8

Resulta difícil saber si la necesidad de hacer algo al respecto estaba viva en mi mente cuando el señor White vino al bar al día siguiente. Pero, desde luego, no tardé en mostrarme agradable con él, ofreciéndole la lista de cócteles como siempre, pero añadiendo:

—Quizás, en realidad, no la necesita, si va a tomar lo mismo de siempre.

—Por favor. Es muy agradable, Joan, que recuerde lo que tomo habitualmente.

—Bueno, señor White, no podría olvidarme tan pronto.

Jake ya había abierto la tónica y estaba llenando el vaso con hielo. Yo lo llevé todo y luego se lo serví, y devolví la botella a la barra. ¿Puse un contoneo especial en mi paso mientras me alejaba, para que mis caderas oscilasen? ¿Moví el culo un poco más de lo habitual? Quizá. Sé que me desabroché un botón más de la blusa antes de volverme con la bandeja en la mano.

—Joan, hay algo que tengo curiosidad por preguntarle.

Me acerqué a su mesa y cambié el cuenco de Fritos medio vacío que tenía ante él por uno lleno. Era lo mismo que habría hecho en cualquiera de la docena de mesas que había en el bar. Pero quizá me incliné un poco más al hacerlo de lo que era absolutamente necesario.

—¿Qué es, señor White?

—Earl, por favor.

—Me parecería demasiada familiaridad.

—Por favor.

—Bueno, pues Earl…

—Yo…

—¿Qué es? ¿Qué es lo que quiere preguntarme?

—Normalmente no soy tan patoso, Joan, pero es que en este momento estoy algo alterado.

Yo sonreí y bajé la mirada.

—Agradablemente, espero… —dije bajito.

—Muy agradablemente.

—Pero, de todos modos, no quiero que nos resulte difícil mantener una conversación, señor… Earl. —Me abroché el botón más bajo de la blusa—. ¿Mejor?

—Desde cierto punto de vista…

Di la vuelta y me coloqué tras él.

—¿Mejor aún?

—Desde ese mismo punto de vista, sí.

No había otros clientes en el bar todavía y Jake se había metido en el almacén para hacer algún recado. De momento estábamos solos. Pensé en las acusaciones que me había hecho Ethel, y en lo que me había propuesto Liz, y en lo poco atractivo físicamente que me resultaba aquel hombre… alto, desgarbado, pálido, de mediana edad. Pero también pensé en Tad durmiendo en casa de Ethel, en los besos de ella consolándolo en lugar de los míos, cuando lloraba por la noche, en la cara de ella, que era la que lo despertaba cada mañana, y supe que tenía que hacer algo para recuperarlo.

Me incliné por encima del hombro del señor White desde detrás y froté un lugar determinado de la mesa con una servilleta, como si estuviera limpiando una salpicadura. A través de la fina tela de su camisa y la tela aún más fina de mi blusa, mis pechos se apretaron cálidos y pesados contra su omoplato.

Oí que su respiración se alteraba y se volvía rápida, incluso irregular.

—¿Quería decirme algo, Earl?

Él tragó saliva.

—Me altera usted tanto que no puedo ni hablar.

Me incorporé de nuevo y di la vuelta para colocarme ante él.

Tenía la cara roja, pero no solo sonrojada, sino como la de un hombre que sufre después de un largo esfuerzo. Dio un sorbo a su tónica. Pasó un minuto antes de que recuperase su color habitual, es decir, su palidez habitual, y su aliento volviese a su ritmo normal.

—Me gusta usted mucho, Joan. Creo que ya lo sabe. Quizá me gusta demasiado… No es bueno que me emocione tanto.

—¿Por qué no?

—¿Podemos decir simplemente que por prescripción facultativa, y dejarlo ahí?

—No sé si seré capaz de dejarlo ahí, si eso significa que tenemos que permanecer a distancia.

—Joan, debe ser así.

—Ya veremos —dije. Y luego—: ¿Qué era lo que quería preguntarme?

Él dio otro sorbo.

—Su marido, que murió la semana pasada… ¿Cuánto tiempo estuvieron casados?

—Cuatro años —dije—. Un poco menos.

—Y su hijo tiene tres, ¿verdad?

—Eso es. Un poco más de tres.

—¿Y qué edad tiene usted?

—Veintiuno.

—Ya veo…

—¿Qué es lo que ve?

—Simplemente quería entender algo mejor su situación, Joan.

—¿Y ahora la entiende?

—¿Tenía usted diecisiete…?

—Algo más —dije.

—¿Y puedo preguntarle por qué se casó con él?

—Estoy segura de que ya lo adivina.

—Ése no es un buen motivo, Joan —dijo, al cabo de un momento.

—Ya me di cuenta.

—¿No quiere hablar de eso?

—¿Usted querría?

—Me gustaría saber qué ocurrió, ya que quizá pueda ayudarla.

—Yo estaba en Washington, esperando un trabajo. Ron también estaba allí, vivía en el mismo edificio. Tenía un tocadiscos en su apartamento, y entrábamos allí cuando no teníamos nada mejor que hacer. Por supuesto, en seguida encontramos cosas que hacer… y luego tuvimos que casarnos. Eso es todo. Tiene que entenderlo. Yo era feliz por aquel entonces. Pero Ron se vio obligado a casarse, y él no era nada feliz. Lo odiaba. Odiaba todo aquello, me odiaba a mí, y odiaba a nuestro hijo. Su familia también me odiaba, pero no al pequeño Tad, especialmente la hermana de Ron. Así que ahora lo tiene ella, y yo tengo este trabajo.

—Bueno, al menos esto no lo odia.

—¿Odiarlo? La otra noche me puse de rodillas para dar gracias a Dios por tenerlo.

—Después de todo, así nos hemos conocido. Me ha dado algo que desear cada noche, algo que no tenía desde hacía mucho tiempo, desde que murió mi mujer.

Entonces hubo una pausa, durante la cual me quedé allí delante de él, con la bandeja en una mano y el cuenco medio vacío encima. Ninguno de los dos dijo nada.

—¿Es tan dura realmente la situación? —me preguntó—. Quiero decir, con su hijo y su cuñada.

—Sí —dije, sencillamente. Pero luego, no queriendo alejarme con una nota amarga, le sonreí—. Pero las cosas están mejorando. Gracias a usted, sobre todo. Cada noche me encuentro un pasito más cerca de mi objetivo.

—Pero solo un pasito, Joan. Me gustaría hacer algo más.

—Bueno, entonces estamos a la par, porque a mí también me gustaría hacer algo más por usted.

Me sorprendió ver una mueca de dolor en su rostro. Pero no pude preguntarle nada más, porque Bianca apareció con otro hombre tras ella, y lo reconocí de inmediato, aun sin el uniforme.

Bianca lo acomodó en la parte que atendía yo, en una mesa pequeña que estaba en el extremo más alejado de la sala.

—Señora Medford…

—Sargento Young… ¿Puedo darle las gracias de nuevo por sugerirme que viniese aquí, por recomendarme a Bianca o viceversa, sea cual sea la forma correcta de decirlo? —Le tendí la lista de cócteles y vinos, aunque obviamente él conocía el Garden mejor que yo, y probablemente ya sabía lo que quería tomar.

—Me alegro mucho de que Bianca tuviera un hueco para usted, y que usted aceptara. —Me devolvió la carta—. Simplemente, pídale a Jake que me prepare un smash.

Jack preparó un whisky sour y lo vertió en un vaso alto con unas hojas de menta machacadas en el fondo. El sargento Young dio un sorbo y lo dejó de nuevo, y luego me miró de pies a cabeza. Esta vez yo no me puse tensa. Una semana puede suponer una gran diferencia.

—Señora Medford, he venido en parte para ver qué tal le iba, y en parte para disfrutar del buen hacer de Jake… pero también porque hay algo que quiero que sepa. Concierne a su caso y al asunto de la muerte de su marido.

—Pensaba que ya habíamos dejado atrás todo eso —dije.

—Debería ser así, y me gustaría que así fuera. Si de mí dependiera, ya estaría zanjado. Pero Church… (¿recuerda al agente Church?) es joven, ansioso y tozudo, y quiere abrirse camino, y no sé por qué motivo, no está satisfecho con el veredicto de muerte accidental.

—¿Por qué?

—En la academia te enseñan a buscar delitos, señora Medford. Si uno es nuevo en el trabajo, no quiere que la respuesta sea que no los hay. Cuando pasan los años, ya sabes mejor cómo son las cosas…, das las gracias cuando un caso se cierra sin escándalo. Pero para él no han pasado aún esos años, y todavía sigue ansioso por resolver asesinatos.

—Y cree que Ron fue…

—Cree que deberíamos mantener abierta la investigación. Ni siquiera quería que fuera a contarle que su cuñada llamó el martes pasado, pero lo convencí de que era lo justo y adecuado, viendo que las acusaciones contra usted eran falsas, obviamente.

—Bueno, le doy las gracias. Pero… ¿qué puedo hacer con lo demás?

—No es que usted tenga que hacer nada, simplemente quería decirle que sea consciente de que, por lo que respecta a la policía, el caso no está cerrado.

Aquello me conmocionó, aunque yo no había hecho nada malo, y por mucho que investigaran no encontrarían nada que demostrase que yo lo había hecho. Pero a veces se oye hablar de gente a la que acusan falsamente, de hombres y mujeres inocentes enviados a la silla eléctrica.

—¿Y por qué no está satisfecho? —le pregunté.

—Por nada, en realidad. Pero no le gusta cómo encajan los hechos. Su marido era bebedor, lo averiguamos por los interrogatorios que hicimos, y aquella noche había bebido mucho, pero estaba lo bastante sobrio para conseguir volver a casa en coche, un viaje de más de cuarenta minutos, en lo más oscuro de la noche y por unas carreteras con bastantes curvas, sin el menor tropiezo. ¿Por qué entonces, después de echarlo usted de casa, se estrelló con el coche solo a diez minutos de distancia, cuando lo más probable es que no estuviera más cansado, ni más borracho, ni la carretera fuera más oscura?

—Entonces llovía —dije—. Y nos habíamos peleado… Quizás estaba alterado.

—Ve, eso fue exactamente lo que le dije. —El sargento Young abrió las manos—. Pero… da igual. Church insistía en que había que examinar el coche buscando señales de manipulación, y pidió al forense que realizara la autopsia en busca de alguna señal de violencia en el cuerpo que no hubiese sido causada por el accidente…

—¿Y?

—Y nada. Ninguna de las investigaciones ha dado resultado. Pero él insiste en que sigamos sin cerrar el expediente.

—¿No es usted su jefe?

—Su compañero, señora Medford. No es lo mismo.

—Bueno, ¿y qué significa todo esto para mí?

—Puede que tenga que responder a más preguntas, en algún momento. Es posible que le pidamos que firme algún documento para permitir que el cuerpo de su marido sea exhumado.

—¡Exhumado!

—Lo siento mucho, señora Medford. —Y parecía que lo decía de verdad.

—Qué idea más horrible —dije yo—. Pero si tiene que ser… de acuerdo. No tengo nada que ocultar. Puede pedirme lo que quiera. —El temblor de mi voz desmentía la confianza que intentaba transmitir.

El sargento Young se inclinó hacia mí por encima de la mesa y bajó la voz.

—Ojalá pudiera ahorrarle este mal trago, señora Medford. Lo digo de verdad. Usted no se merece que le haya pasado todo esto. Su marido bebía, se salió de la carretera, estaba solo en el coche. Aunque hubiese usted participado en algo…

—¡Sargento Young!

—He dicho «aunque»…

—¡Pero no lo hice!

—Pero, aunque lo hubiera hecho, no me gustaría que la persiguieran por ello, ni mucho menos que la castigaran.

—Por favor, no diga nada más. Me hace sentir muy incómoda.

—Lo lamento muchísimo, señora Medford. Mi intención era la contraria. —Sus ojos se clavaron en los míos, y vi amabilidad en ellos. O me pareció amabilidad… Nunca se puede estar segura del todo—. Como digo, en la academia no te lo enseñan, pero se aprende en nuestro trabajo: no todas las muertes son asesinatos.

Me sentí aliviada al ver que tenía otros clientes que servir. Me disculpé y me dirigí a una mesa donde había tres hombres vestidos con traje, y sentí un enorme alivio cuando me pidieron unos bocadillos Club con las bebidas, ya que aquello me daba excusa para retirarme a la cocina y cantar el pedido al señor Bergie.

Me quedé en la cocina todo el tiempo que pude. Cuando volví al bar, el sargento se había ido, dejando solo las hojitas de menta en el fondo de su vaso y una propina de un dólar.