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Me había puesto el velo no porque tuviera una idea anticuada de lo que debe llevar una viuda, sino para ocultar un lado de mi barbilla que estaba amoratado por los hematomas que me había producido Ron, al golpearme aquella noche mientras luchábamos por Tad. Podía habérmelo tapado con maquillaje, pero sabía que los Medford, a quienes no podía explicar el motivo, lo desaprobarían, y el velo era una manera sencilla de salir del paso. De modo que abrí mi bote de Max Factor dispuesta a acicalarme para buscar trabajo. Pero antes que nada me desnudé, me quité el traje oscuro, las braguitas y el sujetador negros y los zapatos de vestir negros que llevaba puestos, delante del espejo, allí, en mi tocador. ¿Qué aspecto tenía desnuda? Pues fue hace trece meses y acababa de cumplir los veintiuno. Estoy un poco por debajo de la altura media, normalmente más bien delgada y con el pecho grande, dicen. Pero lo mejor que tengo son las piernas, como me han dicho a menudo. Son muy rectas, redondeadas, suaves y con una bonita forma. La cara la tengo redonda y los rasgos algo regordetes, pero las ojeras me favorecen bastante, así que no soy del todo fea. Tengo el pelo rubio, pero de un rubio oscuro, «rubio trigueño», lo llaman algunos, con las canas que ya he mencionado antes. Mis ojos son verdes y bastante grandes, de modo que con las ojeras tengo cierto aspecto de gata, eso debo admitirlo.

Me maquillé y me empolvé con la borla, y finalmente acabé con una cara bastante decente. Luego me vestí, me puse un sujetador blanco, braguitas blancas, calcetines cortos rojos, zapatos planos, unos vaqueros Levis y una camisa rústica, como correspondía al trabajo que tenía pensado, del que hablaré dentro de un momento. Estaba acabando cuando oí el timbre de la puerta. No sonó, porque me habían cortado la luz por no pagar las facturas, pero sí que hizo un ruido como un chasquido y luego se oyeron unos golpecitos. Bajé al vestíbulo y abrí, esperando que fuese algún acreedor y ensayando lo que iba a decirle. Pero eran los mismos hombres con los que había hablado antes en el edificio del condado, oficiales de la policía.

—Sargento Young, agente Church, adelante —los invité a pasar.

—Ah, se acuerda de nosotros —dijo el mayor de los dos, quitándose la gorra del uniforme al entrar.

—Bueno, no creo que pudiera olvidarme tan pronto.

—Nuestros nombres, quiero decir.

—Los he dicho bien, ¿no?

—Sí, pero no suele ocurrir.

Por aquel entonces ya les había hecho pasar al salón, del que no me sentía demasiado orgullosa, porque al sofá le faltaba una de las patas debido a una de las noches de juerga de Ron, y la esquina rota se sostenía sobre una pila de libros. Sin embargo, los hice sentar de espaldas a él y me senté yo también.

—En fin, ¿qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —pregunté.

—Dígaselo —dijo el sargento Church. El oficial más joven lo miró, me pareció que un poco a regañadientes, pero al final se volvió hacia mí.

—Estamos fuera de servicio, señora Medford —dijo Church—, pero usted antes ha colaborado tanto con nosotros cuando la hemos interrogado sobre lo ocurrido, que esta vez hemos venido a contarle algo, en lugar de preguntarle, algo que debería saber…, que creemos que debería saber. Y creemos que podemos contarle esto porque la mujer que llamó anoche no dio su nombre, así que no podía exigir confidencialidad… como lo llaman ahora. Vaya palabrita…

Los tres nos reímos y yo me sentí culpable interiormente por divertirme precisamente aquel día, pero luego dije:

—Muy bien, agente Church, lo escucho. ¿Qué es lo que han venido a decirme?

—Hemos recibido una llamada. Con referencia a un hombre, un hombre que usted conoce y que se llama Joe Pennington.

—¡Ya sé quién les llamó!

—Nosotros también nos lo imaginamos.

—¿Qué dijo ella de Joe?

—Que estaba aquí, que estaba con usted el sábado por la noche, en el momento en que su marido volvió a casa. Que en lugar de su hijito, fue él la causa de la pelea, y que la ayudó a usted a echar a su marido afuera, al porche, y que…

—¡No lo veo desde hace más de un año!

—Eso hemos averiguado, señora Medford.

—¡Es una mentira cochina!

—Sí, ya lo sabemos, señora Medford… Hemos investigado a Joe Pennington y estaba trabajando en el Block aquella noche, el Block en Baltimore, tal y como demuestra un testigo, un testigo muy fiable, que entró en detalles…

—El caso es que pensamos —le interrumpió el sargento—: ¿por qué iba a contar esa historia la mujer? ¿Por qué inventarse un cuento tan inverosímil? Bueno, pues después de comprobar lo de Joe, pensamos que hemos dado con la respuesta, y como le afecta a usted, hemos pensado en venir a decírselo. Ella, la mujer que llamó, hablaba de su cuñada y decía que ella se había quedado a su hijito, por un motivo que repetía una y otra vez…

—«Por pura bondad de corazón».

—Eso es lo que dijo, esperábamos que usted reconociera la frase, porque parece una muletilla que repite muy a menudo. Y se nos pasó por la cabeza que a lo mejor la mujer que llamó y la cuñada podrían ser la misma persona. ¿Y por qué meterla a usted en todo este asunto, y por qué meter también a Joe? Intentar meterlos a usted y a Joe no tendría ningún sentido, a menos…, a menos que ella quisiera incitarnos, ponernos en contra de usted, de alguna manera, para que la declaren incapacitada como madre, incapaz de cuidar al hijo del que ahora se ocupa ella. En otras palabras, si ella puede probar que usted actuó de una manera inmoral, podría quedarse al niño…, algo así. A los dos se nos ocurrió que a lo mejor pensaba eso, y por eso hemos venido a contárselo. ¿Le suena todo esto?

—A mí me dijo prácticamente lo mismo no hace más de una hora. Ante la tumba de mi marido, se plantó allí y reconoció que quería quedarse a mi hijo. Si se ha encariñado con él la verdad es que no la culpo… Yo también quiero al niño, todo el mundo lo quiere, y ella ha sufrido un golpe terrible, un golpe trágico. Y además no podrá tener un hijo propio, y sin duda eso la ha afectado mentalmente. Pero…

No pude seguir y me quedé callada, haciendo un esfuerzo por controlarme.

—Por eso hemos venido a decírselo —añadió el sargento Young, muy amable—. Pensábamos que debía saberlo.

No dije nada, pero vi que el sargento examinaba la ropa que me había puesto.

—Me he vestido para trabajar —le expliqué—. Tengo que empezar hoy.

—¿Y qué tipo de trabajo va a hacer?

No me gustaba nada responder, pero tenía que decir algo.

—Bueno, espero encontrar alguna cosa hoy mismo —dije—. Hay un cortacésped ahí fuera, en el porche de atrás, y una lata de gasolina, y en esta misma calle hay muchas casas donde no me conocen, y tienen el césped sin arreglar, y he pensado que podía recortar alguno, si la gente quiere… y conseguiría unos dólares, y así me compraría algo de comida y tendría un día más para pensar. Con un poco de tiempo, podría encontrar trabajo en Woodies, o Hecht’s, o Murphy’s… Como vendedora, quiero decir. No tengo formación para ningún trabajo especial, solo fui al instituto y aprendí un poco de literatura, y en la universidad acababa de empezar, y me fui y… ¿A que no lo adivinan? Me casé. Luego llegó mi hijo y… eso es todo, por ahora.

No sé por qué hablé tanto, pero me parecieron tan preocupados que me apeteció hacerlo. Y además yo estaba nerviosa también, supongo: cualquiera lo estaría hablando con la policía.

Al cabo de un momento el sargento me preguntó:

—¿Ha pensado en trabajar en un restaurante?

—¿Qué quiere decir, preparar la comida?

—No, servir las mesas.

Debí de poner una cara muy rara, porque él siguió apresuradamente y un poco violento:

—Bueno, nada, era solo una pregunta, no se ofenda. Pero tiene algo de bueno, y es que el sueldo se basa sobre todo en las propinas, y se las lleva usted a casa cada noche. No tiene que esperar al sábado o a primeros de mes, como pasa en muchos trabajos.

—Siga, siga, por favor —lo apremié.

—Bueno, pues, además, el Garden of Roses está un poco más abajo, en esta misma calle. Para ir a Woodies necesitaría un coche, igual que para ir a Hecht Company o a Murphy’s o a cualquier otro lugar en el Plaza. Y la señora Rossi a lo mejor necesita a alguien. Suele necesitar personal… y puede usted darle mi nombre como referencia.

—¿Quién es la señora Rossi?

—Bianca Rossi, la propietaria. Su marido, que ya murió, era italiano, pero ella no. Y es buena gente. Un poco gruñona, pero decente y nada tacaña.

—Suena muy bien.

—Que se le dé bien recordar los nombres ayudaría mucho, especialmente con las propinas.

—Mi madre —expliqué yo— fue a un colegio privado, donde sobre todo enseñaban buenos modales, daban mucha importancia a los nombres, y ella me lo inculcó. No pensaron en decirle que lo esencial para los buenos modales era la amabilidad.

—Podríamos llevarla nosotros, si quiere.

—Si espera un momento, me cambiaré de ropa.

—Tal y como va está bien… Parece una chica trabajadora, y lo que quieren ellos es eso, una chica trabajadora…, es decir, si quieren a alguien, claro. Si Bianca la contrata, le dará un uniforme.

—¿A qué estamos esperando entonces?

Fue así de rápida e inesperada, la decisión más importante de mi vida. Hasta entonces yo no había pensado nunca en servir mesas… y no había tenido ocasión de pensar si sería demasiado orgullosa para aceptar propinas, ni se me había pasado por la cabeza. Pero el caso es que necesitaba dinero, y lo necesitaba rápido. Así que al cabo de diez segundos ya íbamos en el coche del sargento Young colina abajo, hacia el restaurante.