El Garden of Roses está en la calle Upshur, en Hyattsville, enfrente de la sede del condado, que está en la carretera número 1, al sur de la ciudad, en «el bulevar», así lo llaman. Es un edificio de un solo piso, de ladrillos pintados de blanco, y, contando el aparcamiento, ocupa media manzana. Tiene dos alas con una zona central que las une: en una ala, el restaurante; en la otra, la coctelería. La zona central es en parte recepción, en realidad un vestíbulo según se entra, con un cubículo para el guardarropa enfrente y media puerta en medio. El sargento Young me ayudó a bajar y me acompañó hasta la puerta delantera, mientras el oficial Church se quedaba en el coche.
—Es usted muy amable por ayudarme. No era necesario y no tenía por qué…
—No era necesario, pero sí que tengo un motivo.
Vi que su mirada repasaba la ropa que yo llevaba una vez más, y me pareció que quizás incluso lo que estaba debajo, y me puse un poco tensa, cosa que él debió de notar, porque a continuación habló con mayor formalidad.
—Señora Medford, me imagino lo que habrá pasado usted. He visto el informe de cuando llevó a su hijo al hospital para que le miraran el brazo. He visto las marcas que lleva usted y también los rastros en su casa. Si me permite que le diga esto precisamente el día que lo han enterrado, su marido era un bruto, y es mejor que se haya librado de él…, a condición de que esto no le cueste perder también a su hijo.
Asentí con la cabeza, dándole las gracias. Nos quedamos un momento más allí, y me pareció que el sargento Young habría querido decirme algo más, pero no mientras su compañero nos estuviera mirando. Me devolvió el gesto y se volvió al coche.
Cuando él y el agente Church ya se habían ido, entré en el vestíbulo. No había ninguna luz encendida, y durante un momento, como venía del sol, no vi nada. Pero entonces apareció una camarera, una chica joven que salía del comedor y dijo:
—Está cerrado hasta las cinco… Pruebe en el Abbey, en College Park.
—Busco a la señora Rossi.
—¿Para qué?
—Eso se lo diré a ella en persona, si no le importa.
—Tengo que saber qué quiere de ella.
Mi mal carácter, como quizás hayan adivinado ya, es uno de los problemas más graves de mi vida, así que me quedé un momento callada, intentando controlarme, cuando de repente apareció una mujer de mediana edad, no más alta que yo, pero gorda, enorme y cuadrada.
—Señora Rossi —dijo la jovencita—, esta chica quiere hablar con usted, pero no me ha dicho por qué. He intentado sacarle lo que quería, pero no suelta prenda…
—¡Sue!
La voz de la señora Rossi era aguda, y Sue se calló al momento.
—Sue, la curiosidad mató al gato. ¿A ti qué te importa lo que quiere de mí?
Sue desapareció y la señora Rossi se volvió hacia mí.
—Bueno, ¿qué desea? —preguntó.
—Trabajo —le dije yo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Servir mesas.
Ella me examinó.
—Necesito una chica, pero me temo que no me sirves… No cojo a nadie sin experiencia.
—Bueno… como apenas le he dicho dos palabras, no entiendo cómo puede usted saber si tengo o no tengo experiencia.
—Las dos palabras que has dicho, «servir mesas», me han bastado. Si hubieras hecho alguna vez este tipo de trabajo, habrías dicho «en sala». ¿Tienes experiencia o no?
—Pues no, pero…
—Yo no contrato a gente sin experiencia. ¿Has comido hoy?
—No tenía hambre para comer…
—¿Y has desayunado?
—Señora Rossi, me va a hacer llorar… Le diré al sargento Young, que ha sido quien me ha sugerido que viniera a verla, que al menos tiene buen corazón.
—¿Conoces al sargento Young?
—Sí. Creo que puedo decir que es amigo mío.
—¿Y te ha enviado él?
—Sí, me ha dicho que a lo mejor usted necesitaba a alguien.
—¿Por qué ha pensado que me serías de utilidad?
Bueno, ¿por qué había pensado él que yo podría serle de utilidad a aquella mujer? Intenté pensar en algo y de repente me acordé. Se lo dije.
—Se quedó sorprendido porque recuerdo muy bien los nombres. Pensaba que en este trabajo serviría de ayuda.
—¿Cómo me llamo yo?
—Señora Rossi. Señora Bianca Rossi.
—¿Y la chica que estaba antes aquí?
—Sue.
Ella extendió una mano hacia el comedor, chasqueó los dedos y cuando reapareció Sue, me preguntó:
—¿Y tú, cómo te llamas?
Empecé a decir «señora Medford», pero cambié de opinión.
—Joan. Joan Medford.
—¿Señora o señorita?
—Soy viuda, señora Rossi. O sea que señora.
Volviéndose a Sue le dijo:
—Ésta es Joan, va a venir a trabajar en la sala. Acompáñala a la parte de atrás, dale una taquilla, búscale un uniforme… de la pila de uniformes traídos de la lavandería, en el estante de la despensa. —Y luego, dirigiéndose a mí—: Cuando te hayas vestido vuelve aquí y te diré lo que debes hacer.
—Sí, señora Rossi. Y gracias.
—Hay algo en ti que no me acaba de convencer.
—Ya lo hará, deme tiempo.
Sue me llevó a través del comedor y por una cocina donde estaban el chef y dos cocineros cortando, picando y salteando, y luego por un pasillo hasta una habitación con taquillas a un lado y unos bancos en medio. Abrió una taquilla con una llave que cogió de un estante y luego desapareció, y cuando yo me había quitado ya la ropa volvió con mi uniforme. La faldita corta y el delantal en una mano, el jersey en la otra. Me miró mientras yo colgaba mi ropa en la taquilla, y me ponía las cosas que ella me había traído. La llave tenía una cuerdecita para colgarla de la muñeca, y después de cerrar me la pasé por la mano. Debí de poner cara rara al mirarme las piernas, que por supuesto llevaba desnudas, ya que dijo:
—Está bien. Algunas de las chicas no llevan pantys ni nada. En algunas cosas, como las uñas, Bianca es tremendamente estricta, pero otras cosas no le importan.
Volvimos con la señora Rossi, que seguía en el comedor. Con ella se encontraba una mujer con el pelo gris y bastante guapa, quizá de unos cuarenta años, con una blusa campesina, pantalones cortos de un rojo intenso y unas medias color carne que hacían resaltar mucho unas piernas preciosas.
—Estaré contigo dentro de un minuto —me dijo Bianca, y siguió hablando.
Pero la mujer preguntó:
—Eh, espera un momento… ¿Quién es ésta?
—Una chica nueva —dijo Bianca—, pero lo del champán…
—¡Espera, espera un momento! ¿Por qué va vestida para servir en el comedor?
—Porque ahí es donde va a trabajar.
—Ah, no, desde luego que no. Llevas mucho tiempo prometiéndome una chica, y ahora, cuando la tenemos aquí por fin, la pones a trabajar en «este» lado…
—Es nueva, ni siquiera sabe de qué va, no puede trabajar en el bar, no está capacitada.
—¡Ah, sí, sí que lo está! —Y dirigiéndose a mí exclamó—: Enséñale tu capacitación para trabajar en la coctelería. Me refiero a las piernas.
Yo di la vuelta para que me vieran las piernas desnudas.
—Y por lo que parece, ya está domada —siguió diciendo. Y luego, dirigiéndose a mí de nuevo—: ¿Estoy en lo cierto?
—Si quiere decir lo que me imagino —admití—, sí. Resulta que soy viuda. Viuda reciente con un hijo.
—¿Y bien, Bianca?
No era la primera vez, ni sería la última, que la veía adoptar una decisión y luego cambiar de idea cuando alguien la presionaba.
—Está bien, cógela tú.
—Ven —me dijo la mujer, dirigiéndome de nuevo hacia las taquillas—. ¿Cómo te llamas, por favor?
—Joan. Joan Medford.
—Liz. Liz Baumgarten.
No pude evitarlo: Liz me gustó. Creo que a todo el mundo le pasaba lo mismo.
—¿A qué hora cierra, la coctelería? —le pregunté.
—A la una. ¿Por qué?
—Porque no sé cómo voy a volver a casa. El restaurante cierra a las nueve, y a esa hora puedo volver andando. Pero a la una de la madrugada…
—No hay ningún problema… Yo te acompañaré, Joan. Tengo coche.
Habíamos llegado al vestuario, y Liz cerró la puerta tras ella. Me quité la falda, el delantal y la blusa, y ella me trajo unos pantalones cortos como los que ella llevaba y una blusa campesina. Luego abrió una taquilla y sacó un paquete de pantys.
—Son de color carne… ¿Te parece bien? —preguntó.
—Ah, fantástico… y gracias, Liz.
—En el bar, las piernas desnudas cogen mucho frío a la una de la madrugada. Pero si me aceptas una sugerencia, con lo que tienes debajo de esa blusa, yo me quitaría el sujetador.
—¿Estás segura?
—Bueno, yo sí que lo haría. Ayuda con las propinas…
—Para mí las propinas son lo principal.
—Y para todo el mundo, Joan. No te avergüences. —Y luego se explicó—: Por si te preguntabas por qué acepto competencia, cuando tengo todo esto para mí sola, pues, bueno, a veces hay mucho ajetreo en los bares de copas. Te desborda el trabajo y vas lenta, y en un bar es algo que no puedes permitirte. Para la comida esperan, pero las bebidas, para ellos, son más urgentes. Y cuando voy lenta porque me agobia el trabajo, se enfadan mucho. Y si se enfadan no hay propinas. Lo que intento decirte es que, a partir de cierto punto, que venga un montón de gente no sirve de nada, si no dan propinas. Y viceversa, podríamos decir. —Entonces, cuando me estaba poniendo los pantys, los pantalones y la blusa campesina, que se tensaba mucho en dos puntos de la parte delantera, añadió—: Te irá muy bien. Estás muy bien dotada.
—Tú tampoco estás mal.
—Bueno, para ser una vieja… estoy pasable.
Estaba muy bien, en realidad, y en cuanto a su aspecto, yo era incapaz de calcular su edad, pero tenía el pelo muy canoso, un pelo muy bonito, casi plateado, que llevaba rizado, cortado a la altura de los hombros. De estatura media, con los rasgos un poco afilados, debo decir, y, sin embargo, condenadamente guapa. Tenía los ojos de un azul claro, penetrantes, pero no duros. Y sus piernas eran distintas de las mías: así como las mías eran redondeadas y suaves, las suyas estaban muy musculosas, pero con líneas finas, y tenía una forma de andar muy graciosa.
Me llevó al comedor, al vestíbulo y luego al bar, donde un hombre con aspecto cuadrado y chaqueta blanca limpiaba vasos con un trapo y después los colocaba en filas ordenadas.
—Joan, Jake. Jake, Joan… es nuestra nueva chica, Jake. Ve con paciencia, porque no ha trabajado nunca en un bar. —Y diciendo esto se alejó hacia la cocina.
—Hola, Joan.
—Hola, Jake.
Resultó que en semanas alternas yo tenía que entrar a las cuatro en lugar de las cinco, para preparar los servicios para Jake, arreglar el local, colocar Fritos en pequeños cuencos y bajar las sillas que habían subido para barrer el suelo. En aquel momento precisamente estaban limpiando, un chico con una fregona, de modo que primero me dediqué a los servicios de coctelería.
—El primero es para los old-fashioned. ¿Sabes lo que es un old-fashioned?
—¿Te refieres a las rodajas de naranja y las cerezas confitadas?
—Sí, eso es… —Me dirigió una larga mirada y luego siguió—: ¿Y para los martinis?
—Pongo las olivas en un cuenco y las pincho con un palillo.
—Para los gibson…
—Cebolletas, sin palillo.
—Muy bien. A ver, para los manhattan…
—Cerezas.
—Sin palillo, si tienen rabito. Pero a veces nos traen de las que no son, y si no llevan rabito, pon palillo. Las margaritas…
—¿Sal? ¿En un platito? ¿Y un limón con un tajo por un lado, para frotar los bordes de los vasos?
—Hablando de limón…
—¿Rodajitas? ¿Cuántas?
—Las que salgan de tres limones. Córtalas gruesas, ponlas en un cuenco, y encima muchos cubitos de hielo, para que no se me ablanden. Odio que las rodajas de limón se pongan blandas. —Me miró como si yo fuera un caballo parlanchín o una rareza por el estilo—. ¿Estás segura de que nunca…?
—Es que mi madre daba muchas fiestas —le expliqué—, y mi padre preparaba las bebidas. Yo era la pequeña ayudante de papá.
—Cielos, tienes papá… Debería haberme dado cuenta. Bueno, tiene que haber de todo en esta vida, ¿no?
Era ese tipo de observación que podría haberme tomado a mal, pero él sonreía cuando lo dijo, de modo que le devolví la sonrisa.
—¿Qué más?
—Los Fritos… son gratis, y debes mantener los cuencos siempre llenos. Preparan a los clientes para tomar una bebida.
—Quieres decir que son salados.
—No quiero decir eso, y tú tampoco. Quiero decir que son gentileza de Bianca, y será mejor para ti que quieras decir eso también.
—Vienen especialmente de la señora Rossi.
—Que no se te olvide. En este asunto es muy quisquillosa. —Arrojó el trapo encima de la barra, se desató el delantal y dio la vuelta para ponerse a mi lado—. Déjame que te enseñe lo demás.
Me enseñó mi calculadora de bolsillo, mi caja registradora y el taco de los recibos, y me explicó cómo colocar los recibos en montones separados, y luego, cuando te pedían la cuenta, sumarlo todo con la calculadora, presentar la cuenta al cliente, coger su dinero, llevarlo a la caja registradora y marcar en ella la cantidad de la cuenta, y a continuación coger el cambio y devolvérselo.
—Y, por el amor de Dios, no te equivoques —gruñó, mirándome a los ojos—. Bianca hace la vista gorda con muchas cosas, como lo de la blusa sin nada debajo, pero en otras, como las uñas limpias y el dinero, es una zorra. Si cometes un error, se te echa encima.
—No cometeré ningún error.
Acababa de bajar las sillas al suelo y estaba poniendo los Fritos cuando volvió Liz de donde quiera que estuviese en la cocina.
—Bueno, ahora vamos a repartirnos las zonas —dijo—. A ver qué te parece si lo dividimos justo por la mitad y vamos alternando: una semana yo cojo la zona que está más cerca, junto a la puerta, y tú la que está junto al lavabo de caballeros, y a la semana siguiente al revés. ¿Te parece justo?
—Vale, perfecto. Pero esta semana coge tú la zona junto a la puerta, para que puedas saludarlos cuando lleguen. A los clientes, quiero decir… Yo no conozco todavía a nadie.
—Así lo haremos, claro —dijo. Y luego—: Tengo que irme… Aquí viene el señor Cincuenta Centavos, siempre nuestro primer cliente. Por la forma que tiene de darte las dos monedas de veinticinco centavos de propina, parece que sean de plata maciza, recién acuñadas en Filadelfia.
Miré y vi que la señora Rossi acompañaba a un cliente, un hombre de mediana edad, que se daba aires de importancia, con pantalones de gabardina y camisa deportiva. Liz se dirigió hacia él y la señora Rossi empezó a llevarlo a la zona que servía ella. Pero cuando el hombre me vio se detuvo en seco, me miró y dijo algo. Bianca pareció sorprendida y lo acompañó hacia donde yo estaba. Fue la primera vez que vi a Earl K. White, y me quedé tan sorprendida como Liz.