XVIII

Atravesó, pues, el desierto, cayado en mano, con los ojos puestos en la Montaña de Dios, que humeaba cual chimenea, y escupía fuego con frecuencia. Tenía esta montaña una extraña configuración, circundada por hendiduras y depresiones, que parecían dividirla en diversos estratos; a modo de senderos en torno al macizo para facilitar su ascenso, pero no eran tales, sino especie de peldaños de una terraza, de paredes amarillentas. Hacia el tercer día, el peregrino había atravesado las colinas y se hallaba finalmente al pie de la montaña sagrada, que comenzó a escalar, con el puño cerrado sobre la empuñadura del báculo, que lo precedía a cada paso a medida que subía por la árida piedra ennegrecida, que quemaba sus plantas. Horas y horas transcurrieron en su empeño de llegar paso a paso, cada vez más alto, hacia la proximidad de Dios, tan cerca como le fuera permitido a un ser humano. Al cabo, los vapores de sulfuro, oliendo a metal en ebullición, impregnaban de tal manera el aire que ya le faltó aliento y comenzó a toser sin descanso. Mas llegó finalmente a la grada superior, bajo la misma cumbre de la elevación, desde donde pudo apreciar el panorama de la árida cadena de montañas extendiéndose a lo largo del desierto, y más lejos, el propio oasis de Kadesh. También distinguió como una mancha informe y lejana, el campamento que el pueblo alzara a los pies del monte sagrado.

Aquí, semiasfixiado, Moisés halló finalmente un refugio en una caverna abierta en la misma roca de la montaña, que habría de protegerlo de los desmoronamientos y las corrientes de lava. Allí instaló su morada, y al cabo de un breve descanso, se preparó para emprender la tarea que Dios le encomendara. Con tanta dificultad como debía vencer, inclusive los vapores metálicos que le oprimían el pecho y que hasta al agua daban sabor de azufre, su obra le llevaría cuarenta días y cuarenta noches.

Mas ¿por qué tanto tiempo? Pregunta ociosa. La Ley de Dios, en forma compacta y compendiada que sirviera para toda la posteridad, debía ser compuesta y grabada sobre la piedra de su propia montaña, para que Moisés la llevara luego al pueblo paterno, tan vacilante y asombrado, junto al recinto donde aguardaban su regreso. Debería permanecer entre ellos de generación en generación, grabada en forma inviolable sobre la piedra como sobre sus mentes, sus corazones, su carne y su sangre. Había de ser la quintaesencia del buen comportamiento de los hombres. Con voz potente, salida de su propio pecho, Dios le ordenó que labrara dos tablas sacadas de la misma roca viva, y escribiera sobre ellas los mandatos divinos, cinco en una y cinco en la otra, diez en total. Confeccionar esas tablas, alisarlas y darles forma para que fueran portadoras de la Ley eterna y divina, sólo eso, no era tarea fácil en modo alguno. Un hombre solo, aunque posea manos anchas y descomunales muñecas, y aunque haya sido amamantado por la hija de un picapedrero, no puede cumplirla sino al cabo de muchos días. Y de hecho, la sola confección de las tablas llevó una cuarta parte de los cuarenta días. Pero la escritura en sí, una vez llegado a este punto, fue un problema en cuya solución bien pudo retardarse Moisés más de los cuarenta días prescritos.

La dificultad estribaba en cómo habría de escribir dichas leyes. En la escuela tebana había aprendido los decorativos jeroglíficos egipcios, y su adaptación a la escritura corriente, como también los rasgos cuneiformes utilizados en los documentos importantes en la región del Eufrates, y empleados por los reyes de la tierra para intercambiar ideas, grabadas sobre tablas de arcilla. Entre los madianitas, por otra parte, se había familiarizado con unos pocos signos semánticos expresados en símbolos, tales como ojos, cruces, escarabajos, círculos y otras líneas curvas multiformes, tipo de escritura utilizada en la tierra de Sinaí, burda copia del sistema jeroglífico egipcio que no lograba simbolizar palabras o conceptos completos, sino solamente sílabas. Moisés comprendía que ninguno de estos tres métodos de fijar los mandatos divinos servirían para el caso presente, puesto que todos estaban estrechamente ligados a la lengua que expresaban dichos signos. Ni en babilonio, ni en egipcio, ni en la jerga de los beduinos de Sinaí podría escribir la ley divina. No, debía escribirla en la lengua de los antepasados de su padre, en el idioma que hablaban, en el mismo dialecto que él utilizaba en su tarea de formación espiritual del pueblo, sin preocuparse de si podrían o no leerla en la forma en que él habría de escribirla. Y a la verdad, mal podrían leerla desde el momento en que difícilmente podía escribirse, dado que no existía entre ellos escritura semántica alguna equivalente a la lengua que hablaban.

Fervientemente, con toda su alma, deseó Moisés hallar una forma de escritura simple, que pudieran aprender a leer rápidamente, ignorantes como eran, y que, con la ayuda de la proximidad divina, pudiera inventarse y concebirse en tan escaso tiempo. Era preciso, pues, inventar un tipo de escritura, que de momento no existía.

Tarea opresiva, torturante. No había imaginado que lo fuera tanto. Sólo había pensado en «escribir», mientras que no se había detenido a pensar que no le sería posible porque no disponía de un tipo de escritura. La cabeza le ardía como un horno; era como la cima de la montaña sagrada, encendida en el fervor de las mejores esperanzas para su pueblo. Sentía como si rayos de luz le atravesaran el cerebro, como si brotaran cuernos de su frente, surgidos de su ansiedad y su ferviente deseo de ser iluminado por una inspiración. No podía inventar signos por cada palabra utilizada por su pueblo, ni para cada una de las sílabas que las componían.

El vocabulario de su gente era bastante exiguo en realidad, pero aún así, necesitaba de un buen número de símbolos, que resultaba materialmente imposible crear en tan corto tiempo como disponía; por otra parte, debía pensar en que esa gente tendría que aprender a leerlos con relativa facilidad. Ideó por fin algo que de tan bueno que le pareció sintió como si se le irguieran los cuernos brotados de su frente. Clasificó los sonidos de la lengua: los que se hacían con los labios, con la lengua y el paladar, y con la garganta. Dejó a un lado un grupo menor de sonidos abiertos, que se transformaban en palabras solamente cuando se incluían en combinaciones con los anteriores. No eran tantos, sin embargo, unos veinte solamente, y dando a cada uno de ellos un símbolo representativo determinado, que obligaba a pronunciarlo según la lengua corriente, y que, combinándolos, representaban palabras e imágenes, sin tomar en especial cuenta a las del otro grupo, que surgían automáticamente de todas maneras, podían hacerse tantas combinaciones como se deseara, y no sólo en la lengua de los antepasados paternos, sino en cualquier idioma. Hasta podía escribirse el egipcio y el babilonio mediante esos signos.

¡Inspiración divina! Se asemejaba a Aquél de quien emanaba, el Espiritual, el Invisible, que poseyendo al mundo entero había detenido sus ojos en el pueblo que aguardaba a Moisés al pie de la montaña, siendo no obstante Dios de todo el universo. Asimismo, resultaba una inspiración particularmente apta para el propósito urgente e inmediato de Moisés y para llenar la necesidad que había determinado su creación; es decir, para escribir el texto breve que señalaría la alianza eterna con Dios. Por supuesto, debería primeramente grabarse en los corazones de la estirpe que Moisés condujera fuera de Egipto, porque Dios y él sentían por ese pueblo un común afecto; pero del mismo modo que ese conjunto de signos arbitrarios podía utilizarse para escribir todas las palabras de todas las lenguas de todos los pueblos de la tierra, y del mismo modo que Jehová era omnipotente por sobre todos ellos, también el texto que Moisés se proponía escribir por medio de esos signos había de ser universal. Debía resultar un compendio de la naturaleza que sirviera en todas partes de la tierra, para todos los pueblos, como la piedra fundamental de la moralidad y el buen proceder.

Así, pues, encendido de entusiasmo, Moisés comenzó a grabar sus signos sobre la pared rocosa, imitando los sonidos que la gente de Sinaí reproducía en su lenguaje, representándoselos mentalmente a medida que avanzaba en su tarea. Con un cincel grabó sobre la roca los signos que ideara para representar los diversos sonidos que la estirpe paterna reproducía al hablar, y los dispuso en forma que resultara placentera al oído, comprendiendo que con ellos podía describirse al mundo entero.

Y escribió, es decir, grabó, cinceló y esculpió sobre la roca quebradiza de las tablas, que había preparado de antemano con trabajo, mientras reflexionaba acerca de la escritura a emplear. A nadie puede asombrar entonces que tomara cuarenta días en la tarea.

Unas pocas veces llegó hasta él el joven discípulo Josué, para llevarle agua y pan. El pueblo no necesitaba saber de esto; creía que Moisés permanecía allá arriba sostenido por la presencia divina y sus palabras, y Josué consideró prudente dejarlo en esa creencia.

Se levantaba Moisés al alba y trabajaba hasta que se ponía el sol en el desierto. Debemos imaginárnoslo sentado allá arriba, desnudo el torso, velludo el pecho, expuestos los fuertes brazos heredados del padre, con los ojos vivos fijos en la piedra, la barba ya canosa, masticando un trozo de pan, tosiendo de tanto en tanto, debido a los vapores sulfurosos, avanzando en la tarea con el sudor copioso de su frente. Apoyado en la pared rocosa, en cuclillas, prestaba gran atención al más mínimo detalle, dibujando, en primer lugar, cada signo, para luego grabarlo en la piedra.

Sobre la primera tabla escribió:

Yo, Jehová, soy tu Dios; y no tendrás otro Dios más que a mí.

No harás imagen alguna de Dios.

No tomarás mi nombre en vano.

Acuérdate de santificar mi día.

Honrarás al padre y a la madre.

Y sobre la otra escribió:

No matarás.

No cometerás adulterio.

No robarás.

No perjudicarás al prójimo mediante falso testimonio.

No codiciarás los bienes ajenos.

Esto fue lo que escribió, dejando a un lado las vocales, que quedaban sobreentendidas. Y mientras lo hacía, le pareció como si rayos semejantes a un par de cuernos emergieran del nacimiento de sus cabellos, sobre la frente.

Cuando Josué subió por última vez a la montaña, permaneció un tiempo más prolongado que el acostumbrado, dos días para ser precisos, ya que Moisés no había finalizado aún su tarea y deseaban bajar juntos a la planicie. Admiraba el joven calurosamente la labor de Moisés al tiempo que la alababa, consolándolo porque unas pocas letras, a pesar de toda la dedicación y para su gran desconsuelo, habían quedado mal grabadas y resultaban ilegibles. Josué le aseguró que el efecto general no se veía en nada desmerecido por esas fallas.

Como toque final, y en presencia de Josué, Moisés dio color a las letras que había grabado. Y lo hizo con su propia sangre, para que resaltaran con más fuerza, por no disponer en ese sitio de ningún colorante. Se hirió, pues, él mismo el brazo con el cincel y cuidadosamente dejó caer sobre los surcos de cada signo las gotas de su sangre, hasta que resaltara bien nítido su color rojo. Cuando se hubo secado, tomó Moisés una tabla bajo cada brazo y entregó al joven el báculo que lo había ayudado a ascender el monte sagrado. Así bajaron juntos la montaña de Dios, hacia el campamento del pueblo, en el desierto.