Era un hombre alto, más bien pálido, y obviamente se trataba de alguien importante. Me acerqué a él y le tendí la carta de vinos, con la lista de cócteles por delante, por supuesto.
—¿Qué desea, señor? —le pregunté.
Él me pidió una tónica on the rocks, sin abrir siquiera la carta, y cuando me volvía hacia el bar, Jake ya estaba abriendo la botella y poniendo un cubito de hielo en un vaso grande.
—Lleva bien cogida la bandeja siempre —me dijo—, y fíjate en el centro de corcho. Es para evitar que las cosas resbalen, pero si no estás acostumbrada es difícil.
Cuando volví a la mesa, coloqué en ella el vaso y vertí la bebida, me llevé la botella y la arrojé en la caja que había debajo de la barra. Luego pasé junto al señor Cincuenta Centavos hasta mi sitio al lado del lavabo de caballeros. Pero él se volvió y me hizo una seña.
—¿Es usted nueva? —me preguntó.
—Sí, señor… Ésta es mi primera noche… Y en realidad también es usted mi primer cliente.
—¿Cómo se llama?
—Señora Medford.
Al final, después de reprimirme todo el día, se me escapó, pero de inmediato me corregí:
—Joan.
—Se le ha escapado.
—Ya le he dicho que era mi primera noche.
—No he encontrado demasiadas camareras de coctelería que se llamaran «señora». Nada. Parece más bien la forma que tienen de presentarse las damas.
—Supongo que soy una dama.
—Puede ser; pero no todas las camareras lo son —dijo, echando un vistazo en dirección a Liz. No se me ocurría qué era lo que podía encontrar en su comportamiento o sus modales que no fuera propio de una dama y en cambio en los míos sí, de no ser el hecho de que yo lo había llamado «señor». Al fin y al cabo llevábamos las dos la misma ropa, y con los mismos botones de la blusa desabrochados y sin tela debajo que ocultase nada.
—Las que yo conozco, sí que lo son —dije entonces—. E imagino que la mayoría de ellas lo son. Ser camarera y dama no es algo incompatible.
—Eso es mucho decir para una camarera.
—Lo siento, señor, si prefiere que las camareras digan menos, pero se puede ser ambas cosas.
—Bueno, entonces… ¿cómo quiere que la llame?
—Como desee, señor.
—¿Señora Medford?
—Supongo que en un bar suena un poco ridículo.
—Estoy de acuerdo. Preferiría llamarla Joan.
—Sí, me parece bien.
Ambos parecíamos cohibidos, y nos mirábamos a los ojos. Su mirada entonces bajó hacia mis piernas, y luego se volvió a clavar en la mía. Supe que, a pesar de nuestro pequeño choque, o quizá gracias a él, aquel hombre se sentía atraído hacia mí. Al cabo de un momento le pregunté, con cierta familiaridad:
—¿Y cómo quiere que lo llame yo a usted?
Él calló mientras su boca esbozaba una sonrisita.
—Soy Earl K. White Tercero —dijo muy solemne.
Tal como lo decía, parecía que yo tenía que saber quién era Earl K. White Tercero y quizá desmayarme de la sorpresa, pero la verdad es que nunca había oído hablar de Earl K. White Tercero. Sin embargo, no me hacía ninguna gracia desilusionar a un hombre lo bastante adinerado como para ser el tercero del mismo nombre, así que exclamé, como si estuviera realmente impresionada:
—¿Ah, sí? ¿De verdad?
—Sí. Ahora ya lo sabe.
—Señor White, me siento muy honrada.
—Señora Medford, Joan, lo mismo digo. —Luego, después de mirarme de arriba abajo una vez más, especialmente abajo, añadió—: Si puedo decirle algo personal, Joan, le diré que su marido es un hombre afortunado.
Sabía que en realidad aquello era una pregunta y callé un momento antes de responder.
—Señor White, no tengo marido… Me he quedado viuda recientemente, siento decirlo. Pero tengo un hijo que mantener, un hijo pequeño, de tres años, y por eso he cogido este trabajo y llevo esta ropa tan extraña. Debo decir que yo vine buscando trabajo en el restaurante de al lado, pero me dijeron que me necesitaban aquí, o que estaba mejor cualificada para este empleo. No sé muy bien cuál fue el motivo para que me trasladaran…, a menos que pensaran que me quedaba bien el uniforme. O el traje. O la ausencia de traje…, lo que sea.
—Lo que sea es de lo más favorecedor —dijo él. Y luego—: Joan, supongo que ha tenido que ser un mal trago terrible… ¿Puedo darle el pésame? Tardío, pero sincero. Yo he pasado por lo mismo. También soy viudo, mi mujer murió hace unos años.
—¿Ah, sí? Entonces le doy también mis condolencias.
—Gracias, Joan. Muchas gracias.
Estaba muy tieso y era algo tímido, pero conseguimos al fin averiguar lo que queríamos: él estaba libre y yo también.
—Qué tiempo más bonito hace —comentó luego, como para dar paso a algo más informal.
Mi madre me dijo una vez: «Te dirán que no hables del tiempo, pero Joan, habla siempre de él. Es lo único que todo el mundo tiene en común con los demás, y a menudo, lo único de lo que se puede hablar. Conversar no siempre resulta sencillo… así que coge el tema que puedas».
—Pues sí, la verdad es que sí —respondí—. Leí en algún sitio que hay más refranes sobre junio y sobre el tiempo que hace en junio que sobre ningún otro mes. Un día como hoy se da uno cuenta de por qué.
—Es fascinante, Joan. Tendré que mirarlo en Bartlett.
Yo no tenía ni idea de qué era Bartlett, aunque al día siguiente lo averigüé. Hablamos de la diferencia que suponía que hiciera buen día, y luego de repente él pidió la cuenta, y yo fui a la barra y la preparé. Cuando volví hacia él, sacó un billete de cinco dólares y lo dejó, pero cuando fui a cogerlo, él me cubrió la mano y la apartó. Luego recogió los cinco, los metió de nuevo en su cartera y sacó un billete de veinte, que puso en su lugar. Yo lo llevé a la barra, marqué ochenta y cinco centavos en la caja registradora y saqué el cambio, tres monedas de cinco, cuatro de uno y quince centavos en monedas de cinco. Luego, recordando lo de los cincuenta centavos, recogí uno de los billetes de un dólar y lo cambié por cuatro monedas de veinticinco centavos. A continuación puse todo el dinero en una bandejita de peltre para el cambio que había allí, y volví a la mesa con todo aquello. Confieso que tenía pensado, para que la cosa fuera más personal, rechazar las dos monedas que seguro que me daba. «Por favor, señor White, de usted, no». Porque, no me importa decirlo, a un viudo rico que me gustaba no pensaba tratarlo como a un cliente cualquiera. «Pienso en usted como en un amigo», iba a tartamudear incluso… pero él desbarató mis planes. Cuando le devolví el cambio hizo un gesto de rechazo. Estaba ya de pie.
—Estamos en paz, Joan… Gracias por una visita de lo más agradable. Probablemente volveré mañana, y espero verla otra vez entonces.
Yo no fui capaz de insistir y devolverle los diecinueve dólares con quince centavos. Los necesitaba.
Se fue y entonces vi por primera vez a un hombre con uniforme de chófer que lo esperaba en el vestíbulo. Supe que había dado un golpe que podía ser importante para mí, pero lo que me obsesionaba era: ojalá me gustase más este hombre.