La masa de peregrinos, mucho menos numerosa de lo que la leyenda cuenta, resultaba, no obstante, harto difícil de manejar, dirigir y abastecer, constituyendo una carga pesada para quien llevaba la responsabilidad de su destino. Tomaron la única senda que podían emprender si deseaban evitar las fortificaciones egipcias que empezaban al norte de los lagos Amargos, que conducía por entre la región de los lagos salados, en la que desemboca el brazo mayor y más occidental del Mar Rojo, transformando en península la región del Sinaí. Moisés conocía esta zona por haberla atravesado durante su huida a Madián y a su retorno. Estaba aún más familiarizado con el lugar que Josué y con la naturaleza de esas tierras pantanosas, que, en ocasiones, constituyen un nexo entre los lagos Amargos y el mar, y que mediando ciertas condiciones pueden atravesarse a pie y ganar de este modo la tierra de Sinaí. Esas condiciones son, expresamente, el caso de que un fuerte viento Este haga retirar las aguas permitiendo así el paso libre. En este estado, precisamente, hallaron los fugitivos esa zona, gracias al favor que Jehová les dispensaba.
Fueron Josué y Caleb los que difundieron entre la multitud la nueva de que Moisés, invocando a Dios, había tendido su báculo sobre las aguas, consiguiendo que éstas retrocedieran y dejaran expedito el camino a los fugitivos.
Y probablemente haya tendido su báculo en solemne ademán, en nombre de Jehová, invocando su protección, coincidiendo su gesto con el momento en que se levantó un fuerte viento. Como quiera que haya sido, necesitaba el pueblo fortalecer su fe en el jefe, tanto más por el hecho de que muy pronto vería esa fe seriamente comprometida en gravísima prueba. Porque fue en ese sitio donde las huestes del faraón, que los perseguían con sus armamentos y carromatos de guerra en forma de hoz, tan bien conocida por los hebreos, estuvieron a punto de darles alcance, poniendo un final sangriento a su peregrinaje hacia Dios.
La noticia de esa proximidad, transmitida por la retaguardia de Josué, llenó a todos de espanto. De pronto, no hubo quien no lamentara haber seguido a «ese Moisés», y un coro de murmuraciones e imprecaciones se alzó contra él, cosa que, para tremenda aflicción de Moisés, habría de repetirse cada vez que surgieran dificultades. Denostaban las mujeres, maldecían los hombres sacudiendo sus puños, de manera parecida a la de Moisés cuando se sentía ultrajado. «¿Es que no había tumbas en Egipto donde pudieran enterrarnos en paz cuando llegara nuestra hora, de habernos quedado en nuestro hogar?», clamaban, sin detenerse a pensar que lo que ahora llamaban «hogar» había sido hasta entonces un suelo extraño donde fueran esclavos. «Hubiera sido mejor para todos seguir sirviendo a los egipcios que perecer bajo la espada en pleno desierto.»
Mil veces debió oír Moisés estas lamentaciones, que hubieron de amargarle los momentos más dichosos. Fue siempre desde entonces «el hombre que nos condujo afuera de Egipto», frase llena de elogio mientras las cosas fueran bien, pero que en cuanto se presentaban complicaciones cambiaba de tono, pasando a ser un gruñido de reproche, al que iba aparejado el deseo nada remoto de apedrearlo.
Y bien, luego de un breve lapso de alarma, las cosas siguieron tan increíblemente bien que el pueblo sintió vergüenza. Volvió entonces Moisés, mediante el favor divino, a encumbrarse ante sus ojos y a ser el «hombre que nos condujo afuera de Egipto», pero en el buen sentido.
Siguieron las tribus su marcha a través de los resecos pantanos, seguidos de cerca por las huestes del faraón, cuando he aquí que el viento se detiene y las aguas refluyen impensadamente, haciendo desaparecer carros, hombres y caballería bajo la incontenible creciente.
El triunfo fue apoteósico. Miriam, la profetisa y hermana de Aarón, entonó cánticos y condujo el coro de mujeres al son de los timbales:
«Cantad al Señor porque ha triunfado gloriosamente, arrojando al mar hombres y caballos». Lo había compuesto ella misma, y es preciso imaginarlo con acompañamiento de timbales.
El pueblo quedó profundamente emocionado, no cesaban de fluir de sus labios calificativos tales como poderoso, santo, pavoroso, maravilloso, milagroso. No quedaba en claro si tales adjetivos eran aplicados a la deidad o a Moisés, el hombre de Dios, a cuyo báculo atribuían el prodigio de que las aguas se hubieran tragado a las fuerzas egipcias. El peligro de esta confusión no dejó nunca de amenazarlo, pues en cuanto la gente no hallaba motivo para quejarse de Moisés, se le hacía más difícil evitar que lo tomaran a él mismo por Dios; por el Dios que él les daba a conocer.