que esté libre de cargas, ¿no? ¿Y si yo tuviera esa casa?

Me miró y luego dijo:

—Joan, estoy hablando en serio. No te burles de mí… Con este tema, no.

—¿Y quién dice que me esté burlando?

Se lo conté todo, hasta el último detalle, y él se dio cuenta de que yo hablaba en serio.

—¿Tú? ¿Podrías firmar ese aval?

—Si lo único que hace falta es tener una casa…

—No lo sabía.

—Me lo tienes que pedir por favor.

—No podría pedírtelo. No tengo derecho.

—Vale… Entonces me ofreceré, por ser tú.

Al cabo de largo rato, mirándome todavía, me preguntó:

—¿Harías eso por mí, Joan?

—¿Y por qué no? Solo será durante un tiempo, ¿no? En cuanto él vaya a juicio, se cancelará el aval, ¿no es cierto?

—Claro. Pero aun así, hay un riesgo.

—Siempre hay riesgos. Tú le confiarías tu casa…

—Lo haría si pudiera.

—Entonces, ¿por qué no puedo hacerlo yo?

—Entonces, ¿es verdad? ¿Puedo llamar a su abogado y decírselo? Porque entonces me parece que Jim podría estar fuera esta misma noche… Lo hacen muy rápido, he oído decir. Si se puede, claro…

—Tienes una casa libre de cargas. Bueno, la tengo yo.

Se dirigió a la cabina y llamó por teléfono, y luego volvió, echando un vistazo a su reloj de pulsera. Media hora más tarde entró un hombre algo calvo, se sentó a la mesa con él, sacó un documento y le susurró algo. Tom me hizo señas, y el hombre medio calvo, que se presentó como señor Lackman, me preguntó por mi casa. ¿Tenía una propiedad libre de hipotecas, usufructos, arrendamientos u otros gravámenes? Le dije que sí, que la tenía, y él quiso saber dónde. Así que en mi bloc de pedidos del bar le escribí la dirección de mi casa, la que había comprado a la muerte de Ron, y que ahora me pertenecía, libre de toda carga, y se la puse delante. Él la copió en su documento, se puso el bolígrafo entre los dientes y me hizo señas de que me sentara y me pusiera cómoda, pero yo le dije que no se me permitía. Él dijo que tenía que hacer una llamada telefónica a alguien del tribunal o del registro de la propiedad, no recuerdo bien, para confirmar que mi nombre estaba en la escritura de la propiedad y que no había ningún embargo ni demanda sobre ella, y yo le dije que me sorprendía que alguien estuviera trabajando todavía a aquellas horas de la noche. Él respondió:

—Bueno, usted está trabajando, ¿no? ¿Cree que el sistema judicial cierra a las diez?

Se pasó casi veinte minutos al teléfono, y luego volvió, se sentó y me llamó otra vez. Llevaba otro documento en la mano, un documento legal en esta ocasión, e hizo que lo leyera. Era una declaración de que yo poseía la propiedad en la dirección que abajo se hacía constar, y que la ofrecía como aval de seguridad para la liberación del citado prisionero, o algo por el estilo. Cuando acabé de leer, me dijo que firmara. Lo hice, y él agitó el documento en el aire como si lo estuviera secando, y luego se levantó y salió pitando.

Pasaron casi dos horas, quizá tres, de modo que pensé que cerraríamos antes de que volviera. Pero apareció y se volvió a meter detrás de la mesa con otro hombre que iba a su lado, un hombre gordo con la cara roja y un traje arrugado, sin afeitar, que le estrechó la mano a Tom y se sentó. Cuando Tom me hizo señas de que me acercara, él se levantó, se acercó a mí, me estrechó la mano y me dijo que era Jim Lacey, y que me estaba muy agradecido por haberlo ayudado a salir.

—No lo lamentará —me dijo—, se lo prometo. —Y luego—: Y, ahora, señora Medford, ¿por qué no se une a nosotros, Tom, Mel y yo, y tomamos algo para celebrarlo? ¿Para celebrar mi liberación?

—Señor Lacey, yo no bebo. Pero gracias.

—Pues tómese un agua con gas, como Tom.

—Va en contra de las normas.

—No, esta noche, no.

Llamó a Bianca, para saber si le parecía bien que yo me sentara con ellos a la mesa, y añadió:

—Será mejor que sea así, Bianca, ya sabes lo que te conviene.

Y Bianca le dijo:

—Por ti, Jim, haré una excepción, desde luego.

De modo que me senté a la mesa y pidieron champán, y Liz fue quien sirvió el pedido.

—A mí ponme un ginger ale —dije.

Y ella asintió pero se me quedó mirando, enfadada. Pasó más o menos media hora y yo me sentía ya un poco violenta, cuando el señor Lacey proclamó:

—Ahora tenemos que irnos… Vamos, Mel, es hora de que nos vayamos los dos. Dejemos aquí a esta parejita.

Así que al cabo de un minuto se habían ido, y yo me levanté para hacer de camarera otra vez, pero solo había dos mesas más ocupadas, ya que era muy tarde, y Liz ya las había servido. Me quedé de pie junto a la silla de Tom y lo miré. Él me observaba con una expresión extraña, y supongo que a mí me gustó su reacción.

—No sé cómo darte las gracias —dijo—. Has hecho algo estupendo por Jim… y por mí, me has ayudado más de lo que puedo expresar.

—Bueno —dije—, se me ocurren un par de ideas, si quieres darme las gracias.

—Dime de qué se trata, Joanie.

—Para empezar, deberías disculparte de una vez.

—¿Por qué?

Yo no le contesté, simplemente me quedé mirándolo mientras él le daba vueltas a la cabeza. Yo pensé que a lo mejor se sonrojaba cuando al final se diera cuenta, pero me imagino que algunos hombres no se sonrojan nunca, y lo que hizo al final fue sonreír, y detrás de aquella sonrisa no había ni asomo de vergüenza.

—¿Te refieres a la primera noche aquí en el Garden? ¿Lo que hice?

—Vaya, por fin has caído.

—Sí, me disculpo, Joan, si eso es lo que quieres, por estar borracho y caer en la tentación, pero no me disculpo por la tentación en sí misma, porque ahora mismo me siento igual de tentado, o quizá más incluso.

No era la disculpa que yo esperaba, pero aquello hizo que la sangre se me acelerara como nunca habría conseguido hacer una disculpa.

—Quizá yo también me sienta igual ahora… —dije—, pero ha sido después de conocerte mejor. Y, concretando más, existe una diferencia entre tentación y acción, y te aconsejo que te mantengas en el lado correcto de esa línea.

—Pues me disculpo por haber atravesado la línea.

—Gracias.

—O por hacerlo pronto otra vez, si es eso lo que quieres decir. Bueno, ¿y cuál es la otra forma?

—¿La otra forma…?

—De darte la gracias.

—Ah. Bueno, todo eso de invitarme a salir un día tras otro… Ahora que sé que no tienes dinero no espero nada caro, pero aun así…

—¿Quieres decir que saldrás conmigo?

—No sé por qué no. Podríamos celebrarlo también.

—Eres increíble, Joan. Empezaba a pensar que no estabas… —Se detuvo y agitó la mano, sin acabar la frase—. No importa lo que empezaba a pensar, estaba equivocado, desde luego. Me gustaría salir contigo. Me encantaría.

Dijo que podíamos ir a un local llamado The Wigwam, del que yo no había oído hablar nunca, pero eso no significaba nada, porque yo tampoco tenía muchas oportunidades de enterarme de cuáles eran los locales nocturnos de la zona. Le dije que tenía coche y que yo iría en el mío, y él me podía seguir con el suyo, de modo que él tenía que darme la dirección y luego nos reuniríamos allí y entraríamos juntos. Me escribió la dirección en mi libreta de pedidos y cuando llegó la hora de cerrar me acompañó afuera, entré en mi coche y se quedó de pie, viendo cómo me alejaba. El coche le sorprendió mucho, porque en realidad era muy bonito, un sedán pequeño, pero muy brillante y pulido. Yo me alejé siguiendo sus instrucciones y en un número de la avenida New Hampshire vi The Wigwam a su debido tiempo. Luego él llegó también con su coche y los dos nos dirigimos hacia la puerta. Yo llevaba la gabardina encima del uniforme del Rose Garden, ese abrigo ligero de verano tan bonito que me llegaba hasta las rodillas, de modo que parecía que iba vestida con ropa normal.

The Wigwam parecía un sitio muy normal por fuera, solo una puerta doble con un letrero encima, que Tom empujó como si hubiera estado allí otras veces. Sin embargo, una vez en el interior, me pareció distinto de todos los clubes a los que yo había ido hasta entonces, aunque, claro, tampoco había estado en demasiados. En lugar de la atmósfera luminosa y algo ruidosa que se podría esperar, era un sitio muy oscuro, una sala grande, con un wigwam, o tienda india de piel muy alta, en un extremo, y reservados alrededor, con pesadas cortinas cerrándolos. Y las chicas iban vestidas de una manera muy rara, si se podía llamar vestido a lo que llevaban. La encargada, a la que Tom se dirigió como Rhoda, llevaba una túnica de gamuza con flecos en la parte de abajo, bastante decente, pero las camareras, a quienes Rhoda llamó «Pocahontas», iban prácticamente desnudas, sin nada en la parte superior, y con una diminuta braguita de bikini tipo tanga, al estilo francés, en la parte inferior. También llevaban una pluma sujeta en un mechón de pelo, que les caía a un lado sobre una oreja de una manera muy coqueta. Al mirarlas me di cuenta de que aquellas chicas estaban a la venta, y supongo que no me importó demasiado, ya que sabía que esas cosas pasaban, y después de hablar con Liz, sabía que mujeres que me caían bien y a las que respetaba podían hacerlo; sin embargo, me puse nerviosa y me empezó a doler un poco el estómago… Bueno, no es que me doliera, es que lo notaba un poco revuelto, como se suele decir. Notaba que estaba pisando un terreno peligroso. Pero no quería demostrarlo, quería aparentar ser una mujer de mundo, no una camarera. De modo que seguí imperturbable, sonriendo y con los labios tensos, y apreté con más fuerza el brazo de Tom.

Rhoda llamó a una Pocahontas para que nos atendiera y ésta nos condujo a un reservado, abrió la cortina y sacó la mesa hacia fuera para que pudiéramos meternos detrás. Pero la mesa no tenía asientos en tres de sus lados, como suelen tener las mesas de los reservados, sino solo un asiento en el extremo más alejado, y un asiento bastante largo, la verdad. Debía de medir al menos dos metros y estaba acolchado y tapizado, con un cojín en uno de los lados. Yo entré y Rhoda preguntó:

—¿Quiere que me lleve su abrigo?

Dudé un momento antes de dárselo, y ella asintió significativamente cuando vio debajo mi uniforme. Yo agradecí mucho la oscuridad que reinaba en la sala. Ella dejó mi abrigo colgado en una percha que se encontraba allí, en el riel por el que corría la cortina. Luego nos preguntó qué queríamos tomar, y Tom dijo que agua con gas, cosa que me alivió mucho, y yo pedí un ginger ale. Rhoda no pareció demasiado sorprendida, y cuando se alejó nos dijo:

—Amy vendrá a servirles dentro de un minuto.

Se fue y nosotros nos quedamos allí sentados, tímidamente, sin decir ni una palabra. En algún sitio sonaba el disco de una orquesta tocando Three O’Clock in the Morning, y Tom dijo que era uno de los valses más bonitos de todos los tiempos. A mí nunca me lo había parecido.

—Sí, ¿verdad? —dije de todos modos, como si realmente me encantase.

Entonces vino una de las chicas a traernos las bebidas. Nos sirvió.

—Ahora —dijo— cuando me vaya cerraré la cortina y no los molestaré más a partir de entonces… Nadie los molestará. Pueden dejar la vela encendida o apagarla, y ahí tienen cerillas para volverla a encender, si quieren. Si me necesitan, o sea, si quieren que les sirva algo, más bebidas o cualquier otra cosa, ahí tienen el timbre, ese botón de ahí. —Nos enseñó un botón colocado en la mesa, junto a la vela—. Solo tienen que apretarlo y se encenderá la luz que hay delante, y en seguida vendré yo, o, si no, alguna otra chica. Porque yo podría estar ocupada, ¿comprenden? Podría estar algo atareada. Pero si lo estoy, entonces vendrá otra de las chicas, esperen unos minutos solamente. Quiero decir que no se pongan nerviosos demasiado rápido. Tengan calma y vendrá una de las chicas.

—¿Qué quieres decir con lo de que estarás un poco atareada? —preguntó Tom—. ¿Haciendo qué?

—Bueno, el cliente igual se siente solo…

—¿Y tú le haces compañía?

—Sí, algo por el estilo.

La verdad es que no me gustaba nada aquella chica, y no pude resistir la tentación de preguntarle:

—¿Vestida con esa braguita de bikini? ¿O te la quitas también?

—Pues depende. —Luego, mirándome directamente a los ojos, dijo—: Por ejemplo, si un tipo tiene una novia que no traga, y quiere que lo ayude un poco, me lo quito… Se desabrocha en seguida, ¿ve? —Y se lo desabrochó, dejándole a Tom echar un vistazo a la pelusa, y luego continuó, dirigiéndose a mí—: De modo que si quieren que los ayude, enciendan la luz, aprieten el botón una sola vez, y yo haré lo que pueda. ¿Quieren saber algo más?

—No… Puedes irte.

Eso lo dijo Tom, y ella respondió:

—Me voy a lo mío. —Y se alejó.

—Bueno —dije yo—, nos ha dejado las cosas bien claras.

—Se hace propaganda, diría yo.

—Aunque tengo que reconocer que es guapa.

—No me he fijado.

Lo dijo muy solemne, y supongo que yo puse cara rara. Él no dijo nada, pero de repente sopló y apagó la vela. Una vez más oí sonar el vals. En seguida, en la penumbra, dijo:

—Bueno… ¿por dónde íbamos?

—No lo sé —dije yo—. ¿Íbamos a alguna parte?

—Sí, íbamos a alguna parte. Creo que tú me habías obligado a disculparme. Quizá podamos empezar donde lo dejamos. —Y diciendo esto, tras pasar el brazo a mi alrededor, puso la otra mano justo en el mismo sitio donde la había puesto aquella noche, y yo cerré las piernas exactamente de la misma manera. Pero él siguió deslizando su mano más arriba, más arriba, y moviendo el dedo índice mientras tanto… hasta que me había metido la mano debajo de las braguitas, y siguió adelante. Y casi antes de que me diera cuenta, se encontraba en el lugar más íntimo de una mujer, y yo me derretía. En lugar de apretar para resistirme, me quedé bastante fláccida, tengo que admitirlo, encantada de que su mano estuviera allí. Había pasado mucho tiempo de la última vez; no desde la muerte de Ron, sino casi un año antes, y me había olvidado de lo mucho que lo echaba de menos. Allí sentada, con las fuertes manos de Tom acariciando mi cuerpo, noté como si me fueran a estallar las costillas por la fuerza de los latidos de mi corazón tras ellas. Luego, de repente, él retiró su mano y empezó a desabrocharme los pantalones por la abertura de un lado, y yo me retorcí intentando ayudarle a quitármelos. A continuación salió mi blusa, luego su camisa, y luego él me echó hacia atrás contra la almohada, con todo su peso encima de mí, y su pecho desnudo contra el mío.

Entonces, finalmente, pensé en el señor White, y lo importantes que eran los planes que había hecho para él, y que podía irse todo al carajo si dejaba que ocurriese aquello con Tom. Y pensé en Ethel, que me había acusado de hacer con los clientes justamente lo que estaba a punto de hacer, y en el agente Church, que llevaba semanas callado, afortunadamente, pero que podía no estarlo tanto si le llegaban noticias de aquello, de que había un amante, después de todo, aunque no fuese Joe Pennington. Pensé en todas esas cosas y luchando contra todos los instintos que me empujaban, metí las manos entre los dos y aparté a Tom de mi cuerpo. Él luchó conmigo juguetonamente, y yo con él, para seguirle la corriente, y al final le mordí en la mejilla. Él empezó a gruñir, y yo le empujé un poco más hasta que pude sentarme. Mis empujones llegaron a la mesa, que se volcó hacia las cortinas. Yo me puse de pie de un salto, le di a Tom un golpe en la cara accidentalmente con la rodilla, me aparté, pasé hacia un lado, cogí mi gabardina y atravesé el club corriendo, salí por la puerta y me dirigí a mi coche. Me había dejado los pantalones y la blusa en el reservado; iba corriendo solo con las braguitas, sujetando la gabardina de cualquier manera ante los pechos. Entonces me acordé del bolso, y lo encontré bien agarrado bajo mi brazo, aunque no recordaba haberlo cogido. Me metí en el coche, cerré los seguros y subí la ventanilla. En el bolso encontré la llave del coche, pero Tom ya estaba allí, con la camisa suelta y el cinturón desabrochado, golpeando la ventanilla y gruñendo:

—¡Maldita sea, Joan, abre esa puerta!

No abrí. Metí la llave en el contacto, apreté el embrague, y cuando el motor se encendió puse una marcha y retrocedí. Pero para salir del aparcamiento tenía que dar la vuelta e ir hacia delante. Él corrió para bloquearme el paso, poniéndose de pie ante el coche y levantando las manos, como si fuera un guardia de tráfico. Yo avancé justo hacia él, de modo que tuvo que saltar por encima del parachoques y quedó despatarrado encima del capó, mientras yo seguía adelante. Luego, de repente, me detuve, porque él se había caído. Giré el volante para no pasarle por encima y seguí avanzando, y me fui derecha a casa, con el abrigo caído en el regazo y el cuerpo expuesto a cada una de las farolas que pasaban, de modo que cualquiera podía haberme visto. Pero no me detuve para ponerme la gabardina; ni siquiera aminoré la marcha. Simplemente rezaba en silencio para que nadie me viera, y parece ser que nadie me vio, efectivamente.

Cuando llegué al jardín de mi casa, el reloj del salpicadero decía que eran las tres en punto de la mañana. «Uno de los mejores valses», pensé mientras salía del coche, cerré la portezuela y entré en casa.