7

El señor White llegó a las cinco en punto, y la señora Rossi, o Bianca, como me dijo que la llamara, lo llevó directamente a mi zona y le dio la misma mesa que el día anterior. Pidió tónica, igual que la otra vez, y, por supuesto, Jake ya tenía la botella abierta y estaba vertiendo el líquido antes de que yo llegase a la barra. La llevé a la mesa, se la serví, me llevé la botella y ocupé mi lugar junto al lavabo de caballeros, en unos segundos. Pero él me hizo señas para que me acercara.

—Si quisiera podría ser algo más sociable, Joan —me dijo.

—Acudo cuando me llaman —respondí yo.

Pero ambos nos echamos a reír, y sabíamos que todo aquello era un juego.

—Pensé mucho en usted ayer —observó él—. Toda la noche.

—Y quizá yo pensara en usted.

—¿Cuánto tiempo hace que es viuda, Joan?

—Cuatro días.

—Cuatro… ¿qué?

—Días… Desde el sábado por la noche. El domingo, en realidad.

Se me quedó mirando y yo pensé que sería mejor que le explicara algo más, al menos para evitar que todo aquello se convirtiera en un misterio, cosa de la que no veía necesidad. Así que continué.

—Soy la Joan Medford de la que probablemente haya leído algo en los periódicos, la que echó a su marido de casa y luego al día siguiente le dijeron que había salido en un coche prestado y se había estrellado contra una alcantarilla… o contra el muro de la alcantarilla, creo que fue.

—Vaya… sí, he leído algo al respecto. Lo siento. —Y entonces pareció que iba recordando más cosas—. En el artículo que leí se mencionaba a la policía… No es bueno enfrentarse a ellos.

—Desde luego, señor White. —Y como ya había llegado tan lejos, seguí—: Tuvimos una discusión antes de echarlo y yo no sabía nada del coche. Se lo había prestado un amigo que se había ido a pasar el fin de semana fuera, y vino con él a casa. Iba en pijama, así que no llevaba el carné de conducir ni nada que lo identificara. De modo que la policía, después de comprobar la matrícula del coche, supuso que se trataba de Leland Brooks, el propietario. Pero cuando al fin encontraron a Leland en Annapolis, donde estaba pasando el fin de semana, y éste acudió a la funeraria donde estaba Ron e hizo la identificación, ya era domingo por la tarde. Así que me llevaron allí y durante dos horas tuve que responder a todo tipo de preguntas. ¿Sabía lo del coche? ¿Por qué le había dejado conducir? ¿No sabía que había estado bebiendo? Yo decía que sí: claro que lo sabía. Lo anunció a voz en grito en cuanto entró por la puerta, y no dejó de anunciarlo hasta que le llevé una cerveza, incluso después de despertar a nuestro hijo y hacerlo llorar. Y luego quiso pegarle con el cinturón, no por llorar entonces, sino por haber roto un jarrón la semana anterior, cosa que hizo por accidente, y de todos modos no era un jarrón especial, simplemente lo usábamos para guardar las monedas pequeñas, cuando todavía teníamos monedas que se pudieran guardar.

—¿… y le contó todo eso a la policía?

—Todo, tres o cuatro veces. Eran un policía bastante joven y un sargento, y vi que no eran mala gente, pero que tenían que hacer un trabajo desagradable y lo hacían.

—La comprendo perfectamente, Joan. No me imagino nada peor.

—Ah, sí, yo sí… y usted también, si hubiera pasado hambre alguna vez, si hubiera tenido que estirar un miserable dólar para dar de comer a tres personas. Y lo peor es que no pude ni siquiera enterrarlo, y tuve que pedir ayuda a su familia. Y encima está lo de mi niño. No sé qué hacer con él. Mi cuñada se lo ha llevado, y para tener alguna oportunidad de recuperarlo tenía que encontrar trabajo, en seguida. Lo de acabar aquí ha sido una casualidad… El policía me sugirió que viniera a este sitio, y le doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón. Seguramente a usted le parecerá raro, pero para mí es una bendición. Ni siquiera me importa llevar esta ropa.

—No debería importarle. Le sienta muy bien.

—Al menos me entra.

—Y le queda estupendamente.

Ambos nos echamos a reír de nuevo, pero él se quedó allí meneando la cabeza, con cara solemne.

—La pérdida de un ser querido es algo terrible —dijo en voz baja y lejana, como si quisiera transmitir un doble sentido—. No solo es malo en sí mismo…, una sombra muy negra al principio, pero que, con el tiempo, se va disipando y se convierte en un recuerdo. Es que además tiene siempre efectos secundarios que pueden ser muy desagradables. Joan, mi mujer murió hace cinco, casi seis años, un golpe del que no me he recuperado todavía. Pero lo peor no fue ella, perderla a ella quiero decir, sino el efecto de su muerte en sus hijos, mis hijastros, que en lugar de un hijo y unas hijas que parecían encantadores se han convertido en tres buitres que no piensan más que en el dinero, el dinero y el dinero. Mañana, tarde y noche, ellos y los abogados no hacen otra cosa que acosarme y hacerme sudar tinta para que les dé su parte de las propiedades de su madre. Joan, mi mujer hizo testamento y me dejó una cuarta parte de sus bienes, y otra cuarta parte a cada uno de ellos, pero todo lo teníamos en conjunto, y dividirlo habría significado la liquidación de mis negocios, mis propiedades, mis valores de diversos tipos… Habría costado un año entero arreglarlo todo, y me habría dejado completamente desorganizado, de modo que habría tenido que volver a empezar en los negocios desde el principio… y, sencillamente, no pienso hacerlo. Pueden esperar a que me muera. —Y, entonces, de una manera muy oscura y misteriosa—: Joan, hay cosas sobre mí que usted no sabe y que quizá no averigüe nunca. Pero sospecho que el incordio que han supuesto esos tres podría ser el motivo del estado en el que me encuentro y que durará el resto de mi vida.

Me ponía algo incómoda esa forma de hablar de sus hijastros, y quizá para cambiar de tema, dije:

—Sí, no tiene que contarme nada… Perder a un ser querido, las horas con la policía, incluso pedir ayuda para el funeral, no es nada comparado con lo que viene después. —Y le conté lo de Ethel y sus planes para robarme a Tad, y acabé contándole lo que había hecho aquella misma tarde—. Lo entiendo, desde luego —dije—. Mi hijo es un encanto, y es de su misma sangre, y lo único que le queda de su hermano. Pero eso no la autoriza para cualquier cosa. Me pone enferma pensar que quiere quedárselo, robármelo, quiero decir… y aun así, no sé qué hacer. Por ahora tengo que dejar que se lo quede, porque sin dinero no puedo recuperarlo ni podría mantenerlo conmigo. No tengo ahorros a los que recurrir, y sí una hipoteca todavía pendiente de pagar en gran parte, que es lo único que me ha dejado mi querido esposo. Pero… hay que dar gracias por lo que tenemos. De momento, tengo trabajo, y lo crea o no, compensa. No todo el mundo me trata como usted ahora, o como hizo ayer, desde luego… pero no me va demasiado mal. Comparado con otras cosas, con otros tipos de trabajo quiero decir, aunque tenga que llevar esta ropa, estoy mucho mejor de lo que pensaba.

Quizá dije más cosas, especialmente de Ethel, sin querer hacerlo al mismo tiempo, igual que deseaba que él no me hubiese contado lo de sus hijastros y lo ratas que eran… Una de las primeras cosas que aprendí en mi casa fue: no laves los trapos sucios en público o con nadie que no sea de la familia. Y me gustaría decir que seguí hablando de todo aquello porque me sentía mal, por la forma en que Ethel me estaba fastidiando, pero no sería verdad. Lo hacía sobre todo porque sabía, sin que nadie me lo dijera, por la forma que tenía él de hablar, que era la conversación que le gustaba. De modo que desde el principio supe que había algo en él que no me convencía. Pero también supe, y habría sido tonta si no me hubiese dado cuenta, que yo le gustaba…, que le interesaba para algo más que para hablar, y que yo estaba apuntando muy alto. Y cuando haces una apuesta así, cierras los ojos a muchas cosas… o al menos las mujeres lo hacemos. Yo le estaba haciendo la pelota con todo descaro, siguiéndole la corriente. Así que cuando él pagó la cuenta con otros veinte dólares y me dio el cambio, dije:

—No tiene por qué hacerlo. Estoy bien, señor White. Y me gustaría pensar que es amigo mío…

—Soy amigo suyo, Joan. Eso espero.

—Los amigos no se dan propinas unos a otros.

—Si son amigos de verdad, y uno tiene más que el otro, intenta compensar… solo un poquito. Pero no se preocupe, es tan poquito que no tiene importancia.

Ambos nos reímos y yo cogí el dinero.

Eso fue el miércoles, y él vino jueves, viernes y sábado, y cada vez me dejaba diecinueve dólares con quince centavos de propina. De modo que el jueves pude ingresar más dinero en el banco y enviar los otros dos cheques que tenía preparados, los de la compañía del gas y la electricidad. Y el mismo jueves, Liz vino con su caja de herramientas y pegó la pata del sofá, y la sujetó con una abrazadera, para que soldara firmemente y quedase arreglado. El viernes vino y quitó la abrazadera. El sábado se presentaron los operarios de la compañía del gas y de la electricidad para desprecintar los contadores. De modo que el sábado me encontré con que había pasado de ser el martes una pobre mujer sin trabajo ni idea de dónde conseguir uno a tener trabajo, dinero en el banco, un salón decente otra vez, gas, luz y teléfono… y tenía que hacer algo al respecto. Quiero decir que ya no me limitaba a ir tirando, sino que vivía de verdad. Cogí un taxi hasta Woodies, los grandes almacenes de Prince George’s Plaza, y compré un triciclo azul para Tad, más caro de lo que podía permitirme, pero quería que tuviese el mejor de la tienda. Y el domingo cogí otro taxi hasta casa de Ethel y aparecí allí muy sonriente.

Ella no se mostró demasiado amistosa conmigo. Protestó por el triciclo, parecía que le sentaba mal que alguien pudiese comprarle a Tad un juguete mientras estuviera bajo su techo, y protestó muchísimo más cuando saqué el talonario para pagarle una semana de alojamiento de Tad, más otra por adelantado, más un extra para la nueva receta de sus pastillas para el dolor. Al principio ella se negaba a cogerlo, pero Jack Lucas, su marido, exclamó:

—¿Desde cuándo somos tan ricos que no necesitamos cincuenta dólares? Cógelo y dale las gracias, Ethel, y deja de portarte así con ella.

De modo que lo cogió.

Vivían en Silver Spring, a unos diez kilómetros de mi casa, en una casa adosada, y cuando llegué allí Tad estaba en la parte de atrás con dos niños más, chapoteando en una piscina en el jardín, una piscina de goma con rayas rojas que habían llenado con una manguera. Pero, claro, el triciclo era algo nuevo, y todos corrieron a la parte delantera, donde se subieron a él por turnos. Luego Ethel, Jack y yo nos sentamos en el jardín trasero, en unas tumbonas, y Ethel intentó ser agradable conmigo, sin conseguirlo… Yo lo intenté y creo que lo conseguí. Me sentía decididamente buena, incluso con ella. De repente se oyeron gritos desde la calle y corrí rodeando la casa a ver qué pasaba. La niñita, que era un poco mayor que los dos niños, había echado a correr con el triciclo, de modo que estaba ya doblando la esquina con él, mientras los niños le chillaban a voz en grito. Ethel, que vino detrás de mí, dijo que esa niña era un dolor de cabeza, que siempre quería lo que tenían los demás niños. Pero yo me arrodillé, la cogí entre mis brazos y le pregunté si tenía unos patines. Su cara se iluminó y yo le prometí que le enviaría unos. Le prometí al otro niño una pelota y un guante de béisbol, y a Tad un sombrero nuevo. Todos se pusieron muy contentos y yo me sentí como el hada madrina.

Cuando volvimos a nuestros asientos, en la parte de atrás de la casa, me sentía feliz y contenta conmigo misma. Sin embargo, aquello no duró demasiado.

Ethel me preguntó, con una voz como el hielo:

—¿De dónde sacas el dinero que repartes tan generosamente a todos los niños que aparecen por aquí? ¿Trabajando en la coctelería?

—Eso es.

—No pensaba que a las camareras les dieran tan buenas propinas solo por hacer de camareras. ¿O haces algo más, aparte de eso?

—No sé qué es lo que quieres decir.

—Creo que sí que lo sabes.

—Mis clientes han sido generosos conmigo, y yo quiero compartirlo. No pienso disculparme por ello.

—No deberías disculparte por ser generosa, sino por lo que ha hecho posible que lo seas.

Su marido parecía atrapado, como deseando estar en algún otro lugar para no oír lo que me decía su mujer.

De repente apareció Tad y se acercó a Ethel.

—¿Qué pasa, cariño? —le preguntó ella.

Él hizo que bajara la cabeza y le susurró algo al oído.

Ella le dio unas palmaditas, lo cogió y lo llevó a la casa.

—Más vale que te vayas —me dijo Jack.

Me acompañó a casa en el coche, muy amistosamente, y me sentí muy agradecida. Pero el caso es que el día se había estropeado. No por lo que me había dicho Ethel, porque ya me había dicho muchas cosas antes, y eso podía pasarlo por alto. Sobre todo porque mi hijo acudió a su tía cuando notó que tenía que ir al baño, en lugar de acudir a mí, su madre.