Me costó una semana acostumbrarme, hacerme a la idea del cambio que había experimentado mi vida, ese cambio tremendo, increíble. Todas las tardes me sentaba y miraba por la ventana, pensando en las cosas que podría hacer con aquel dinero que había llegado a mis manos. Era un problema. Ahora ya tenía los medios para recuperar a mi hijo, desde luego… pero no tenía forma alguna de explicar cómo los había conseguido; bueno, y que me creyeran, claro está, ni Ethel ni ninguno de los miembros del tribunal, si ella insinuaba que yo debía de haber cometido muchas inmoralidades, para que un hombre me diera tantísimo dinero. Algo que a ojos de los tribunales podía hacerme inadecuada para encargarme del bienestar de un niño, y no de momento, sino de manera permanente. Ya la oía decir: «¿De dónde has sacado esa cantidad de dinero, Joan? No usaré la palabra para describir lo que eres, pero tú y yo sabemos lo único que puedes vender».
Al mismo tiempo, no hacer nada con el dinero era una tontería, cuando lo tenía y lo necesitaba tanto. Tenía que encontrar algo que pudiera sacarme de aquel dilema. Y entonces, un día, mirando la casa que estaba al otro lado de la calle, di un respingo. Siempre la había admirado: un chalet de dos pisos y buhardilla, pintado de blanco, con un césped muy bien cortado y unos cedros a cada lado de la entrada. Pero lo que me hizo respingar fue el letrero que había en el jardín de delante: «Se vende», con el nombre de un agente inmobiliario, su dirección y su teléfono. De repente me levanté, fui al teléfono y marqué el número. Colgué antes de que respondieran. En las páginas amarillas busqué a otro agente inmobiliario, Ross P. Linden, que tenía su despacho en Hyattsville, a solo unas manzanas de casa. Llamé, pedí hora y al día siguiente fui a verlo. Accedió a encargarse de la compra, y al final de la semana cerré el trato. Había conseguido rebajar el precio de los treinta y cinco mil dólares que pedían a veintiocho mil, que ofreció y aceptaron. Me cobró mil dólares por su trabajo, cosa que encontré razonable, considerando lo bien que lo había hecho. Entonces fui a comprar muebles para la casa. Los compré en una subasta. Dado que las que se encargan de objetos de este tipo suelen celebrarse de noche, tuve que pedir tiempo libre en el trabajo, y primero decírselo a Bianca. «Decírselo», he dicho, y no «pedírselo»… Por supuesto, ella puso el grito en el cielo. Pero si quería que siguiera trabajando no podía hacer otra cosa que decir que sí, de modo que accedió a regañadientes. Al cabo de dos semanas, por mil doscientos dólares había conseguido amueblar la casa muy bien. Abajo tenía un salón y un comedor, dormitorios bien acondicionados arriba, y cosas bonitas por todas partes. Además de los mil doscientos dólares en muebles me gasté cuatrocientos noventa y cinco en un televisor en color, un bonito mueble en el que derroché deliberadamente. Porque lo que yo me proponía era preparar aquella casa para alquilarla, alquilarla amueblada a ese tipo de gente que a lo mejor estaba en Washington por poco tiempo, pero que necesitaba un sitio donde vivir, un lugar bonito donde estar a gusto ellos, su familia y sus amigos, y la televisión en color, pensé, actuaría como cebo perfecto, algo que podía inclinar la balanza, hacer que se decidieran por mi casa, en lugar de por otra, si les gustaba ver a Steve Allen o Perry Como o Dinah Shore, que ahora se emitían en color, o Howdy Doody, si tenían un niño pequeño. Y al cabo de una semana de la compra, ya tenía la casa alquilada por cuatrocientos cincuenta dólares al mes a una pareja de Akron, Ohio, que tenían no sé qué trabajo en el Departamento de Vivienda y Urbanismo. Como trabajaban los dos, el marido y la mujer, no había que regatear demasiado en los gastos y podían permitirse pagar un buen alquiler. No tenían hijos y se llamaban Schroeder.
De modo que yo había gastado treinta y un mil dólares de mis cincuenta mil, pero aún tenía cosas que hacer. Quedaban todavía por pagar cinco mil dólares de la hipoteca, así que fui al banco y la liquidé. No soy capaz de expresar el alivio que sentí, la enorme carga que me quité de encima, como si antes hubiese llevado una piedra atada al cuello. Todavía me quedaban catorce mil dólares de los cincuenta mil, así que fui a comprarme un coche. No pensaba comprarme uno nuevo, sino uno de segunda mano, a un hombre que conocía bastante bien porque venía mucho al Garden y se sentaba conmigo a menudo. Tenía un Ford muy bonito, un sedán muy elegante, de dos años de antigüedad, pero sin demasiado kilometraje, por mil cien dólares. Era verde, así que contrastaba bien con mi pelo, y mientras daba la vuelta a la manzana con él, el motor sonaba bien, como si estuviera en plena forma. La única pega era que los neumáticos que llevaba eran los originales y empezaban a estar algo desgastados. Pero hice que el señor Goss le pusiera cinco neumáticos nuevos con banda blanca, solo por cien dólares más, y quedó un coche prácticamente nuevecito por el precio de medio coche.
Así que tenía ya una casa totalmente pagada, sin tener que abonar los ciento diez dólares mensuales, y que no producía gasto alguno excepto los impuestos y el mantenimiento, y otra casa totalmente pagada también, que me producía un ingreso de cuatrocientos cincuenta dólares al mes, sujeto a impuestos y gastos de mantenimiento. En otras palabras, con la propina de diecinueve dólares y quince centavos que seguía sacándome cada noche, o sea unos ciento quince a la semana, y los ciento cincuenta más a la semana que sacaba en propinas en el Garden, tenía unos mil quinientos dólares brutos al mes, más o menos. Considerando que solo unos meses atrás estaba prácticamente en la ruina, creo que no me iba demasiado mal. Tampoco había sabido ni media palabra del agente Church desde que vino a mi casa, con lo cual concluí que ni mis recientes transacciones, si es que se habían enterado de ellas, ni la exhumación de Ron habían producido ningún resultado que preocupase a la policía. De modo que me sentía agradablemente contenta, bastante feliz conmigo misma, cuando fui con mi coche a casa de los Lucas, el domingo, para hacer mi visita semanal a Tad. Fui directa con Ethel, no le di explicaciones del coche, solo le dije que lo tenía, y ella se limitó a quedarse mirando primero el coche y luego a mí, y a decir: «Ya lo veo, ya lo veo…». No sé lo que veía, y, para ser sincera, tampoco me importaba. Llevaba trabajando el tiempo suficiente para poder permitirme un coche usado, con lo que sacaba por aquel entonces; no era como aparecer de repente con cincuenta mil dólares salidos de la nada.
Tad estaba muy ilusionado, como yo me imaginaba, y le hice subir al coche para llevarlo a dar un paseo que ya había pensado, hasta la universidad, en College Park, donde había una lechería, que formaba parte del complejo de la granja, en la que se podían tomar helados de distintos sabores, incluso experimentales, la mayoría maravillosos, no como los que suele haber en las «heladerías» corrientes. Le trajeron un libro a Tad para que se sentara encima, pero yo me lo senté en el regazo y pedí un helado de dátiles picados para mí y otro de fresa sencillo para él, de color rosa, muy bonito y sabroso.
Le encantó. Se lo comió cucharada a cucharada, lenta y cuidadosamente, como suelen hacer los niños con estas cosas, y a mí me encantaba mirarlo. Cuando ya casi había llegado al final, de repente se detuvo y cerró los ojos.
—¡Mmm, mmm! —exclamó, como había visto que hacían en los anuncios de sopas Campbell. Mi corazón latía con fuerza, era el sonido más bonito del mundo, el de la felicidad de mi hijito. Ni siquiera se quejó cuando lo abracé con fuerza, sin pensar en su hombro, y así supe que por fin se le había curado. Dejé que disfrutara de la última cucharada y luego pedí dos envases de litro, uno de fresa y otro de vainilla con pepitas de chocolate, para que los llevara a casa de los Lucas. Cuando volvimos, Jack estaba esperándonos en la entrada. Me pareció extraño, ya que antes no me había dedicado ninguna atención especial, es más, de hecho me había ignorado de un modo que me desagradaba bastante. Pero ahora era la deferencia en persona, abriendo la puerta y ayudándome a sacar a Tad, y se mostró tan solícito que yo me mosqueé un poco, suponiendo al principio que su respeto se debía al coche nuevo o algo parecido. Sin embargo, resultó que no era ése el motivo.
—¿Querrás subir a ver a Ethel? —susurró—. Se ha puesto fatal… Se ha ido a la cama incluso, aunque no lo creas. Habéis tardado tanto que pensaba que habías volado… Pensaba que te habías llevado a Tad. Pero… no te lo vas a llevar, ¿verdad?
—Es mi hijo, Jack.
—Ya lo sé, y sé que tienes todo el derecho del mundo a llevártelo el día que quieras. Pero Ethel temía que…
—Ya sé lo que teme, y debe temerlo, porque ocurrirá pronto, algún día. Yo soy la madre del niño y debe estar conmigo.
—Pensaba que todavía no estabas preparada, que aún no podías hacerte cargo de él tú sola…
Yo me mordí la lengua para no decirle lo que estaba deseando decirles a él y a Ethel, porque todavía temía que se pudiera volver contra mí.
—Pues no. Pero pronto podré.
—Ella está muy asustada. —Y, entonces, mientras entraba conmigo en la casa, sujetándome el brazo, y yo cogiendo a Tad de la mano—: Está loca por él, Joan, loca. No te lo lleves, por favor. Todavía no… Es su única razón de vivir.
—Pero también es la mía.
—Sí, ya lo sabemos, pero…
—Ya hablaré con ella de todo esto.
Y eso hice, subí a la habitación donde ella estaba echada en su gran cama, y me miró con las mejillas hinchadas y los ojos rojos, y lanzó un gritito cuando Tad entró corriendo, un poco titubeante, porque antes se había soltado de mi mano en la escalera para subirse el calcetín o algo. Ella salió de la cama de un salto, lo cogió entre sus brazos y acercó el oído a la boca del niño, que exclamaba:
—¡Freza! ¡Freza! ¡Freza!
—Ethel —le dije yo, muy tranquila—, te lo devuelvo… por ahora. Pero ya estoy mucho mejor que antes, financieramente, quiero decir… El trabajo ha resultado muy bien, y puedo permitirme pagar a una mujer que venga y cuide a Tad mientras yo voy a trabajar. Quiero decir que he estado pensándolo, y aunque no voy a hacerlo todavía, deberías prepararte para ese momento.
Me miró desde donde estaba, acunando a mi hijo a los pies de la cama, y le pasó una mano por la nuca, como para protegerlo. Para protegerlo de mí, de su madre.
—Puedes hacerlo, Joan, cuando estés establecida como Dios manda y tengas una situación adecuada para hacerte cargo de un niño pequeño. No mientras trabajes de noche a cambio de propinas, de hombres que pagan para beber y mirarte las tetas, y me sorprendería que fuera solo por mirar, y no por tocar o por cosas peores aún —decía todo esto con una vocecilla dulce y acaramelada, como si el tono pudiera ocultar a mi hijo el veneno que contenían sus palabras—. Conozco a Luke Goss, y también Jack, y hace dos noches iba por ahí presumiendo del coche que te había vendido, diciendo que esperaba poder meterte en el asiento trasero una noche de éstas, si la manera que tienes de tocarle el brazo y dejarlo mirarte el escote de la blusa en el Garden indica lo que sientes por él. La verdad es que a Luke Goss le va bien vendiendo coches, y no te digo que no pudiera ser un marido adecuado para alguna mujer, así que si has decidido echarle el anzuelo, pues vale. Pero tengo que advertirte, Joan, que quizá no obtengas nunca proposiciones matrimoniales en el asiento trasero de un coche de segunda mano.
Me quedé helada, y solo logré contener mi rabia al ver la mirada de aflicción que había invadido los ojos de Tad. Quizás el niño no hubiese entendido todas las palabras, pero sí su sentido, y se veía muy claro que había algo parecido al odio entre nosotras dos.
—Luke Goss es un mentiroso —dije—, un vendedor que le dice cualquier cosa a cualquiera para quedar bien ante sus ojos. Yo le sirvo bebidas y nada más, y nunca habrá más, y si alguna vez le he tocado el brazo, ha sido para impedir que se cayera de su asiento cuando se ha tomado demasiados manhattans. No me apartarás de mi hijo con mentiras, ni suyas, ni tuyas, ni de nadie, y si lo intentas, lamentarás haberlo hecho.
—¿Que lo lamentaré…? ¿Qué estás diciendo, Joan? ¿Que algún día de estos puedo tener un accidente, como Ron?
—No lo sé, quizá sí, si bebes tanto como bebía él.
Ella se levantó.
—Lo siento, Joan, pero no creo que sea apropiado que sigamos esta conversación delante del niño. Si eres tan amable de irte, Jack te acompañará afuera.
Me incliné para besar a mi hijo y él vio que yo estaba conteniendo las lágrimas, porque me echó los brazos al cuello y se agarró a mí, hasta que finalmente tuve que coger sus manitas, apartarlas suavemente y obligarlo a soltarme.
—Mamá volverá muy pronto —le dije—. El domingo que viene. Y el otro domingo. Y muchos más, te lo prometo.
—Muchos más —dijo él, pero su voz era trémula, como si no estuviera seguro. Y comprendí que no podía perder las esperanzas con el señor White, aunque de momento pareciera imposible.