XVII

Tembló la tierra, se sacudió y se estremeció bajo sus pies, impidiéndoles mantenerse parados, haciéndolos balancear hacia adelante y hacia atrás dentro de la choza, cuyos postes se movían como agitados por manos gigantescas. Y la tierra firme se movió, no sólo hacia un lado, sino a un mismo tiempo en todas direcciones, en un vértigo espantoso, provocándoles horribles sensaciones. Y todo esto acompañado por un bramido subterráneo, y desde fuera y desde lo alto llegó a sus oídos como un clamor de trompetas, seguido por crepitaciones, truenos, estrépitos y retumbos. Es de imaginar el pavor de ver que en el momento en que iba a estallar de ira Moisés, el propio Dios lo hiciera por sí mismo, quitándole de los labios las palabras —sólo que con una fuerza infinitamente superior a la que hubiera podido emplear un simple mortal, sacudiendo a la tierra entera, cuando su siervo sólo habría podido sacudir los puños.

Moisés se alarmó mucho menos que los dos hermanos, ligado como estaba permanentemente a Dios. Pero Aarón y Miriam palidecieron de terror, mientras los tres salían presto de la choza. Una vez fuera vieron que la tierra se había abierto en una enorme grieta, justamente frente a la casa de Moisés, obviamente destinada a Miriam y Aarón, de modo que por escasa distancia escaparon de ser devorados por la tierra. En ese mismo instante divisaron la montaña del Este, Horeb o Sinaí, pero… ¿qué estaba sucediendo en Horeb, y en el monte Sinaí? Envuelto en humo y llamas, lanzaba fragmentos en ignición hacia el cielo dejando oír el estrépito de lejanas explosiones, mientras ríos de fuego descendían por sus laderas. Una densa humareda, surcada por relámpagos, oscurecía las estrellas que iluminaban el cielo del desierto, mientras una lluvia de cenizas comenzaba a descender sobre el oasis de Kadesh.

Aarón y Miriam cayeron postrados de hinojos, aterrorizados ante la evidencia de que la grieta había sido destinada a ellos y ante la revelación de Jehová sobre la montaña, advertidos ante tamaños signos que habían ido demasiado lejos en su necedad. Aarón fue el primero en dirigirse a Moisés:

—Oh, Señor mío, esta mujer, mi hermana, necia ella, ha hablado y tontamente. Acepta, no obstante, mi ruego y no permitas que ese pecado permanezca sobre su cabeza por haber ofendido a quien ha sido ungido por nuestro Dios.

Miriam también exclamó, vencida por el temor:

—Señor, nadie pudo hablar y expresar más estupidez que mi hermano Aarón. Perdónalo, no obstante, y no permitas que permanezca sobre él el pecado de haberte molestado a causa de tu etíope.

No estaba Moisés tan seguro como ellos de que la demostración de Jehová estuviera dirigida precisamente contra su hermano y hermana por la dureza de sus corazones, pues bien podía tratarse de un recurso divino para convocarlo a una entrevista para impartirle nuevas instrucciones acerca de la educación de su pueblo… aviso que Moisés aguardaba permanentemente. Sin embargo, dejó las cosas tal como habían sido interpretadas por los culpables, y replicó:

—Ya ven. Pero tengan coraje, hijos de Amram. Yo diré una buena palabra por ustedes, allá arriba, en el monte donde Dios me convoca. Porque entonces habréis de ver, y todo el pueblo habrá de ver, si vuestro hermano se halla debilitado por su capricho negro o si un soplo divino alienta en su alma como en la de ningún otro mortal. Subiré al monte en llamas, solo, hacia Dios, para oír sus pensamientos y sin temor a conversar con el Invisible, cara a cara, lejos de los hombres, pero acerca de ellos. Porque hace tiempo que sé que cuanto yo os he enseñado para vuestra salvación ante el Santísimo, Él habrá de reunirlo y sintetizarlo para toda la posteridad en un código, que yo seré quien traiga del monte, Su morada, portador de esas divinas leyes, para que el pueblo las contemple en el tabernáculo, junto al arcón, el efod y la serpiente de bronce. ¡Adiós! Quizá perezca en el tumulto de Dios y entre los fuegos de la montaña. Muy bien puede ocurrir, debo admitirlo. Pero si regreso, os traeré de entre sus truenos el resumen final, la Ley de Dios.

Tal era, a la verdad, su firme resolución aunque en ello se le fuera la vida. Si alguna vez conseguía hacer de esas tribus hoscas e incultas una comunidad temerosa de Dios, que observara fielmente la ley divina, nada podría haber de más efectivo que internarse solo e indefenso entre los terrores de Jehová y descender de la montaña portando el Decálogo. «Entonces sí, pensaba Moisés, se verían comprometidos a observar y conservar esas divinas leyes.» Ya corría hacia su morada el pueblo entero, desde todos los rincones, estremecidos de espanto por los estertores que llegaban desde el centro de la Tierra, que ahora iban perdiendo intensidad. Los increpó por ese terror propio de salvajes, y les recomendó a la vez compostura y decoro. Dios —les dijo— lo convocaba en la montaña para bien de ellos, y hacia allí había de encaminarse, para traerles algo a su regreso con la ayuda de Dios. Ellos, por su parte, debían regresar a sus hogares y prepararse para una excursión, lavando sus ropas y sus cuerpos, absteniéndose de sus mujeres, y dedicándose a la meditación. Al día siguiente debían salir todos de Kadesh e internarse en el desierto, al pie de la montaña, donde levantarían campamento y aguardarían su regreso.

Así ocurrió, poco más o menos. Moisés, como es natural, sólo había pensado en que lavaran las ropas y se abstuvieran de las mujeres. Pero Josué, el joven estratega, meditó acerca de los demás requisitos necesarios para efectuar semejante excursión en masa. Él y sus tropas tomaron a su cargo la provisión de cuanto era necesario llevar con ellos: agua y alimentos para miles de personas en el desierto. Dispuso un servicio de enlace entre Kadesh y la montaña, dejando a Caleb y a un destacamento de policías en Kadesh con todos aquéllos que por una u otra razón no podían salir del oasis. El resto del pueblo, al tercer día, cuando todos los preparativos habían sido ya dispuestos, inició la marcha de sus carromatos y ganado. Día y medio les llevó alcanzar la montaña; no muy cerca, a una distancia prudente del recinto flamígero de Jehová, Josué marcó un espacio en el cual debían alzar sus tiendas. En nombre de Moisés, prohibió al pueblo ascender a la montaña, ni siquiera tocar sus estribaciones, pues sólo al enviado de Jehová le estaba permitido aproximarse tanto a Dios. Por otra parte, era peligroso, y quienquiera se acercara a la montaña sería lapidado o traspasado a flechazos. Escucharon sin emoción semejante orden, pues si por un lado no tenía el pueblo la menor intención de aproximarse a Dios, por el otro, la montaña no ofrecía aspecto atrayente en modo alguno, ni de día cuando Jehová yacía sentado sobre una espesa nube surcada de relámpagos, ni de noche, cuando la nube se encendía en llamas, al igual que la cima de la montaña.

Josué se sentía orgulloso en grado sumo ante la divina intrepidez de su maestro, que en presencia del pueblo entero inició la marcha hacia la cumbre, solo y a pie. Llevaba en la mano el cayado del peregrino, por toda provisión un odre de agua y unos panecillos, y varias herramientas: un pico, un cincel, un mazo y un buril.

Josué no cabía en sí de dicha al comprobar la impresión que tanta bravura dejaba en el pueblo, y, sin embargo, se sentía inquieto por la suerte de su tan reverenciado maestro. Por tal motivo le había rogado encarecidamente no arriesgarse demasiado cerca de Jehová, a la vez que tuviera mucho cuidado con las corrientes de lava que bajaban por las laderas. No obstante esas recomendaciones, le dijo que habría de visitarlo de tarde en tarde, de forma que el maestro no sufriera necesidades en la soledad, junto a Dios.