XIII

Moisés, aunque le siguieron doliendo los brazos por muchos días, se sintió dichoso. Que continuó siendo un hombre acosado por las preocupaciones, más que ningún otro sobre la tierra, pronto habremos de ver. Pero en un principio, se sintió feliz de la manera en que habían resultado las cosas. El éxodo había sido llevado a cabo; las fuerzas represivas del faraón habían perecido ahogadas bajo la marea, el viaje a través del desierto había sido realizado, y la batalla por Kadesh había sido ganada con ayuda de Jehová. En esos momentos se hallaba en la cima de su prestigio ante el pueblo de Israel, que lo aclamaba como el «hombre que nos condujo afuera de Egipto». Sólo que ese éxito necesitaba, para dar comienzo a su tarea, la purificación y formación de esa gente, a imagen del Invisible; la tarea de modelar esa carne y esa sangre, que tanto anhelaba comenzar. Se sentía feliz por disponer ahora de ella, al aire libre, aislada, habitando en el oasis cuyo nombre significaba santuario. Ése debía ser su taller.

Mostró al pueblo un monte que se divisaba, entre otros, hacia el sudeste del oasis de Kadesh, de nombre Horeb, al que también podía llamarse Sinaí. Cubierto estaba por arbustos las dos terceras partes de sus laderas y desnudo en la cima, donde Jehová tenía establecida su residencia. Esta afirmación no resultaba difícil de aceptar, pues el monte tenía un aspecto desusado, dada su altura y el hecho de que en su cumbre se divisaba una nube que de día tomaba un tinte grisáceo mientras que de noche parecía iluminada. Allí —se dijo al pueblo—, en la ladera cubierta de arbustos, en el límite con la cumbre rocosa, Jehová había hablado a Moisés desde la zarza ardiendo, ordenándole que condujera a su pueblo dilecto afuera de Egipto. Oían esto estremecidos de temor, que por entonces sustituía el recogimiento y la adoración. En verdad, todos ellos, hasta los hombres más valientes, temblaban como cobardes cada vez que Moisés señalaba la montaña coronada por la nube diciéndoles que allí estaba sentado el Dios que había de ser el Único, y que los había señalado como el pueblo de su predilección. Moisés, sacudiendo sus puños, los reprendía por ser pusilánimes y se desvivía por infundirles una actitud más propia y más familiar hacia Jehová, llegando a alzar a tal efecto un altar para Él, en medio del pueblo, en el mismo oasis de Kadesh.

Para ello, explicaba que Jehová era ubicuo, consecuencia ésta, como tantas otras, de Su Invisibilidad. Moraba en Sinaí, en Horeb… y ahora entre ellos; ya que las tiendas amalecitas servían de morada al pueblo de Israel, Moisés no vio inconveniente en designar una de ellas, próxima a la que destinó para sí mismo, como morada de Jehová y que al propio tiempo habría de ser sitio de reuniones y asambleas, al tiempo que tabernáculo, donde habrían de conservarse ciertos objetos sagrados usados en el culto sin imágenes en honor del Señor. En su mayor parte eran objetos que Moisés recordaba relacionados con el culto madianita de Jehová. Lo más importante era el arca con sus correspondientes varas para el transporte, donde, según Moisés —que seguramente sabía lo que decía— el Dios invisible se hallaba sentado. Debía ser llevado a los campos de cultivo y al frente de batalla para que presidiera sus acciones en un caso, y los ayudara a vencer en el otro, de regresar los amalecitas en busca de desquite. Un báculo de bronce con cabeza de serpiente era conservado junto al arca en memoria de la artimaña que Aarón empleara ante el faraón con tan buena intención. Tenía ahora un doble significado, pues simboliza también el báculo que Moisés alzara sobre las aguas para permitirles el paso. Asimismo, en la tienda de Jehová era conservado el efod, una especie de bolsa para echar la suerte, el urim y tummim, el sí o el no, lo justo o lo injusto, y al cual se apelaba en casos de dificultades y desacuerdos, para invocar el juicio de Jehová allí donde el hombre fracasaba.

Mas, en la mayoría de los casos, era Moisés quien emitía los juicios. Y a decir verdad, casi la primera cosa que hizo una vez instalados en Kadesh fue alzar un tribunal para el cual destinaba determinados días, en los que resolvía disputas y hacía justicia, sentado a la vera del manantial más caudaloso del oasis, el Me-Meribh, o agua del juicio, como ya se llamaba. Y la ley era administrada y fluía de sus labios el veredicto, como el agua de las entrañas del desierto. Sin embargo, si se piensa que vivía reunida esa comunidad de doce mil quinientas almas aproximadamente, y que muchos debían ser los que acudían a él en busca de justicia, es fácil deducir las muchas tribulaciones que debió soportar Moisés. Acudían en gran número ante él, junto a la fuente, tanto más cuanto la idea del «derecho» era algo en cierto modo nuevo para esta secta perdida, anonadada. En realidad, no puede decirse que supieran lo que esa palabra significaba… agravada la ignorancia por el hecho de tener que asociar el «derecho» con la invisibilidad del Dios y su santidad, y considerarlo como emanación directa del mismo Dios. Y lo que es más, oían que en esta nueva idea del derecho iba incluida la idea de la culpa, conclusión ésta que la mayor parte del pueblo tardó mucho en captar. Pensaban ellos al principio que debía hacerse justicia a cuantos allí acudían, es decir, darles la razón. Les costaba creer que también se administraba justicia, que se le hacía justicia a un individuo, aun cuando se lo considerara culpable y debiera retirarse del lugar con la cabeza gacha. Este individuo, por supuesto, echaría una maldición y se lamentaría de no haber solucionado la disputa con su contrincante en la forma natural y acostumbrada, es decir, piedra en mano, con lo que los resultados pudieron haber sido bien diferentes. Muy lentamente fue penetrando en sus espíritus la idea de que semejantes principios no guardaban relación con la invisibilidad de Dios, y que quien era juzgado culpable por la ley no debía por eso considerarse vilipendiado, pues la ley es siempre austera y digna en su pureza invisible, otorgue o no la razón.

De este modo se comprende que Moisés no sólo debía impartir la ley, sino enseñarla, con lo que aumentaba su tarea. Había estudiado leyes en Tebas, en los códigos egipcios y en el de Hammurabi, el rey del Eufrates, a cuyo auxilio acudía para pronunciar juicios claros entre tanto caso que se le presentaba. Por ejemplo, si un buey atacaba a un hombre o a una mujer causándole la muerte, debía lapidarse al buey, sin que se comiera luego su carne, pero el dueño del buey debía ser declarado inocente, a menos que, conociendo la agresividad del animal, no hubiera tomado medidas preventivas. En este caso, también el dueño del animal debía perder la vida, a menos que pudiera rescatarla mediante el pago de treinta monedas de plata. O bien si un hombre cavaba un foso, sin cubrirlo luego debidamente, y provocaba con ello la caída de alguna res, debía ser declarado culpable y resarcir al damnificado en dinero, mientras que la bestia muerta debía considerarse de su legítima propiedad. Miles de casos diferentes se le presentaban, fueran lesiones, malos tratos inferidos a los esclavos, robo, daños a los cultivos, incendios premeditados y hurto de bienes, abusos de confianza, etcétera, y en todos ellos debía pronunciarse entre lo justo y lo injusto.

Claro está que eran demasiados juicios para un solo juez, y el sitio desde donde impartía sus fallos se veía siempre atestado. Si investigaba a fondo un caso, se atrasaba con los restantes y debía dilatar el fallo, sin poder evitar que fueran acumulándose otros tantos. Sus preocupaciones superaban en mucho a las de todos los demás mortales.