Mas de esa suerte se hallaba más o menos defendido por el joven Josué y el cuerpo armado que formara ya en Gesén. Eran ellos los que rodeaban y protegían al Libertador cada vez que el clamor se alzaba contra él. Formaban en un principio un cuerpo poco numeroso, en su mayor parte joven, pero Josué sólo esperaba una oportunidad propicia para erigirse en comandante en jefe y poner en pie de guerra a los tres mil hombres, bajo sus órdenes. E intuía que esa ocasión habría de presentársele muy pronto.
Moisés dependía en cierto modo de Josué, a quien él mismo diera el nombre del Dios. Hubo momentos en que sin él se hubiera dado por perdido. Moisés era un hombre profundamente religioso y su virilidad, potente y fornida cual la de escultor de gruesas muñecas, era esencialmente una virilidad espiritual, ensimismada, refrenada por el mismo Dios, plena de fuego y celo por sus convicciones, y en su obsesión por lo puro y lo sagrado tornábase ciego a cuanto lo rodeaba. Poseía la facultad de liberarse de las sujeciones terrenales, que hacía un extraño contraste con su pose habitual de meditación, en la que llevaba la mano derecha a la boca. Su pensamiento se reconcentraba en una sola idea: la de agrupar al pueblo de su padre en torno a sí, de forma que pudiera moldearlo a su deseo y hacer a esa masa informe a imagen del Dios Único e Invisible. Poco o nada había pensado en los riesgos de la libertad ni en las penurias del paso por el desierto ni en las dificultades de conducir a semejante turba a un sitio seguro. Ni siquiera había pensado dónde se establecería, ni en prepararse para asumir el papel de dirigirla. Se comprende entonces que no pudiera dejar de sentirse agradecido de tener a Josué a su lado; por su parte, el joven admiraba el fervor religioso de Moisés y había puesto a su entera disposición su combatividad recta y juvenil.
Merced a Josué avanzaban a través del desierto siguiendo un plan definido, y no en círculos interminables que habrían de conducirlos a una muerte segura. Josué guiaba el sendero con la ayuda de los astros, calculaba las marchas diarias, y cuidaba de que a intervalos apenas tolerables llegaran a un manantial por poco agradable que fuese el agua que allí encontrasen. Fue también Josué el que dio la idea de que el maná podía servir de alimento. En una palabra, constituía Josué el puntal de la reputación del Maestro, y cada vez que la frase «el hombre que nos condujo afuera de Egipto», asumía un matiz amenazante, él tomaba las providencias del caso para revertirla. Tenía una clara visión del fin que perseguía y avanzaba a él sin rodeos, directamente, de acuerdo con Moisés. Ambos comprendían la necesidad de llegar a un destino fijo, que aunque no fuera permanente, les ofreciera, al menos, un lugar donde pudieran habitar y dejar pasar algún tiempo. Josué lo deseaba para que la población aumentara y le permitiera la formación de un cuerpo de ejército mayor y más nutrido, mientras que Moisés, por su parte, deseaba moldear arcilla impura a imagen de Dios, para hacerla más respetable, más pura, más santa, y dedicar el trabajo de sus manos al Dios invisible, en cuyo servicio volcaba toda la fuerza de su espíritu y de sus manos.
Este sitio había de ser el oasis de Kadesh. Hemos visto que el desierto de Parán lindaba con el desierto del Sur, pero este último se prolongaba en otro desierto, el de Sinaí, aunque no del todo adyacente al anterior sino que separado por el oasis de Kadesh. Esta llanura cautivaba al comparársela con el desierto circundante, verde solaz en medio del yermo en torno, con tres manantiales caudalosos y buen número de otros más pequeños, de una jornada de largo y media de ancho, de suelo fértil, cubierto de verde césped. En una palabra, se trataba de una franja de terreno que ofrecía suelo generoso y alimento, lo bastante extensa como para alojar a todo el pueblo.
Josué conocía este sitio y sabía de sus atractivos; lo llevaba bien señalado en el mapa grabado en su mente. También Moisés lo conocía, pero fue de Josué la idea de elegirlo para sus designios. Una perla como Kadesh, desde luego, no podía yacer allí, sin dueño. Estaba en buenas manos, aunque Josué confiaba que no fueran lo bastante fuertes; como quiera que fuese, si deseaban permanecer allí deberían luchar por su posesión, que hasta el momento correspondía a Amalek.
Una tribu amalecita habitaba en Kadesh y, sin duda, habría de defenderlo. Josué explicó a Moisés que la guerra sería inevitable, una batalla entre Jehová y Amalek, aun cuando resultara en un antagonismo que perduraría por todas las generaciones. Era forzoso que se adueñaran del oasis; se trataba del sitio ideal para sus necesidades de evolución física y espiritual.
Titubeó Moisés, ya que una de las implicaciones de la invisibilidad divina era precisamente la de que un hombre no debía codiciar la casa del prójimo, y no dejó de hacérselo presente a Josué. Éste respondió de inmediato que Kadesh no era la casa de Amalek, y recurrió para ello a sus conocimientos históricos, explicando a Moisés que otrora, aunque no pudiera precisar cuándo, Kadesh había sido habitado por hebreos, es decir, sangre de su mismo pueblo, que luego habían sido arrojados de allí por los amalecitas. Kadesh, en consecuencia, había sido robado, y era justo recuperar lo robado.
Moisés lo puso en duda, pero por otra parte contaba con no pocas razones para creer que Kadesh era dominio de Jehová y que por tanto pertenecía a aquéllos que habían pactado la alianza con dicho Dios. Kadesh significaba «santuario» y no había recibido ese nombre solamente por el hecho de contar con tantas ventajas naturales. En cierto modo era el santuario del Jehová madianita en el que Moisés identificara al Dios de sus antepasados. No muy lejos de allí, hacia el Este, camino a Edom, se alzaba junto a otras montañas el Monte Horeb, que Moisés visitara a su salida de Madián y en cuya ladera Dios se le había revelado en la zarza ardiendo. La montaña de Horeb era la morada de Jehová, una de ellas al menos, mas su residencia inicial, según sabía Moisés, era el monte Sinaí, en el extremo Sur. Mas entre Horeb y Sinaí, sitio aquél en que se le presentara a Moisés, existía una estrecha relación, precisamente por tener Jehová su asiento en ambos, al punto de que bien se les podía denominar Horeb Sinaí. Y Kadesh, por su parte, fue llamado con ese nombre, santuario, porque abreviando un tanto las distancias, yacía a los pies del monte sagrado.
Aceptó finalmente Moisés el plan de Josué, y le dio orden de que preparara el encuentro entre Jehová y Amalek.