11

Vino varias veces, siempre solo, siempre pedía agua con gas y siempre cogía la misma mesa, la que había dejado el señor White unas pocas horas antes. Y siempre insistía en lanzarme el anzuelo: que debíamos ir a alguna parte cuando cerrase el Garden, y como decía él, «conocernos mejor». Yo esperaba que él sacara el tema, que hablara de lo que me había hecho, que dijera que lo sentía, pero no lo hizo, ni una sola vez. Y, naturalmente, no era un tema que yo estuviese dispuesta a tocar. Pero sobre el asunto de salir con él, seguía diciéndole que no.

—Dejémoslo para otro momento —le decía—. Hay cosas en mi vida que me han dolido mucho y todavía no las he superado. Más adelante quizá salga contigo. Pero ahora mismo no puedo salir con nadie.

O algo así…, no estoy segura de lo que le decía exactamente. Porque por entonces ocurrió algo que puso mi vida patas arriba, y todo se me confunde en la mente, y no sé qué fue exactamente lo que ocurrió ni cómo.

Era una tarde como cualquier otra, por lo menos a mí me lo parecía. Acababa de rellenar los cuencos de todas las mesas cuando entró el señor White, tan puntual que se podía poner el reloj en hora cuando él llegaba. Yo le serví lo de costumbre, y luego me quedé un rato haciéndole compañía, esperando que la conversación fuese la habitual en él, lo malos que eran sus hijos, y la habitual en mí, las cosas que tenía entre manos con Ethel… No me sentía a gusto comentando esa historia, pero seguía insistiendo en ella de todos modos. Pero aquel día él se quedó sentado allí bebiendo sin más, mirando hacia el vestíbulo y sin decir nada de sus hijos ni de nada. Y luego, de repente, me dijo:

—Joan, ¿podrías vestirte y estar preparada a las once en punto, mañana por la mañana, para que te vaya a recoger mi chófer? Te llevará a hacer un recado que te será muy ventajoso…

—¿Qué tipo de recado?

—Ya lo verás. Tengo motivos para no contártelo por anticipado… Tengo un motivo de peso, que preferiría no discutir, pero creo que tú aceptarías si supieras lo que es.

—Bueno, la verdad es que está usted muy misterioso…

—Si supieras por qué, estoy seguro de que no te ofenderías.

—¿Lista para salir a las once?

—Eso es. Jasper se acercará a recogerte.

—Esto de ir a ciegas, no sé…

—No lo lamentarás, te lo prometo.

—Bueno, si usted lo dice, de acuerdo.

—Bien. Bien. Muy bien. Y Joan, ¿te importaría llevar un formulario de depósito? Uno personal, de tu banco. Esos papelitos que van en la parte de atrás de la chequera…

—¿De qué va todo esto, señor White?

—Ya lo averiguarás a su debido tiempo.

Parecía que me iba a dar dinero, y yo me enfadé, a pesar de mí misma. ¿Por qué todo aquel misterio? Él decía que tenía buenos motivos, que si yo lo supiera no me importaría, pero yo quería saber de qué iba aquello antes de subirme a aquel coche. Aun así, y aunque lo presioné mucho, habría sido una idiota si le hubiese dicho que no, con o sin misterio. De modo que le dije que estaría vestida y lista cuando apareciera Jasper con el coche… Y pasé la noche preguntándome a qué vendría todo aquello, y por qué habría actuado de aquella manera. Resultó que desde su punto de vista él tenía un motivo, y era un motivo real, y nada desagradable para mí, pero no averigüé hasta el día siguiente de qué se trataba.

Me puse un traje de chaqueta que me había comprado, verde oscuro, que contrastaba muy bien con mi pelo, y estaba ya en el porche esperando cuando apareció Jasper, justo a las once. Me llevó a The Estates, y una vez allí me llevó a una mansión que me dejó pasmada de lo bonita que era, casi como un castillo de cuento de hadas. Era de estilo colonial, el estilo colonial de Maryland, con dos galerías entre la parte central y las alas, una especie de corredores de un piso de alto que conectaban las alas, de modo que la línea quedaba rota y se conseguía una proporción mucho mejor que con las alas laterales pegadas al centro. Toda la casa era de ladrillo, pintada de un amarillo claro, con los postigos de un verde oliva y remates blancos. Se alzaban cuatro chimeneas desde la parte central, y dos más en cada ala, ocho en total, y haciendo juego con el remate blanco estaba también el camino de entrada, que era de un blanco apagado pero a la vez luminoso, con cierto brillo. Más tarde, cuando nos fuimos y se lo comenté, Jasper me dijo que el motivo de que brillase es que estaba hecho de conchas de ostra.

No había columnas ni florituras en la parte delantera, solo una entrada sencilla con un pórtico y una plataforma de ladrillo de un escalón, frente a la cual aparcó el chófer. Pero antes de que yo pudiera salir apareció el señor White, con la cabeza descubierta, y dio unos golpecitos en la ventanilla del coche. Yo la bajé y él me saludó, y luego dejó caer un sobre en mi regazo en el que ponía: «Señora Medford», y se alejó. Yo me sentí claramente rechazada, ya que él no me había invitado a entrar, pero me dijo:

—Jasper te llevará al banco, al que tú quieras… y puedes rellenar tu formulario de depósito. Lo has traído, ¿verdad?

Dije que sí, y él hizo señas a Jasper. Yo también lo saludé mientras nos alejábamos, con cierta frialdad, me temo, como si no me hubiera ocurrido nada semejante en toda mi vida. Sin embargo, ya era el momento de averiguar de qué iba todo aquello, así que abrí la solapa del sobre pasando el dedo por el interior y saqué lo que había dentro. Encima de todo, cogido con un sujetapapeles, había un cheque a nombre de Joan Medford por un valor de cincuenta mil dólares.

Decir que estaba asombrada es quedarme terriblemente corta. En realidad me pellizqué para ver si estaba soñando. Cuando la cabeza dejó de darme vueltas, Jasper había aminorado un poco y me preguntaba adónde íbamos.

—El señor Earl me ha dicho que quería ir a un banco. ¿En College Park, quizá? ¿En Hyattsville? Dígame adónde, señora Medford. Ahora mismo podemos ir a cualquier sitio.

Miré de nuevo el cheque. Lo que ponía no había cambiado. Debajo había cuatro copias, cada una de ellas marcada como «copia para añadir a la declaración de la renta». En la esquina inferior izquierda del cheque habían mecanografiado la palabra «donativo».

—College Park, por favor. Suburban Trust.

—¿Ventanilla para coche?

—No, iré dentro.

—Bien, señora Medford. Ahora mismo vamos.

Elegí College Park porque no me conocían en esa sucursal. Quería evitar los silbidos, la sorpresa y la conmoción que podría haber causado en Hyattsville, en mi sucursal quiero decir, llevar un cheque semejante para ingresarlo. Cuando llegamos saqué el formulario que había traído conmigo, lo metí por la ventanilla, por debajo del cristal, y esperé a que el cajero lo sellara y me diera el recibo, como si fuera un depósito cualquiera…, lo que para él era, sin duda. Luego salí y pedí a Jasper que me llevara a casa.

Me quedé sentada en el salón mirando a la calle, intentando asimilar lo que me había ocurrido. Pero todavía estaba anonadada. Cuando sonó el timbre de la puerta, estaba segura de que era Jasper otra vez, que venía a decirme que todo había sido un error, que teníamos que ir y retirar el dinero de alguna manera.

Pero no era Jasper. Era el agente Church, que estaba de pie ante mi puerta, con una carpeta marrón llena de documentos en una mano y la gorra de su uniforme en la otra. La expresión de sus ojos era completamente neutra, imposible de descifrar, pero yo sentí que el corazón me daba un vuelco como si estuviera tendiendo unas esposas en mi dirección. Durante semanas anticipé aquella visita, que no llegó; ahora estaba allí y era imposible no vincularla en mi mente con el dinero que acababa de recibir, aunque, por supuesto, no podían tener absolutamente ninguna relación, era imposible que nadie supiera nada de eso, aparte del señor White y yo. A menos que la policía hubiese pedido al banco que los avisaran en seguida si yo hacía algún depósito importante…

Pero ¿qué podía importar que lo hicieran? No había nada ilegal en lo que había hecho el señor White por mí… Yo no se lo había pedido, y él era libre de gastar su dinero como quisiera. Pero ¿cómo iba a explicarle todo aquello a la policía, si sospechaban? ¿A cambio de qué podía decir que era el dinero? ¿A cambio de un poco de alegre conversación cada noche, mientras se tomaba una tónica?

—Señora Medford, ¿me permite pasar?

Quise cerrarle la puerta, dejarlo fuera, quizá llamar a su compañero, para preguntarle qué hacer… pero no me quedaba más remedio que apartarme a un lado y dejarlo entrar, y eso fue lo que hice.

—Siento molestarla, señora Medford…

—No es ninguna molestia, en absoluto.

—… pero me temo que necesitaré su firma en un documento, para poder completar la investigación sobre la muerte de su marido. Finalizarla, como se dice hoy en día.

Después de haber colocado su gorra en el respaldo del sofá, sacó una solitaria hoja de la carpeta y la colocó encima, entonces me tendió un bolígrafo que llevaba en el bolsillo del pecho de su chaqueta.

Yo lo cogí, llena de alivio al ver que la visita no tenía nada que ver con el banco ni el dinero, después de todo. Pero la sensación me duró poco. Mirando el documento mi visión se volvió tan borrosa que todas las palabras que tenía escritas se confundieron, excepto una, que destacaba casi al principio: «Exhumación».

Aquella semana le tocaba a Liz preparar los servicios a Jake, de modo que no pasó a buscarme. Fui andando, con la gabardina ligera echada por encima del uniforme. Todo el camino hasta el Garden mis pensamientos iban saltando del dinero al documento que me había hecho firmar el agente Church, y de vuelta otra vez. Él no sabía nada del dinero… todavía. Pero lo averiguaría tarde o temprano, y si no tenía una buena explicación cuando lo hiciera, las cosas podían ponerse difíciles para mí. Pero no había ninguna explicación buena, mientras el señor White y yo fuésemos solo unos conocidos el uno para el otro. Por supuesto, si se pudiera cambiar ese hecho… Pero ¿quería él cambiarlo, o lo podía convencer de que lo hiciera? Eso significaría una nueva vida, no solo una respuesta para el agente Church, sino un nuevo comienzo para mí, y una forma de arrebatar a Tad de las manos de Ethel. Podía resolver todos mis problemas de la mejor manera posible. Pero existía un mundo de dudas en esa única palabra, «si…». Y, mientras tanto, la policía iba a desenterrar el cuerpo de Ron y a someterlo a pruebas… El agente Church no había dicho de qué tipo, pero yo sabía cuál era el objetivo. Era demostrar que yo había tenido algo que ver en la muerte de Ron, y que no había sido un accidente.

En lo posible, intenté apartar de mi mente al agente Church y sus documentos y sus análisis. No podía hacer nada en ese sentido. Tenía que confiar en que la policía no podía descubrir algo que no estaba allí…, aunque yo sabía muy bien que los análisis no son perfectos, y que a veces sí que aparecen cosas que no deberían aparecer. Todo eso lo apartaba a un rinconcito de mi mente y me esforzaba por pensar en otras cosas. Pero, claro, eso significaba que tenía que volver a pensar en el señor White y su regalo extraordinario y sorprendente.

Cuando llegué al Garden me pareció raro que las cosas tuvieran el mismo aspecto que siempre. También se me hacía extraño que aunque normalmente le contaba muchas cosas a Liz, todo lo que me pasaba en la vida, hasta el último detalle, no tuviese ninguna intención de contarle aquello. Era consciente de que ella sacaría conclusiones equivocadas, como habría hecho yo en su lugar. ¿Entonces…? ¿Eran erróneas esas conclusiones? ¿Y cuál era la conclusión acertada? El señor White esperaría algo a cambio de su dinero, ¿no?

Lo averigüé muy pronto. Justo al dar las cinco llegó el señor White. Jake ya estaba preparándole su tónica y yo se la serví en su mesa, como si nada hubiese ocurrido. Él bebió un trago, se echó hacia atrás, se secó los labios con la servilleta.

—¡Bueno! —dije yo—. Todavía estoy sorprendidísima, señor White. No estoy segura del todo de que no sea un sueño. ¿Cómo podría darle las gracias?

—Prefiero que dejemos lo de las gracias.

—Pero tengo que agradecérselo.

—¡Por favor… por favor!

Él estaba muy tranquilo, y levantó una mano como para hacerme callar. Yo dije:

—Muy bien entonces… pero, no puedo remediarlo, siento una enorme gratitud.

—Bien, pero cambiemos de tema.

—Tiene usted una casa muy bonita.

—¿Te gusta? La construí yo mismo. —Se animó, y aún más viendo que habíamos cambiado de tema—. Hice que el arquitecto la diseñara igual que la Harbor House de Annapolis, excepto las alas octogonales, por supuesto. No me acababan de convencer, pero el resto, las proporciones, el diseño general y el tamaño, hice que las siguiera muy de cerca. Creo que ha quedado muy bonita.

A mí no me importaban nada las alas octogonales, pero no habría sido educado decirlo. Dejé que se explayara un rato. Cuando hizo una pausa, parecía que se requería que yo dijera algo, de modo que dije:

—Parece flotar, más que estar en tierra.

—Creo que el motivo es el marco de la puerta y los alféizares blancos…, hacen juego con el camino de entrada, de conchas de ostra. Ese efecto blanco roto, un poco brillante, viene de la cal. Ilumina toda la perspectiva y da la impresión que dices, de flotar, en lugar de estar en el suelo. Eres muy observadora al notar eso, Joan.

—Me fijo mucho en las cosas. —Sonó un poco mordaz, aunque no era mi intención, y supe que mi debilidad crónica, ese mal carácter que tenía, iba a darme problemas, como de costumbre. Me oí decir sin querer—: Si me invitan a mirar, claro. Pero hoy no me han invitado. No podía salir del coche.

—Joan, había un motivo.

—¿Por qué no me dice cuál es el motivo?

Salió de mi boca como si fuera un petardo que explota, aunque yo intentaba cerrarla sin mucho éxito.

—Sería muy complicado explicarte cuál era el motivo. Joan, ya debes de saber que tengo debilidad por ti y que…

—Entonces, ¿por qué no lo demuestra?

—Pensaba que lo había hecho. Hoy.

Tragué saliva, hice todo lo posible por reprimirme y callar, pero no hubo manera. Seguí hablando. Miré a mi alrededor, agradecida de que nadie nos pudiera oír.

—Así que vale, me da cincuenta mil dólares, y yo me siento muy agradecida. Pero cuando intento decírselo, me lo impide. ¿Qué puedo hacer ahora? Sí, me gustaría saberlo, ¿qué hago?

—No es lo que tú crees, Joan.

—¿Y cómo sabe lo que yo creo?

—Bueno, Joan, ¿y qué es lo que piensas, entonces? Dímelo.

—Si se refiere a lo que creo que quiere que haga a cambio de los cincuenta mil dólares, pues no lo sé, pero soy humana, y no sería demasiado orgullosa, sea lo que sea lo que quiera. Por cincuenta mil dólares puedo tragarme mi orgullo. Pero si quiere saber qué pienso, en general, lo que creo que debería hacer para probarlo, lo mucho que se preocupa por mí, pues solo hay una manera, señor White… y se supone que yo debería ser demasiado pudorosa para nombrarla. Bueno, pues no lo soy. Si lo que quería era una mujer para una noche, podía tener una por mucho menos dinero del que me ha dado…, quizás una de las otras chicas que trabajan aquí, como ya sabrá, de eso estoy segura. Si le gusto lo bastante para darme esa cantidad que me ha dado…, bueno, hay una forma de que un hombre comparta lo que tiene con una mujer que le gusta, y solo una forma, que yo sepa, que le dé legitimidad. —Vi que sus rasgos reflejaban de nuevo un dolor pasajero, como había ocurrido hacía algún tiempo, pero mezclado, pensé, con una especie de añoranza, y aunque sabía que aquélla no era la forma de abordar el tema, no pude evitarlo y seguí—: Podría pedirme que me casara con usted, eso es…, bueno, maldita sea, ¿por qué no me lo pide?

—Daría cualquier cosa… —susurró él.

—Pues hable entonces. ¿Por qué no lo hace?

Su rostro se apagó y las siguientes palabras que pronunció las dijo en un tono tan bajo que apenas pude oírlas.

—Tengo angina de pecho, Joan.

Tuve que rebuscar en mi cabeza para recordar qué era una angina, y al final me pareció recordar que era un problema del corazón, y cuando lo comprendí, dije:

—No lo entiendo, señor White. ¿Qué tiene que ver con todo esto la angina?

—Cuando tienes una angina de pecho, el matrimonio está prohibido. Contigo o con cualquiera. Como me ha advertido repetidamente mi médico, no puedo… estar con una mujer. Mi corazón no aguantaría el esfuerzo. En otras palabras: el matrimonio contigo sería una sentencia de muerte para mí. Ése es el fantástico tormento en el que vivo: nunca he conocido a una mujer a la que deseara más, pienso en ti hasta el punto de olvidarme de todo, hasta la locura, diría incluso, pero si hago lo que cualquier hombre normal querría hacer, moriré.

Me quedé allí quieta, sin creerle, pensando que era solo una excusa, una razón que se había inventado para evitar que deseara de Earl K. White III algo más de lo que debería desear una simple camarera de coctelería… y de repente supe que tenía que ser verdad, no sé qué fue lo que me convenció. Quizá su expresión: nunca había visto a un hombre tan abatido, frustrado y avergonzado. Por supuesto, él ya me había dado mucho más de lo que tenía derecho a esperar, sin pedir nada a cambio, de hecho rehusando lo poco que yo podía ofrecerle. Y recordé el episodio en que el contacto con mi cuerpo lo había dejado con la cara roja y sin aliento, y de repente sentí mucha compasión. Quiero decir que sentí un brote de lástima en mi interior, de modo que me acerqué y lo toqué, le puse la mano en la espalda y le di una palmadita.

—Lo siento mucho —dije—. Entiendo lo que me dice. No me había dado cuenta.

—Ya te he dicho que había un motivo.

—Sí, es verdad, y yo lo acepto. Eso lo explica todo.

Se quedó allí sentado y yo junto a él de pie, y durante un momento me sentí incómoda, como cuando dos personas se sienten abrumadas por la emoción y no saben qué decir. Pero luego mi boca se abrió de nuevo, con un último reproche por lo que me había preocupado antes.

—De todos modos —insistí, de una forma un poco malhumorada—, podía haberme dejado entrar en su casa. Es una casa preciosa, y lo menos que podía hacer era dejarme echar un vistazo, solo una vez.

—También tenía motivos para eso.

—Ya estoy un poco harta de sus motivos.

—Casanova, en sus memorias, dice que una mujer solo tiene una forma de expresar gratitud. Si se te hubiese ocurrido esa forma, las consecuencias habrían sido catastróficas.

—¿Casanova?

—Supongo que él sabía lo que decía.

—¿Cree que me habría dejado llevar hasta ese punto?

—Si te hubiese invitado a entrar, quizá.

—¿Y no habría podido resistirse?

—No, Joan, no estoy seguro de que hubiese podido. Y eso habría sido fatal. —Esperó un momento a que yo lo comprendiera, y luego continuó—: Te habrías quedado con un cadáver entre los brazos, y un cheque que ningún banco querría pagar… al menos hasta que se confirmara el testamento, y entonces tus oportunidades habrían sido escasas, extremadamente escasas, considerando el carácter de mis hijastros. Y sé lo mucho que necesitas el dinero, Joan. Quería que lo tuvieras. De modo que te dejé sentada en el coche, no me arriesgué.

—Ya lo entiendo…

—Es espantoso vivir bajo esta sentencia. Me doy cuenta de que no hace mucho que nos conocemos, pero no tengo duda alguna de los sentimientos que me inspiras, y sé lo difícil que es encontrarlos, y si no fuera por esto, daría cualquier cosa por casarme contigo, por estar contigo mañana, tarde y noche, a todas horas. Pero no puede ser.

—Me va a hacer llorar.

—Si lloras, llora también por mí.