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Si Jack me vio meterme los billetes en el bolsillo, el bolsillo de mis pantalones cortos, no lo demostró en sus gestos, pero Liz sí que me vio y me dirigió una mirada de soslayo como preguntándose qué significaría aquello. Quizá yo me preguntaba también lo mismo, al menos un poquito. Sin embargo, el momento de preguntarse cosas pasó en seguida, ya que de repente todo el local se llenó a reventar, y no hubo tiempo para nada más que para servir bebidas. Además, algunas de aquellas personas, en lugar de dirigirse hacia el comedor, decidieron comer allí mismo donde estaban, y tuve que servirles también la cena. Para eso tuve que ir a ver al chef, un hombre muy fornido de Lituania que se llamaba Bergovizi, y a quien todo el mundo conocía como señor Bergie, para que él me explicara cómo se hacían las cosas en la cocina, especialmente, cómo debía «cantar los platos», como él decía. Había que hacerlo de una manera determinada, especialmente con la salsa; por ejemplo… si el cliente la quería separada y acompañando el plato, como la meunière con el pescado, yo tenía que decir «salsa aparte» y no complicarme más la vida. O si el cliente no quería salsa, yo tenía que decir: «Sin salsa». Comprendí que había un motivo para esas cosas, y me esforcé mucho por recordarlo todo, pero la tensión era muy grande, y pronto, después de haber soportado casi toda la jornada, empecé a ponerme mustia. Jake se dio cuenta y me susurró:

—Tranquila, Joan. No hay prisa… que vayan comiéndose sus Fritos.

Me hizo reír y me ayudó mucho, pero me ayudó más aún que Liz me diera una palmadita.

—A las ocho más o menos podrás parar un rato y cenar… —me dijo—, el señor Bergie te lo preparará.

Pero seguían llegando más clientes y la señora Rossi los dejaba entrar, ya que ella era su propia maître, o más bien maîtresse, debería decir, supongo. Hacia las ocho y media, la cosa aflojó un poco, y Liz me dijo que fuera a cenar, que me sentara en una mesa plegable colocada entre los fogones, con sus seis quemadores, y la puerta de la despensa abierta. Era la primera comida como Dios manda que tomaba desde hacía meses. El señor Bergie me preparó un grueso filete de rosbif, y me lo comí con una patata asada, un helado de vainilla que me puse yo misma del congelador y un café, y todo aquello me animó mucho, especialmente el café, y así sentí que podía aguantar el resto de la noche.

Todo iba muy bien hasta el momento de cerrar, cuando un hombre de un grupo de seis personas empezó a hablar de petróleo, acompañando su verborrea con gestos, uno de los cuales tiró al suelo todos los vasos que había encima de la mesa. Yo casi me echo a gritar, y no sabía cómo enfrentarme a todo aquel desastre. Pero entonces apareció Jake con unos paños de cocina, y Liz se puso de rodillas y lo limpió todo antes de que yo pudiera empezar siquiera. Me arrodillé también, sin preocuparme más. Cuando el hombre pagó la cuenta, que con bebida y comida para seis había subido a cincuenta dólares, dejó quince dólares de propina, y yo me los repartí con Liz y Jake, sintiéndome muy feliz, querida y llena de compañerismo. Después de limpiar todo aquello, la señora Rossi cerró la puerta de entrada, sumó las cajas registradoras y contó el efectivo. El mío estaba correcto, y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el coche de Liz y me alejaba de allí. Aún llevaba el uniforme. Ella me había sugerido que me lo llevase a casa, «y así puedes vestirte allí y empezar a trabajar directamente saltándote el rollo de la taquilla».

Estábamos a mitad de camino de casa y ella no me había dicho gran cosa. Pero de repente se puso a hablar.

—Joan —empezó—, ha ocurrido algo esta noche que me ha hecho pensar en ti. Ya sabes, cómo ves las cosas.

—Liz, dilo claramente. ¿Qué ha ocurrido esta noche? ¿De qué me estás hablando?

—Estoy hablando del señor Cincuenta Centavos. Las propinas de cada chica no son asunto de los demás, estrictamente hablando, y ninguna de las chicas cuenta a los demás lo que saca. El caso es que yo he visto lo que te ha dado ese hombre…, mucho más de lo que me daba a mí. Bueno, nada, me parece bien, tú tienes la mitad de años que él, y eres condenadamente guapa, así que a él le gusta lo que ve, claro. Pero he visto que lo has cogido.

—¿Y qué? ¿Tú no lo habrías hecho?

—¿Estás de broma?

—Bueno, tú lo habrías cogido también, ¿no?

—El caso es que tú sí que lo has cogido. Y me pregunto por qué. Se me ha ocurrido pensarlo. Así que a eso vamos. Joan, ¿has pensado en todas las posibilidades del asunto? Quiero decir que si él te hace proposiciones, ¿podrás rechazarlo?

—No he llegado tan lejos.

Ella no dijo nada más y siguió conduciendo, pero luego empezó otra vez:

—Lo que quiero decirte, Joanie, es esto: a mí me hacen proposiciones. Algunas veces, quiero decir. Y a veces si quieren ligar no los rechazo. ¿Por qué no? Son cincuenta pavos. Y a eso voy. El caso es que el tipo al que le gusto tiene un amigo, y quiere saber si yo tengo alguna amiga, alguna chica que quiera salir y así seríamos cuatro. ¿Qué me dices, Joanie? Por lo que he visto esta noche la verdad es que has despertado mucho interés, y seguro que sale el tema. Así que, cojamos el toro por los cuernos: ¿Qué le digo a esa pareja, si me preguntan? ¿Te apetece ser mi compañera o no? O, en otras palabras, ¿te parece bien ese trabajito, si sale, y te atrae?

—Me coges por sorpresa. Nunca pensé en… —Y luego—: ¿Realmente haces esas cosas? ¿Dejas que un hombre te invite y… y…?

—Cuando se presenta la oportunidad, Joanie, y suponiendo que el otro me guste.

—Pero ¿nunca te metes en… líos?

—Si te refieres a lo que yo creo que te estás refiriendo —me respondió ella—, a todas nos puede pasar, haya dinero de por medio o no. Simplemente, tienes que tener muy claro cómo arreglarlo, si ocurre.

Pensé en mi situación de tres años atrás, mi ignorancia de tales asuntos. Había vivido mucho desde entonces, y no todo había sido bueno, pero aun así era bastante inocente para algunas cosas.

—¿Y se puede hacer aquí?

—¿Aquí? No, claro que no. Pero en Nueva York, sí, si sabes a qué médico debes acudir, y yo lo sé. Pero si tienes cuidado, nunca te pasa. A mí solo me pasó una vez.

—Yo… no sé qué decirte.

—Vale, piénsatelo. Piénsatelo, Joan.

Y luego, al cabo de unos tres segundos:

—¿Te lo has pensado? ¿Qué dices? ¿Sí o no? ¿Quieres una cita o no?

Para entonces ella había aparcado delante de mi casa y estaba allí quieta mirándome. Y yo la miraba también, con una sensación mezcla de amor y pena infinita por el hecho de que Liz hubiese pensado siquiera en una cosa semejante, y preguntándome por qué. En el bar se desenvolvía bien, y yo también hasta el momento, y ciertamente era lo bastante guapa para tener un hombre para ella sola, sin necesidad de citarse con desconocidos a los que se había ligado en un bar, hombres a los que apenas conocía. Y de repente pensé que sería mejor dejarle claro cómo iban a ser las cosas conmigo, y por qué no podía decir que sí, «al menos esta vez». Así que empecé a explicarle:

—Liz, no puedo. Acabo de enterrar a mi marido. Soy Joan Medford…, la chica que salía en los periódicos esta semana, la que echó de casa a su marido y…

No dije nada más.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¿El que murió en el accidente de coche? ¿Y que decían que su mujer…? ¡Oh!

Se portó muy bien, estuvo cariñosa, tierna y maravillosa, me cogió la mano entre las suyas, me la besó y me dio palmaditas en la rodilla, todas esas cosas que tanto se agradecen.

—Leí algo —me dijo—. No tienes que contarme nada más… ¿Así que eres tú? ¿Y has venido hoy a trabajar?

—Liz, tenía que hacerlo. Necesito dinero rápidamente.

—Bueno, pues lo has conseguido, Joanie. Estoy orgullosa de ti.

—He intentado hacerlo como me has enseñado.

—Lo has hecho maravillosamente bien. Y ahora, Joanie, ¿te ayudaría que fuera contigo? Quiero decir, a acostarte. A prepararte una taza de té. O… ¿tienes algo de escocés en casa?

—Yo no bebo, Liz.

—Yo tampoco. Tengo debilidades, pero no el alcohol.

—Déjame que me quede un rato más aquí.

—Toda la noche, si quieres.

Ella me dio un beso cuando salí, luego esperó a que abriese la puerta de entrada con la llave y arrancó. Entré y encendí una vela, ya que me habían cortado la luz, y empecé a contar mi dinero. Pero luego me vine abajo y me eché a llorar a lágrima viva, no por sentirme mal, sino precisamente porque era muy feliz. No tenía sentido, pero era así, en cierto modo, porque de estar completamente hundida y sin saber qué hacer, excepto conseguir algo de dinero segando el césped a alguien, había pasado a tener trabajo, amigos que me querían y dinero, dinero en efectivo, que abultaba en mi bolsillo aterciopelado, el de esos ridículos pantalones cortos que tenía que llevar. A la luz de la vela me arrodillé al lado de la cama y conté el dinero que me había llevado a casa. Con los diecinueve dólares y quince centavos que me había dado el señor White, los cinco de mi parte de la última propina, la del hombre que tiró los vasos, y las demás propinas, tenía sesenta y un dólares…, una cantidad que no podía creer. Y existía la perspectiva de hacer más dinero al día siguiente, y al otro, y al otro, y todos los días que quisiera. Me parecía demasiado bueno para ser verdad. Intenté recordar a Ron, lo que sentía antes por él, cuando lo conocí y cuando se mostraba más encantador, y supongo que conseguí evocar algún recuerdo adecuado para el día del funeral de un hombre… pero seguía derramando lágrimas de alegría. Al final, guardé el dinero debajo de la almohada, me quité los pantalones y la blusa, me metí en la cama completamente desnuda y me dormí.