Y ya estoy llegando a Tom Barclay, pero antes de hablarles de él, de lo que me hizo y de lo que yo le hice a él, tengo que hablarles de nuestros pantalones, los pantalones cortos que Liz fue a comprar para que los lleváramos ella y yo sin decírselo a Bianca, causando así un conflicto. Todo esto puede parecer frívolo teniendo sobre mis hombros un asunto tan grave como la posibilidad de ser acusada de asesinato, pero todo lo demás procedió de ese hecho, por muy trivial que pudiera parecer en un principio.
Era la primera semana de julio y hacía un calor infernal en el Garden, aun con el aire acondicionado. Era algo muy raro en Hyattsville, porque en el condado de Prince George no hace tanto calor como en Washington o en el condado de Montgomery, en Maryland, que está tocando a Prince George, pero al norte, y tampoco hace tanto frío en invierno. Pero, sí, hacía calor, y no estábamos acostumbrados a que lo hiciera, y nuestra clientela se resentía mucho más que cualquier otra clientela. Y, por supuesto, todas las chicas estábamos agobiadas, especialmente Liz. Durante un momento de tranquilidad, una noche, me dijo:
—Joanie, no quiero ser indiscreta, pero… ¿no estás algo húmeda? ¿Ahí, en las partes íntimas? Si hubiera hombres no lo mencionaría, pero entre chicas, ¿podríamos decir que en la entrepierna?
—Liz, son estos pantalones de terciopelo…
—Son una lata, para morirse.
—Y los pantys no hacen más que empeorar el asunto, Liz.
—Joanie, vamos a hacer una cosa, pero sin pedir permiso a Bianca, porque seguro que nos dice que no, por el motivo que sea, y no estoy segura de cómo respondería yo. Podría ponerme hecha una furia, pero no quiero hacerlo. ¿Sabes a lo que me refiero, Joanie? Me gusta trabajar aquí.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Ya lo verás.
Y lo vi, porque a la noche siguiente vino con cuatro pares de pantalones cortos de batista del mismo color carmesí que los de terciopelo. O casi del mismo color… En realidad eran más bien granates, es decir, que tenían mezclado un poco de negro, en lugar de azul. Le pagué los míos, unos para llevar y los otros para lavar cada noche, y me acompañó a la habitación de las taquillas, donde nos cambiamos.
—Y, Joanie —susurró, cuando nos hubimos quitado los de terciopelo—, quítate las medias también. Y no te las vuelvas a poner.
—¿Seguro que no deberíamos preguntárselo a Bianca?
—No, Joanie, no deberíamos.
—¿Por qué no? ¿Por qué buscarnos problemas?
—Pues porque podría decir que no.
Me quité las medias y me puse los pantalones cortos encima de la piel desnuda.
—Y con las piernas que tienes, Joanie —me dijo—, también puede ser bueno. Seguro que va bien para el negocio, ya me entiendes.
—Habla por ti misma, ¿quieres?
—Vale, mujer, vale…
Debajo de las medias siempre llevo braguitas. Hay dos escuelas de opinión al respecto, pero la decencia, me parece a mí, así como la pulcritud, requieren que haya una capa de seda tapando las partes más íntimas. De modo que yo llevaba las braguitas de seda en el interior, los pantalones cortos de batista por fuera, ambas cosas un poco sueltas, no lo olvidemos, y arriba la blusita campesina que ya llevo siempre puesta antes de salir de casa, cuando de repente apareció Bianca. La tuvimos buena durante unos minutos. En realidad no tenía ninguna objeción importante que hacer, pero insistía en que deberíamos habérselo preguntado.
—Bueno, pues se lo preguntamos ahora —dije.
—Pues la respuesta es no, Joan.
—No, Bianca —intervino Liz—, en este caso no te pedimos permiso, sino que te informamos. ¿Has oído lo que he dicho?
Bianca parecía muy enfadada, pero yo vi que se debatía entre el disgusto y su tendencia innata a ceder cuando la presionaban. Liz seguramente lo percibió también y la presionó más aún.
—Vale, pues haremos huelga. A partir de ahora, si dices que tenemos que ponernos los pantalones de terciopelo con el calor que hace, haremos huelga. Pintaremos unas pancartas y nos pasearemos arriba y abajo por delante del bar. Y con estos pantalones puestos.
—Pero estos pantalones se arrugan —dijo Bianca—. Por la parte de delante, en el centro y abajo. No son decentes.
—Las arrugas van bien para el negocio. Ese tipo de arrugas —siguió diciendo Liz—. Y además, no se nos arrugarán tanto, Bianca, estos pantalones están hechos de batista… La batista es la tela de las camisas, hecha aposta para que no se arrugue. —Sacó la etiqueta de sus pantalones de repuesto—. Mira, son pantalones Burlington. Fíjate: los Burlington no hacen arrugas.
Esto le dio a Bianca la excusa que necesitaba para escaquearse.
—Bueno, entonces supongo que está bien —dijo.
—Pues, entonces, Bianca —le dije—, desconvocamos la huelga.
—Vale, Joan.
Me dio un beso y Liz lanzó un pequeño hurra, y ése fue el fin del asunto.
O al menos eso pensaba yo.
Creo que fue hacia las once y media de esa noche cuando llegó Tom con sus amigos, tres chicos y dos chicas, los hombres muy jóvenes y robustos, y las mujeres muy guapas, y todos ellos ya medio borrachos cuando entraron. Liz tenía mucho trabajo y Bianca hizo que los atendiera yo, poniéndolos en un reservado donde estaban muy apretados. Estaban tan estrechos que Tom tuvo que empujar a una de las chicas para que se apretase más contra los demás y poder meterse él en el lado izquierdo del reservado según lo miraba yo, y así quedó muy cerca de mí, con la pierna sobresaliendo hacia el pasillo, cuando me acerqué para servirles. Me dedicó una sonrisa pícara, de tal forma que estaba claro que quería que se me acelerase el corazón, y me molestó un poco notar que, como la sonrisa le favorecía mucho, estaba consiguiendo lo que se proponía, al menos un poquito. Entonces todos empezaron a pedir bebidas dobles, bourbon con ginger ale, la peor combinación que se ha inventado jamás, que conseguiría no solo ponerlos a todos muy borrachos, sino también muy mareados. Sin embargo, Bianca dijo que adelante, que les sirviera lo que quisieran.
—Es un viejo amigo, Tom Barclay, así que no hieras sus sentimientos, por favor. —Intenté imaginar cómo era posible que aquel jovenzuelo de sonrisa desenfadada fuese viejo amigo de una mujer de la edad de Bianca, y supongo que esa incredulidad se reflejó en mi cara, porque Bianca añadió—: Su padre era cliente habitual cuando mi marido abrió este local. Tom se ha criado aquí.
Y muy malcriado, por lo que parecía, a juzgar por la forma que tenía de comportarse con sus amigos. Pero entonces intervino Liz, diciendo que era muy majo «excepto cuando coge una buena curda, claro, pero aun así, no peor que cualquier otra persona».
—¿Quién es majo cuando ha cogido una trompa?
—Pues no se me ocurre nadie.
Servir bebida a los borrachos es un trabajo que no resulta nada agradable, por agradables que sean cuando están sobrios. Las chicas gritaban cada vez más alto, y los chicos se metían mucho más conmigo, quiero decir que decían cosas que no debería decir nadie a ninguna chica y en ningún momento. Pero Tom, que era el que estaba más cerca del pasillo y de mí, no se limitaba a decir cosas. También hacía cosas: me daba palmaditas cada vez que yo acudía a la mesa, especialmente en el culo, que me tocó unas cuantas veces. Yo intentaba evitarlo apartándome, y la cosa no fue a más. Pero, entonces, mientras me inclinaba para servir una bebida a una de las chicas, me puso la mano en la pierna, en la pierna desnuda, por encima de la rodilla y por dentro, y empezó a deslizarla hacia arriba. Ahora comprenderán por qué he explicado con tanto detalle cómo eran los pantalones cortos, las braguitas de seda que llevaba debajo, y lo sueltas que eran ambas prendas. Lo que estoy diciendo es que me quedé paralizada y reaccioné automáticamente, cerrando con fuerza las piernas, de modo que su mano no podía moverse, y al mismo tiempo me aparté girando sobre el talón. Pero así me llevé su mano también, y supongo que le hice perder el equilibrio, porque al segundo cayó al suelo desde el reservado, mientras yo me apartaba. Y en seguida apareció Liz. Y luego Bianca. Fue ella, no yo, quien vio el efecto que le había causado la caída: le había revuelto el estómago, de modo que se tapaba la boca con la mano, tragando saliva y haciendo arcadas, intentando no vomitar en el suelo. Y yo me aparté, soltándole al fin la mano y preguntándome qué hacer.
Uno de sus amigos salió del reservado, lo levantó del suelo y se lo llevó corriendo al lavabo de caballeros, gruñéndole al oído:
—¡Aquí no, Tommy, aquí no! ¡Aguanta! ¡Aguanta tres pasos más y luego suéltalo todo de golpe…!
Se fueron al lavabo sin que se le escapara nada por el camino, y al cabo de un largo rato de silencio, alguien se echó a reír y la conversación se reanudó. Bianca, por una vez en la vida, mostró algo de decisión y le dijo al grupito que estaba en la mesa:
—Ya habéis bebido bastante. Cuando os hayáis acabado las bebidas, os vais. Y cuando digo que os vayáis, quiero decir que salgáis cagando leches.
Se quedó de pie a mi lado y esperó a Jake, que se había metido en el lavabo. Salió y se nos acercó.
—Hemos tenido suerte —informó—. Lo ha soltado todo, lo menos veinte litros… pero en el váter. Ha tirado de la cadena y no ha caído nada al suelo.
Y volvió al bar.
El amigo salió del lavabo de caballeros y se unió a los otros y a las chicas.
Luego, al final, apareció Tom.
Se dirigió hacia el reservado, pero de pronto cambió de opinión y se sentó a una mesa, la misma a la cual solía sentarse el señor White, cuando venía. Le serví una taza de café negro bien caliente de la cocina.
—A lo mejor esto te va bien —le dije.
—Seguro que sí —susurró él—. Gracias.
Y bebió un sorbito, hizo una mueca porque estaba muy caliente y volvió a beber. Siguió bebiendo hasta acabarse todo el café, y luego se secó la boca con una servilleta de cóctel. Sacó un peine del bolsillo y se peinó. Luego cogió de nuevo la servilleta y se secó la cara, que tenía cubierta de sudor.
—Ya me encuentro mejor —dijo, con una sonrisa más apagada que la que me había dedicado antes, pero no menos bonita, y yo creo que él lo sabía.
—¿Quieres tomar un poco más de café? —le pregunté.
—No, ahora ya estoy bien.
—¿Seguro?
—Sí, sí. Ahora me encuentro bien.
—Entonces, en ese caso…
Me aparté y le di una bofetada en una mejilla con una mano, creo que con la mano derecha, y luego con la otra mano también en la otra mejilla, a derecha y a izquierda. Luego seguí una y otra vez, mientras él se ponía de pie a medias e intentaba cogerme la mano. Pero yo me solté de un tirón y seguí dándole bofetadas con todas mis fuerzas. El chico que había ido al servicio de caballeros con él vino corriendo y me cogió por detrás, «me envolvió», como se suele decir, pero yo me solté de un tirón y empecé a pegarle también a él, de modo que trastabilló y se cayó. Luego me volví otra vez hacia Tom, queriendo pegarle con todas mis fuerzas, y al intentar esquivarme, él cayó también al suelo junto a su amigo. Por aquel entonces, como me dijo Liz más tarde, todo el local era un caos. Bianca intentaba agarrarme, también Jake hacía lo posible por cogerme, todo el mundo intentaba sujetarme para que no siguiera pegándole. Como Tom se había caído al suelo tuve que dejarlo. Pero pasaron unos segundos antes de que me diera cuenta de lo que estaba diciendo Bianca, que retrocedía, apartándose de mí, ya que seguramente debí de intentar darle bofetadas a ella también.
—¡Estás despedida! —gritaba una y otra vez—. ¡Estás despedida! ¡Vete, vete de aquí! ¿No me has oído? ¡He dicho que te vayas!
Por aquel entonces yo ya estaba más serena, con una mezcla de indignación por un lado y de vergüenza por otro. Sentía rabia conmigo misma por haber perdido los estribos, y, al hacerlo, el trabajo que necesitaba tan angustiosamente. Me había dicho a mí misma que haría cualquier cosa para recuperar a mi hijo… pero las manos insolentes de un borracho habían bastado para convertirme en mentirosa. Maldije mi mal genio mientras me dirigía a las taquillas.
Había ido a trabajar con el uniforme puesto, pero llevaba también una gabardina de verano para taparlo, y me quedaba también algo de ropa en la taquilla: los pantalones tejanos que llevaba el primer día y una camisa blanca de lino sencilla. Estaba allí desnudándome cuando apareció Liz y empezó a quitarse también el uniforme.
—¡No pienso dejar que te haga esto, cariño! ¿Oyes lo que te digo? Se lo he dicho…, se lo he dicho a la cara, que no pensaba aceptarlo. Así que nos vamos las dos. Siempre acaban igual estas cosas, estos malditos trabajos de coctelería, pero mañana ya buscaremos otro.
Entonces apareció Bianca por allí, y Liz se despachó a gusto con ella diciéndole lo que me había dicho a mí, pero corregido y aumentado, expresado además con palabras bastante fuertes, cosa que se le daba bastante bien a Liz. Y Bianca se quedó allí de pie sin decir nada y se lo tragó todo, junto a los bancos que estaban en medio, mientras yo seguía cambiándome de ropa. Y, de repente, ¿quién aparece por allí sino Tom? Parecía avergonzado y estaba muy pálido, pero ya bastante sobrio, ahora que se había tomado un café, y quizá mis bofetadas le hubiesen quitado también un poco la borrachera.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—¿A ti qué te parece? —respondió Bianca—. Lo siento, Tom, pero con el personal que tengo en estos tiempos pueden pasar este tipo de cosas, y por desgracia pasan. Por favor, no lo tengas en cuenta. No volverá a ocurrir, te lo prometo.
—He preguntado qué pasa.
—Que la he despedido, eso es lo que pasa.
—No, Bianca, no puede ser. No por un par de tortas.
—¿Un par de tortas? Te estaba dando más puñetazos que Floyd Patterson en el quinto asalto, y no solo a ti. Me habría noqueado a mí también si no me hubiese apartado justo a tiempo.
—Pero te has apartado.
—Tu amigo, no, y ha recibido un derechazo en la mandíbula.
—De una zurda —dijo Tom—. Se le pasará.
—Escucha, Tom, no puedo tener contratada en este local a una chica que te ataca como ha hecho ella… Que trata así a un cliente, sea el que sea, pero especialmente a ti. Que…
—Maldita sea, he dicho que no la despidas. —Avanzó hacia nosotras y Bianca se acobardó.
—Se disculpará y no volverá a ocurrir nunca más. ¿Verdad?
—¡Ella no se va a disculpar! —gritó Liz, pero yo le puse una mano en el brazo.
—Me pasé, Bianca, y lo siento mucho. Perdí los estribos.
Liz no quería ceder.
—¡Joanie! Yo vi lo que…
—Sí, él se lo merecía, y más. Pero, aun así, no debería haberlo hecho.
—¿Bianca? —dijo Tom—. ¿Estás satisfecha entonces?
—¡Tres platos rotos! Y una mancha en la moqueta…
—Yo lo pagaré.
—No aceptaré tu dinero, Tom.
—¡He dicho que lo pagaré!
Parecía que aquello iba a ser demasiado para ella, que no daría su brazo a torcer, pero al final murmuró:
—Vale, vale, Tom. Si lo quieres así…
—¿Y ella se queda?
—Si controla su mal genio en el futuro.
—¿Y qué tal si Tom controla sus manos? —saltó Liz—. ¡Hay que ver, después de que yo respondiera por ti!
Y empezamos otra vez con lo mismo. Nos costó diez minutos aclararlo todo, y al final Tom se llevó a Bianca de nuevo al bar, y Liz y yo nos cambiamos y volvimos a ponernos nuestros uniformes. Cuando Liz y yo aparecimos las cosas iban como de costumbre, salvo que Bianca estaba sirviendo las bebidas y Jake las preparaba. Cerramos al cabo de media hora o así, pero cuando Tom y su grupo se fueron, él no pagó la cuenta, ni tampoco el dinero extra por los desperfectos que yo había causado.
—No te preocupes —dijo Bianca, todavía enfadada, al parecer—. Ha prometido que lo haría. No te voy a echar.
—Desde luego que no —le dijo Liz—. ¿Me oyes?
—Liz, ya he oído bastante por una noche…