Al día siguiente no dijimos nada, ni Liz cuando vino a buscarme para llevarme al trabajo, ni Bianca cuando entramos, ni Jake cuando le preparé los servicios. No hablamos de lo que había ocurrido la noche anterior, algo que confieso que me alivió mucho, aunque el hecho de no decir nada significaba que yo todavía estaba en desgracia. Las cosas se desarrollaron como si no hubiese ocurrido nada en absoluto, hasta que, ¡oh sorpresa!, ¿quién aparece a las once de la noche y se sienta a la misma mesa donde había estado el día anterior, la que ocupaba siempre el señor White, sino el hombre que me cogió la pierna?
—¿Qué desea, señor? —le pregunté, como si no lo hubiese visto en mi vida.
—Agua con gas —respondió—. Sola.
Se la serví.
—Y la cuenta, por favor —dijo—. Por lo de anoche. Tendría que haberlo pagado y se me olvidó.
Yo ya la tenía preparada, debajo de un cenicero, en un extremo de la barra, y se la llevé. Eran más de cuarenta dólares, casi cincuenta. Él dejó dos billetes de veinte y dos de diez. Yo le devolví uno de los de diez, pero él me lo volvió a dar.
—Para usted —dijo—. Me olvidé de usted anoche. O, mejor dicho, me olvidé de pagarle.
Yo le devolví de nuevo los diez dólares.
—Le traeré el cambio —le dije.
Y así lo hice, dejando un dólar y pico, cuarenta o cincuenta centavos en monedas, en la bandejita del cambio que tenía él delante. Él la empujó hacia mí añadiendo el billete de diez dólares otra vez, mientras me decía:
—Le he dicho que es para usted.
—Lo siento, señor, pero no quiero coger nada de usted.
—¿Así es como trata a un viejo amigo?
—Señor, quizá sea usted viejo amigo de Bianca, pero desde luego mío no… ni viejo amigo ni amigo de ninguna clase. No quiero su dinero, y, sinceramente, tampoco quiero nada de usted.
Volví a mi sitio, pero él me siguió. Noté que algunos clientes habían empezado a mirarnos, y pensé que quizás había gritado más de la cuenta. En voz más baja le dije:
—Por favor, ¿quiere volver a su asiento? Está usted llamando la atención.
—Tengo que decirle una cosa.
—No tiene nada que decirme.
—Como viejo amigo, sí que tengo que decirle algo.
Yo lo acompañé de nuevo a su mesa, y él me siguió, y al final se sentó. Para poner fin a la disputa le pregunté:
—¿Qué es lo que quería decirme?
—Quería disculparme por no haberla reconocido en seguida… anoche, quiero decir. No le vi la cara, ¿sabe?, y no sabía que era usted hasta que vi sus piernas, y a continuación me tiró usted al suelo. Son tan bonitas que entonces la reconocí. Son las piernas más bonitas del mundo…, bueno, al menos las más bonitas que yo he visto en mi vida.
Yo notaba que se me estaba poniendo la cara caliente.
—¿Puedo servirle algo más, señor? —le pregunté.
—Después de lo de anoche creo que seguiré con el agua con gas durante un tiempo. —Y luego bajando la vista hacia mis piernas (piernas desnudas, no lo olviden, ya que seguía llevando los pantalones cortos de batista que Liz me había comprado el día anterior) medio susurró, como si estuviera realmente conmocionado—: Son realmente inolvidables, señora Medford.
—¿Cómo sabe mi apellido?
—Ya se lo he dicho: nos conocíamos.
—Pues no… Yo no le había visto nunca.
—Es posible que no se fijara en mí aquel día… pero, sí, nos conocíamos, se lo aseguro. Vive usted en un bungaló a poca distancia de aquí. Fui a buscarla allí, luego la volví a acompañar allí, y me quedé a su lado mientras tanto.
—¿Y cuándo fue eso?
Y entonces me dijo el día de junio que fue, y yo sentí que la sangre abandonaba mi rostro, porque fue el día que enterraron a Ron. Lo miré fijamente y le pregunté de repente:
—¿Quién es usted? ¿Y qué significa todo esto?
—Me llamo Barclay —dijo, despreocupado—. Thomas Barclay… Tom. Ocupé el sitio de un amigo, Dan, el hijo de Jim Lacey, que no pudo acudir cuando lo llamaron de la funeraria porque había salido conmigo la noche anterior. Me temo que habíamos bebido demasiado… y ya vio usted anoche por sí misma cómo pueden acabar las cosas, en estos casos. Pero, además, si Dan no hubiese aparecido, habría recibido un castigo, y la universidad le había advertido que ya no lo iban a tolerar…, en una palabra, lo habrían expulsado. De modo que su padre me pidió si podía ir yo en su lugar: ir a buscarla a usted en el coche, recogerla y llevarla al cementerio aquel día, y luego volver a traerla. Yo no quería, lo admito, pero su padre es un hombre importante, así que al final lo hice. Y me alegré muchísimo de haberlo hecho. Cuando usted se despidió de mí y me mandó un beso desde el porche…
—¿Yo? ¿Que yo le mandé un beso? Fue usted quien me envió uno, eso sí que lo recuerdo, pero yo no hice semejante cosa.
—Le aseguro que sí que lo hizo. No le veía la cara porque llevaba usted velo. En realidad aquel día no se la vi. Pero sí que vi su mano moverse por debajo del velo y luego salir.
—¿Pero no me oye? Le digo que yo no le mandé ningún beso.
—Lo siento, pero estoy seguro de que lo hizo.
—Quizá me tocase el velo.
—Pero ¿vio que yo se lo mandaba?
—Pues sí, sí que lo vi. Y confieso que me quedé muy sorprendida. Me pareció muy insolente hacer una cosa así a una mujer de luto como yo en aquellos momentos.
—No lo habría hecho si usted no lo hubiese hecho primero. Me pareció educado responder de la misma manera.
—Ya, o sea que solo lo hizo por educación…
—Si le hace más feliz así, pues de acuerdo, digamos que fue por educación.
—Le creería más si no me acabara de decir que mis piernas son inolvidables.
—¿Acaso no podía tener dos motivos?
—Puede tener todos los que quiera. No es asunto mío.
—Señora Medford, discúlpeme. Debo de haberle causado una impresión terrible. Me gustaría arreglarlo. Pero veo que éste no es el lugar adecuado para hacerlo… porque usted me está sirviendo bebidas y la gente nos mira. ¿Qué le parece si la invito a tomar algo? En algún lugar discreto, cuando usted pueda, algún lugar donde podamos hablar y conocernos mejor.
—Gracias, pero creo que no me gustaría.
Él tenía una forma tal de sonreír, una forma tal de inclinar la cabeza ligeramente a un lado, que resultaba imposible que no te gustara.
—A lo mejor, sí. Nunca se sabe.
Me esforcé por no demostrar nada. Me costaba mucho más de lo que hubiera sido deseable. Mi corazón peleaba con mi cabeza desde el primer momento en que lo había visto, o quizás algo en mi interior que estaba mucho más abajo que el corazón, y la batalla todavía no estaba decidida.
—¿Desea algo más?
Él levantó las manos a modo de rendición.
—¿Qué le debo?
—Le traeré la cuenta por el agua mineral.
Al llevarme a casa aquella noche, Liz empezó a hablarme de él.
—No quiero ser entrometida —dijo—, pero ¿pagó la cuenta Tom Barclay? ¿El que se fue sin pagar anoche?
—El joven al que le di unas bofetadas, quieres decir.
—Bueno, en realidad le diste una buena paliza, pero, sí, me refiero a ése.
—Pues sí, ha pagado.
—Ya lo he visto bebiendo agua con gas hoy, para variar.
—Una mejora importante, me atrevería a decir.
—En realidad, es un tío majo —dijo Liz, mientras seguía conduciendo—. Mira, vi lo que hizo. Y yo también me habría enfadado. Odio estas cosas, siempre me han parecido horribles y siempre me lo parecerán. Una cosa es si pagan por tener ese privilegio, pero si no… —me sonrió. A mí me costó mucho devolverle la sonrisa—. Pero los hombres siempre son hombres, me parece a mí… Tienen manos, y Dios se las dio para usarlas, y las usan pese a quien pese… No hay nada que consiga detenerlos, eso tendremos que aceptarlo. Pero si se disculpan, si demuestran que nos tienen algo de respeto, entonces podemos seguir adelante con nuestras cosas… No tiene sentido estar resentida. Lo que intento decir es que ahora que el chico ha entrado en razón y se ha disculpado, podrías pensar en él, Joan. Me refiero a que podrías considerar salir con él después del trabajo, quizás invitarlo a tu casa, igual te gustaría, y harías algo diferente. Y ¿quién sabe? Igual llegáis a algo. A veces pasan cosas así. Yo no pasaría de él tan rápido.
—¿Me estás intentando convencer de que me ligue a ese tío?
—No es tan feo, la verdad, y tiene posibilidades. Podría haber otros peores, Joanie.
—¿Y quién dice que le gusto?
—Pues a lo mejor ha dicho algo por ahí. Igual me han llegado rumores… Bueno, vale, te lo contaré: le dijo a uno de los chicos la noche pasada que te conocía de antes… y que le causaste muy buena impresión. Parece que al principio, en el Garden, no se dio cuenta de que eras tú, pero luego te reconoció por las piernas. No entiendo, Joanie, por qué fue por las piernas y no por la cara…
—Me acompañó al funeral de Ron.
—¿Y por qué no te reconoció por la cara? A mí me parece que eres muy guapa. Si yo fuera un tío no la olvidaría, desde luego.
—Pues porque llevaba velo.
—¡Ah! Entonces todo cuadra, Joanie…
—Sí, él decía la verdad. Me conocía.
—Vale, entonces si fuera tú me lo pensaría.
—¿Por qué? ¿Es especial o algo? ¿O simplemente es que Bianca y tú lo conocéis desde que era pequeño?
—No, no es especial… al menos por ahora. Pero es uno de ésos que puede serlo. Tom Barclay tiene mucha ambición, y eso ya es algo. Tiene muchas ideas.
—¿Como por ejemplo?
—No las recuerdo todas. Una de ellas consistía en eliminar todas las medusas de Chesapeake Bay usando el flujo de agua caliente de una de esas plantas de energía atómica.
—¿Eso se le ha ocurrido? Nos quedaríamos todos irradiados al momento.
—Bueno, tenía otras ideas.
—¿Alguna que haya tenido éxito?
—Dice que algunas han estado muy cerca.
—Eso es lo que dice él…
—No lo menosprecies —dijo Liz—. Es muy listo este Tom, y un día de éstos pensará algo que causará sensación.
—Esperaré hasta que lo haga.
—¡Ah, entonces será demasiado tarde! ¡Estará muy solicitado!
—Me arriesgaré.
—¿No te gusta nada, nada?
—Podría soportar mirarlo.
—Así me gusta.
—Pero Liz, me ha metido la mano…
—… en el mismo sitio donde tú te la pones muchas veces, no nos engañemos. Hay cosas peores que la mano de un hombre guapo puesta ahí.
Aquella noche me quedé echada en la cama pensando en él. Si realmente tenía posibilidades, las cosas adquirían un aspecto distinto, aunque, por supuesto, «posibilidades» era solo una forma de decir que algún día quizá tuviese una pequeña parte de lo que el señor White ya tenía con toda seguridad en el presente. Al mismo tiempo, llamando a las cosas por su nombre, debía reconocer que tenía lo que el señor White no tenía, lo que podríamos llamar atractivo físico, y que consistía no solo en ser guapo y joven, sino también en tener una cierta presencia, un perfume casi, que ablandaba el interior de una mujer y se te agarraba con fuerza. Y pensé que no dejaba de tener su lógica lo que me había dicho Liz de camino hacia casa, que, si ellos se disculpan, la vida puede seguir, y que no sirve de nada sentirse ofendida. Empecé a sentirme un poco menos ofendida con él. Pero, de repente, pensé: ¿cuándo se ha disculpado? Intenté recordar toda la conversación, y sí, me pidió perdón por no haberme reconocido hasta mirarme las piernas, pero por lo que hizo no se disculpó en ningún momento, en realidad, y el hecho es que ni siquiera sacó el tema. Y entonces me pregunté: ¿por qué? ¿Por qué, si era capaz de hacer una cosa semejante, que, evidentemente, requiere una disculpa, no se acercó a mí y me pidió perdón? Parecía que había un motivo. Combinado con el hecho de que me había echado el anzuelo, intentando tener una cita conmigo a la noche siguiente después del trabajo, todo aquello tenía que significar algo, no podía ser accidental, algo que él no hubiese hecho por tener malos modales, o por haberse olvidado, o por haberse acercado alguna otra persona. Quiero decir que la cosa era deliberada, tenía que serlo. Dormí bien, no me atormenté demasiado con aquella historia, pero, seguía ahí, y lo recordaba de vez en cuando.