No era esto tan absurdo en el fondo, pues lo que a partir de entonces habría de exigirles Moisés a su gente, sobrepasaba los límites del simple mortal, y a decir verdad, difícilmente podía habérsele ocurrido al cerebro de un hombre común. Los dejó boquiabiertos, alelados. No bien diera término Miriam a su danza, Moisés prohibió toda otra manifestación de júbilo por la destrucción de las fuerzas egipcias. Anunció para ello que las huestes angelicales de Jehová habían estado a punto de unirse al cántico triunfal, cuando el Dios les había indicado: «¡Cómo!, ¿Mis criaturas perecen en el mar y vosotros os regocijáis?». Moisés hizo circular esta historia breve y sorprendente, que llevaba el siguiente corolario: «No celebrarás la caída de tu enemigo; el corazón no se alegrará por su desventura».
Era la primera vez que esa masa de gente, doce mil personas aproximadamente, incluyendo a tres mil hombres armados, oía que se dirigían a ella en forma de «tú», una que al mismo tiempo que los agrupaba a todos en uno, se dirigía a cada uno particularmente: marido y mujer, anciano e infante. Este tratamiento conmovió inmensamente a todos sin distinción, como si un dedo divino los hubiera tocado en el pecho. «No te regocijarás por la desventura de tu enemigo…» se les antojaba totalmente ajeno a lo lógico y natural. Pero seguramente esa falta de naturalidad debía atribuirse a la invisibilidad del Dios de Moisés, que deseaba convertirse en su único Dios. Y recién entonces, los más inteligentes de entre tantos, comenzaron a intuir el significado de aquello, y cuán difícil e irreparable resultaría haber jurado obediencia a un Dios que no se dejaba ver.
Se hallaban a la sazón en la tierra de Sinaí, en el desierto del Sur, páramo hostil que sólo abandonarían por otro idéntico, el desierto de Parán.
No había razón para que estos desiertos recibieran nombres diferentes ya que no existía una demarcación exacta entre ambos, y ambos carecían por igual de agua y de vegetación, extendiéndose en áridas y pedregosas mesetas. Tres días de ininterrumpida marcha, si no fueron cuatro y quizá cinco. Moisés había hecho bien en dar comienzo a la prédica de su doctrina en el momento en que más encumbrado se hallaba su prestigio entre el pueblo, junto al Mar Rojo, ya que al presente había vuelto a ser «el hombre que nos condujo fuera de Egipto», es decir, hacia la desventura. Agrias protestas llegaban hasta sus oídos. Al cabo de tres días empezó a escasear notablemente el agua. Miles estaban sedientos, con el sol implacable sobre sus cabezas y bajo sus pies el yermo y la desolación, ya recibiera el nombre de Sur o Parán. «¿Qué beberemos?» Le gritaban a Moisés, haciéndolo responsable de sus padecimientos. Hubiera deseado, entonces, ser él mismo el único a quien le estuviera vedado beber; no beber por el resto de su vida, con tal de no oír esa queja insistente: «¿Por qué nos has hecho salir de Egipto?». Sufrir a solas es liviano dolor si se lo compara con verse obligado a pagar por el sufrimiento de semejante multitud. Moisés había sido siempre un hombre acosado por el sufrimiento, y así habría de continuar… por sobre todos los seres humanos.
Y a poco andar, faltaron también las provisiones, pues magra había sido la cantidad de galletas que alcanzaran a preparar con tanta precipitación. «¿Qué comeremos?», gritaban ahora, mezclando el llanto y las imprecaciones a sus lamentos. Largas y penosas horas transcurrieron para Moisés, a solas con Dios, durante las cuales elevaba sus quejas. «¿Es que acaso yo he engendrado a todos ellos —le preguntaba—, como para que Tú me ordenes: “Llévalos en tus brazos?”. ¿Con qué los alimentaré? Lloran ante mí y me piden carne. No puedo conducir a tantos yo solo, es demasiado duro para mí. Prefiero morir que contemplar mi desdicha y la de todos ellos.»
Jehová no lo abandonó por completo. En el curso del quinto día, mientras atravesaban una meseta, hallaron un manantial circundado de vegetación, en donde saciaron su sed. Hay que decir que Josué sabía de su existencia, que en los mapas figuraba con el nombre de «Fuente Mara». El agua tenía mal sabor debido a ciertos minerales existentes en su composición, lo que provocó amarga decepción y prolongadas protestas hasta que Moisés, al que la necesidad obligaba a desplegar ingenio, confeccionó un filtro primario que bastó, sin embargo, para liberar las aguas del sabor desagradable. Para esta gente aquello pareció milagroso, y las quejas se volvieron nuevamente alabanzas y su prestigio aumentó considerablemente. La frase «el hombre que nos condujo fuera de Egipto» recobró el matiz de alabanza.
Y en cuanto a la alimentación, también acudió en su auxilio un milagro, que provocó al principio jubilosa exaltación. Resultó que extensas franjas del desierto de Parán se veían cubiertas de un hongo comestible, de sabor dulzón, pequeño y redondo, de apariencia semejante a la semilla del coriandro, y que de no ser ingerido en seguida tomaba un olor desagradable. No obstante molido y cocinado luego en forma de pastelillos, resultaba un alimento tolerable, que algunos hallaban semejante al del pan de miel o al buñuelo.
Tal fue la opinión primera y más favorable. Pero no duraría mucho tiempo. Al cabo de unos pocos días se sintieron hartos del maná. Y como era el único alimento de que disponían, pronto les resultó nauseabundo, y volvieron a repetir sus lamentos a los que acompañaban las reminiscencias. «¡Ah!, el pescado que nos daban en Egipto… y las calabazas, y los puerros, y las cebollas, y los ajos… estamos cansados y abatidos de no ver más que maná ante nuestros ojos.»
Escuchaba esto Moisés y sufría. Y una y otra vez llegaba a sus oídos la eterna pregunta: «¿Por qué nos hiciste dejar Egipto?».
Mientras él preguntaba incesantemente a Dios: «¿Qué haré yo con esta gente? Ya no quieren maná. Ya verás que dentro de muy poco empezarán a apedrearme».