6

A la mañana siguiente me levanté, me preparé un poco de café encima de la llama de un hornillo de mesa, una habilidad que aprendí cuando me cortaron el gas, y me puse de nuevo el pantalón corto y la blusa. Entonces me senté delante del tocador y preparé tres cheques, uno para la compañía del gas, otro para la de la electricidad y otro para la del teléfono. Dos de ellos los guardé en un cajón, porque no tenía todavía dinero para cubrirlos, pero uno, el del teléfono, me lo guardé en el bolso y salí. Fui al banco, reservé diez dólares y deposité el resto, más de cincuenta dólares en total. Luego subí la colina hasta la compañía telefónica, que tenía unas oficinas cerca del banco. Me enviaron a ver al señor Wilson, en el segundo piso. Le tendí el cheque, junto con la última factura que había recibido, marcada «tercer aviso».

—Señor Wilson —le pregunté—, ¿cuándo cree que podrán volver a conectarme el teléfono?

—Un segundo. Iré a ver…

Salió de la sala pero volvió en seguida. Se sentó y me acercó su teléfono.

—¿Quiere marcar su número? —preguntó.

—Señor Wilson, tengo el teléfono cortado. Debería habérselo mencionado, ocurrió hace algún tiempo, cuando no pude pagar la factura, y…

—Bueno, inténtelo de todos modos.

Marqué mi número.

—¡Oh! —grité—. Suena…

—Ya me lo imaginaba.

Se echó a reír y yo colgué para poder aplaudir, aunque me encantaba oír el timbre. Él me dio una palmadita en el brazo y una vez más me sentí feliz y contenta. Luego bajé por la colina, crucé la calle y a mitad de la manzana entré en una cafetería situada en medio de un amplio aparcamiento, donde pedí un buen desayuno, un desayuno a lo grande, de verdad: zumo de naranja, huevos fritos con una loncha de jamón, tostada con mantequilla y café. No está recomendado para la figura, pero para el alma es maravilloso, sobre todo cuando no has comido así, al menos a la hora del desayuno, desde hace tanto tiempo que ni siquiera recuerdas cuándo fue la última vez que lo hiciste. Me regodeé y fui masticando bien cada bocado. Cuando me trajo la cuenta, la chica me preguntó:

—¿No la vi anoche en el Garden? ¿No nos sirvió las bebidas? ¿A mí y a mi amigo?

—Sí, me acuerdo. Llevaba un vestido azul.

—La primera vez que salía desde hacía tiempo.

—¿Encontró correcto el servicio?

—Demasiado, la verdad, siento decirlo… especialmente por lo mucho que le gustó a mi amigo. No es mi novio exactamente, pero desde que salimos juntos, me gustaría que mirase menos a las otras chicas. Aunque, claro, no es culpa suya…

—Lo siento. No me di cuenta.

—Bueno, él sí que se dio cuenta, desde luego. Le gustó mucho al chico.

—Nos hacen llevar esa ropa, ya ve…

—Me imagino que ayuda para las propinas, con los clientes masculinos al menos.

—Eso parece.

Ella se miró el pecho y meneó la cabeza.

—Y yo trabajando aquí. Si tuviera lo que tiene usted…

Le dejé un dólar de propina. No era culpa suya no ser capaz de llenar una blusa como hacíamos Liz y yo.

Al volver a casa busqué a Elizabeth Baumgarten en el listín telefónico y marqué su número.

—Liz, soy Joan —le dije cuando respondió—. Ya me han conectado el teléfono y para celebrarlo te llamo a ti la primera de todas.

Se alegró mucho y me soltó un par de bromas, y luego dijo que vendría a buscarme sobre las tres y media, y que me llevaría al trabajo.

—Que sean las tres —le pedí—, así podremos hacer un recado antes.

Y ella dijo que de acuerdo.

Entonces puse la alarma y me eché a dormir una siesta, para digerir bien el desayuno. Me levanté pasadas las dos, me puse unos pantys de un color tostado claro, los pantalones, unos zapatos cómodos de tacón plano y una blusa campesina que era mía, ya que la otra estaba sucia y necesitaba un poco de agua y jabón. Estaba colgándola de la barra de la ducha cuando sonó el timbre de la puerta, parecido a un chasquido, y luego siguieron unos golpecitos, así que atravesé el vestíbulo y abrí. Pero no era Liz, sino Ethel. Abrió mucho los ojos al ver la ropa que llevaba.

—¡Oh! —exclamé—. Hola, Ethel.

—Vengo a buscar las cosas de Tad —me dijo.

—Bueno, pasa. Adelante…

—Si es que tiene cosas, claro.

No me gustó aquella pulla, pero aun así decidí mostrarme amistosa y no me di por aludida.

—Claro que tiene cosas —le aseguré, haciéndole señas para que entrara.

—Lo digo porque cuando vine el domingo me pareció que tenías muy pocas cosas aquí. Me quede bastante impresionada.

—Ya me lo dijiste.

Antes de seguir di un vistazo a su coche, que había metido en el camino de entrada a la casa, para asegurarme de que Tad no estuviera allí encerrado, asándose al sol. No estaba, y entré al salón. Por aquel entonces ella se había sentado, pero seguía mirándome la ropa, especialmente los pantalones.

—Veo que te has fijado en mi uniforme —dije—. Tengo empleo. Trabajo en una coctelería, el Garden of Roses, en esta misma calle.

—¡Joan! ¡Qué vergüenza!

—¿El qué? ¿Trabajar para ganarme la vida?

—Hay trabajos que no requieren que te vistas como una… golfa.

—Encuéntrame uno en el que quieran cogerme y echaré una solicitud. Mientras tanto, gano un buen dinero y lo único que hago es servir bebidas y algo de comer a la gente, y sonreírles cuando se lo sirvo.

—Mientras no les des nada más que esa sonrisa…

—Cuanto más admiran lo que hay, Ethel, más propinas dejan… y las propinas son el objetivo del juego. Debe ser así, cuando tienes un niño pequeño y has de pagar su mantenimiento.

—No tienes que pagar su mantenimiento, ya te lo dije.

—Oh, sí, Ethel, sí que debo hacerlo. No puedo estar en deuda contigo.

Se quedó callada un rato, mirándome.

—Joan —dijo al fin—, ¿es que no tienes orgullo? Si no es por ti misma, Joan, al menos podrías pensar en Tad.

—¿Qué quieres decir, ser una madre adecuada para él?

—¡Sí! Eso es exactamente lo que quiero decir.

—Y no eres la única, Ethel. ¿Puedes creerlo? Una mujer llamó a la policía y habló con los funcionarios que llevan el caso de Ron, intentando que se muevan para que me declaren inepta como madre. ¿Te imaginas una cosa semejante? Esa mujer incluso mencionó a Joe Pennington… Ya sabes, aquel chico del que ibas contando rumores, y dijo que para mí era más que un simple conocido… ¿Quién crees que habrá podido hacer una cosa semejante?

Ella no respondió y yo me quedé allí sentada, balanceando el pie. Luego sonó de nuevo el timbre, y cuando abrí la puerta allí estaba Liz. Entró y la presenté.

—Ethel, la señorita Baumgarten, una buena amiga. Liz, mi cuñada, la señora Lucas.

Liz agitó la mano y mientras Ethel hacía una seña con la cabeza, se quitó la gabardina de entretiempo que llevaba y entró con la ropa de la coctelería, que era como la mía, excepto que la blusa no era exactamente la misma.

—Sí, la ropa es un poco extraña, señora Lucas —dijo al ver la expresión de Ethel—, pero no está mal. Joanie y yo trabajamos en un local nocturno. Servimos bebidas en una coctelería y a los clientes les gustan las piernas. No debería ser así, pero así es. Las mías no son tan maravillosas como las de Joanie, pero para ser una anciana, no están mal. Al menos, eso me han dicho.

—Son… estupendas —dijo Ethel.

—Traeré las cosas de Tad —dije yo—, y luego podemos tomarnos un café.

Volví a la cocina, puse a calentar agua en el hornillo de mesa, y luego me dirigí a la diminuta habitación que usaba como cuarto infantil y saqué las cosas de Tad de la cómoda con cajones. La mayoría de las prendas estaban limpias, pero en un rincón se encontraba la ropa que llevaba el día que Ron se mató, y esa ropa la cogí a la vez que la limpia, que metí en una bolsa de comestibles, y lo llevé todo al salón. Le tendí la bolsa a Ethel y agité la ropa que llevaba en la mano.

—Ésta no está limpia —le dije—. La lavaré y te la llevaré el domingo, cuando vaya a visitar a mi niño… si es que me invitas, claro.

—Ya la lavaré yo —dijo Ethel, haciendo el gesto de cogerla.

—No, lo haré yo, desde luego.

—¡La lavaré yo! —exclamó ella, y me la quitó de las manos—. ¿Y aquella medicina para el dolor…?

—Se ha gastado —dije—. La usé toda en las últimas dos semanas.

—¡Pero Ron decía que el doctor te la había dado para un mes!

—Quizás hubiese durado un mes —dije—, si Ron no hubiese agravado las cosas constantemente tirando a Tad del brazo, o pegándole cuando perdía la cabeza.

—¿Y no le compraste más?

—¿Con qué dinero?

Por aquel entonces Liz estaba sentada junto al sofá, mirando la pata rota.

—No lo entiendo —dijo—. Esto no es una rotura, Joan… Es un empujón fuerte, tiene que ser eso, ya que todos los clavos están aquí, y no se ha roto nada en realidad. La única vez que vi algo así fue cuando un borracho andaba dando tumbos una noche en el bar y dio un empujón a la pata de una mesa.

—Ah, sí, son cosas que pasan —dije yo.

Ethel no dijo nada, porque Liz se había acercado tanto a la auténtica explicación, que implicaba al hermano de Ethel, mi marido, que la cosa no tenía ninguna gracia.

—Iré a ver si el café está listo —dije, y volví a la cocina.

Preparé el café, lo eché en la cafetera, puse unos terrones de azúcar en un cuenco y abrí la última lata de leche condensada. Pero cuando volví al salón con todo aquello, Ethel ya se disponía a marcharse, y se fue tras estrecharme la mano y hacer un frío gesto con la cabeza hacia Liz. Liz todavía se encontraba frente al sofá, sentada en el suelo con las piernas cruzadas.

—Traeré mi caja de herramientas y te lo arreglaré… —dijo, cuando Ethel estuvo fuera—. No será difícil, solo habrá que encolarla y sujetarla veinticuatro horas con una abrazadera… Tengo cola y también la abrazadera y el libro de instrucciones. La caja de herramientas me la regaló mi novio, el habitual, es decir, el que viene los domingos y me paga el alquiler, más o menos. Al menos la mayor parte de las veces. Y si te parece raro que me regalase una caja de ésas, a mí también… pero lo raro de verdad es que me regalase algo, así que estoy agradecida. —Vio que yo estaba a punto de decir algo y me interrumpió antes de que pudiera hacerlo—. Y si te parece raro que tenga novio, cuando te he dicho que a veces salgo con otros hombres que he conocido en el bar, pues, bueno… a mí también. No pretendo entenderlo. Pero sigo haciéndolo, y no te diré que sea solo por el dinero extra.

—¿Por qué más iba a ser?

—Pues porque me lo piden, supongo —dijo ella—. A veces están tan ansiosos… Así conjuro la maldición de las canas. ¿Sabes lo que quiero decir, Joanie? A cierta edad necesitamos reafirmarnos…

Yo fui dejando las cosas del café.

—A cualquier edad, Liz.

—Supongo que sí.

Se sirvió una taza de café y yo me alegré al ver que lo hacía, porque me sabía muy mal que se desperdiciase la leche.

—Joanie, explícame una cosa, por favor.

—Si puedo. ¿El qué?

—Lo de tu cuñada…

—No es demasiado simpática conmigo, Liz. Me echa la culpa de lo que le pasó a su hermano… mi marido, Ron. Y luego está mi hijo. Se ha hecho cargo de cuidarlo ahora, supuestamente para ayudarme, pero en realidad lo que quiere es quedárselo.

Joan asintió, como si eso confirmase algo que ya pensaba.

—Creía que yo no la veía, pero sí que la he visto, por el rabillo del ojo. Y la ropa sucia, ésa que ibas a lavar y que te ha quitado de las manos, se la llevaba a la cara y metía la nariz dentro y la olía, Joan, te lo juro, hacía eso…, no me he equivocado. Olía la ropa de tu niño, no la limpia, sino la sucia.

—No me sorprende nada.

—Pero ¿por qué iba a hacer una cosa así?

—Está obsesionada con él, Liz. Siempre lo ha estado, pero mucho más desde la muerte de Ron. Te aseguro que intenta quitármelo.

Le expliqué la operación que había sufrido Ethel, supongo que fue una histerectomía, y ella se quedó pensativa. Y luego:

—¿Estás dispuesta, Joan? ¿Quieres darle al niño? ¿Quieres que sean así las cosas?

—Desde luego que no.

—Entonces tienes un problema.

—Ya lo sé, pero por ahora no puedo hacer nada para evitarlo.

—¿Por qué has dejado que se lo llevase, ya de entrada?

—Ella me obligó —dije—, me dejó claro que o bien lo aceptaba de buen grado, o, si no, acudiría al estado y haría que me lo quitaran para siempre, si veían cómo vivíamos. No importa que fuese Ron precisamente el que nos redujo a esto. Ella les demostraría que no teníamos gas, ni electricidad, ni dinero en el banco, y que yo no tenía ingresos ni perspectiva de ganarlos…

—Bueno, pues en eso estaba equivocada.

—Sí, es verdad —dije—, pero ahora que trabajo no podría recuperar a Tad, aunque Ethel estuviera dispuesta a entregármelo. Mientras trabaje ocho o nueve horas al día, seis días a la semana. Y Tad es muy pequeño aún. Necesita cuidados y atención, y si yo no estoy… tengo que dejarlo con ella, lo quiera o no.

—Está obsesionada con él, Joanie.

—Ya, no te creas que no lo sé.

Liz se tomó una segunda taza de café mientras yo me acababa la primera, y después de lavarlas, dijo que debíamos irnos.

—Tienes que estar allí a las cuatro en punto. Jack es muy puntilloso con los servicios.

—Vale, pero antes tengo que hacer una cosa.

Lo que tenía que hacer era buscar el teléfono de Earl K. White III. Y eso hice, y sí, aparecía en el listín, al menos su residencia, en una de las calles de College Heights Estates, la parte más ostentosa de University Park, pero sin teléfono. Busqué en el libro del distrito y allí estaba, con letras mayúsculas, y detrás del nombre ponía «Invers. y val.». No sabía muy bien qué significaba aquello, pero busqué bajo aquel título en las páginas amarillas y ¡quién lo iba a decir!, allí estaba, bien grande, y decía algo así como:

Earl K. White III

Inversiones y valores

Sucesor de Earl K. White, Jr. y Earl K. White.

Tres generaciones de administración financiera

Desde 1913 AGENTE DE LA BOLSA DE NUEVA YORK

Eso lo explicaba todo. Al fin sabía quién era Earl K. White. Me reuní con Liz.

—Vamos, no hagamos esperar a Jake —le dije.