Pero con decir Amén no llegaban muy lejos. Lo decían porque Moisés era el hombre que los condujera felizmente afuera de Egipto, que hiciera perecer ahogado al ejército egipcio que los acosaba, y que, por fin, conquistara para ellos el oasis de Kadesh. Tomó mucho tiempo que se compenetraran, aunque fuese débilmente, y aún esto sólo en apariencia, de tanta enseñanza, imposición, restricción, orden y prohibición. Era realmente una tarea titánica la que había emprendido: formar para el Señor un pueblo santo de entre la masa informe que era, una comunidad pura. Trabajaba en esa misión con el sudor de su frente, allá en Kadesh, su taller. Sus ojos avizores estaban en todas partes, modelando, cincelando, puliendo ese tronco reacio, con paciencia imperturbable, con reiterada indulgencia, a menudo perdonando, castigando con la ironía o recurriendo a los azotes otras veces. Aun así, lo asaltaba en ocasiones una sorda desesperación ante esa masa terca, olvidadiza y reincidente; cuando olvidaban el empleo de sus palitas, o dormían con sus hermanas o sus animales, o ingerían luciones, o se mutilaban el rostro, recurrían a hechicerías, cometían hurtos o llegaban al asesinato, no podía reprimirse y los apostrofaba así: «¡Oh bestias, ya veréis, bajará el Señor hasta vosotros y os aniquilará!».
Sin embargo, ante el Señor hablaba de modo muy otro: «¿Qué haré yo, Señor, con esta carne, y por qué has puesto sobre mí este fardo que no puedo sobrellevar? Prefiero limpiar el estiércol de un establo que durante siete años no haya visto agua ni pala, o desmontar una jungla con mis dos manos solamente y hacer de ella una huerta, que tratar de convertir a esta chusma en gente temerosa de Dios. ¿Cómo es que me veo aquí, llevando en mis brazos a este pueblo, como si yo lo hubiera parido? Yo sólo tengo la mitad de esta sangre, la de mi padre. Por esto, te suplico, Señor, que me dejes y me permitas vivir dichoso y me dispenses de esta tarea, porque de otro modo preferiré estrangularme».
Pero Dios le respondió desde sus más recónditos adentros con una voz tan clara que alcanzó a oírla con sus propios oídos, y cayendo de hinojos, oyó estas palabras: «Precisamente porque sólo llevas la mitad de su sangre, de parte de aquél que fue enterrado, eres el hombre indicado para trabajar por ellos y por Mí, para hacerlos a mi propia imagen. Porque si estuvieras más cerca de ellos, si fueras uno más de entre ellos no los verías como son y no podrías hacer nada. Pero de todos modos este lamento tuyo y ese pedido de que te dispense de la misión que has emprendido… es sólo gazmoñería. Porque de seguro alcanzas a ver que en principio algo ya está hecho; ya les has formado una conciencia, de forma que se sienten incómodos cuando cometen malas acciones. De modo que no finjas ante Mí que ya no tienes entusiasmo para la tarea. Es Mi celo el que a ti te posee, un celo divino, y sin él tu vida te sería odiosa, como el maná lo fue para tu pueblo al cabo de pocos días. Por supuesto, si Yo fuera a estrangularte, podrías prescindir de ello; pero de ninguna otra manera podrías».
Moisés, a despecho de sus tribulaciones, comprendía muy bien esto. Asintió a las palabras de Jehová, sin haber alzado aún el rostro, y retomó fuerzas para el cumplimiento de su misión. Mas sus pesares no se referían solamente a la realización del dictado divino, porque dificultades y vejámenes le aguardaban también en su vida familiar. Habían surgido allí envidias y discordias, originadas en su propio error, si se quiere, ya que sus sentidos eran los que motivaban tal discordia. El trabajo emprendido dejaba sus sentidos ávidos e insaciables a la vez, a la par que su corazón se hallaba prendado de una etíope.
Sabemos que entonces vivía con una etíope, a la par que con su primera mujer, Séfora, la madre de sus hijos. Provenía esa mujer de la tierra de Kusch, y había llegado a Egipto de niña, alojándose en la región de Gesén y habiéndose incorporado al éxodo. Sin dudas había conocido para entonces a más de un hombre, y, sin embargo, Moisés compartió con ella su lecho. En su tipo, se trataba de una espléndida hembra, de generoso seno, ojos vivaces, labios sensuales que anticipaban toda una ventura al hombre que en ellos estampara un beso, y piel que exhalaba un aroma penetrante. Moisés se aferraba a ella porque le servía de incomparable relajamiento, y no podía separarse de esa mujer, a pesar de la hostilidad de su propia familia. No sólo debía enfrentar a su mujer madianita y a sus hijos, sino más enconada hostilidad hallaba en sus medio hermanos Miriam y Aarón. Séfora, a la verdad, poseedora de buena parte del espíritu comprensivo y cosmopolita de Jetro, hubiera tolerado a su rival, especialmente por el hecho de que la etíope procuraba ocultar su triunfo sobre el hombre que había en Moisés, y se comportaba sumisamente ante la verdadera esposa. Séfora, por su parte, la trataba con más ironía que ira, y aun ante el propio Moisés refrenaba sus celos y lo trataba de manera similar. Los hijos, Gershom y Eliezer, soldados de las tropas de Josué, poseían un fuerte sentido de la disciplina como para rebelarse contra el padre, si bien era evidente que los irritaba y avergonzaba su comportamiento.
Pero las cosas eran muy distintas con Miriam y Aarón, el mojigato. El odio que sentían hacia esa mujer negra era más emponzoñado que el de todos los demás, pues era a la verdad un escape para el odio más hondo y profundo que los unía contra el propio Moisés. Ya hacía tiempo que se habían despertado en ellos los celos por la estrecha relación de Moisés con Dios, por la maestría con que dirigía la formación espiritual del pueblo; y sobre todo porque la elección divina recayera sobre él, cosa que ellos juzgaban imaginaria en su mayor parte. Se consideraban ellos tan buenos, o quizá mejores, que el propio Moisés, y se decían el uno al otro: «¿Es que el Señor entonces habla sólo por boca de Moisés?; ¿acaso no lo hace también por nuestras bocas? ¿Quién es Moisés para alzarse tan por encima de todos nosotros?». Ésa era la verdadera raíz de la ira que experimentaban por las relaciones de Moisés con la negra, y siempre que lo atacaban, reprochándole sus noches de pasión, sabía bien Moisés que era ése el punto de partida para seguir luego con el verdadero motivo del resentimiento que los impulsaba… y bien pronto aparecían las recriminaciones por el daño que les había sido inferido al haberse elevado él, Moisés, por encima de ellos.
Cierto día, hacia el crepúsculo, se hallaban en su casa, atormentándolo como de costumbre por sus relaciones con la etíope, y reprochándole el escándalo y el agravio inferido a Séfora, su primera mujer, y la vergüenza para sí mismo, pues su comportamiento equivalía a desenmascararse, cuando pretendía ser dirigente espiritual del pueblo, único representante de Jehová sobre la Tierra.
—¿Que yo lo pretendo? —repuso Moisés—. Lo que Dios me impuso, eso soy. ¡Qué odioso de vuestra parte, qué odioso en verdad es envidiar mi placer y el descanso que obtengo sobre el pecho de mi etíope! Porque esto no es pecado ante Dios, y de entre las prohibiciones que me ha impuesto el Señor no figura la de yacer con una etíope, que yo sepa…
—¡Ah, sí! —repusieron ellos. Bien se buscaba él reglamentos arbitrarios y prohibiciones, de modo que no les habría sorprendido que muy pronto emanara una orden explícita de acostarse con etíopes, ya que se consideraba el único vocero de Jehová. Ante ellos, Miriam y Aarón, hijos legítimos de Amram, nieto de Leví, debía mostrar al menos un poco de humildad, él, un simple expósito sacado de entre los juncos. Y sin embargo, su obstinación en lo de la etíope, aparte de ser una vergüenza, resultaba más odiosa porque la motivaba la arrogancia y la presunción de su temperamento.
—¿Quién puede evitar ser elegido? —preguntó entonces Moisés—. ¿Y quién puede evitar hallarse de pronto ante una zarza en llamas? Miriam, yo siempre he estimado tus dotes de profetisa y nunca negué que sabes tocar bien los timbales…
—¿Por qué entonces, me prohibiste mi himno «Caballo y guerrero»? —interpeló Miriam—. ¿Por qué me prohibiste dirigir el coro de las mujeres con mis timbales, sólo porque supones que Dios no desea que su pueblo se regocije del aniquilamiento del enemigo? Eso fue abominable de tu parte.
—¿Y tú, Aarón? —prosiguió el asediado—. A ti te he investido como gran sacerdote del tabernáculo, dándote el arca, el efod, y la serpiente para que tú los cuides. Tanta es mi estima por ti.
—Era lo menos que debías hacer —repuso Aarón—, ya que privado de mi elocuencia nunca hubieses ganado al pueblo para la causa de Jehová, y con tu torpe discurso nunca los hubieras inducido al éxodo. Sin embargo, tú te consideras a ti mismo el hombre que nos condujo afuera de Egipto, y bien, si tú nos estimas, y no llevas tu vanidad a exaltarte por encima de tus hermanos legítimos, ¿por qué, entonces, no escuchas nuestros consejos?, ¿por qué haces oídos sordos a la advertencia de que estás poniendo en peligro al pueblo entero por tu concubinato con la negra? Porque ella es un trago amargo como la hiel para Séfora, tu mujer madianita, y ofendes con ello a todo Madián, tanto que no es difícil que tu cuñado Jetro caiga sobre nosotros a causa de ese tu capricho negro.
—Jetro —dijo Moisés con gran dominio de sí mismo— es un hombre bien equilibrado, un hombre de mundo, que por supuesto habrá de comprender que Séfora, con todo el respeto debido a su nombre, no puede ya ofrecer a un hombre tan colmado de tribulaciones como yo lo estoy el descanso que le es preciso. La piel de mi etíope, en cambio, es cual canela y clavo para mi olfato, y por lo tanto os suplico, queridos amigos, ¡dejádmela!
Pero lejos estaban de consentirlo, y prosiguieron vociferando y clamando contra ella, al punto de exigir que no sólo la apartara de su lecho, sino también que la arrojara sin agua al desierto.
Comenzó entonces a montar en cólera Moisés, a temblarle los puños contra sus muslos… pero antes de que pudiera desplegar los labios para replicarles como se merecían, se produjo un temblor bien distinto al de sus puños. Jehová intervino, apiadándose de su siervo Moisés y volviéndose contra esos hermanos de corazón endurecido, de una manera que jamás podrían olvidar. Algo espantoso y sin precedentes aconteció.