Conocí a Tom Barclay en el funeral de mi marido, tal y como me hizo notar él mismo más tarde, aunque en aquel momento me causó tan poca impresión que no tenía ningún recuerdo de haberlo visto antes. El señor Garrick, de la funeraria, tenía la costumbre de llamar a la Ayuda Estudiantil de la universidad para pedir chicos que le echaran una mano, pero uno de los elegidos aquel día, un chico muy joven llamado Dan Lacey, no pudo acudir no sé por qué motivo, y su padre le pidió a Tom como favor que fuera en su lugar. Tom, aunque se había graduado el año anterior, me hizo los honores, vino a buscarme y luego me volvió a llevar a casa en una enorme y brillante limusina. Pero él iba en el asiento delantero con el chófer, de modo que apenas intercambiamos unas palabras, y yo ni siquiera vi bien cómo era. Más tarde él admitió que sí que se fijó en mí… y no en mi cara, precisamente, porque llevaba velo, sino en mis «bonitas piernas», según dijo. Yo no me fijé en él porque tenía otras cosas en la cabeza: la conmoción de lo que le había ocurrido a Ron, la tensión de enfrentarme a la policía y la súbita e inesperada conciencia del plan que había tramado mi cuñada para robarme a mi niño. Ethel es la hermana de Ron, y sí, es una tragedia que por culpa de una operación no pueda tener hijos. Eso lo comprendo. Pero, aun así, fue un golpe para mí ver que quería quedarse a mi Tad. Yo ya sabía que ella lo quería mucho, claro, cuando acepté su sugerencia, podríamos llamarla así, de llevárselo a vivir con ella hasta que yo consiguiera «arreglar las cosas» y me pusiera en marcha de nuevo. Pero que lo quisiera demasiado y que pensara quedárselo para siempre era algo que no había imaginado siquiera.
Sin embargo, me di cuenta en seguida cuando se me acercó, mientras estábamos junto a la tumba. Se apartó de Jack Lucas, su marido, y del señor y la señora Medford, sus padres, que eran también los padres de Ron, claro. Primero estrechó la mano del doctor Weeks, y supongo que le dio las gracias por el bonito funeral que había celebrado, y luego se dirigió a mí.
—Bueno, Joan —empezó—, al final, ya tienes lo que querías… Espero que estés satisfecha.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Creo que ya lo sabes.
—Si lo supiera no te lo estaría preguntando. Dilo.
—Bueno, la policía, y todo el mundo, cree que es muy raro… que lo echaras de casa, lloviendo como estaba, vestido con el pijama solamente, y que tuviera que coger el coche para ir a ver si podía alojarse en alguna parte, y supongo que no te extrañó mucho que se estrellara contra el muro de una alcantarilla… ni te importó tampoco.
—Lo eché de casa —le dije—, porque vino borracho a las dos de la madrugada del domingo, me despertó gritando y pidiendo otra cerveza, y entonces se le ocurrió la brillante idea de castigar a Tad por algo que había hecho dos semanas atrás… y Tad todavía se estaba recuperando de la última vez. No sabía que había cogido prestado un coche para el fin de semana, que supongo que debía de estar aparcado delante de casa y con las llaves de contacto puestas, para que fuera capaz de conducir, tal como estaba. Ni tampoco presté mucha atención cuando miré y vi que se había ido. En aquel momento no me sorprendía demasiado nada de lo que hiciera o pudiera hacer, y en cuanto tranquilicé a Tad, me fui a la cama. Hasta la tarde, cuando por fin lo identificaron, no averigüé lo que le había ocurrido. Así que si crees que lo planeé para que pasara todo de esa manera, estás muy equivocada.
—Eso es lo que tú dices.
—Y tú también lo vas a decir.
—¿Perdona, Joan…?
—Dilo, Ethel, di que estabas equivocada… o te doy una bofetada ahora mismo, aquí, delante del doctor Weeks, delante de los Medford, delante de los amigos de Ron, una bofetada tan fuerte que no la vas a olvidar en la vida. ¡Ethel…!
—Estaba equivocada.
—Eso me parecía a mí.
—Lo digo, pero no lo creo.
—No me importa lo que creas o dejes de creer. Pero lo que dices, sí, y será mejor que me hagas caso.
Nos quedamos allí fulminándonos con la mirada la una a la otra, pero entonces me quedé helada, como si me hubiera caído un jarro de agua fría. Me pasó por la mente: ¿y si se enfada mucho y me dice que me lleve a Tad? Pensé: no puedo llevármelo todavía, porque no puedo trabajar si tengo que cuidarlo, y tengo que trabajar para comer y pagar sus gastos, porque, claro, no puedo permitir que su manutención dependa de Ethel. Tragué saliva casi sin querer, volví a tragar de nuevo, y al final tragué con mucha más fuerza y dije:
—Ethel, me disculpo por mi tono. Estoy pasando unos momentos horribles, me acusan de asesinato o de algo parecido, y no puedo soportarlo. De modo que…
—No te preocupes, me hago cargo.
—Entonces, ¿podemos olvidarlo y seguir adelante?
—Si te refieres a Tad, todo está ya preparado, y no hay nada que olvidar.
—Bueno, pues gracias.
Pero mi respuesta sonó algo tensa, y ella saltó:
—Joan, no tienes que darme las gracias por nada. Tad es de mi propia carne y mi propia sangre. Es bienvenido, y más que bienvenido, durante todo el tiempo que sea deseable. Y cuanto más tiempo sea, mejor para mí.
Entonces fue cuando se pasó, no por lo que dijo, sino por la expresión que tenían sus ojos cuando lo dijo. Y en ese momento fue cuando me di cuenta de que no era propio de ella dejar correr las cosas, especialmente un insulto por mi parte, y que si lo había perdonado tenía que haber un motivo. Me quedé horrorizada, pero ¿qué podía hacer yo, especialmente allí, al lado de la tumba de Ron, con su padre, su madre y sus amigos todavía diciendo en voz baja cosas bonitas sobre él? No se me ocurría nada, porque las bofetadas no servían para nada ni tenían sentido… En realidad, nunca tenían sentido, como solía averiguar para mi pesar demasiado a menudo, y pronto volvería a averiguarlo de nuevo. Me limité a parpadear y preguntar en voz muy baja:
—Por cierto, ¿dónde está Tad?
—Joan, he pensado que era mejor no traer a un niño de tres años a la ceremonia, pero está en buenas manos, no tienes que preocuparte.
No sé por qué me volví entonces, quizás ella miró por encima de mi hombro, pero el caso es que lo hice y no lejos de allí estaba mi hijo, jugando al lado del coche de Ethel, usando sobre todo la mano izquierda para coger la pelota, mientras Eliza, la mujer que limpiaba en casa de Ethel, lo vigilaba. Me dirigí hacia él, y entonces me acordé de que llevaba el velo, lo levanté y lo eché por encima del sombrero. En aquel momento él me vio y vino corriendo, pero como corren los niños de tres años, inclinándose hacia delante y con dificultades para coordinar los pies con la cabeza. No lo consiguió del todo, pero cuando se cayó, yo lo recogí. Gimió al notar el contacto de mi mano en su hombro. Cambié la mano de sitio, lo abracé con fuerza y lo besé y lo mimé. Después de disfrutar de ese momento tan bonito los dos solos, Eliza se me acercó.
—Se ha portado muy bien —me dijo—, como un corderito, señorita Joan… ningún problema. Siento mucho lo que le pasó al señor Ron.
—Gracias, Eliza, es un consuelo.
—¿Quiere que me lo lleve ahora?
—Sí, por favor…
Cuando volví, Ethel se había reunido con sus padres y con Jack. Di las gracias al doctor Weeks, estreché la mano de los amigos de Ron, hombres a quienes conocía de vista, sobre todo de los bares, unos cuantos tipos no demasiado refinados, con pantalones de trabajo y cazadoras, pero que se estaban portando muy bien. Luego incliné la cabeza hacia el señor y la señora Medford, que inclinaron la cabeza a su vez, fríamente, y vi con claridad que se habían creído todas las bobadas de Ethel. Entonces me reuní con Tom, que se había retirado unos pocos metros, cuando Ethel vino hacia mí.
—¿Podemos irnos ya? —le pregunté.
—Cuando usted quiera, señora Medford.
Y así, una tarde de primavera, salí del cementerio de College Park, en Maryland, y me dirigí hacia mi hogar en Hyattsville, a unos ocho kilómetros carretera abajo, una zona residencial de Washington D.C., para enfrentarme al resto de mi vida, teniendo que ganarme el pan para mí y para mi hijito y sin saber qué podía hacer para conseguirlo. ¿Quién soy y por qué estoy contando todo esto? Mi nombre de soltera era Joan Woods, y nací en Washington, Pennsylvania, un barrio residencial de Pittsburgh. Mi padre, Charles Woods, es abogado y líder de la comunidad, con un solo defecto que yo conozca: hace siempre lo que dice mi madre. Siempre. A los diecisiete años ingresé en la Universidad de Pittsburgh, pero entonces la oportunidad llamó a mi puerta: un chico de una familia del acero se enamoró de mí y al final me pidió que me casara con él. Mi madre estaba emocionadísima, y mi padre le siguió la corriente sin condiciones. Pero Fred me aburría mortalmente y la situación se volvió agobiante. Para ver si las cosas se resolvían me fui a Washington, donde una chica que yo conocía trabajaba en «la Colina», como la llaman. Ella pensaba que podía conseguirme trabajo allí fácilmente, así que me llevó a su apartamento y me dijo que esperara su llamada. Me pasaba todo el día allí sentada y se me hacía muy pesado, así como horriblemente solitario. Un chico que vivía en el mismo rellano llamó a la puerta y yo le dejé entrar, y una cosa llevó a la otra. Cuando me di cuenta estaba embarazada. Pero no sabía que se pudiera hacer nada. Por lo que a mí respectaba, una chica que se quedaba embarazada se casaba, y eso fue lo que hice. Decir que Ron se casó a regañadientes sería un eufemismo tremendo. Odiaba casarse, odiaba al pequeño Tad, y creo que llegó a odiarme a mí también.
Mi madre también me odió, y mi padre renegó de mí. Quedé a merced de los Medford, que también me odiaban, creo, solo para que la cosa fuera unánime. El señor Medford dio trabajo a Ron como vendedor en su empresa inmobiliaria, y Ron no lo hacía mal… pero se emborrachaba. El señor Medford lo despidió, pero lo volvió a contratar a la semana siguiente. Lo despidió y lo volvió a contratar tantas veces que Ron empezó a tomárselo a guasa, y se llamaba a sí mismo Finnegan Medford, pero la cosa acabó para siempre cuando Ron estropeó la venta de los Castle al emborracharse y meter mano a la señora Castle, accidentalmente, aseguraba él. Después de aquel incidente no volvieron a contratarlo, y Ron se pasó los meses siguientes maldiciendo a su padre, a mí y a nuestro hijo, pero sin ganar ni un centavo, de modo que nuestros ahorros se agotaron y las empresas de servicios no aceptaron ya más excusas y cortaron el suministro en nuestra casa.
La casa… nos la regaló el señor Medford, o nos la regaló solo a medias, dejando pendiente una hipoteca de siete mil quinientos dólares como «incentivo» para Ron, dijo, para que sentara la cabeza y asumiese responsabilidades. La cosa no tuvo ese efecto, sino el de hacer que me salieran canas antes de los veinte, por lo mucho que sufrí para reunir ciento diez dólares cada mes y pagar los plazos de amortización, cuando todavía teníamos algo de dinero. Ahora ya no quedaba nada y los avisos de ejecución habían empezado a acumularse en el buzón.
Fue delante de aquella casa, un bungaló de los años veinte, donde nos detuvimos aquel día después del funeral. Tom salió del coche, me tendió la mano y se quedó esperando en la acera mientras yo corría hacia el porche, buscaba la llave y abría la puerta principal. Luego me volví, agité la mano y (él insistía en ello más tarde) le lancé un beso con los dedos (cosa que yo no creo haber hecho), sin pensar en absoluto que en aquel momento iniciaba el camino hacia mi trabajo en un restaurante en la parte baja de la colina, y hacia el hombre que llegaría a desear como deseo la propia vida.
Entonces, ¿cuál es el problema y por qué estoy grabando todo esto? Pues lo hago con la esperanza de limpiar mi nombre de las injurias que se han vertido en mi contra, en relación con el trabajo y el matrimonio al que condujo todo aquello y lo que vino después… Siempre la misma acusación, la que Ethel me arrojó a la cara, la de ser una femme fatale, que supo matar a su marido de una manera tan hábil que nunca se pudo probar. Desgraciadamente, tampoco podía probarse lo contrario, al menos ante un tribunal, porque mientras los periódicos digan que todo es «presunto», no puedes demandar a nadie. Lo único que puedo hacer es contarlo todo, incluyendo algunas cosas que ninguna mujer contaría de buen grado. No me apetece demasiado, pero si es así como debe ser, pues sea.
El caso es que fue Tom quien me mandó un beso con la mano, y se fue.