XX

Moisés no estuvo presente durante las ejecuciones que decretara a causa del becerro; eso corría a cargo de la mano de hierro de Josué. Por su parte, ya estaba de regreso en la montaña, junto a la caverna que hallara bajo la cima rumorosa, mientras el pueblo hacia penitencia; y allí permaneció por espacio de otros cuarenta días y cuarenta noches, entre los vapores venenosos. Cabe preguntar por qué tanto tiempo esta segunda vez. La razón es la siguiente: no fue solamente porque debió rehacer las tablas, y volver a escribir sobre ellas el divino Decálogo. Esta vez pudo hacerlo un poco más rápido, pues ya tenía práctica por una parte, y lo que es más importante, conocía ya la escritura a emplear, sino que lo fundamental esta vez fue obtener el consentimiento de Dios para reemprender esa tarea. Moisés debió argumentar largamente con Él, lucha en la que la misericordia y el amor rivalizaban con la ira y el disgusto, y en la que Moisés debió recurrir a todas sus facultades de persuasión y a astutas argumentaciones para evitar que Dios rompiera el vínculo que ofreciera al pueblo de Israel, condenándolo al exterminio, tal como Moisés hiciera con las primeras Tablas de la Ley.

—No volveré a acercarme a ellos —dijo Dios— para dirigirlos hacia la tierra de sus antepasados; no me lo pidas, porque no puedo fiarme de mi paciencia. Soy celoso, y la ira me enciende, y ya verás cómo un día no podré contenerme y los exterminaré.

Y ya que ese pueblo era igual al becerro de oro, mal conformado y sin esperanza de mejora, nada cabía hacer que no fuera destruirlo. Y le dijo a Moisés que debía ser aniquilado por entero, mientras que a él, a Moisés, lo destinaría para que constituyera un gran pueblo elegido de Dios. Mas, Moisés no podía consentir semejante cosa y rogó de este modo:

—No, Dios, perdónales sus pecados; si no, bórrame también a mí de tu libro, porque no quiero sobrevivirles ni constituir un pueblo sagrado con mi persona, en lugar de ellos.

Tomó entonces a Dios por el lado del honor, y siguió diciéndole:

—Considera, oh Santísimo, que si llegas a exterminar a ese pueblo como si fuera un solo hombre, los infieles, al oír sus gritos, dirán: «Desconfía de ese Dios, porque no pudiendo conducirlos a la Tierra Prometida, como les había jurado, porque no era capaz, los exterminó a todos en el desierto». ¿Permitirás que la gente del mundo diga esas cosas de Ti? Deja, pues, que se acreciente tu grandeza y sé indulgente con el error de este pueblo, con arreglo a tu misericordia.

Fue con este argumento, en particular, que Moisés logró convencer al Señor y decidirlo al perdón, aunque con alguna reserva. Declaró Dios que nadie de entre esa generación vería la tierra de sus antepasados, excepción hecha de Josué y Caleb.

«Los hijos —decretó el Señor— serán conducidos por mí hasta la Tierra Prometida. Pero aquéllos que cuenten ahora más de veinte años no habrán de verla, y sus cuerpos habrán de yacer en el desierto.»

Asintió Moisés y acordó con el Señor de que así debía obrarse. Esta decisión, a decir verdad, coincidía con sus propios propósitos y los de Josué, de modo que no quiso rebatirla.

—Permíteme ahora rehacer las tablas —dijo— y llevar al pueblo tu sagrada y eterna voluntad. Después de todo, no fue gran pérdida haber roto las primeras, pues había en ellas algunas palabras mal grabadas. Debo confesarte ahora que pensé en ello mientras las hacía pedazos.

De modo que volvió a instalarse en la montaña, mientras Josué le hacía llegar subrepticiamente alimento y agua. Y allí talló, esculpió, cinceló y pulió, para luego escribir la sagrada ley, mientras con el dorso de la mano se enjugaba el sudor de la frente, diseñando primero y grabando luego la escritura ideada, que la práctica hizo resultar mucho más perfecta esta vez. Como la vez anterior, pintó con su propia sangre las letras, y descendió, al fin, con la Ley bajo el brazo.

Israel había sido notificado de poner fin a su penitencia y vestirse de fiesta, exceptuando los aros, por supuesto, que fueran destinados a tan vil objeto. Y todo el pueblo acudió a recibir a Moisés para obtener de él lo que les trajera de la montaña sagrada, el mensaje de Jehová, las Tablas, que contenían el Decálogo.

—¡Tómalas! Oh, sangre de mi padre —les dijo— y consérvalas como cosa sagrada en el tabernáculo de Dios. Pero lo que allí está escrito, consérvalo como cosa sagrada en cuanto hagas o dejes de hacer. Porque allí está condensada la alianza eterna y divina con el Señor, la piedra fundamental de toda decencia y buena conducta, y Dios mismo la ha escrito con mi pequeño buril. En vuestra lengua la ha escrito, pero con signos que de ser preciso pueden escribir todas las lenguas del mundo; porque Él es Dios del universo entero. Ésta es su palabra, y su palabra, aunque está dirigida a ti, ¡oh Israel!, es palabra universal.

»En la misma roca de la montaña he grabado los principios fundamentales de la conducta humana, pero de igual modo deben quedar grabados en tu sangre y tu carne, oh, Israel, para que todo aquél que infrinja cualquiera de los Diez Mandamientos se estremezca en su conciencia y ante Dios, y sienta helado su corazón por haber traspuesto el límite que Dios señala. Bien sé yo, y Dios mejor todavía, que sus mandamientos no serán obedecidos, y que siempre se faltará a ellos. Mas todo aquél que infrinja las divinas leyes, de ahora en adelante, sentirá que se le hiela el corazón, porque la Ley está escrita en su sangre y en su carne, y sabrá que Su Palabra tiene valor.

»Pero maldito será el que se levante para decir: “¡Ya no tienen validez!”. Maldito será el que os enseñe: “¡Sublevaos y libertaos de ellas, mentid, robad, matad, prostituíos, deshonrad a vuestro padre y a vuestra madre, libradlos al cuchillo, y cantad loas a mi nombre porque yo os proclamo vuestra libertad!”. Maldito será quien os presente un becerro y os diga: “¡Aquí está vuestro Dios! En su honor haced todo eso, y danzad una nueva danza en torno suyo”. Vuestro Dios será muy poderoso; habrá de sentarse sobre una silla de oro y será el más sabio de todos, porque él conoce el corazón del hombre. Porque aquél que crea que sólo maldad existe en el corazón humano a partir de la juventud, y sólo esto sabe, será tan estúpido como negra la noche, y más le valdría no haber nacido nunca, porque éste no sabe del sagrado vínculo entre Dios y el hombre, vínculo que ya no pueden romper ni el hombre ni Dios, porque es inviolable. La sangre correrá a mares a causa de tan negra estupidez, hasta que desaparezca el rubor de las rojas mejillas de la humanidad, pero ya no habrá remedio, porque será eliminado. “Y yo levantaré mi pie —dice el Señor— y arrojaré al blasfemo al pantano, hasta el fondo de la tierra, a ciento doce brazas de profundidad, y hombres y bestias contemplarán en torno el sitio donde lo habré hundido, y los pájaros del cielo se alejarán de él, cobrando altura para no volar por encima. Y quienquiera pronuncie su nombre, deberá escupir a los cuatro rincones de la Tierra, y se limpiará luego la boca, y dirá: ¡Dios nos libre! Que la tierra vuelva a ser la Tierra, valle de lágrimas, sí, pero no pozo de iniquidades. Decid todos: ¡Amén!”.».

Y el pueblo entero dijo: «Amén».